¡La
había amado locamente!
¿Por
qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en
el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en
el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende
continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades
del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez,
que se susurra incesante-mente, en todas partes, como una plegaria.
Voy
a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es
siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias,
de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y
absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya
si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este
nuestro antiguo mundo.
Y
luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada.
Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo
intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una
semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió,
pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron
medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban
muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y
tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que
decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo
perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!"
¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!
Me
consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que
dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo
cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios
mío!¡Dios mío!
¡Ella
estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron
algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo.
Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al
día siguiente emprendí un viaje.
Ayer
regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra
habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la
vida de un ser humano después de su muerte, me invadió tal oleada
de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de
arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas,
entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían
cogijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y
de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para
marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo
del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder
contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento
de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo,
desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.
Me
detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado
ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo
tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie,
temblando, con los ojos clavados en el cristal -en aquel liso,
enorme, vacío cristal -que la había contenido por entero y la
había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas.
Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh,
el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que
haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo
corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado
delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha
sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!
Me
marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su
sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve
inscripción:
«Amó,
fue amada, y murió.»
¡Ella
está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la
frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho
tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco
deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar
la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían
verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución,
me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la
muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con
la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos
más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos
grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro
generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del
manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.
¡Y
para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos
que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La
tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!
Al
final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en
la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están
mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas,
donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está
llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un
triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.
Yo
estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de
un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas.
Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una
tabla.
Cuando
la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a
andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno
lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí
encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos
extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis
rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir
encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino.
Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas
de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis
dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué
noche! ¡Y no pude encontrarla!
No
había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado,
en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas!
¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda,
delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me
senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis
rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi
corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible.
¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo
de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos?
Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí
allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a
morir.
Súbitamente,
tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba
sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si
alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una
tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa
sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un
esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada
espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En
la cruz pude leer:
«Aquí
yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años.
Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de
Dios.»
El
muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego
cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y
empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente,
y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían
estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que
había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las
líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de
fósforo:
«Aquí
yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años.
Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna;
torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus
vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal.»
Cuando
hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil,
contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las
tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de
ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes
habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y
vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos,
deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores,
envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los
peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas,
aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados
comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados
irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la
verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo
ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.
Pensé
que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora,
corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los
cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la
encontraría inmediatamente.
La
reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por
un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había
leído:
Amó,
fue amada, y murió.
ahora
leí:
«Habiendo
salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una
pulmonía y murió.»
Parece
que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin
conocimiento.
1.042. Maupassant (Guy de) - 051
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