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lunes, 20 de octubre de 2014

El cordel

A Harrys Alis

Por todos los caminos en torno de Goderville, los campesinos y sus mujeres venían hacia el pueblo. Era día de feria. Los varones iban delante, tranquilo el paso, inclinando el cuerpo a cada movimiento de sus largas piernas torcidas, deformadas por los rudos trabajos, por el esfuerzo sobre el arado que obliga al mismo tiempo a levantar el hombro izquierdo y desviar la cintura; por la siega con hoces, que hace apartar las rodillas para asegurarse el aplomo, por todas las labores lentas y penosas del campo. Sus blusas azules, almidonadas, brillantes, como barni­zadas; adornadas en el cuello y los puños por una orla de hilo blanco, infladas en torno del torso robusto, parecían globos listos para volar, de los que salían una cabeza, dos brazos y dos piernas.
Unos iban tirando de una vaca, de un becerro. Y las mujeres, detrás del animal, le fustigaban las an­cas con ramas aun guarnecidas de hojas, para apre­surarlo. Ellas llevaban al brazo anchos canastos de los que asomaban cabezas de pollos por aquí, cabe­zas de patos por allá. Caminaban con paso más cor­to y más vivaz que el de sus hombres, con los torsos envueltos en mantoncillos gastados, abrochados sobre el raso pecho con un alfiler; pañuelos blancos a la cabeza, y sobre los pañuelos, un bonete.
Luego pasaba una carretela, al trote sacudido de un jamelgo, agitando extrañamente a dos hombres sentados uno al lado de otro, y una mujer al fondo del vehículo, a cuyo borde se agarraba para evitar los bamboleos.
En la plaza de Goderville había una muchedumbre de animales y de seres humanos revueltos. Los cuer­nos de los bueyes, los altos sombreros de pelo de los campesinos ricos, surgían por encima de la asamblea. Y las voces chillonas, bulliciosas formaban un cla­mor continuado y salvaje que interrumpía a veces una carcajada lanzada por el pecho robusto de al­gún labriego contento o por el largo mujido de una vaca amarrada junto a una casa. Todo aquello olía a es establo, a leche, a estiércol, a paja y sudor, despedía un sabor agrio, desagradablé, humano y bestial ca­racterístico de la gente de campo.
Maese Hauchecorne, de Breauté, acababa de lle­gar de Goderville, y se dirigía hacia la plaza, cuando vio en el suelo un trocito de cordel. Maese Hau­checorne, económico como buen normando, pensó que todo tenía una utilidad, se agachó trabajosamen­te, pues sufría de reumatismo, cogió el pedazo de delgado cordel, y se disponía a enrollarlo cuidadosa­mente, cuando vio al umbral de su puerta a Maese Malandain, el guarnicionero, que le miraba. Otrora, habían tenido discusiones acerca de un ronzal, ha­bían quedado disgustados y ambos eran rencorosos. Maese Hauchecorne sintió cierta vergüenza de haber sido visto por su enemigo buscando entre la basura un pedazo de cordel. Escondió prontamente su ha­llazgo en, la blusa, luego en el bolsillo de su pantalón; luego hizo como que aun buscaba algo en el suelo, algo que no encontraba, y después se fue hacia el mercado, baja la cabeza, curvado por sus dolores.
Pronto se perdió entre la muchedumbre gritona y lenta, agitada por los interminables regateos. Los campesinos palpaban las vacas, iban y venían, per­plejos, siempre miedosos, sin decidirse, espiando de reojo al vendedor, tratando sin término de descu­brir la trampa del hombre y el defecto de la bestia.
Las mujeres, habían colocado ante ellas sus gran­des canastos, y sacado las aves que yacían en el sue­lo, amarradas las patas, asustados los ojos, rojas las crestas. Escuchaban proposiciones, mantenían sus precibs, seco el ademán, impasible el rostro; o bien, de súbito, aceptando la rebaja impuesta, gritaban al cliente que se alejaba despacioso.
-Ya está, Maese Anthime, se lo dejo.
Luego, poco a poco, la plaza se despobló, y habien­do sonado el Angelus de mediodía, los que vivían le­jos se diseminaron hacia las posadas.
En casa de Jourdain, la sala grande estaba repleta de comensales, tanto como el ancho patio de vehícu­los, de toda clase, carretas, carretelas, tartanas, ca­briolés, tilburys, inmumerables carromatos y carri­coches, llenos de barro y suciedad, deformados, arre­glados, alzando al cielo, como dos brazos, sus varales, o bien nariz en tierra y trasera en alto.
Junto a los campesinos, sentados a las mesas, la inmensa chimenea, llena de un fuego claro, arroja­ba un vivo calor en las espaldas de los que estaban al lado derecho. Tres asadores daban vueltas, cargados de pollos, palomas y piernas de carnero; y un grato olor de carne asada y de chorreante jugo, saliendo del hogar, iluminaba la alegría y humedecía las bocas.
Toda la aristocracia del arado comía allí, en casa de Maese Jourdain, posadero y chalán, un pillastre que había hecho dinero.
Los platos pasaban y quedaban vacíos, como los jarros de sidrz amarilla. Cada cual contaba de sus negocios, de sus compras y sus ventas. Se daban no­ticias de las cosechas. El tiempo era bueno para las hortalizas, pero un poco pesado para el trigo.
De pronto, redobló el tambor, en el patio, ante la casa. Todo el mundo se puso de pie, salvo algunos in­diferentes, y corrió hacia la puerta, a las ventanas, con la boca llena y la servilleta en la mano.
Cuando hubo terminado su redoble, el pregonero gritó con voz entrecortada, escandiendo las frases de un modo torpe:
-Hago saber a los habitantes de Goderville, y en general a todas las personas presentes en la feria, que se ha perdido esta mañana, en el camino de Beuzevi­lle, entre las nueve y las diez, una cartera de cuero ne­gro, que contiene quinientos francos y papeles de ne­gocios. Se ruega la lleven a la alcaldía, inmediata­mente, o a casa de Maese Fortuné Houlbreque, de Manneville, y se le darán veinte francos de recom­pensa.
Luego se fue. Una vez más se oyó a lo lejos el re­doble sordo del tambor y la voz debilitada del pre­gonero.
Entonces se empezó a hablar de este suceso, enu­merando las probabili-dades que tenía Maese Houl­breque de encontrar o no su cartera. Y la comida terminó.
Se acababa de tomar el café, cuando el brigadier de la gendarmería apareció en la puerta, y preguntó:
-Maese Hauchecorne, de Breuté, ¿está aquí?
Maese Hauchecorne, sentado a la otra punta de la mesa, respondió.
-Aquí estoy.
Y el brigadier:
-Maese Hauchecorne: tenga la bondad de acom­pañarme a la alcaldía. El señor alcalde quiere hablar con usted.
El campesino, sorprendido, inquieto, se tomó de un trago su taza se levantó y más curvado aún que por la mañana, pues los primeros pasos después de cada comida eran particularmente difíciles, se puso en camino, repitiendo:
-Aquí estoy, aquí estov.
Y siguió al brigadier.
El alcalde lo esperaba sentado en un sillón. Era el notario del lugar, hombre gordo, grave, de frases pom­posas.
-Maese Hauchecorne -dijo el alcalde. Esta mañana le vieron a usted cuando recogía del suelo, en el camino de Beuzeville, la cartera perdida por Maese Houlbreque, de Manneville.
El labriego, desconcertado, miró al alcalde; ya se asustaba de aquella sospecha que caía sobre él, sin que él supiera por qué.
-¿Yo? ¿Que yo he cogido del suelo esa cartera?
-Sí, usted mismo.
-Palabra de honor, pero si ni siquiera sabia nada de eso.
-Le han visto a usted.
-¿Qué me han visto a mí? ¿Quién me ha visto?
-El señor Malandain, el guarnicionero.
Entonces el viejo recordó, comprendió y, enro­jeciendo de cólera:
-¿Ah, ¿conque me ha visto ese granuja? Lo que me ha visto recoger es este cordel, señor alcalde.
Y buscando en el fondo de su bolsillo, sacó el pe­dazo de cordel.
Pero el alcalde, incrédulo, movía la cabeza.
-No me va a hacer creer usted, Maese Hauchecorne, que el señor Malandain, que es un hombre digno de fe, tome esa cuerda por una cartera.
El campesino, furioso, alzó la mano, escupió a un lado para atestiguar su honor y repitió:
-Sin embargo esta es la verdad del buen Dios, la santa verdad, señor alcalde. ¡Por la salvación de mi alma se lo repito!
El alcalde continuó:
-Después de haber recogido el objeto usted estu­vo rebuscando por un rato en el barro por si se ha­bía escapado alguna moneda.
El buen hombre se ahogaba de indignación y de miedo.
-¡Que se puedan decir, que se puedan decir men­tiras como esa para calumniar a un hombre decente! ¡Que se puedan decir tales cosas!
Fue inútil que protestara. No le creían.
Le carearon con Malandain, que repitió y mantuvo su afirmación. Se injuriaron durante una hora. Re­gistraron a pedido propio a Maese Hauchecorne. No encontraron nada sobre él.
Por fin, el alcalde perplejo, le dejó ir, previniéndole que iba a avisar a la policía y pedir órdenes.
La noticia se extendió. A su salida de la alcaldía, el viejo fué rodeado; interrogado con una curiosidad ya seria ya burlona, pero en la que no entraba la me­nor indignación. Y él se puso a contar la historia del cordelillo, y nadie le creyó. Reían.
Allá iba el hombre detenido por uno y otro, dete­niendo él a sus amistades, reiniciando el relato de sus protestas de inocencia, mostrando sus bolsillos vuel­tos, para probar que no tenía nada.
Le decían:
-¡Anda, anda viejo ladino!
El se enojaba, se exasperaba, enardecido, desola­do de que no le creyeran, no sabiendo qué hacer y contando todo el tiempo su historia.
Llegó la noche. Era preciso partir. Se puso en ca­mino con tres vecinos a los que mostró el sitió don­de había encontrado la cuerda; y por todo el camino habló de su aventura.
Dio una vuelta por la aldea de Breauté, para con­társelo a todo el mundo. No encontró sino incrédu­los.
Y pasó enfermo toda la noche.
Al día siguiente, a eso de la una, Marius Paumelle, mozo de labranza de Maese Breton, cultivador de Ymauville, devolvía la cartera y su contenido a Maese Houlbreque, de Manneville.
Este hombre decía haber encontrado la cartera en el camino; pero no sabiendo leer, la había llevado a casa y se la había entregado al patrón.
Corrió la noticia por los alrededores y le fue comu­nicada a Maese Hauchecorne, quien se puso inme­diatamente a circular y a narrar su historia, comple­tada con el desenlace. Triunfaba.
-Lo que más me dolía -decía- no era tanto la cosa, comprendan ustedes; era la mentira. No hay nada que moleste más que ser mal mirado a causa de una mentira.
Todo el día hablaba del asunto, lo contaba por los caminos a la gente que pasaba, en el cafetín a los que bebían, a la salida de la iglesia el domingo siguien­te. Paraba a los desconocidos para decírselo. Ahora estaba tranquilo, y sin embargo, algo le molestaba, sin que él supiera justamente lo que era. Parecía que se burlaban al oírle. No se convencian por lo visto. Se le antojaba sentir comentarios a sus espaldas.
El martes de la semana siguiente, se fue a Goder­ville, movido solamente por la necesidad de contar su caso.
Malandain de pie a su puerta, se echó a reír al ver­le pasar. ¿Por qué?
Se acercó a un granjero de Criquetot, que, no le dejó terminar y, dándole un golpecito en el vientre le dijo:
-¡Anda, viejo pillastre! Y se alejó.
Maese Hauchecorne se quedó desconcertado y más y más inquieto. ¿Por qué le habían dicho "viejo pi­llastre" ?
Cuando se sentó a comer, en la posada de Jour­dain, se puso a explicar el asunto.
Un chalán de Montivilliers le gritó:
-¡Vamos, vamos, viejo sabihondo que yo conozco muy bien la historia de tu cordelito! Hauchecorne balbuceó:
-¿Y qué más quieres saber tú? ¿No fué encontra­da la cartera?
Pero el otro respondió:
-Calla, calla, abuelete. Hay uno que encuentra y otro que devuelve. Ni visto ni sabido. Dejémonos.
El campesino se sofocaba. Por fin comprendía. Le acusaban de haber devuelto la cartera por medio de un cómplice, de un compinche.
Quería protestar. Todos los comensales se echaron a reír.
No pudo concluir su comida y se fue, rodeado de burlas.
Volvió a su casa, avergonzado e indignado, aho­gado por la cólera y la confusión, tanto más aterra­do cuanto era capaz, con su pillería normanda, de hacer lo que le atribuían y de vanagloriarse de ello como de una buena jugada. Su inocencia se le apa­recía como imposible de probar, siendo conocida su malicia. Se sentía herido en el corazón por la injus­ticia de la sospecha.
Y comenzó a contar de nuevo su aventura, alar­gando el relato cada día más, añadiendo cada vez nuevas razones, protestas más enérgicas, juramentos más solemnes, que preparaba e imaginaba en horas de soledad, con el espíritu ocupado solamente en la historia del cordel. Y le creían tanto menos cuanto más complicada y sutil era su argumentación.
-Esas son razones de mentiroso, -decían a su es­palda.
El lo oía y esto le quemaba la sangre, y se agotaba en esfuerzos inútiles. Adelgazaba a ojos vistas.
Los bromistas le hacían contar, ahora, el "Cuento del Cordel" para divertirse, como se hace contar la batalla a un soldado que ha estado en la guerra. Su espíritu, tocado en ló más hondo, se debilitaba.
Hacia fines de diciembre, cayó en cama.
Murió en los primeros días de enero, y en el delirio de la agonía, protestaba de su inocencia, repitiendo:
-Un cordelillo...ún cordelillo... ahí lo ve usted, señor alcalde.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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