Había
una vez un joven llamado Federico (1),
buen mozo, apuesto, bonachón y caballeresco; pero de muy disolutas
costumbres, pues le gustaban excesivamente el juego, el vino y las
mujeres, sobre todo el juego; jamás se confesaba, y tan sólo iba a
las iglesias para buscar ocasiones de pecado. Sucedió un día que
Federico, después de arruinar en el juego a doce hijos de familia,
que, a poco, se hicieron ladrones y perecieron sin confesión en un
encarnizado combate con los condottieros
del rey, perdió también, en menos de nada, manto había ganado, y,
además, todo su patrimonio, excepto la pequeña casa solariega,
detrás de las colinas de Cava, adonde se fué para ocultar su
miseria.
Tres
años transcurrieron, desde que vivía lejos del mundo, cazando por
el día y jugando al tresillo, con el ventero, por la noche, cuando
una cierta vez, de regreso en su hogar, después de la más abundante
caza de cuántas hizo, Jesús, seguido de sus doce apóstoles, llamó
a su puerta demandándole hospitalidad. Alegróse Federico, que era
generoso, con la llegada de tales huéspedes en tan propicia ocasión,
pues tenía con qué regalarles en abundancia. Hizo, pues, entrar a
los peregrinos; les ofreció, con la más fina delicadeza del mundo,
mesa y techo, y les rogó que le perdonasen si, por encontrarse
desprevenido, no los atendía según el rango de ellos. Nuestro
Señor, que sabía a qué atenerse sobre la oportunidad de su visita,
perdonó a Federico aquel ingenuo rasgo de vanidad en gracia a sus
hospitalarias disposiciones.
-Nos
contentaremos con lo que tenga -le dijo pero mande preparar la cena
lo más pronto posible, porque es tarde y éste tiene mucho apetito
-añadió señalando a San Pedro.
No
se lo hizo repetir Federico, y deseando ofrecer a sus hués-pedes
algo más que el producto de su caza, ordenó al ventero que
degollara el último cabrito, puesto, incontinenti, en el asador.
Cuando
la cena estuvo lista, y en torno de la mesa los convidados, Federico
sólo tuvo el disgusto de que el vino no fuera mejor.
-Señor
-dijo a Jesucristo:
Quisiera
que fuera mi vino mejor;
A
lo que Nuestro Señor, cuando lo hubo probado:
-¿De
qué se queja? -dijo a Federico; este vino es superior, y si no, que
lo diga este hombre -señalando con el dedo a San Pedro.
San
Pedro, después de saborearlo, lo tuvo por excelente (proprio
stupendo),
y rogó a su huésped que lo probara.
Federico,
que sólo vió en aquello una fórmula de cortesía, no se opuso, sin
embargo, a los deseos del apóstol; mas ¡cuál no sería su asombro
al encontrarse con que era aquel vino más delicioso que cuantos
bebiera en la época de su mayor esplendor! Al descubrir por este
milagro la presencia de Jesucristo, inmediatamente se levantó, como
indigno que era de comer en tan santa compañía; pero ordenóle
Nuestro Señor que de nuevo se sentara, y así lo hizo sin muchos
cumplimientos. Terminada la cena, servida por el ventero y su mujer,
Jesucristo y los apóstoles se retiraron a habitación que se les
había destinado. Una vez solo ni el ventero, Federico jugó su
partida de tresillo, como de costumbre, apurando lo que quedaba del
vino milagroso.
Al
día siguiente, hallándose en la sala baja los santos viajeros con
su anfitrión, díjole Jesús a Federico:
-Muy
contentos por la acogida que nos has dispensado, queremos
recompensarte. Pide las tres cosas más de tu gusto y se te
concede-rán, pues nuestro poder alcanza al cielo, a la tierra y a
los infiernos. Federico, sacando del bolsillo los naipes que nunca
abandonaba:
-Maestro
-dijo, haced que gane infaliblemente siempre que juegue con estas
cartas.
-¡Así
sea! -dijo Jesucristo. (Ti
sia concesso.)
Pero San Pedro, que estaba junto a Federico, le dijo en voz baja:
-¿En
qué piensas, desgraciado pecador? Lo que debes pedir al maestro es
la salud de tu alma.
-Eso
me inquieta poco -respondió Federico.
-Aun
te quedan dos cosas que pedir -dijo Jesucristo.
-Maestro
-prosiguió el huésped, ya que tanta es vuestra bondad, haced, si
ello os agrada, que todo el que se suba en el naranjo que sombrea mi
puerta, no descienda de él sin mi permiso.
-¡Así
sea! -dijo Jesús.
A
tales palabras, el apóstol San Pedro, dándole un fuerte codazo a su
vecino:
-Desgraciado
pecador -le dijo, ¿no temes al infierno que mereces por tus
maldades? Pide al maestro un lugar en su santo Paraíso; aun estás a
tiempo...
-No
me corre prisa -repuso Federico alejándose el apóstol; y como le
dijera Jesús:
-¿Cuál
es la tercera cosa que deseas?
-Deseo
-respondió- que todo el que se siente en el escabel que está en el
rincón de mi chimenea no pueda levantarse sin mi consen-timiento.
Nuestro
Señor, después de concederle aquel voto como los anteriores, partió
con sus discípulos.
Aun
no había traspuesto el umbral de la casa el último apóstol, cuando
Federico, para cerciorarse de la virtud de sus naipes, llamó al
ventero y jugó al tresillo con él, sin fijarse en lo que jugaba, y,
no obstante, ganó de corrido, como asimismo la segunda y la tercera
vez. Seguro, entonces, de su virtud, partió para la ciudad,
deteniéndose ante la mejor hospedería y alquilando el más hermoso
cuarto de ella. La noticia de su llegada se extendió muy pronto, y
sus antiguos compañeros de vicio acudieron en tropel para saludarle.
-Te
creíamos perdido para siempre -exclamó don Giuseppe; se decía que
te habías hecho ermitaño.
-Y
se tenía razón -respondió Federico.
-¿En
qué demonios has empleado tu tiempo durante los tres años en que no
se te ha visto? -preguntaron a la vez los otros.
-En
rezar, mis queridísimos hermanos -contestó Federico con devoción;
y he aquí mi libro de horas -añadió sacando del bolsillo el
paquete de naipes que con tanto cuidado conservara.
Aquella
respuesta excitó la risa de todos, convencidos con aquello de que
Federico había rehecho su fortuna en país extranjero y a expensas
de jugadores menos hábiles que aquellos que entonces le rodeaban y
que ardían en deseos de arruinarle por segunda vez. Pretendieron
algunos, sin más ni más, conducirle a la mesa de juego; pero
Federico, rogándoles que suspendieran la partida hasta la noche, les
hizo pasar a una sala en la que, por orden suya, se había servido
una delicada comida, perfectamente acogida por todos.
Aquella
comida fué más alegre que la cena de los apóstoles; cierto que en
ella no se bebió más que vino dulce y lágrima, pues los
convidados, excepto uno, no conocían otro mejor.
Antes
de la llegada de sus huéspedes, Federico adquirió una baraja muy
semejante a la antigua, con la que, caso de necesidad, la sustituiría
después de perder una partida de cada tres o cuatro, a fin de alejar
toda sospecha del ánimo de sus contrincantes. En el bolsillo derecho
llevaba una baraja, y en el izquierdo, la otra.
Terminada
la comida, y sentados los ilustres puntos
en torno del tapete verde, Federico puso en él, ante todo, la baraja
profana, limitando razonable-mente, y por toda la sesión, las
posturas. Y para proporcionarse el placer del juego y el conocimiento
de su habilidad, Jugó lo mejor que pudo las dos primeras partidas,
perdiéndolas, una tras otra, no sin un secreto enojo. Hizo traer
vino luego, y aprovechó el momento en que los gananciosos bebían
por sus éxitos pasados y futuros para coger, con una mano, los
naipes profanos y reem-plazarlos, con la otra, con los benditos.
Comenzada
la tercera partida, Federico, no prestando ninguna atención a su
juego, tuvo tiempo para observar el de los otros, que halló
incorrecto, con placer por su parte, pues así podría vaciar la
bolsa de sus adversarios sin ningún remordimiento. Su ruina fué
obra, más que de habilidad y fortuna, de las malas artes de
aquéllos. Podía, pues, concebir una mejor opinión de su aptitud,
opinión injustificada por los éxitos anteriores. La propia estima
-¿quién está libre de ella?, la certidumbre de la venganza y la de
ganar son tres sentimientos muy agradables al corazón del hombre.
Federico los experimentó a la vez; pero, al pensar en su fortuna
pasada, recordó a los doce hijos de familia a cuyas expensas se
enriqueció; y, seguro de que aquellos jóvenes fueron los únicos
jugadores honrados que tropezó en su vida, arrepintióse por primera
vez de la victoria que a costa de ellos consiguiera. Una obscura nube
sucedió en su rostro a los taladrantes rayos de alegría, suspirando
profundamente al ganar el tercer partido.
Siguieron
a éste otros muchos, que Federico ganó en su mayoría, de suerte
que con lo ganado en aquella primera jornada tuvo para pagar su
comida y un mes de alojamiento, que cuanto por aquel día deseaba.
Sus contrariados camaradas prometieron, al despedirse, volver al día
siguiente.
Y
al día siguiente, y los demás días, Federico supo perder y ganar
con tanto tino, que en poco tiempo adquirió una fortuna considerable
sin que ninguno pudiera sospechar la verdadera causa de ella.
Abandonó, entonces, la fonda, para vivir en un hermoso palacio en el
que, de tiempo en vez, daba fiestas magníficas. Las más bellas
mujeres se disputaban sus miradas; los más exquisitos vinos se
bebían, a diario, en su mesa, y el palacio de Federico se consideró
como centro de los placeres.
Al
año de tan discreto juego resolvió completar su venganza arruinando
a los principales señores del país. Para lograrlo, habiendo
convertido en alhajas la mayor parte de su dinero, los invitó, con
echo días de anticipación, a una fiesta extraordinaria, con el
concurso de los mejores músicos, bailarines, etc., que debía
terminar con una nutridísima partida de juego. Los que carecían de
dinero se lo sacaron a los prestamistas; los demás llevaron lo que
tenían, y con todo arrambló Federico, que aquella misma noche
partió con su oro y sus diamantes.
Desde
aquel momento se hizo el propósito de jugar sobre seguro únicamente
con los jugadores de mala fe, pues se creía lo bastante hábil para
salir airoso con los demás. De esta suerte recorrió todos los
países del mundo, jugando por dondequiera, ganando siempre y
consumiendo en cada lugar cuantas excelencias el país producía.
Sin
embargo, el recuerdo de sus doce victimas se le presentaba sin cesar
en su memoria, envenenando todas sus alegrías. Hasta que un buen
día, al fin, resolvió libertarse de ellas o con ellas perderse.
Una
vez tomado este partido, partió para los infiernos con un bastón en
la mano y un talego a la espalda, sin más escolta que su galga
favorita, que se llamaba Marchesella. Cuando llegó a Sicilia, trepó
al monte Gibel, descendiendo después por el volcán hasta adentrarse
por bajo del pie de la montaña cuando ésta se lleva por encima del
Piamonte. En este punto, para legar hasta Plutón, le fué preciso
atravesar un patio guardado por Cerbero. Federico lo franqueó sin
dificultad, mientras Cerbero se entretenía con la galga, y llamó a
la puerta de Plutón.
Cuando
estuvo en su presencia:
¿Quién
eres tú? -le preguntó el rey del abismo.
Soy
el jugador Federico.
-¿Y
para qué diablos vienes aquí?
-Plutón,
si estimas que el primer jugador de la tierra es digno de jugar al
tresillo contigo, escucha lo que ¡e propongo: jugaremos cuantas
partidas quieras; si pierdo una sola, legítimamente incluirás mi
alma entre os que pueblan tus Estados; pero si gano, por cada partida
que gane podré elegir un alma entre las que le pertenecen, y
llevarla conmigo.
-Sea
-dijo Plutón.
Y
pidió una baraja.
-Aquí
tienes una -dijo al momento Federico, sacando del bolsillo los
milagrosos naipes.
Y
comenzaron a jugar.
Ganó
Federico la primera partida, y pidió a Plutón el alma de Stefano
Pagani, una de las doce que quería salvar. Al recibirla -una vez
libertada- la puso en su talego. Del mismo modo ganó la segunda
partida; después la tercera, y así hasta la de doce, recibiendo
cada vez, y metiendo en su talego, una de las almas por las que se
interesaba. Completada la docena, le ofreció a Plutón continuar.
-Con
mucho gusto -dijo Plutón, cansado de perder, no obstante; pero
salgamos un momento; no sé qué olor fétido acaba de esparcirse
aquí.
Pero
esto no fué sino un pretexto para desembarazarse de Federico, porque
apenas éste se halló fuera con su talego y sus almas, Plutón gritó
con todos sus pulmones que se cerrara la puerta.
Federico,
después de atravesar el patio de los infiernos por segunda vez, sin
que Cerbero se apercibiera, tan a gusto se sentía con la galga,
ascendió trabajosamente hasta encima del monte Gibel. Llamó en
seguida a Marchesella,
que no tardó en reunírsele, y volvió a descender hacia Messina,
tan alegre por su conquista espiritual, como nunca lo estuvo con
ningún éxito mundano. De vuelta en Messina se embarcó con rumbo a
tierra firme para acabar sus días en su antigua casa solariega.
............................................................................................
(Algunos
meses después, Marchesella dió a luz una camada de pequeños
monstruos, algunos de ellos hasta con tres cabezas, que fueron
arrojados al agua.)
............................................................................................
Al
cabo de treinta años -Federico tenía entonces setenta- la Muerte se
presentó un día en su casa, para advertirle que se pusiera bien con
Dios, porque su última hora había llegado.
-Soy
contigo en seguida -dijo el moribundo, pero antes, ¡oh Muerte!, haz
el favor de darme un fruto de ese árbol que sombrea mi puerta.
Concedido ese pequeño placer, moriré contento.
-Si
no es más que eso lo que necesitas -dijo la Muerte, con mucho gusto
te complaceré.
Subió
al árbol para tomar una naranja; pero, cuando quiso descender, no
pudo: Federico se opuso a ello.
-¡Ah,
Federico!, me has engañado -exclamó; ahora estoy en tu poder;
devuélveme la libertad y te prometo diez años de vida.
-¡Diez
años! ¡Vaya una cosa! -dijo Federico. Si quieres descender, amiga
mía, es necesario que seas más liberal.
-Te
daré veinte.
-¡Tú
te burlas!
-Te
daré treinta.
-No
llega ni a la tercera parte de lo que deseo.
-¿Acaso
quieres vivir un siglo?
Ni
más ni menos, querida.
-Federico,
no eres razonable.
-¡Qué
quieres! Amo la vida.
Sea,
pues, te concedo los cien años -dijo la Muerte; no hay más remedio
que someterse.
Y
en seguida pudo descender.
Apenas
hubo partido, Federico se levantó en el más perfecto estado de
salud y comenzó una nueva vida, Son la fuerza de un joven y la
experiencia de un anciano. Lo único que de aquélla se sabe es que
Federico, lleno de curiosidad, satisfizo todas sus pasiones, y
particularmente sus apetitos carnales, haciendo algún bien Cuando la
ocasión se le presentaba, y sin que en esta su segunda vida pensara
en su salvación más que en la primera.
Transcurridos
los cien años, de nuevo la Muerte llamó a su puerta, encontrándole
en el lecho.
-¿Estás
listo? -le dijo.
-He
mandado en busca de mi confesor -repuso federico; siéntate junto al
fuego hasta que venga. Sólo aguardo la absolución para lanzarme
contigo en la eternidad.
La
Muerte, que era buena persona, sentóse en el escabel y aguardó
durante toda una hora, sin que viera aparecer al sacerdote. Como
comenzara a cansarse, le dijo a su huésped:
-Anciano,
¿no has tenido tiempo aún, por segunda vez, y tras de estar un
siglo sin vernos, de arreglar tu conciencia?
-Tenía
otra cosa que hacer, a fe mía -dijo el anciano con sonrisa burlona.
-Perfectamente
-repuso la Muerte, indignada de aquella impiedad, ya no te queda ni
un minuto de vida.
-¡Bah!
-dijo Federico, en tanto que la Muerte intentaba, aunque en vano,
levantarse, sé por experiencia que eres demasiado complaciente para
no proporcionarme aún algunos años de tregua.
-¡Algunos
años, miserable! -y hacía inútiles esfuerzos para salir de la
chimenea.
-Sin
duda; pero ahora no voy a ser exigente, y como no me atrae mucho la
ancianidad, por esta tercera vez con cuarenta años me contento.
La
Muerte se dió perfecta cuenta de que estaba sujeta al escabel, como
en otro tiempo al naranjo, por una fuerza sobrenatural, pero era
tanto su furor, que no quería conceder nada.
-Conozco
un medio que te hará razonable -dijo Federico.
E
hizo poner tres haces de leña en el fuego. No tardó mucho la llama
en adquirir incremento, de tal modo, que aquello fué un suplicio
para la Muerte.
-¡Por
piedad! -exclamó, sintiendo arder sus viejos huesos. Te prometo
cuarenta años de salud.
Tras
estas palabras, Federico deshizo el hechizo y la Muerte huyó medio
tostada.
Cumplido
el plazo, volvió en busca de su hombre, que la aguardaba a pie
firme con un talego a la espalda.
-Ahora
sí que ha llegado tu hora -le dijo entrando con brusquedad; nada
hay que pueda salvarte. Mas ¿qué piensas hacer con ese talego?
-Guardo
en él las almas de doce jugadores amigos míos, a quienes, en cierta
ocasión, saqué de los infiernos.
-¡Pues
que vuelvan allí contigo! -dijo la Muerte.
Y,
asiendo a Federico por los cabellos, se lanzó a los aires, voló con
rumbo al Mediodía y descendió con su presa en los abismos del monte
Gibel. Una vez ante la puerta del infierno, dió en ella tres golpes.
_¿Quién
anda ahí? -dijo Plutón.
-Federico
el jugador -respondió la Muerte.
-No
abráis -exclamó Plutón, que inmediatamente recordó las doce
partidas que había perdido; ese tunante despoblaría mi imperio.
Ante
la repulsa de Plutón, encaminóse la Muerte con su prisionero hacia
las puertas del purgatorio; pero el ángel guardián se negó a
admitirle al percatarse de que hallaba en pecado mortal. Fué, pues,
necesario y forzoso, y con harto sentimiento de la Muerte, que quería
mal a Federico, enderezar los pasos a las regiones celestiales.
-¿Quién
eres? -dijo San Pedro a Federico, cuando puso la Muerte en el umbral
del paraíso.
-Vuestro
antiguo huésped -repuso, el que os obsequio antaño con el producto
de su caza.
¿Te
atreves a presentarte aquí en el estado en que te veo? -exclamó San
Pedro. ¿Ignoras que los tu laya no pueden entrar en el cielo? ¡Cómo!
¡Ni ojera eres digno del purgatorio y pretendes un puesto en el
paraíso!
San
Pedro -dijo Federico, ¿fuisteis recibido así cuando llegasteis a mi
casa, hará unos ciento ochenta años, en busca de hospitalidad con
vuestro divino Maestro?
-Todo
eso es muy cierto -arguyó San Pedro con tono gruñón aunque
enternecido; pero no puedo, bajo mi responsabilidad, franquearte la
entrada. Voy a decirle a Jesús que estás aquí; veremos lo que
dice.
Advertido
Nuestro Señor, vino a la puerta del Paraíso, y en el umbral, y de
rodillas, encontróse a Federico, con sus doce almas, seis a cada
lado. Entonces, apiadándose:
-Te
concedo la entrada a ti -le dijo; pero a esas doce almas que reclama
el infierno no me es posible, en conciencia, dejarlas pasar.
¡Cómo,
Señor! -dijo Federico. Cuando tuve el honor de recibiros en mi casa,
¿no ibais con doce viajeros, a los que, como a vos, acogí lo mejor
que me fué posible?
--No
hay manera de oponerse a este hombre -dijo Jesucristo. Pasen, pues,
ya que así lo quieres; pero te jactes de la merced que te otorgo,
porque sería sentar un mal ejemplo.
1.078. Merimee (Prospero) - 046
1
Este
cuento es popular en el reino de Nápoles. Se observa en él, así
como en otros muchos originarios de la misma región, una extraña
mezcla de la mitología griega con las creencias del cristianismo;
parece haber sido compuesto hacia fines de la edad Media. (N. del
A.)
2 Sire,
je voudrais bien que mon vin fut meilleur,
Néanmoins, tel qu'¡l est, je l'offre de grand coeur.
No hay comentarios:
Publicar un comentario