Translate

lunes, 20 de octubre de 2014

Federico

Había una vez un joven llamado Federico (1), buen mozo, apuesto, bonachón y caballeresco; pero de muy disolutas costumbres, pues le gustaban excesivamente el juego, el vino y las mujeres, sobre todo el juego; jamás se confesaba, y tan sólo iba a las iglesias para buscar ocasiones de pecado. Sucedió un día que Federico, después de arruinar en el juego a doce hijos de familia, que, a poco, se hicieron ladrones y perecieron sin confesión en un encarnizado combate con los condottieros del rey, perdió también, en menos de nada, manto había ganado, y, además, todo su patrimonio, excepto la pequeña casa solariega, detrás de las colinas de Cava, adonde se fué para ocultar su miseria.
Tres años transcurrieron, desde que vivía lejos del mundo, cazando por el día y jugando al tresillo, con el ventero, por la noche, cuando una cierta vez, de regreso en su hogar, después de la más abundante caza de cuántas hizo, Jesús, seguido de sus doce apóstoles, llamó a su puerta demandándole hospitalidad. Alegróse Federico, que era generoso, con la llegada de tales huéspedes en tan propicia ocasión, pues tenía con qué regalarles en abundancia. Hizo, pues, entrar a los peregrinos; les ofreció, con la más fina delicadeza del mundo, mesa y techo, y les rogó que le perdonasen si, por encontrarse desprevenido, no los atendía según el rango de ellos. Nuestro Señor, que sabía a qué atenerse sobre la oportunidad de su visita, perdonó a Federico aquel ingenuo rasgo de vanidad en gracia a sus hospitalarias disposiciones.
-Nos contentaremos con lo que tenga -le dijo pero mande preparar la cena lo más pronto posible, porque es tarde y éste tiene mucho apetito -añadió señalando a San Pedro.
No se lo hizo repetir Federico, y deseando ofrecer a sus hués-pedes algo más que el producto de su caza, ordenó al ventero que degollara el último cabrito, puesto, incontinenti, en el asador.
Cuando la cena estuvo lista, y en torno de la mesa los convidados, Federico sólo tuvo el disgusto de que el vino no fuera mejor.
-Señor -dijo a Jesucristo:

Quisiera que fuera mi vino mejor;
como es, os lo ofrezco gustoso, Señor (2).

A lo que Nuestro Señor, cuando lo hubo probado:
-¿De qué se queja? -dijo a Federico; este vino es superior, y si no, que lo diga este hombre -señalando con el dedo a San Pedro.
San Pedro, después de saborearlo, lo tuvo por excelente (proprio stupendo), y rogó a su huésped que lo probara.
Federico, que sólo vió en aquello una fórmula de cortesía, no se opuso, sin embargo, a los deseos del apóstol; mas ¡cuál no sería su asombro al encontrarse con que era aquel vino más delicioso que cuantos bebiera en la época de su mayor esplendor! Al descubrir por este milagro la presencia de Jesucristo, inmediatamente se levantó, como indigno que era de comer en tan santa compañía; pero ordenóle Nuestro Señor que de nuevo se sentara, y así lo hizo sin muchos cumplimientos. Terminada la cena, servida por el ventero y su mujer, Jesucristo y los apóstoles se retiraron a habitación que se les había destinado. Una vez solo ni el ventero, Federico jugó su partida de tresillo, como de costumbre, apurando lo que quedaba del vino milagroso.
Al día siguiente, hallándose en la sala baja los santos viajeros con su anfitrión, díjole Jesús a Federico:
-Muy contentos por la acogida que nos has dispensado, queremos recompensarte. Pide las tres cosas más de tu gusto y se te concede-rán, pues nuestro poder alcanza al cielo, a la tierra y a los infiernos. Federico, sacando del bolsillo los naipes que nunca abandonaba:
-Maestro -dijo, haced que gane infaliblemente siempre que juegue con estas cartas.
-¡Así sea! -dijo Jesucristo. (Ti sia concesso.) Pero San Pedro, que estaba junto a Federico, le dijo en voz baja:
-¿En qué piensas, desgraciado pecador? Lo que debes pedir al maestro es la salud de tu alma.
-Eso me inquieta poco -respondió Federico.
-Aun te quedan dos cosas que pedir -dijo Jesucristo.
-Maestro -prosiguió el huésped, ya que tanta es vuestra bondad, haced, si ello os agrada, que todo el que se suba en el naranjo que sombrea mi puerta, no descienda de él sin mi permiso.
-¡Así sea! -dijo Jesús.
A tales palabras, el apóstol San Pedro, dándole un fuerte codazo a su vecino:
-Desgraciado pecador -le dijo, ¿no temes al infierno que mereces por tus maldades? Pide al maestro un lugar en su santo Paraíso; aun estás a tiempo...
-No me corre prisa -repuso Federico alejándose el apóstol; y como le dijera Jesús:
-¿Cuál es la tercera cosa que deseas?
-Deseo -respondió- que todo el que se siente en el escabel que está en el rincón de mi chimenea no pueda levantarse sin mi consen-timiento.
Nuestro Señor, después de concederle aquel voto como los anteriores, partió con sus discípulos.
Aun no había traspuesto el umbral de la casa el último apóstol, cuando Federico, para cerciorarse de la virtud de sus naipes, llamó al ventero y jugó al tresillo con él, sin fijarse en lo que jugaba, y, no obstante, ganó de corrido, como asimismo la segunda y la tercera vez. Seguro, entonces, de su virtud, partió para la ciudad, deteniéndose ante la mejor hospedería y alquilando el más hermoso cuarto de ella. La noticia de su llegada se extendió muy pronto, y sus antiguos compañeros de vicio acudieron en tropel para saludarle.
-Te creíamos perdido para siempre -exclamó don Giuseppe; se decía que te habías hecho ermitaño.
-Y se tenía razón -respondió Federico.
-¿En qué demonios has empleado tu tiempo durante los tres años en que no se te ha visto? -preguntaron a la vez los otros.
-En rezar, mis queridísimos hermanos -contestó Federico con devoción; y he aquí mi libro de horas -añadió sacando del bolsillo el paquete de naipes que con tanto cuidado conservara.
Aquella respuesta excitó la risa de todos, convencidos con aquello de que Federico había rehecho su fortuna en país extranjero y a expensas de jugadores menos hábiles que aquellos que entonces le rodeaban y que ardían en deseos de arruinarle por segunda vez. Pretendieron algunos, sin más ni más, conducirle a la mesa de juego; pero Federico, rogándoles que suspendieran la partida hasta la noche, les hizo pasar a una sala en la que, por orden suya, se había servido una delicada comida, perfectamente acogida por todos.
Aquella comida fué más alegre que la cena de los apóstoles; cierto que en ella no se bebió más que vino dulce y lágrima, pues los convidados, excepto uno, no conocían otro mejor.
Antes de la llegada de sus huéspedes, Federico adquirió una baraja muy semejante a la antigua, con la que, caso de necesidad, la sustituiría después de perder una partida de cada tres o cuatro, a fin de alejar toda sospecha del ánimo de sus contrincantes. En el bolsillo derecho llevaba una baraja, y en el izquierdo, la otra.
Terminada la comida, y sentados los ilustres puntos en torno del tapete verde, Federico puso en él, ante todo, la baraja profana, limitando razonable-mente, y por toda la sesión, las posturas. Y para proporcionarse el placer del juego y el conocimiento de su habilidad, Jugó lo mejor que pudo las dos primeras partidas, perdiéndolas, una tras otra, no sin un secreto enojo. Hizo traer vino luego, y aprovechó el momento en que los gananciosos bebían por sus éxitos pasados y futuros para coger, con una mano, los naipes profanos y reem-plazarlos, con la otra, con los benditos.
Comenzada la tercera partida, Federico, no prestando ninguna atención a su juego, tuvo tiempo para observar el de los otros, que halló incorrecto, con placer por su parte, pues así podría vaciar la bolsa de sus adversarios sin ningún remordimiento. Su ruina fué obra, más que de habilidad y fortuna, de las malas artes de aquéllos. Podía, pues, concebir una mejor opinión de su aptitud, opinión injustificada por los éxitos anteriores. La propia estima -¿quién está libre de ella?, la certidumbre de la venganza y la de ganar son tres sentimientos muy agradables al corazón del hombre. Federico los experimentó a la vez; pero, al pensar en su fortuna pasada, recordó a los doce hijos de familia a cuyas expensas se enriqueció; y, seguro de que aquellos jóvenes fueron los únicos jugadores honrados que tropezó en su vida, arrepintióse por primera vez de la victoria que a costa de ellos consiguiera. Una obscura nube sucedió en su rostro a los taladrantes rayos de alegría, suspirando profundamente al ganar el tercer partido.
Siguieron a éste otros muchos, que Federico ganó en su mayoría, de suerte que con lo ganado en aquella primera jornada tuvo para pagar su comida y un mes de alojamiento, que cuanto por aquel día deseaba. Sus contrariados camaradas prometieron, al despedirse, volver al día siguiente.
Y al día siguiente, y los demás días, Federico supo perder y ganar con tanto tino, que en poco tiempo adquirió una fortuna considerable sin que ninguno pudiera sospechar la verdadera causa de ella. Abandonó, entonces, la fonda, para vivir en un hermoso palacio en el que, de tiempo en vez, daba fiestas magníficas. Las más bellas mujeres se disputaban sus miradas; los más exquisitos vinos se bebían, a diario, en su mesa, y el palacio de Federico se consideró como centro de los placeres.
Al año de tan discreto juego resolvió completar su venganza arruinando a los principales señores del país. Para lograrlo, habiendo convertido en alhajas la mayor parte de su dinero, los invitó, con echo días de anticipación, a una fiesta extraordinaria, con el concurso de los mejores músicos, bailarines, etc., que debía terminar con una nutridísima partida de juego. Los que carecían de dinero se lo sacaron a los prestamistas; los demás llevaron lo que tenían, y con todo arrambló Federico, que aquella misma noche partió con su oro y sus diamantes.
Desde aquel momento se hizo el propósito de jugar sobre seguro únicamente con los jugadores de mala fe, pues se creía lo bastante hábil para salir airoso con los demás. De esta suerte recorrió todos los países del mundo, jugando por dondequiera, ganando siempre y consumiendo en cada lugar cuantas excelencias el país producía.
Sin embargo, el recuerdo de sus doce victimas se le presentaba sin cesar en su memoria, envenenando todas sus alegrías. Hasta que un buen día, al fin, resolvió libertarse de ellas o con ellas perderse.
Una vez tomado este partido, partió para los infiernos con un bastón en la mano y un talego a la espalda, sin más escolta que su galga favorita, que se llamaba Marchesella. Cuando llegó a Sicilia, trepó al monte Gibel, descendiendo después por el volcán hasta adentrarse por bajo del pie de la montaña cuando ésta se lleva por encima del Piamonte. En este punto, para legar hasta Plutón, le fué preciso atravesar un patio guardado por Cerbero. Federico lo franqueó sin dificultad, mientras Cerbero se entretenía con la galga, y llamó a la puerta de Plutón.
Cuando estuvo en su presencia:
¿Quién eres tú? -le preguntó el rey del abismo.
Soy el jugador Federico.
-¿Y para qué diablos vienes aquí?
-Plutón, si estimas que el primer jugador de la tierra es digno de jugar al tresillo contigo, escucha lo que ¡e propongo: jugaremos cuantas partidas quieras; si pierdo una sola, legítimamente incluirás mi alma entre os que pueblan tus Estados; pero si gano, por cada partida que gane podré elegir un alma entre las que le pertenecen, y llevarla conmigo.
-Sea -dijo Plutón.
Y pidió una baraja.
-Aquí tienes una -dijo al momento Federico, sacando del bolsillo los milagrosos naipes.
Y comenzaron a jugar.
Ganó Federico la primera partida, y pidió a Plutón el alma de Stefano Pagani, una de las doce que quería salvar. Al recibirla -una vez libertada- la puso en su talego. Del mismo modo ganó la segunda partida; después la tercera, y así hasta la de doce, recibiendo cada vez, y metiendo en su talego, una de las almas por las que se interesaba. Completada la docena, le ofreció a Plutón continuar.
-Con mucho gusto -dijo Plutón, cansado de perder, no obstante; pero salgamos un momento; no sé qué olor fétido acaba de esparcirse aquí.
Pero esto no fué sino un pretexto para desembarazarse de Federico, porque apenas éste se halló fuera con su talego y sus almas, Plutón gritó con todos sus pulmones que se cerrara la puerta.
Federico, después de atravesar el patio de los infiernos por segunda vez, sin que Cerbero se apercibiera, tan a gusto se sentía con la galga, ascendió trabajosamente hasta encima del monte Gibel. Llamó en seguida a Marchesella, que no tardó en reunírsele, y volvió a descender hacia Messina, tan alegre por su conquista espiritual, como nunca lo estuvo con ningún éxito mundano. De vuelta en Messina se embarcó con rumbo a tierra firme para acabar sus días en su antigua casa solariega.

............................................................................................
(Algunos meses después, Marchesella dió a luz una camada de pequeños monstruos, algunos de ellos hasta con tres cabezas, que fueron arrojados al agua.)

............................................................................................
Al cabo de treinta años -Federico tenía entonces setenta- la Muerte se presentó un día en su casa, para advertirle que se pusiera bien con Dios, porque su última hora había llegado.
-Soy contigo en seguida -dijo el moribundo, pero antes, ¡oh Muerte!, haz el favor de darme un fruto de ese árbol que sombrea mi puerta. Concedido ese pequeño placer, moriré contento.
-Si no es más que eso lo que necesitas -dijo la Muerte, con mucho gusto te complaceré.
Subió al árbol para tomar una naranja; pero, cuando quiso descender, no pudo: Federico se opuso a ello.
-¡Ah, Federico!, me has engañado -exclamó; ahora estoy en tu poder; devuélveme la libertad y te prometo diez años de vida.
-¡Diez años! ¡Vaya una cosa! -dijo Federico. Si quieres descender, amiga mía, es necesario que seas más liberal.
-Te daré veinte.
-¡Tú te burlas!
-Te daré treinta.
-No llega ni a la tercera parte de lo que deseo.
-¿Acaso quieres vivir un siglo?
Ni más ni menos, querida.
-Federico, no eres razonable.
-¡Qué quieres! Amo la vida.
Sea, pues, te concedo los cien años -dijo la Muerte; no hay más remedio que someterse.
Y en seguida pudo descender.
Apenas hubo partido, Federico se levantó en el más perfecto estado de salud y comenzó una nueva vida, Son la fuerza de un joven y la experiencia de un anciano. Lo único que de aquélla se sabe es que Federico, lleno de curiosidad, satisfizo todas sus pasiones, y particularmente sus apetitos carnales, haciendo algún bien Cuando la ocasión se le presentaba, y sin que en esta su segunda vida pensara en su salvación más que en la primera.
Transcurridos los cien años, de nuevo la Muerte llamó a su puerta, encontrándole en el lecho.
-¿Estás listo? -le dijo.
-He mandado en busca de mi confesor -repuso federico; siéntate junto al fuego hasta que venga. Sólo aguardo la absolución para lanzarme contigo en la eternidad.
La Muerte, que era buena persona, sentóse en el escabel y aguardó durante toda una hora, sin que viera aparecer al sacerdote. Como comenzara a cansarse, le dijo a su huésped:
-Anciano, ¿no has tenido tiempo aún, por segunda vez, y tras de estar un siglo sin vernos, de arreglar tu conciencia?
-Tenía otra cosa que hacer, a fe mía -dijo el anciano con sonrisa burlona.
-Perfectamente -repuso la Muerte, indignada de aquella impiedad, ya no te queda ni un minuto de vida.
-¡Bah! -dijo Federico, en tanto que la Muerte intentaba, aunque en vano, levantarse, sé por experiencia que eres demasiado complaciente para no proporcionarme aún algunos años de tregua.
-¡Algunos años, miserable! -y hacía inútiles esfuerzos para salir de la chimenea.
-Sin duda; pero ahora no voy a ser exigente, y como no me atrae mucho la ancianidad, por esta tercera vez con cuarenta años me contento.
La Muerte se dió perfecta cuenta de que estaba sujeta al escabel, como en otro tiempo al naranjo, por una fuerza sobrenatural, pero era tanto su furor, que no quería conceder nada.
-Conozco un medio que te hará razonable -dijo Federico.
E hizo poner tres haces de leña en el fuego. No tardó mucho la llama en adquirir incremento, de tal modo, que aquello fué un suplicio para la Muerte.
-¡Por piedad! -exclamó, sintiendo arder sus viejos huesos. Te prometo cuarenta años de salud.
Tras estas palabras, Federico deshizo el hechizo y la Muerte huyó medio tostada.
Cumplido el plazo, volvió en busca de su hombre, que la aguardaba a pie firme con un talego a la espalda.
-Ahora sí que ha llegado tu hora -le dijo entrando con brusquedad; nada hay que pueda salvarte. Mas ¿qué piensas hacer con ese talego?
-Guardo en él las almas de doce jugadores amigos míos, a quienes, en cierta ocasión, saqué de los infiernos.
-¡Pues que vuelvan allí contigo! -dijo la Muerte.
Y, asiendo a Federico por los cabellos, se lanzó a los aires, voló con rumbo al Mediodía y descendió con su presa en los abismos del monte Gibel. Una vez ante la puerta del infierno, dió en ella tres golpes.
_¿Quién anda ahí? -dijo Plutón.
-Federico el jugador -respondió la Muerte.
-No abráis -exclamó Plutón, que inmediatamente recordó las doce partidas que había perdido; ese tunante despoblaría mi imperio.
Ante la repulsa de Plutón, encaminóse la Muerte con su prisionero hacia las puertas del purgatorio; pero el ángel guardián se negó a admitirle al percatarse de que hallaba en pecado mortal. Fué, pues, necesario y forzoso, y con harto sentimiento de la Muerte, que quería mal a Federico, enderezar los pasos a las regiones celestiales.
-¿Quién eres? -dijo San Pedro a Federico, cuando puso la Muerte en el umbral del paraíso.
-Vuestro antiguo huésped -repuso, el que os obsequio antaño con el producto de su caza.
¿Te atreves a presentarte aquí en el estado en que te veo? -exclamó San Pedro. ¿Ignoras que los tu laya no pueden entrar en el cielo? ¡Cómo! ¡Ni ojera eres digno del purgatorio y pretendes un puesto en el paraíso!
San Pedro -dijo Federico, ¿fuisteis recibido así cuando llegasteis a mi casa, hará unos ciento ochenta años, en busca de hospitalidad con vuestro divino Maestro?
-Todo eso es muy cierto -arguyó San Pedro con tono gruñón aunque enternecido; pero no puedo, bajo mi responsabilidad, franquearte la entrada. Voy a decirle a Jesús que estás aquí; veremos lo que dice.
Advertido Nuestro Señor, vino a la puerta del Paraíso, y en el umbral, y de rodillas, encontróse a Federico, con sus doce almas, seis a cada lado. Entonces, apiadándose:
-Te concedo la entrada a ti -le dijo; pero a esas doce almas que reclama el infierno no me es posible, en conciencia, dejarlas pasar.
¡Cómo, Señor! -dijo Federico. Cuando tuve el honor de recibiros en mi casa, ¿no ibais con doce viajeros, a los que, como a vos, acogí lo mejor que me fué posible?
--No hay manera de oponerse a este hombre -dijo Jesucristo. Pasen, pues, ya que así lo quieres; pero te jactes de la merced que te otorgo, porque sería sentar un mal ejemplo.

1.078. Merimee (Prospero) - 046

1 Este cuento es popular en el reino de Nápoles. Se observa en él, así como en otros muchos originarios de la misma región, una extraña mezcla de la mitología griega con las creencias del cristianismo; parece haber sido compuesto hacia fines de la edad Media. (N. del A.)
2 Sire, je voudrais bien que mon vin fut meilleur,
Néanmoins, tel qu'¡l est, je l'offre de grand coeur.

No hay comentarios:

Publicar un comentario