¿Me
pregunta usted, señora, si me burlo? ¿No puede usted creer que un hombre no
haya sentido jamás amor? Pues bien: no, no he amado nunca, nunca.
¿De
qué depende eso? No lo sé... Pero no he sentido jamás ese estado de embriaguez
del corazón que llaman amor. Jamás he vivido en ese ensueño, en esa locura, en
esa exaltación a que nos lanza la imagen de una mujer, ni me vi nunca
perseguido, obsesionado, calenturiento, embebecido por la esperanza o la
posesión de un ser convertido de pronto para mí en el más deseable de todos los
encantos, en la más hermosa de todas las criaturas, más interesante que todo el
universo. En mi vida he llorado ni he sufrido por ninguna de ustedes. Tampoco
he pasado las noches en vela pensando en una mujer. No conozco ese despertar
que su pensamiento y su recuerdo iluminan. No conozco tampoco la excitación
enloquecedora del deseo, cuando se le espera, y la divina melancolía
sentimental, cuando ella ha huido, dejando en el cuarto un perfume sutil de
violeta y de carne.
Jamás
he amado.
Muy
a menudo me he preguntado a qué es esto debido y, verdaderamente, no lo sé muy
bien. Aunque llegué a encontrar varias razones, se refieren a la metafísica, y
no sé si las apreciará usted.
Analizo
demasiado a las mujeres para dejarme dominar por sus encantos. Pido a usted mil
perdones por esta confesión que explicaré. Hay en toda criatura dos naturalezas
diferentes: una moral y otra física.
Para
amar tendría que descubrir, entre esas dos naturalezas, una armonía que no
hallé jamás. Siempre una de las dos hállase a mayor altura que la otra; unas
veces la naturaleza física, y otras la moral.
La
inteligencia que tenemos el derecho de exigir a una mujer para amarla no tiene
nada de común con la inteligencia viril. Es más y es menos. Es menester que una
mujer tenga el entendimiento franco, delicado, sensible, fino, impresionable.
No necesita dominio ni iniciativa en el pensamiento, pero es menester que tenga
bondad, elegancia, ternura, coquetería y esa facultad de asimilación que en
poco tiempo la hace semejante al hombre, cuya vida comparte. Su primerísima
cualidad debe ser la sutileza, ese delicado sentido que es para el alma lo que
el tacto es para el cuerpo. La revelan mil cosas insignificantes: los
contornos, los ángulos y las formas en el orden intelectual.
Las
mujeres bonitas, en general, no tienen una inteligencia en consonancia con su
persona. A mí, el menor defecto de concordia me hiere la vista al primer
momento. Esto no tiene importancia en la amistad, que es un pacto en el cual se
transige con los defectos y las cualidades. Se puede, al juzgar a un amigo o a
una amiga, dándose cuenta de sus buenas condiciones, prescindir de las malas y
apreciar con exactitud su valor, abandonándose a una simpatía íntima, profunda
y encantadora.
Para
amar, hay que ser ciego, entregarse completamente, no ver nada, no razonar, no
comprender. Hay que hallarse dispuesto a adorar las debilidades tanto como las
bellezas y, para esto, renunciar a todo juicio, a toda reflexión, a toda
perspicacia.
Soy
incapaz de cegarme hasta ese punto y muy rebelde a la seducción no razonada.
Pero
no es esto todo. Tengo tan elevado concepto de la armonía, que nada realizará
nunca mi ideal. ¡Va usted a tacharme de loco! Escúcheme. Una mujer, a mi
juicio, puede tener un alma deliciosa y un cuerpo encantador, sin que su alma y
su cuerpo estén perfectamente de acuerdo. Quiero decir que las personas que tienen
la nariz de una forma especial no pueden pensar de cierto modo. Los gruesos no
tienen el derecho de usar las mismas palabras que los delgados. Señora: usted,
que tiene los ojos azules, no puede observar la existencia, juzgar las cosas y
los acontecimientos como si tuviera los ojos negros. Los matices de su mirada
deben corresponder fatalmente con los matices de su pensamiento. Para
comprender todo esto tengo el olfato de un perro perdiguero. Ríase si le place,
pero es tal como lo digo. Creí, sin embargo, haber amado un día durante una
hora. Me dejé dominar tontamente por la influencia de las circunstancias que
nos rodeaban. Me había dejado seducir por un espejismo boreal. ¿Quiere usted
que le refiera esta historia?
Una
noche me tropecé con una encantadora personita, muy exaltada, la cual, para
satisfacer una fantasía poética, quería pasar la noche conmigo en una lancha,
en medio del río; yo hubiera preferido un cuarto y una cama, pero, a pesar de
todo, acepté la barca y el río.
Estábamos
en el mes de junio. Mi amiga había escogido una noche de luna para dar rienda
suelta a su exaltación.
Comimos
en un ventorrillo, a la orilla del agua, y a las diez nos embarcamos. La
aventura me parecía estúpida; pero como mi compañera me gustaba, no me enfadé.
Sentándome en el banco frente a ella, cogí los remos y partimos.
No
podía negar que el espectáculo era encantador. Bordeábamos una isla montañosa,
llena de ruiseñores, y la corriente nos impulsaba rápidamente por el agua,
cubierta de reflejos plateados. Por doquiera oíamos el grito monótono y claro
de los sapos; croaban las ranas en las orillas, y los rumores del agua
corriente formaban alrededor nuestro un sonido confuso, casi imperceptible,
inquietante, que nos daba una vaga sensación de miedo misterioso.
El
encanto de las noches cálidas y de las aguas brillantes con el reflejo de la
luna nos invadía.
Daba
gusto vivir y, navegando de aquel modo, soñar y sentir al lado de una mujer
tierna y hermosa.
Encontrábame
algo conmovido, emocionado, embriagado por la claridad de la luna y con la
obsesión de mi compañera. "Siéntese usted a mi lado", me dijo. Obedecí.
Ella repuso: "Dígame versos". Pareciéndome demasiado, me negué a
complacerla. Insistió. Decididamente le gustaban las cosas por todo lo alto;
quería que se tocara la cuerda del sentimiento a toda orquesta desde la luna
hasta la rima. Acabé por ceder y le recité, por burla, una deliciosa
composición de Luis Bouilhet, cuyas estrofas dicen:
Odio ante todo al lacrimoso vate
que frente al estrellado
firmamento
musita un nombre, al que sin
Lisa o Juana
le parece vacío el universo.
¡Oh, qué graciosa gente la que
cuelga
faldas sobre la fronda de los
llanos,
y en la verde colina cofias
blancas
para que el mundo tenga algún
encanto!
¿Qué sabe de la música divina,
vibrante voz de la Natura eterna,
quien no gusta de ir solo en las
cañadas y al susurrar del bosque
sueña en hembras?
Creí
se enfadaría, mas no fue así.
-¡Qué
verdad es eso! -murmuró
Quedéme
estupefacto. ¿Habría comprendido?
Poco
a poco nuestra barca se acercó a la orilla, penetrando bajo un sauce, que la
detuvo. Cogiendo a mí compañera por el talle, acerqué con dulzura los labios a
su cuello. Pero me rechazó con un movimiento irritado y brusco, diciendo:
-¡Suélteme!
¡Es usted un grosero!
Procuré
atraerla. Ella se defendía y, agarrándose al árbol; por poco vamos al agua.
Juzgué prudente desistir de mis pretensiones. Entonces ella dijo:
-Le
ruego que siga remando. ¡Estoy tan bien aquí! ¡Sueño! ¡Es tan agradable!
Después,
con un poco de ironía en el acento, añadió:
-¿Tan
pronto ha olvidado usted los versos que acaba de recitar?
Era
justo. Callé.
-Vamos,
reme usted -me dijo, y cogí de nuevo los remos.
Empezaba
a parecerme la noche muy larga, y ridícula mi actitud.
Mi
compañera me preguntó:
-¿Quiere
usted hacerme una promesa?
-Sí.
¿Cuál?
-Permanecer
tranquilo y correcto, discretamente, mientras yo...
-¿Qué?
-Verá
usted. Quisiera echarme en el fondo de la barca, a su lado, mirando las
estrellas.
-Comprendo
exclame.
-No,
no comprende usted -replicó ella. Vamos a echarnos uno al lado del otro; pero
le prohíbo que me toque, que me abrace; en fin..., que..., que me acaricie...
Prometí.
Entonces ella advirtió:
-Si
hace usted un movimiento inconveniente, haré zozobrar la barca.
Y
nos echamos en el suelo, uno al lado del otro. Los vagos balanceos de la canoa
nos mecían. Los ligeros rumores de la noche, llegando más distintos al fondo de
la embarcación, nos hacían vibrar, estremeciéndonos. ¡Sentía crecer en mí una
extraña y punzante emoción, una ternura infinita, algo como una necesidad de
abrir los brazos para estrechar en ellos alguna cosa, y el corazón para amar,
de entregarme a alguien, de entregar mis pensamientos, mi cuerpo, mi vida, todo
mi ser!
-¿En
dónde estamos? ¿Dónde vamos que parece que abandono este mundo? ¡Qué dulzura
más grande! ¡Oh! Si me amara usted... un poco.
El
corazón me latía con violencia. Nada pude responder; me pareció que la amaba.
No sentía ningún deseo violento. Estaba muy bien de aquel modo a su lado; me
parecía suficiente aquello.
Y
permanecimos largo rato, largo rato, inmóviles. Nos habíamos cogido una mano;
una fuerza misteriosa nos contenía: una fuerza desconocida, superior, una
alianza pura, íntima, absoluta de nuestros cuerpos que eran el uno del otro sin
tocarse. ¿Qué significaba aquello? ¿Lo sé yo? ¿Amor quizá?
El
día clareaba poco a poco. Eran las tres de la madrugada. Lentamente una inmensa
claridad invadía el cielo. La canoa tropezó con algo. Me incorporé: habíamos
llegado a un islote.
Permanecía
en éxtasis, encantado. Frente a nosotros, en toda la extensión, el firmamento
se iluminaba de un rojo violáceo, salpicado de nubes entrelazadas semejantes a
un humo dorado. El río estaba de color purpúreo y tres casas de la orilla
parecían arder.
Inclinéme
hacia mi compañera para decirle:
-Mire
usted.
Pero
me callé de pronto enloquecido y solamente la vi a ella. También ella estaba
bañada en la luz rosada, un rosa de carne mezclado con un poco del matiz del
cielo. Sus cabellos eran de color de rosa, de color de rosa eran también sus
ojos y sus dientes, su traje, sus encajes, su sonrisa. Todo era del color de
rosa. Y tan enloquecido estaba que creí tener a la aurora ante mí.
Se
levantó dulcemente tendiéndome sus labios. Inclinéme hacia ellos, estremecido,
delirante; sintiendo muy bien que iba a besar el cielo, la dicha, un sueño
convertido en mujer, un ideal descendido a la humanidad.
Pero
entonces ella me dijo:
-Tiene
usted una oruga en el pelo.
¡Y
por esto sonreía!
Me
pareció que había recibido un fuerte golpe en la cabeza.
De
pronto sentíme como si hubiera perdido toda la esperanza que tenía en el mundo.
Esto
es todo, señora. Es pueril, tonto, estúpido. Desde ese día creo que no amaré
jamás... Pero... ¿quién sabe?
El
joven sobre cuyo cuerpo se halló esta carta fue sacado ayer del Sena, entre
Bougival y Marly. Un marinero compasivo que lo había registrado para saber su
nombre presentó el papel que acabamos de copiar.
1.042. Maupassant (Guy de) - 051
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