En el bosque, ningún ruido sino el ligero temblor
de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde la mañana, una nievecilla
fina que espolvoreaba las ramas con una helada espuma, que echaba sobre las
hojas secas de la espesura una ligera capa de plata, extendía sobre los caminos
una inmensa alfombra blanda y blanca, y acrecentaba el silencio ilimitado de
aquel océano de árboles.
Ante la puerta de la casa, una muchacha, con los
brazos desnudos, rompía a hachazos, sobre una piedra, unos leños. Era una
mujer alta, delgada y fuerte, hija y mujer de guardabosques. Una voz gritó dentro
de la casa:
-Vamos a estar solas esta noche, Berthine. Más
vale que entres; se acerca la noche y quizás haya prusianos y lobos merodeando.
La leñadora, respondió, mientras hendía una rama,
a grandes golpes que levantaban su pecho cada vez que alzaba el brazo con el
hacha:
-Ya he terminado, mamá. Ya voy, ya voy. No tengas
miedo, que aun es de día.
Luego recogió los leños y las astillas, y los
amontonó en la chimenea; volvió para cerrar los enormes postigos de roble y
entró de nuevo, corriendo los pesados cerrojos de la puerta.
Su madre hilaba junto al fuego; era una vieja
arrugada a la que los años habían vuelto medrosa.
-No me gusta -dijo- que padre se quede afuera.
Dos mujeres, no es mucha fuerza que digamos.
La joven respondió:
-¡Bah! Yo me siento tan capaz de matar un lobo
como de matar un prusiano.
Y señalaba con la mirada un gran revólver colgado
juntó al hogar.
Su marido había sido incorporado al ejército al
comenzar la invasión prusiana, y las dos mujeres se habían quedado solas con
el padre, el viejo guarda Nicolás Pichon, llamado el Zancas, que se había negado
obstinada-mente a dejar su morada para meterse en la ciudad.
La cercana ciudad era Rethel, antigua plaza fuerte
colgada sobre una roca. Allí eran patriotas y los burgueses habían decidido
resistir a los invasores, en cerrarse y sostener un asedio según la tradición
de la ciudad. Por
dos veces, antaño, bajo Enrique IV y Luis XIV, los habitantes de Rethel se
habían distinguido por defensas heroicas. Y esta vez iban a hacer otro tanto
¡recáspita!, o bien se dejarían quemar entre sus murallas.
Así, pues, habían comprado cañones y fusiles,
equipado una milicia, formado batallones y compañías, y todo el día se lo
pasaban haciendo ejercicio en la plaza de Armas. Todos, panaderos, carniceros,
notarios, procuradores, carpinteros, libreros, boticarios, maniobraban a su
turno, en horas regulares, bajo las ordenes del señor Lavigne, que otrora fue
suboficial de dragones, y hoy en día almacenero, por haberse casado y
heredado la tienda del señor Ravadan el mayor. Había tomado el grado de
comandante de plaza, y como todos los jóvenes habían partido para el ejército,
él había regimentado a todos los demás que se ejercitaban para la resis-tencia. Los
gordos iban por la calle a paso gimnástico, para disminuir su grasa y
prolongar su respiración, y los débiles cargaban fardos para fortificar sus
músculos.
Y esperaban a los prusianos. Pero los prusianos
no aparecían. No estaban lejos, empero, pues ya, en dos ocasiones, sus
exploradores habían avanzado por el bosque hasta la casa de Nicolás Pichon,
alias el Zancas.
El viejo guarda, que corría como. un zorro, había
ido a avisar a la ciudad.
Los cañones fueron preparados, pero el enemigo no se dejó
ver.
El albergue del Zancas servía de puesto avanzado
en el bosque de Aveline. El guarda iba dos veces por semana a la ciudad a
buscar provisiones y a dar noticias de la campaña.
Aquel día había partido para anunciar que un pequeño
destacamento de infantería alemana se había detenido ante su casa la
antevíspera, hacia las dos de la tarde, y que casi inmediatamente había reanudado
la marcha. El
suboficial que lo mandaba sabía hablar francés.
Cuando el viejo iba a estas correrías, llevaba
consigo sus dos perros, dos mastines de hocicos de león, por temor a los lobos
que empezaban á, ponerse feroces, y dejaba a las dos mujeres recomen-dándoles
que se encerraran en la casa apenas empezara a caer la noche.
La joven no le tenía miedo a nada, pero la vieja
temblaba todo el tiempo, repitiendo:
-Esto acabará mal. Ya verás tú como todo esto
acabará mal.
Aquella noche, estaba más inquieta que de costumbre:
-¿Sabes tú a qué hora volverá padre? -preguntó.
-No llegará antes de las once, es seguro. Cuando
come en casa del comandante, siempre vuelve tarde.
Colgó la olla sobre el fuego para hacer la sopa,
y empezó a mover el caldo, cuando se detuvo bruscamente al oír un ruido vago
que llegó hasta ella por el hueco de la chimenea. Murmuró :
-Andan por el bosque. Por lo menos son siete u
ocho hombres los que van.
La madre, asustadísima, detuvo su rueca y balbuceó:
-¡Ay, Dios mío, y el padre no está aquí!
No había terminado de hablar cuando sonaron violentos
golpes en la puerta. Y
como las mujeres no respondieran, una voz fuerte y gutural gritó:
-¡Abrid!
Luego, tras un silencio, la misma voz añadió:
-¡Abrid, o echo abajo la puerta!
Entonces Berthine puso en el bolsillo de su falda
el grueso revólver de la chimenea; luego, pegando la oreja al postigo,
preguntó:
-¿Quién llama?
La voz respondió:
-Yo soy el destacamento del otro día.
Y la mujer:
-¿Qué busca usted? ¿Qué quiere?
-Estoy perdido desde esta mañana, en el bosque,
con mi desta-camento. Abra o rompo la puerta.
La muchacha no podía hacer otra cosa que abrir;
deslizó rápida-mente el cerrojo y tirando del pesado postigo, vio en la sombra
pálida de la nieve, seis hombres, seis soldados prusianos, los mismos que
habían venido antes. Dijo con, tono decidido:
-¿Qué vienen a hacer aquí a estas horas? El
suboficial repitió:
-Estoy perdido, completamente perdido; he reconocido
la casa. No
he comido nada desde esta mañana, ni mi destacamento tampoco.
Berthine dijo:
-Pero es que yo estoy sola con mamá esta noche.
El soldado, que parecía buen hombre, dijo:
-No importa. No liaremos nada malo, pero vosotras
nos daréis de comer. Estamos cayéndonos de hambre y de fatiga.
La muchacha retrocedió, diciendo:
-Entren.
Pasaron, cubiertos de nieve, llevando sobre los
cascos cos una especie de crema granizada que les hacía parecer merengues; y
se veían cansados, extenuados.
La mujer señaló los bancos que había a los dos lados
de la mesa.
-Siéntense -dijo- que voy a hacer sopa. Verdad es
que parecen ustedes estar rendidos.
Y cerró la puerta con el cerrojo.
Volvió a poner agua en la olla, echó de nuevo manteca
y patatas, descolgó un pedazo de tocino que pendía sobre la chimenea y partió
la mitad, que echó en el caldo. Los seis hombres seguían con la mirada todos
sus movimientos, con el hambre brillándole en los ojos. Habían puesto sus
fusiles y cascos en un rincón y esperaban, correctos como niños en los bancos
de la escuela.
La madre había vuelto a hilar y echaba a cada momento
miradas aterrorizadas a los soldados invasores. No se oía otra cosa que el
ruido ligero de la rueca, el crepitar del fuego y el murmullo del agua que
empezaba a hervir.
Pero de súbito un ruido extraño hizo que todos se
sobresaltaran, un ruido como una respiración ronca en la puerta, una respiración
de animal, fuerte y roncante.
El suboficial alemán había dado un salto hacia
los fusiles. La mujer le detuvo con un gesto y sonriente:
-Son los lobos -dijo. Como ustedes, merodean y
tienen hambre.
El hombre incrédulo quiso ver, y apenas abrió la
puerta vio dos grandes animales grises que huían con trote rápido y alargado.
Volvió a sentarse diciendo
-No lo hubiera creído.
Y, esperó a que la comida estuviera lista.
La comieron velozmente, a boca llena, con ojos
redondos que se abrían al mismo tiempo que las mandíbulas, y ruidos de
garganta semejantes al gurgitar del agua en los canalones.
Las dos mujeres, silenciosas miraban los rápidos
movimientos de las grandes barbas rojas. Las patatas parecían esconderse en
aquellos boscajes movibles.
Pero como los soldados tenían sed, la muchacha
bajó a la bodega para sacar sidra; allí abajo se quedó largo rato; era un,
pequeño sótano abovedado que durante la revolución, había servido de prisión y
de escondite, según se decía. Se llegaba a él por una estrecha escalera de
caracol, cerrada por una trampa en un extremo de la cocina.
Cuando Berthine reapareció, venía sonriente, con
una sonrisa cazurra. Dio a los alemanes la jarra con la bebida.
Luego comió ella, con su madre, al otro extremo
de la cocina.
Los soldados habían terminado de comer y se iban
adormeciendo, los seis, en derredor de la mesa. De vez en cuando una frente caía sobre la
tabla con ruido sordo; luego, despierto el hombre, se ponía derecho otra vez.
Berthine dijo al suboficial:
-Acuéstense ante el fuego, caramba, que hay bastante, sitio
para los seis. Yo me voy a mi cuarto con mamá.
Y las dos mujeres subieron al primer piso. Se les
oyó cerrar con llave su puerta, andar un rato; luego cesó todo ruido.
Los prusianos se tendieron en el suelo, con los
pies cerca del fuego y la cabeza levantada sobre sus abrigos enrollados.
Pronto roncaban los seis, en seis tonos diversos, agudos o sonoros, pero
continuos y formidables.
Dormían hacía largo rato cuando resonó un tiro
tan fuerte, que se creería lo habían disparado junto a los muros de la casa. Los soldados se
pusieron de pie. Pero dos nuevas detonaciones sonaron, seguidas de otras tres.
La puerta del primer piso se abrió de pronto, y
la muchacha apareció descalza, en camisa y con una faldilla, una vela en la
mano y aspecto desconcertado. Balbuceó:
-Ahí están los franceses. Por lo menos son doscientos.
Si les encuentran aquí, van a quemar la casa. Bajen pronto a la bodega y no
hagan ruido. Si hacen ustedes ruido, estamos perdidos.
El suboficial murmuró:
-Está bien, está bien. ¿Por dónde se baja?
La mujer levantó precipitadamente la trampa estrecha
y cuadra-da, y los seis hombres desaparecieron uno tras otro, hundiéndose en
el suelo, de espaldas, para poner bien los pies en los peldaños.
Pero cuando la punta del último casco hubo desaparecido,
Berthine, dejando caer la pesada tabla de roble, dura como el acero, gruesa
como una pared, mantenida por dos charnelas y guarnecida por una cerradura de
calabozo, dió dos vueltas a la llave y se echó a reír, con una risa silenciosa,
y maravillada, con unas ganas locas de bailar sobre las cabezas de los
prisioneros.
Los soldados no hacían ningún, ruido, encerrados
allí abajo como en un cajón sólido, un cajón de piedra, sin recibir el aire más
que por un tragaluz con barras de hierro.
Berthine volvió a encender el fuego, puso encima
la olla y volvió a hacer sopa, murmurando:
-Padre estará cansado esta noche.
Luego se sentó y esperó. Sólo el péndulo del
reloj turbaba el silencio con su tictac regular. De vez en vez, la muchacha
echaba una mirada al cuadrante, una mirada impaciente que parecía decir:
"Esto no va de prisa".
Pero pronto le pareció que se murmuraba bajo sus
pies. Palabras bajas, confusas, le llegaban a través de la bóveda del sótano.
Los prusianos empezaban a adivinar su astucia. Efectivamente, el suboficial
subió la escalerilla y golpeó la trampa con el puño. Otra vez gritó:
-¡Abrid!
Ella se levantó y acercándose, imitó su acento:
-¿Qué desea usted?
-¡Abrid!
-No abro.
El hombre se irritaba.
-¡Abre, o rompo la puerta!
Ella reía:
-¡Rompe, rompe, hombre!
El comenzó a golpear con la culata de su fusil
contra la trampa de roble, cerrada sobre su cabeza, pero la madera habría
resistido los golpes de una catapulta.
La mujer le oyó bajar. Luego vinieron los soldados,
uno tras otro, a probar sus fuerzas e inspeccionar la cerradura. Pero
juzgando al parecer inútiles sus tentativas, volvieron a bajar a la bodega y
empezaron a hablar entre ellos.
La muchacha los oía. Fue a abrir la puerta de la
casa y se puso a escuchar en la noche silenciosa. Llegó gó hasta ella un
ladrido lejano. La mujer silbó como lo hubiera hecho un cazador, y casi en
seguida, dos enormes perros surgieron de la oscuridad y corrieron hacia ella
dando saltos. Los agarró por el collar y los retuvo. Luego gritó con todas sus
fuerzas.
-¡Eh, padre!
Una voz respondió, aún muy lejos:
-¡Eh, Berthine!
Ella esperó unos segundos y repitió:
-¡Eh, padre!
La voz más cercana, resonó:
-¡Eh, Berthine! Y la campesina. añadió:
-¡No pases por delante del tragaluz. Hay prusianos
en la bodega.
De pronto, la silueta de un hombre se dibujó, hacia
la izquierda, entre dos troncos de árboles. Preguntó, inquieto:
-¿Prusianos en la bodega? ¿Y qué están haciendo
ahí?
La muchacha se echó a reír:
-Son los de ayer. Sé habían perdido en el bosque,
y yo los he dejado tomando el fresco en la bodega.
Y le contó la aventura, cómo los había atemorizado
con los disparos y encerrado en el sótano.
El viejo, serio, preguntó
-¿Y qué quieres tú que haga yo a estas horas?
-Ve a buscar al señor Lavigne y su tropa -respondió
ella. El los tomará prisioneros. Y va a estar tan contento.
El viejo Pichon sonrió:
-Sí que se pondrá contento. Su hija añadió.
-Ahí tienes tu sopa. Tómatela y parte en seguida.
El guarda se sentó a la mesa y empezó a tomarse la sopa después de haber puesto
en el suelo dos platos llenos para sus perros.
Los prusianos, habiendo oído hablar, se habían callado.
El Zancas partió al cabo de un cuarto de hora.
Berthine, con la cabeza entre las manos, esperó.
Los prisioneros comenzaban a agitarse otra vez.
Ahora gritaban, llamaban, golpeaban sin cesar, a furiosos culatazos, la
inquebrantable trampa. Luego se pusieron a disparar por el tragaluz,
esperando sin duda ser oídos si algún destacamento alemán pasaba por los
alrededores.
La muchacha no se movía: pero todo ese ruido la
ponía nerviosa, la
irritaba. Una maligna cólera se adueñaba de ella; hubiera
querido asesinarlos, a aquellos miserables, para hacerles callar.
Luego, creciente su impaciencia, se puso a mirar el
reloj y contar los minutos. El padre había partido hacía. hora y media. Ahora
debería estar llegando a la
ciudad. Creía verlo. Estaba contando el asunto al señor
Lavigne, que palidecía de emocion y llamaba a su criada para que le trajera el
uniforme y las armas. Oía, le parecía escuchar el redoble del tambor por las
calles. Las cabezas apresuradas aparecían en las ventanas. Los
soldados-ciudadanos salían de sus casas, a medio vestir, jadeantes,
abrochándose los cinturones, y partían a paso gimnástico hacia la casa del
comandante. Luego la tropa, con Zancas al frente, se ponía en marcha, por la
noche, sobre la nieve, hacia el bosque. Ella miraba el reloj: "Pueden
estar aquí dentro de una hora". Una impaciencia nerviosa la invadía. Los minutos
le parecían interminables. ¡Qué largo se hacía aquello!
Por fin, el tiempo fijado para la llegada fue
señalado por la aguja del reloj. Ella abrió de nuevo la puerta, para oírlos
venir. Vió una sombra que andaba con precaución. Sintió miedo y lanzó un
grito. Era su padre, que le dijo:
-Me mandan para ver si no ha, cambiado nada.
-No, nada.
Entonces él lanzó un silbido estridente y prolongado.
Muy pronto se vio una cosa oscura que avanzaba, bajo los árboles, lentamente:
era la vanguardia, compuesta de diez hombres.
El Zancas repetía todo el tiempo:
No pasen por delante del tragaluz.
Y los que hablan llegado mostraban a los que se
iban acercando el temido ventanillo. Por fin llegó el grueso de la tropa,
doscientos hombres en total, cada uno con doscientos cartuchos.
El señor Lavigne, agitado, tembloroso, los
dispuso de modo que rodearan por doquiera la casa, dejando un ancho espacio
libre ante el boquete a ras de tierra, por donde la bodega se ventilaba.
Luego entró a la habitación y se informó sobre la
fuerza y laactitud del enemigo, tan silencioso ahora, que se hubiera creído
que había volado, hecho humo, por el respiradero.
El señor Lavigne golpeó la trampa con el pie y
llamó:
-Señor oficial prusiano...
El alemán no respondió. El comandante volvió a
decir:
-¡Señor oficial prusiano!
Silencio. Durante veinte minutos intimó al oficial
silencioso para que se rindiera con armas y bagajes, prometiéndoles salvarle
ja vida, y honores militares para él y para sus soldados. Pero no obtuvo
ninguna señal de consentimiento ni de hostilidad. La situación se hacía
difícil.
Los milicianos chapoteaban por la nieve, se daban
golpes en los hombros, como hacen los cocheros para calentarse, y miraban al
tragaluz con crecientes y pueriles ganas de pasar por delante. Por fin, uno de
ellos se decidió, un tal Potdevin que era muy ágil. Tomó carrerilla y se lanzó
como un ciervo. La tentativa resultó. Los prisioneros parecían muertos.
Una voz gritó:
-No hay nadie ahí dentro.
Y otro soldado atravesó el espacio libre ante el
peligroso agujero. Entonces aquello se cambió en fuego. De minuto en minuto, un
hombre se lanzaba y pasaba de un grupo al otro, a toda carrera, como hacen los
chicos,,jugando a banderas, y lanzaban salpicones de nieve al agitar,
corriendo, los pies. Para calentarse, habían encendido dos fogatas, y la
sombra vertiginosa del guardia nacional aparecía iluminada en su rápido viaje
del campo de la derecha al campo de la izquierda.
Alguien gritó:
-¡Ahora te toca a ti, Maloison!
Maloison era un panadero gordo, cuya barriga era
motivo de risa para sus camaradas. Titubeó, le dieron bromas. Y entonces,
decidiéndose se puso en camino con un corto paso gimnástico regular y ahogado
que sacudía su voluminoso vientre.
Todo el destacamento reía. Se gritaba, para animarle:
-¡Bravo, bravo, Maloison!
Este llevaba recorridas dos terceras partes de su
trayecto, cuando una llama larga, rápida y roja, brotó del tragaluz. Sonó una
detonación y el grueso panadero cayó de bruces dando un grito espantoso.
Nadie avanzó para socorrerlo. Y entonces se le
vio arrastrarse por la nieve gimiendo; y cuando hubo salido del terrible pasó,
se desmayó. Tenía una bala en la nalga.
Después de la primera sorpresa y del primer espanto,
se oyeron nuevas risas. Pero el comandante Lavigne apareció en la puerta de la casa. Acababa de
trazar su plan de ataque. Con voz vibrante, ordenó:
-¡El fontanero Planchut y sus obreros!
Tres hombres se adelantaron.
-Descuelguen y bajen todo los canalones de la
casa.
En un cuarto de hora fueron llevados ante el comandante
veinte metros de canalones. Hizo abrir, con mil precauciones, un boquetillo
redondo al borde de la trampa y organizando una conducción de agua desde la
bomba hasta aquella abertura, dijo con aspecto satisfecho.
-Vamos a darles de beber a los señores alemanes.
Un viva frenético de admiración estalló, seguido
de aullidos de risa y alegría. El comandante organizó pelotones de trabajo que
se reemplazaban cada cinco minutos. Luego ordenó:
-¡Den a la bomba!
Y habiendo bajado el volante de hierro, un ruidillo
se deslizó a lo largo de los tubos y pronto cayó en el sótano, de escalón en
escalón, con un murmullo de cascada, de fontana, adornada con rocalla y
jardinería.
Esperaron.
Pasó una hora; luego dos; al fin tres.
El comandante, febril, se paseaba en la cocina,
ponía la oreja de vez en vez junto al suelo, tratando de adivinar qué sucedía
con el enemigo y preguntándose si iba a capitular pronto.
Ahora se agitaba el enemigo. Se le oía remover barricas,
chapotear, hablar. Luego hacia las ocho de la mañana, una voz partió del
tragaluz:
-Yo quiero hablar al señor oficial francés.
Lavigne desde la ventana, respondió sin asomar
mucho la cabeza:
-¿Se rinde usted?
-Me rindo.
-Pase, entonces para afuera los fusiles.
Inmediatamente se vio salir un fusil por el agujero,
y caer sobre la nieve.
Luego dos, tres, todas las arnras. Y la misma voz dijo:
-Ya no tengo más, apresúrese. Estoy ahogado.
El comandante ordenó:
-¡Basta!
Y la bomba dejó de funcionar.
Habiendo llenado la cocina de soldados, que esperaban
arma al brazo, levantó lentamente la trampa de roble.
Aparecieron cuatro cabezas empapadas, cuatro
rubias cabezas de largos cabellos palidos, y se vió salir, uno tras otro, a los
seis alemanes, tiritando, chorreantes, asustados.
Fueron cogidos y amarrados. Luego, temiendo una
sorpresa, la tropa partió inmediatamente, en dos grupos: uno que llevaba a la
prisioneros, otro que conducía a Maloison sobre una colchoneta puesta sobre
unas angarillas.
Entraron triunfalmente a Rethel.
El señor Lavigne fue condecorado por haber apresado
una vanguardia prusiana, y el panadero gordo obtuvo la medalla militar por
heridas recibidas frente al enemigo.
1.042. Maupassant (Guy de) - 052
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