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lunes, 20 de octubre de 2014

Los prisioneros

En el bosque, ningún ruido sino el ligero temblor de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde la mañana, una nievecilla fina que espolvoreaba las ra­mas con una helada espuma, que echaba sobre las hojas secas de la espesura una ligera capa de plata, extendía sobre los caminos una inmensa alfombra blanda y blanca, y acrecentaba el silencio ilimitado de aquel océano de árboles.
Ante la puerta de la casa, una muchacha, con los brazos desnudos, rompía a hachazos, sobre una pie­dra, unos leños. Era una mujer alta, delgada y fuerte, hija y mujer de guardabosques. Una voz gritó den­tro de la casa:
-Vamos a estar solas esta noche, Berthine. Más vale que entres; se acerca la noche y quizás haya pru­sianos y lobos merodeando.
La leñadora, respondió, mientras hendía una rama, a grandes golpes que levantaban su pecho cada vez que alzaba el brazo con el hacha:
-Ya he terminado, mamá. Ya voy, ya voy. No tengas miedo, que aun es de día.
Luego recogió los leños y las astillas, y los amontonó en la chimenea; volvió para cerrar los enormes pos­tigos de roble y entró de nuevo, corriendo los pesa­dos cerrojos de la puerta.
Su madre hilaba junto al fuego; era una vieja arru­gada a la que los años habían vuelto medrosa.
-No me gusta -dijo- que padre se quede afue­ra. Dos mujeres, no es mucha fuerza que digamos.
La joven respondió:
-¡Bah! Yo me siento tan capaz de matar un lobo como de matar un prusiano.
Y señalaba con la mirada un gran revólver colga­do juntó al hogar.
Su marido había sido incorporado al ejército al co­menzar la invasión prusiana, y las dos mujeres se ha­bían quedado solas con el padre, el viejo guarda Ni­colás Pichon, llamado el Zancas, que se había nega­do obstinada-mente a dejar su morada para meterse en la ciudad.
La cercana ciudad era Rethel, antigua plaza fuer­te colgada sobre una roca. Allí eran patriotas y los burgueses habían decidido resistir a los invasores, en cerrarse y sostener un asedio según la tradición de la ciudad. Por dos veces, antaño, bajo Enrique IV y Luis XIV, los habitantes de Rethel se habían distin­guido por defensas heroicas. Y esta vez iban a hacer otro tanto ¡recáspita!, o bien se dejarían quemar en­tre sus murallas.
Así, pues, habían comprado cañones y fusiles, equi­pado una milicia, formado batallones y compañías, y todo el día se lo pasaban haciendo ejercicio en la plaza de Armas. Todos, panaderos, carniceros, no­tarios, procuradores, carpinteros, libreros, botica­rios, maniobraban a su turno, en horas regulares, ba­jo las ordenes del señor Lavigne, que otrora fue sub­oficial de dragones, y hoy en día almacenero, por ha­berse casado y heredado la tienda del señor Rava­dan el mayor. Había tomado el grado de comandan­te de plaza, y como todos los jóvenes habían partido para el ejército, él había regimentado a todos los de­más que se ejercitaban para la resis-tencia. Los gor­dos iban por la calle a paso gimnástico, para dismi­nuir su grasa y prolongar su respiración, y los débi­les cargaban fardos para fortificar sus músculos.
Y esperaban a los prusianos. Pero los prusianos no aparecían. No estaban lejos, empero, pues ya, en dos ocasiones, sus exploradores habían avanzado por el bosque hasta la casa de Nicolás Pichon, alias el Zancas.
El viejo guarda, que corría como. un zorro, había ido a avisar a la ciudad. Los cañones fueron prepa­rados, pero el enemigo no se dejó ver.
El albergue del Zancas servía de puesto avanzado en el bosque de Aveline. El guarda iba dos veces por semana a la ciudad a buscar provisiones y a dar no­ticias de la campaña.
Aquel día había partido para anunciar que un pe­queño destacamento de infantería alemana se había detenido ante su casa la antevíspera, hacia las dos de la tarde, y que casi inmediatamente había reanu­dado la marcha. El suboficial que lo mandaba sabía hablar francés.
Cuando el viejo iba a estas correrías, llevaba con­sigo sus dos perros, dos mastines de hocicos de león, por temor a los lobos que empezaban á, ponerse fe­roces, y dejaba a las dos mujeres recomen-dándoles que se encerraran en la casa apenas empezara a caer la noche.
La joven no le tenía miedo a nada, pero la vieja temblaba todo el tiempo, repitiendo:
-Esto acabará mal. Ya verás tú como todo esto acabará mal.
Aquella noche, estaba más inquieta que de cos­tumbre:
-¿Sabes tú a qué hora volverá padre? -preguntó.
-No llegará antes de las once, es seguro. Cuando come en casa del comandante, siempre vuelve tarde.
Colgó la olla sobre el fuego para hacer la sopa, y empezó a mover el caldo, cuando se detuvo brusca­mente al oír un ruido vago que llegó hasta ella por el hueco de la chimenea. Murmuró:
-Andan por el bosque. Por lo menos son siete u ocho hombres los que van.
La madre, asustadísima, detuvo su rueca y bal­buceó:
-¡Ay, Dios mío, y el padre no está aquí!
No había terminado de hablar cuando sonaron violentos golpes en la puerta. Y como las mujeres no respondieran, una voz fuerte y gutural gritó:
-¡Abrid!
Luego, tras un silencio, la misma voz añadió:
-¡Abrid, o echo abajo la puerta!
Entonces Berthine puso en el bolsillo de su falda el grueso revólver de la chimenea; luego, pegando la oreja al postigo, preguntó:
-¿Quién llama?
La voz respondió:
-Yo soy el destacamento del otro día.
Y la mujer:
-¿Qué busca usted? ¿Qué quiere?
-Estoy perdido desde esta mañana, en el bosque, con mi desta-camento. Abra o rompo la puerta.
La muchacha no podía hacer otra cosa que abrir; deslizó rápida-mente el cerrojo y tirando del pesado postigo, vio en la sombra pálida de la nieve, seis hom­bres, seis soldados prusianos, los mismos que habían venido antes. Dijo con, tono decidido:
-¿Qué vienen a hacer aquí a estas horas? El suboficial repitió:
-Estoy perdido, completamente perdido; he re­conocido la casa. No he comido nada desde esta ma­ñana, ni mi destacamento tampoco.
Berthine dijo:
-Pero es que yo estoy sola con mamá esta noche. El soldado, que parecía buen hombre, dijo:
-No importa. No liaremos nada malo, pero vos­otras nos daréis de comer. Estamos cayéndonos de hambre y de fatiga.
La muchacha retrocedió, diciendo:
-Entren.
Pasaron, cubiertos de nieve, llevando sobre los cas­cos cos una especie de crema granizada que les hacía pa­recer merengues; y se veían cansados, extenuados.
La mujer señaló los bancos que había a los dos la­dos de la mesa.
-Siéntense -dijo- que voy a hacer sopa. Verdad es que parecen ustedes estar rendidos.
Y cerró la puerta con el cerrojo.
Volvió a poner agua en la olla, echó de nuevo man­teca y patatas, descolgó un pedazo de tocino que pen­día sobre la chimenea y partió la mitad, que echó en el caldo. Los seis hombres seguían con la mirada to­dos sus movimientos, con el hambre brillándole en los ojos. Habían puesto sus fusiles y cascos en un rincón y esperaban, correctos como niños en los bancos de la escuela.
La madre había vuelto a hilar y echaba a cada mo­mento miradas aterrorizadas a los soldados invaso­res. No se oía otra cosa que el ruido ligero de la rue­ca, el crepitar del fuego y el murmullo del agua que empezaba a hervir.
Pero de súbito un ruido extraño hizo que todos se sobresaltaran, un ruido como una respiración ronca en la puerta, una respiración de animal, fuerte y ron­cante.
El suboficial alemán había dado un salto hacia los fusiles. La mujer le detuvo con un gesto y sonriente:
-Son los lobos -dijo. Como ustedes, merodean y tienen hambre.
El hombre incrédulo quiso ver, y apenas abrió la puerta vio dos grandes animales grises que huían con trote rápido y alargado.
Volvió a sentarse diciendo­
-No lo hubiera creído.
Y, esperó a que la comida estuviera lista.
La comieron velozmente, a boca llena, con ojos redondos que se abrían al mismo tiempo que las man­díbulas, y ruidos de garganta semejantes al gurgitar del agua en los canalones.
Las dos mujeres, silenciosas miraban los rápidos movimientos de las grandes barbas rojas. Las pata­tas parecían esconderse en aquellos boscajes movibles.
Pero como los soldados tenían sed, la muchacha bajó a la bodega para sacar sidra; allí abajo se quedó largo rato; era un, pequeño sótano abovedado que durante la revolución, había servido de prisión y de escondite, según se decía. Se llegaba a él por una es­trecha escalera de caracol, cerrada por una trampa en un extremo de la cocina.
Cuando Berthine reapareció, venía sonriente, con una sonrisa cazurra. Dio a los alemanes la jarra con la bebida.
Luego comió ella, con su madre, al otro extremo de la cocina.
Los soldados habían terminado de comer y se iban adormeciendo, los seis, en derredor de la mesa. De vez en cuando una frente caía sobre la tabla con rui­do sordo; luego, despierto el hombre, se ponía derecho otra vez.
Berthine dijo al suboficial:
-Acuéstense ante el fuego, caramba, que hay bas­tante, sitio para los seis. Yo me voy a mi cuarto con mamá.
Y las dos mujeres subieron al primer piso. Se les oyó cerrar con llave su puerta, andar un rato; luego cesó todo ruido.
Los prusianos se tendieron en el suelo, con los pies cerca del fuego y la cabeza levantada sobre sus abri­gos enrollados. Pronto roncaban los seis, en seis to­nos diversos, agudos o sonoros, pero continuos y for­midables.
Dormían hacía largo rato cuando resonó un tiro tan fuerte, que se creería lo habían disparado junto a los muros de la casa. Los soldados se pusieron de pie. Pero dos nuevas detonaciones sonaron, seguidas de otras tres.
La puerta del primer piso se abrió de pronto, y la muchacha apareció descalza, en camisa y con una fal­dilla, una vela en la mano y aspecto desconcertado. Balbuceó:
-Ahí están los franceses. Por lo menos son dos­cientos. Si les encuentran aquí, van a quemar la ca­sa. Bajen pronto a la bodega y no hagan ruido. Si hacen ustedes ruido, estamos perdidos.
El suboficial murmuró:
-Está bien, está bien. ¿Por dónde se baja?
La mujer levantó precipitadamente la trampa es­trecha y cuadra-da, y los seis hombres desaparecie­ron uno tras otro, hundiéndose en el suelo, de espal­das, para poner bien los pies en los peldaños.
Pero cuando la punta del último casco hubo desa­parecido, Berthine, dejando caer la pesada tabla de roble, dura como el acero, gruesa como una pared, mantenida por dos charnelas y guarnecida por una cerradura de calabozo, dió dos vueltas a la llave y se echó a reír, con una risa silenciosa, y maravillada, con unas ganas locas de bailar sobre las cabezas de los prisioneros.
Los soldados no hacían ningún, ruido, encerrados allí abajo como en un cajón sólido, un cajón de piedra, sin recibir el aire más que por un tragaluz con barras de hierro.
Berthine volvió a encender el fuego, puso encima la olla y volvió a hacer sopa, murmurando:
-Padre estará cansado esta noche.
Luego se sentó y esperó. Sólo el péndulo del reloj turbaba el silencio con su tictac regular. De vez en vez, la muchacha echaba una mirada al cuadrante, una mirada impaciente que parecía decir: "Esto no va de prisa".
Pero pronto le pareció que se murmuraba bajo sus pies. Palabras bajas, confusas, le llegaban a través de la bóveda del sótano. Los prusianos empezaban a adivinar su astucia. Efectivamente, el suboficial subió la escalerilla y golpeó la trampa con el puño. Otra vez gritó:
-¡Abrid!
Ella se levantó y acercándose, imitó su acento:
-¿Qué desea usted?
-¡Abrid!
-No abro.
El hombre se irritaba.
-¡Abre, o rompo la puerta!
Ella reía:
-¡Rompe, rompe, hombre!
El comenzó a golpear con la culata de su fusil con­tra la trampa de roble, cerrada sobre su cabeza, pero la madera habría resistido los golpes de una catapul­ta.
La mujer le oyó bajar. Luego vinieron los soldados, uno tras otro, a probar sus fuerzas e inspeccionar la cerradura. Pero juzgando al parecer inútiles sus ten­tativas, volvieron a bajar a la bodega y empezaron a hablar entre ellos.
La muchacha los oía. Fue a abrir la puerta de la casa y se puso a escuchar en la noche silenciosa. Lle­gó gó hasta ella un ladrido lejano. La mujer silbó como lo hubiera hecho un cazador, y casi en seguida, dos enormes perros surgieron de la oscuridad y corrieron hacia ella dando saltos. Los agarró por el collar y los retuvo. Luego gritó con todas sus fuerzas.
-¡Eh, padre!
Una voz respondió, aún muy lejos:
-¡Eh, Berthine!
Ella esperó unos segundos y repitió:
-¡Eh, padre!
La voz más cercana, resonó:
-¡Eh, Berthine! Y la campesina. añadió:
-¡No pases por delante del tragaluz. Hay pru­sianos en la bodega.
De pronto, la silueta de un hombre se dibujó, ha­cia la izquierda, entre dos troncos de árboles. Pre­guntó, inquieto:
-¿Prusianos en la bodega? ¿Y qué están haciendo ahí?
La muchacha se echó a reír:
-Son los de ayer. Sé habían perdido en el bosque, y yo los he dejado tomando el fresco en la bodega.
Y le contó la aventura, cómo los había atemoriza­do con los disparos y encerrado en el sótano.
El viejo, serio, preguntó
-¿Y qué quieres tú que haga yo a estas horas?
-Ve a buscar al señor Lavigne y su tropa -res­pondió ella. El los tomará prisioneros. Y va a estar tan contento.
El viejo Pichon sonrió:
-Sí que se pondrá contento. Su hija añadió.
-Ahí tienes tu sopa. Tómatela y parte en seguida. El guarda se sentó a la mesa y empezó a tomarse la sopa después de haber puesto en el suelo dos pla­tos llenos para sus perros.
Los prusianos, habiendo oído hablar, se habían ca­llado.
El Zancas partió al cabo de un cuarto de hora. Ber­thine, con la cabeza entre las manos, esperó.
Los prisioneros comenzaban a agitarse otra vez. Ahora gritaban, llamaban, golpeaban sin cesar, a furiosos culatazos, la inquebrantable trampa. Lue­go se pusieron a disparar por el tragaluz, esperando sin duda ser oídos si algún destacamento alemán pa­saba por los alrededores.
La muchacha no se movía: pero todo ese ruido la ponía nerviosa, la irritaba. Una maligna cólera se adue­ñaba de ella; hubiera querido asesinarlos, a aquellos miserables, para hacerles callar.
Luego, creciente su impaciencia, se puso a mirar el reloj y contar los minutos. El padre había partido hacía. hora y media. Ahora debería estar llegando a la ciudad. Creía verlo. Estaba contando el asunto al señor Lavigne, que palidecía de emocion y llamaba a su criada para que le trajera el uniforme y las armas. Oía, le parecía escuchar el redoble del tambor por las calles. Las cabezas apresuradas aparecían en las ventanas. Los soldados-ciudadanos salían de sus ca­sas, a medio vestir, jadeantes, abrochándose los cin­turones, y partían a paso gimnástico hacia la casa del comandante. Luego la tropa, con Zancas al fren­te, se ponía en marcha, por la noche, sobre la nieve, hacia el bosque. Ella miraba el reloj: "Pueden estar aquí dentro de una hora". Una impaciencia nervio­sa la invadía. Los minutos le parecían interminables. ¡Qué largo se hacía aquello!
Por fin, el tiempo fijado para la llegada fue seña­lado por la aguja del reloj. Ella abrió de nuevo la puerta, para oírlos venir. Vió una sombra que anda­ba con precaución. Sintió miedo y lanzó un grito. Era su padre, que le dijo:
-Me mandan para ver si no ha, cambiado nada.
-No, nada.
Entonces él lanzó un silbido estridente y prolon­gado. Muy pronto se vio una cosa oscura que avan­zaba, bajo los árboles, lentamente: era la vanguardia, compuesta de diez hombres.
El Zancas repetía todo el tiempo:
No pasen por delante del tragaluz.
Y los que hablan llegado mostraban a los que se iban acercando el temido ventanillo. Por fin llegó el grueso de la tropa, doscientos hombres en total, cada uno con doscientos cartuchos.
El señor Lavigne, agitado, tembloroso, los dispuso de modo que rodearan por doquiera la casa, dejan­do un ancho espacio libre ante el boquete a ras de tierra, por donde la bodega se ventilaba.
Luego entró a la habitación y se informó sobre la fuerza y laactitud del enemigo, tan silencioso aho­ra, que se hubiera creído que había volado, hecho humo, por el respiradero.
El señor Lavigne golpeó la trampa con el pie y lla­mó:
-Señor oficial prusiano...
El alemán no respondió. El comandante volvió a decir:
-¡Señor oficial prusiano!
Silencio. Durante veinte minutos intimó al ofi­cial silencioso para que se rindiera con armas y ba­gajes, prometiéndoles salvarle ja vida, y honores militares para él y para sus soldados. Pero no obtuvo ninguna señal de consentimiento ni de hostilidad. La situación se hacía difícil.
Los milicianos chapoteaban por la nieve, se da­ban golpes en los hombros, como hacen los coche­ros para calentarse, y miraban al tragaluz con crecientes y pueriles ganas de pasar por delante. Por fin, uno de ellos se decidió, un tal Potdevin que era muy ágil. Tomó carrerilla y se lanzó como un ciervo. La tentativa resultó. Los prisioneros parecían muer­tos.
Una voz gritó:
-No hay nadie ahí dentro.
Y otro soldado atravesó el espacio libre ante el peligroso agujero. Entonces aquello se cambió en fuego. De minuto en minuto, un hombre se lanzaba y pasaba de un grupo al otro, a toda carrera, como ha­cen los chicos,,jugando a banderas, y lanzaban salpi­cones de nieve al agitar, corriendo, los pies. Para ca­lentarse, habían encendido dos fogatas, y la sombra vertiginosa del guardia nacional aparecía iluminada en su rápido viaje del campo de la derecha al campo de la izquierda.
Alguien gritó:
-¡Ahora te toca a ti, Maloison!
Maloison era un panadero gordo, cuya barriga era motivo de risa para sus camaradas. Titubeó, le dieron bromas. Y entonces, decidiéndose se puso en camino con un corto paso gimnástico regular y aho­gado que sacudía su voluminoso vientre.
Todo el destacamento reía. Se gritaba, para ani­marle:
-¡Bravo, bravo, Maloison!
Este llevaba recorridas dos terceras partes de su trayecto, cuando una llama larga, rápida y roja, bro­tó del tragaluz. Sonó una detonación y el grueso pa­nadero cayó de bruces dando un grito espantoso.
Nadie avanzó para socorrerlo. Y entonces se le vio arrastrarse por la nieve gimiendo; y cuando hubo sa­lido del terrible pasó, se desmayó. Tenía una bala en la nalga.
Después de la primera sorpresa y del primer espan­to, se oyeron nuevas risas. Pero el comandante La­vigne apareció en la puerta de la casa. Acababa de trazar su plan de ataque. Con voz vibrante, ordenó:
-¡El fontanero Planchut y sus obreros!
Tres hombres se adelantaron.
-Descuelguen y bajen todo los canalones de la casa.
En un cuarto de hora fueron llevados ante el co­mandante veinte metros de canalones. Hizo abrir, con mil precauciones, un boquetillo redondo al bor­de de la trampa y organizando una conducción de agua desde la bomba hasta aquella abertura, dijo con aspecto satisfecho.
-Vamos a darles de beber a los señores alemanes.
Un viva frenético de admiración estalló, seguido de aullidos de risa y alegría. El comandante organizó pelotones de trabajo que se reemplazaban cada cinco minutos. Luego ordenó:
-¡Den a la bomba!
Y habiendo bajado el volante de hierro, un rui­dillo se deslizó a lo largo de los tubos y pronto cayó en el sótano, de escalón en escalón, con un murmu­llo de cascada, de fontana, adornada con rocalla y jardinería.
Esperaron.
Pasó una hora; luego dos; al fin tres.
El comandante, febril, se paseaba en la cocina, po­nía la oreja de vez en vez junto al suelo, tratando de adivinar qué sucedía con el enemigo y preguntán­dose si iba a capitular pronto.
Ahora se agitaba el enemigo. Se le oía remover ba­rricas, chapotear, hablar. Luego hacia las ocho de la mañana, una voz partió del tragaluz:
-Yo quiero hablar al señor oficial francés.
Lavigne desde la ventana, respondió sin asomar mucho la cabeza:
-¿Se rinde usted?
-Me rindo.
-Pase, entonces para afuera los fusiles.
Inmediatamente se vio salir un fusil por el aguje­ro, y caer sobre la nieve. Luego dos, tres, todas las arnras. Y la misma voz dijo:
-Ya no tengo más, apresúrese. Estoy ahogado.
El comandante ordenó:
-¡Basta!
Y la bomba dejó de funcionar.
Habiendo llenado la cocina de soldados, que espe­raban arma al brazo, levantó lentamente la trampa de roble.
Aparecieron cuatro cabezas empapadas, cuatro rubias cabezas de largos cabellos palidos, y se vió salir, uno tras otro, a los seis alemanes, tiritando, chorreantes, asustados.
Fueron cogidos y amarrados. Luego, temiendo una sorpresa, la tropa partió inmediatamente, en dos grupos: uno que llevaba a la prisioneros, otro que conducía a Maloison sobre una colchoneta puesta sobre unas angarillas.
Entraron triunfalmente a Rethel.
El señor Lavigne fue condecorado por haber apre­sado una vanguardia prusiana, y el panadero gordo obtuvo la medalla militar por heridas recibidas fren­te al enemigo.

1.042. Maupassant (Guy de) - 052

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