Translate

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Del vivir - Cap. I

Apuntes, de parajes leprosos

Sigüenza, hombre apartadizo que gusta del paisaje y de humildes caseríos, caminaba por tierra levantina.
Dijo: “Llegaré a Parcent."
-Parcent es foco leproso -le advirtieron. Y luego Sigüenza fingióse un lugarejo hórrido, asiático, en cuyas callejas hirviesen como gusanos los lazarinos.
Fué avanzando. Cada pueblo que veía asomar en el declive de una ladera, entre fronda o sobre el dilatado y rozagante pampanaje del viñedo, le acuciaba el ánima. Y decía: «Ya debo encontrar la influencia de aquel lugar miserable, donde los hombres padecen males que espantara a los hombres y mueven a pensar en aquellos pueblos bíblicos maldecidos por el Señor."
Sigüenza se revolvía mirando y no hallaba el apetecido sello del dolor cercano.
Cruzaba pueblos, y en todos sorprendía igual sosiego. A las puertas de las casas, mujeres tejían media; trenzaban pleita de palma o soga de esparto; peinaban a rapazas greñudas, sentaditas en la tierra, casi escondidas en las pobres faldas.
Cegaban, dando sol, las puertas forradas de lata de las iglesias. En el dintel yerdinegro, desportillado y bajo angosta hornacina, está el Patron o plasmado inicuamente en cantería. Por sus pliegues y hendeduras salen hierbecitas gayas que florecen; después, amarillean, se agostan; y secas, firmes como cardenchas, vivcn con el santo longura de días.
Era en el valle del Jirona.
El paisaje luce primores y opulencias; tiene riego copioso.
Rompen los viñales huertas cuidadas como jardines de casas ricas. En las lindes de vastedades plantadas de legumbres, verdean liños infinitos de lujuriantes y caprichosas moreras.
... Y andaba Sigüenza; es decir, él no: el arriero y su asno, presto a entesar las orejas grises, velludas, remedadoras de hojas de pita, por la aparición de otro de su especie que ya lanzaba su trompeteo atronante, ya pasaba callado, cabeceando y con mirar dolirine. Sus guías decían "adiós" y se alejaban, vuelta la cabeza, fijos los ojos en el hombre apartadizo que gusta de soledosos campos y lugares.
Se hacen junto al camino los cementerios, cercidillos de piedras viejas; sus cruces oxidadas, algunas puestas en aspa por el viento, linean sobre el azul. En tul camposanto se arrinconaban tres cipreses enhiestos y uno torcido, ralo, cayente, rota la cima angulosa de negral verdor. Fuera, junto a las tapias y entre un herbazal crespo, florecía en diminutos cálices colorados, flavos y albirrojos, una muy viciosa y aromante espesura de dondiegos.
Los almiares, panzudos o largos como muros de oro, reposan eposan cerca de las masías de rudos remiendos y saledizos. Sigue el sequero de uvas que muestra el fondo negro de sus pórticos. Todo lo ha torrado el sol.
Sigüenza mira con agrado estos casales, expresivos como rostros de labriegos. Los ve emerger de los sembrados, asomar entre greñas verdosas, altear limpiamente en la montaña.
Hombres casi desnudos cavaban en el pardo manchón de un eriazo.
Altos y firmes estaban los maizales; sus hojas, cintas largas y caedizas, se movían suavemente. Pero no eran muchos. La viña, la viña invadíalo todo, derramándose en lagos anchurosos -a lo lejos serenos y rasos, haciendo verdes turgencias de los cerrejones y altozanos; ordenándose en anfiteatros de pámpanos al caer por los márgenes de los bancales de sierra. Y frecuentemente tropieza la mirada en un vallado de verdor espeso: es el cafiar que ciñe al río.
Cerca de Sagra, en una acequia ancha, había mujeres lavando ropas, fregando cucharas de madera, cacerolas, dornajos. En el abrigaño de un remanso solazábanse dos patos. Sus piecezuelos amarilleaban bajo la limpia agua; sus picos aplastados hundíanse indagadores en la fina pluma de sus pechos; se zabullían, se asperjaban, tornaban a la quietud, y todo con gran encogimiento.
Detuvo Sigüenza su bestia y los miró, y los hubiera mirado espaciosamente porque placía de la calma y seriedad de aquellos seres, dichosos en el dulce retiro del remanso, que altas cañaveras y un juncar recatan y ensombrecen. Pero las mujeres que lavaban advirtieron con pasmo la estada, y el guía admiróla también..., y todos hicieron risa de ver al viajero detenido en la contemplación de los simples ánsares.
El jumento, que pastaba en la orilla, recibió aviso en su alongado cuello. Y marchó.
A poco se alzaron gañidos lastimeros y voces jubilosas.
En el remanso, una pella de rapaces armados de carrizos acosaba a los patos, que saltaron a lo enjuto y huyeron por un pomar, cojeando, aleando, infundiendo remordimientos en el alma de Sigüenza.
"¡Yo fuí señuelo de las demasías de los rapaces!", pensó. Ved cómo en la región del dolor, la primera tristeza gustada por Sigüenza la produjo él mismo.
...Iba cerca de un mazo de chopos muy apretados abajo, pero que se abren en la altura, imitando un abanico de árboles. Los más caídos y un fondo de cielo se espejan en amplia fontana que allí nace, como puesta por artificio.
Mengua desde Sagra el riego.
De rato en rato, se levanta la negra osamenta de una noria quieta y callada o gemidora al rodar.
Es todo el campo viñedo, y entre los pámpanos rojea fuertemente la tierra.
Llegó Sigüenza a Orba. La primera calle, larga y costanera, remata en la plaza. Sobre una pared se apoyaban dos ruedas grandes de carro. Más adelante, a la puerta de una casuca, dos mozos acomodaban en un macho rubias barcinas. En el suelo brillaba el tamo caído.
Un muchacho descalzo batía un tapial con dos trozos de caña, fingiendose tañer el tamboril.
Salió un hombrecito de una entrada. Llevaba encristalados los ojos con gafas negras; sobre el pecho colgábale de sobada correa una ruin guitarra. Se detuvo; palpó una moneda; llevósela a la vista, guardóla, se acercó a las paredes, y bordoneando hacia adelante fué subiendo, fué subiendo la calle.
Sigüenza vióle entrar en otro portal. Resonó blandamente la guitarrica, y una voz afectada de grave copleó los milagros y alabanzas de un santo.
Al olor del romance surgieron vecinas. En la rizada sombra de las casas fronteras se sentó una vieja.
A deshora se oyó golpear sobre un yunque. Era en entrada muy hosca; a lo hondo lumbreaba una fragua, y se veía una desmedrada cabeza de rapaz, que la llama hacía livorosa y rojiza, y unos brazos que se alzaban y caían.
Propagóse hedor a quemazón de casco de bestia. La que Sigüenza montaba enderó las orejas y todo el pueblo llenóse de un rebuzno tartamudo y estrepitoso.
¡Oh! Sigüenza la odió con ferocidad.
La bestezuela caminaba otra vez humilde y resignada.
El viajero recordó que ella pisaba sabiamente. Además, miróle una horrenda matadura. La piel vellosa de su cuello se estremecía para ahuyentar al insaciable tábano.
Sigüenza habló del jumento al guía. Encarecieron su abolengo y virtudes, y pasaron como en volandas al señalar sus tachas.
...Bajaban por una calleja, amarilla de sol.
No había nadie.
A lo largo de una fachada secábanse, en blancas trozas de álamos, chopos y pinos.
En paredes y suelo refulgían vidrios, retajillos de tiestos, pedrezuelas calizas.
Por unas bardas se descolgaban brazos de parra mustiada; brazos que se retorcían de desesperación y ansia como de cuerpo que busca el goce de la libertad y anchura.
... Iban ya en silencio. Tan cabal era en la calle, que oíase con justeza cualquier ruido del interior de las casas, gritillos de los gorriones recogidos en las sombras de los tejados, zumbar profundo de moscas que se levantaban y posaban persistentes en la tierra abrasante.
Sigüenza se las oxeaba protegiendo la pobre carne llagada de su ásno. Amábale ya.
...Se hallaron en pleno paisaje. Flotaba como polvo un vaho blanquecino
Era, aquella tarde pesada, estuosa.

El arriero, enjuto y tostado, tenía genio despierto y mostraba relente inagotable; sus ojos eran muy reducidos y tan grises como su corto pelo, pero una lumbre maliciosa los declaraba entre la hirsuta maleza de las cejas.
El rejo, el vigor lo tenía en los pies; inmensos, de venas recias como cordeles, escamosos, groseramente esparteñados, pisaban firmes, raudos, inmunes, sobre peñas agudas, sobre secos cardizales, sobre rocalla o guijarros penetrantes.
A esto aludió Sigüenza:
-¡Si está uno puesto! -contestó el rústico.
Y después, ya fácil y risueño, dijo de lo suyo y de lo ajeno. Confesó que poseía viñar, riu-rau y que curaba algunos quintales de pasa al año; no determinó cuántos.
Dañábale a Sigüenza su habla maligna, su reír frecuente, en aquel paraje donde no quería un vislumbre de contento. También notóle algo de ese natural regocijado.
-Pues todos los de Parcent son divertidos. Allí...
-¿Que son divertidos, que ríen los de Parcent? -le interrumpió espantado, el caballero.
-¡Que si son! Allí, digo -prosiguió el otro, todos somos propietarios, todos tenemos algo, una piedra, un árbol aunque sólo sea... Pues si ahondasen que ahondasen un hoyo en ca hipoteca, no se podría caminar un paso. ¡Conque ya ve si bullimos!
... El valle del Jirona no es escabroso, que apenas se corcova la tierra para hacer muy fáciles colinas, hasta cuyas cumbres suben las cepas.
Las sierras que lo hacen son sinuosas, peladas y grises. Una rasa, que remeda pirámide de plomo, tiene en su punto trozos de muro almenado de una atalaya morúna.
Hay tantos pueblos en este valle, que en frecuentes sitios se oye sonar de campanas. Y si es en un ocaso tranquilo y el cielo platea de puro pálido, melancoliza el toque, se sienten suavidades de místico mirando el paisaje, se piensa en amar mucho, en amarlo todo.
Una rambla hiende el valle. La rambla es ancha. En la una margen, el ribazo muestra en su corte fajas de grava, zócalos de tierra almagral, garras de raíces secas; y baso; enverdece alguna zarzamora nacida en días húmedos. En la otra orilla se mueve rumoroso el valladar de cañas cuyas garzotas ondulan y argentean.
En el cauce blanco y pedregoso se enjambraban hombres humildes tocados con sombreros de palma. Acarreaban piedra, agua, cementa; macizaban los arcos gallardos de un puente.
Distante, en la rambla, movíase una carreta tirada por bueyes. Las ruedas gemían metálicamente y sonaba un chocar de piedras de cauce. Era su carga de sillares nuevos que, al sol, blanqueaban con pureza de nieve de montaña.
De trecho en trecho, el cantizal que se amontona por lo abundoso, se oponía al rodar. Entonces, seis hombres asíanse a una soga atada a la lanza y sumaban su empuje al de las bestias cuyas ancas temblaban por el esfuerzo.
Bramaba una voz hecha de todas; poníanse los hombres diago-nales al suelo, rojos, terribles, enterrando los pies, como los bueyes las pezuñas, para conquistar cada paso. Saltaban partidas las piedras; los ejes chillaban; hacía un vaivén la carreta... Y avanzaba de nuevo, lenta, solemne, triunfal.
Allí donde faenaban los hombres, llega también voz de campanas; de una campana melódica, fina, vibradora y de otra grave y ponderosa. Si doblaban a muerto, luego se apagaba el golpe de picos y el estridor de poleas por cuyas cadenas subían hasta las cimbras agua, piedra, cemento.
Algún viejo parlador y malicioso, algún joven chancero, encarecían o malsinaban al tañido. Y los rapaces que colman cubos de argamasa o llevan cascajo o acercan piedra, parábanse codiciosos de comentos, arqueados por la pesadumbre de las espuertas llenas, muy picaresco el visaje ofendido del sol.
Sigüenza pasó la rambla.
De tarde, un hombre enlutado miraba desde el ribazo a los obreros. Estaba hasta el crepúsculo. Y al difundirse el clamor de la bocina que otorgaba el paro del trabajo, el hombre de las negras ropas regresaba al pueblo, a Parcent.
Sus pies chafados hacíanle vaivenear, patojear. Andaba con lentitud penosa. Cuando oía cercana la trulla de los trabajadores, separábase del camino y dejábales pasar. Si alguno le enviaba una palabra, un saludo, él le seguía con la mirada hasta lejanamente. Ya solo, tornaba a su andar de lisiado.
Lo vieron Sigüenza y el guía:
-Es uno del mal. -dijo el último.
-¿Es leproso?
Se acercaban, se acercaban. Y el dañado apartóse volvió la cabeza a la soledad.
Ellos traspusieron un recodo del camino. Quedaron ocultos por un margen coronado de pámpanos.
El leproso pasaría sin sospecha y Sigüenza podría verlo cabalmente y aun hablarle.
Escucharon. Sonaba recio, y áspero el ruido de alpargata contra tierra. De pronto, cesó. Una avecita cantaba en la fronda, ya casi negra. Recortaba con donosura su gorjeo que parecía habla quedlita y acariciadora de mujer elegante y aturdida.
Se asomó Sigüenza. El lazarino huía por un bancal segado.
Otra vez caminaron
Entre el viñedo hay árboles viejos, estupendos en las valientes retorceduras de su ramaje. Son algarrobos y olivos; están hendidos, abiertos, y las grandes ramas curvosas que salen de la robusta horcadura se ensanchan, se tienden; semejan detener al hombre para mostravle los troncos, vientres fecundos, y decir: no podemos daros más; os ofrecemos frutos y sombra perennal; y nuestras entrañas se desgarran...

Arribaba Sigüenza a Parcent
Mana una fuente donde se inicia la acritud de la cuesta que sube al pueblo. Sale el agua por dos caños de plomo y se vierte, espumosa, en un viejo pilón.
Cuando atardece bajan y suben mujeres que llevan alcarrazas y cántaros; hombres que cuidan de bestias cargadas de aquellas vasijas, sujetas en las argueñas.
Imita el agua parlerías hondas al caer en los huecos barros. Mozos y mozas burlan, gritan, ríen, saltan, se persiguen jubilosos.
En tanto, anochece.
Toca el Angelus la campana melódica y vibradora.
Pasan y repasan torcidamente los murciélagos, torpes, temblorosos.
A la fuente sigue una hondonada donde el boscaje de tan espeso, negrea.
Parcent se estriba en una loma calva, sin quiebras ni asperezas.
Vió Sigüenza árboles monstruosos escalonados en la cobriza basa del pueblo.
Era de noche ya y no alcanzaba la condición de la fronda.
-Son oliveras -le dijo el guía; oliveras de trescientos años ilo manco! (¡lo menos!).
Sigüenza contempló aquellas vidas seculares, respetuoso y admirativo porque empezaron en edad que cautiva amorosamente su alma.
El camino hace un trivio; su más grande caudal se vierte en la plaza; otro cinturea al caserío; el del centro acaba en una calle corta pero ancha.
Allí, ante una casa de ventanas bajas, de balcón tapiado, de paredes rudas y rama seca, colgante del dintel, se apeó Siguenza y entró.
Era el hostal.

1.093.1 Miro (Gabriel) - 044

No hay comentarios:

Publicar un comentario