En el mes de septiembre de 185.,
llegué a Franc-fort-sur-le-Main. Mi paso por las principales ciudades de
Alemania se había distinguido esplendorosa-mente por varias ascensiones
aerostáticas; pero hasta aquel día ningún habitante de la confederación me
había acompañado en mi barquilla, y las hermosas experiencias hechas en París
por los señores Green, Eugene Godard y Poitevin no habían logrado decidir
todavía a los serios alemanes a ensayar las rutas aéreas.
Sin embargo, apenas se hubo
difundido en Francfort la noticia de mi próxima ascensión, tres notables
solicitaron el favor de partir conmigo. Dos días después debíamos elevarnos
desde la plaza de la
Comedia. Me ocupé, por tanto, de preparar inmediatamente mi
globo. Era de seda preparada con gutapercha, sustancia inatacable por los
ácidos y por los gases, pues es de una impermeabilidad absoluta; su volumen -tres
mil metros cúbicos- le permitía elevarse a las mayores alturas.
El día señalado para la ascensión
era el de la gran feria de septiembre, que
tanta gente lleva a Francfort. El gas de alumbrado, de calidad perfecta
y de gran fuerza ascensional, me había sido proporcionado en condiciones
excelentes, y hacia las once de la mañana el globo estaba lleno hasta sus tres
cuartas partes. Esto era una precaución indispensable porque, a medida que uno
se eleva, las capas atmosféricas disminuyen de densidad, y el fluido, encerrado
bajo las cintas del aerostato, al adquirir mayor elasticidad podría hacer
estallar sus paredes. Mis cálculos me habían proporcionado exactamente la
cantidad de gas necesario para cargar con mis compañeros y conmigo. Debíamos partir a las doce. Constituía un
paisaje magnífico el espectáculo de aquella multitud impaciente que se apiñaba
alrededor del recinto reservado, inundaba la plaza entera, se desbordaba por
las calles circundantes y tapizaba las casas de la plaza desde la primera
planta hasta los aguilones de pizarra.
Los fuertes vientos de los días pasados habían amainado. Ningún soplo animaba
la atmósfera. Con un tiempo semejante se podía descender en el lugar mismo del
que se había partido.
Llevaba trescientas libras de
lastre, repartidas en sacos; la barquilla, completamente redonda, de cuatro
pies de diámetro por tres de profundidad, estaba cómodamente instalada: la red
de cáñamo que la sostenía se extendía de forma simétrica sobre el hemisferio
superior del aerostato; la brújula se hallaba en su sitio, el barómetro colgaba
en el círculo que reunía los cordajes de sostén y el ancla aparecía cuidadosa-mente
engalanada. Podíamos partir. Entre las
personas que se apiñaban alrededor del recinto, observé a un joven de rostro
pálido y rasgos agitados. Su vista me sorprendió. Era un espectador asiduo de
mis ascensiones, al que ya había encontrado en varias ciudades de Alemania. Con
aire inquieto, contemplaba ávidamente la curiosa máquina que permanecía inmóvil
a varios pies del suelo, y estaba callado entre todos sus vecinos.
Sonaron las doce. Era el momento.
Mis compañeros de viaje no aparecían.
Envié mensajeros al domicilio de
cada uno de ellos, y supe que uno había partido hacia Hamburgo, el otro hacia
Viena y el tercero para Londres. Les había faltado el ánimo en el momento de
emprender una de esas excursiones que gracias a la habilidad de los aeronautas
actuales están desprovistas de cualquier peligro. Como en cierto modo ellos
formaban parte del programa de la fiesta, les había dominada el temor de que
les obligasen a cumplirlo con exactitud y decidieron huir lejos del teatro en
el instante en que el telón se levantaba. Su valor se encontraba evidentemente
en razón inversa del cuadrado de su velocidad... para largarse.
Medio decepcionada, la multitud dio
señales de muy mal humor. No vacilé en partir solo. A fin de restablecer el
equilibrio entre la gravedad específica del globo y el peso que hubiera debido
llevar, reemplacé a mis compañeros por nuevos sacos de arena y subí a la
barquilla. Los doce hombres que retenían el aerostato por doce cuerdas fijadas
al círculo ecuatorial las dejaron deslizarse un poco entre sus dedos, y el
globo se elevó varios pies más de tierra. No había ni un soplo de viento, y la
atmósfera, de una pesadez de plomo, parecía infranqueable.
¿Está todo preparado? -grité.
Los hombres se dispusieron. Una
última ojeada me indicó que podía partir.
¡Atención!
Entre la multitud se produjo cierto
movimiento y me pareció que invadían el recinto reservado.
¡Soltad todo!
El globo se elevó lentamente, pero
sentí una conmoción que me derribó en el fondo de la barquilla.
Cuando me levanté, me encontré cara
a cara con un viajero imprevisto: el joven pálido.
Caballero, os saludo -me dijo con
la mayor flema.
¿Con qué derecho?...
¿Estoy aquí?... Con el derecho que
me da la imposibilidad en que estáis para despedirme.
Yo permanecía estupefacto. Aquel
aplomo me desarmaba, y no tenía nada que responder.
¿Mi peso perjudica vuestro
equilibrio, señor? -preguntó él. ¿Me permitís?...
Y sin aguardar mi consentimiento,
deslastró el globo de dos sacos que arrojó al espacio.
Señor -dije yo entonces tomando el
único partido posible, ya que habéis venido..., podéis quedaros... de acuerdo,
pero sólo a mí me corresponde la dirección del aerostato...
Señor -respondió él, vuestra
urbanidad es completamente francesa.
¡Pertenecéis al mismo país que yo!
Os estrecho moralmente la mano que me negáis.
¡Tomad vuestras medidas y actuad como bien os parezca! Yo esperaré a que
vos hayáis terminado...
¿Para qué?
Para hablar con vos.
El barómetro había bajado hasta
veintiséis pulgadas. Estábamos a unos seiscientos metros de altura por encima
de la ciudad; pero nada indicaba el desplazamiento horizontal del globo, porque
es la masa de aire en la que está encerrado la que camina con él. Una especie
de calor turbio bañaba los objetos que se veían a nuestros pies y prestaba a
sus contornos una indefinición lamentable.
Examiné de nuevo a mi compañero.
Era un hombre de una treintena de
años, vestido con sencillez. La ruda arista de sus rasgos dejaba al descubierto
una energía indomable, y parecía muy musculoso. Completamente entregado al
asombro que le procuraba aquella ascensión silenciosa, permanecía inmóvil,
tratando de distinguir los objetos que se confundían en un vago conjunto.
¡Maldita bruma! -exclamó al cabo de
unos instantes.
Yo no respondí.
Me guarda rencor, ¿verdad? –prosiguió.
¡Bah! No podía pagarme el viaje, tenía que subir por sorpresa.
¿Nadie os pide que os bajéis,
señor!
¿No sabéis acaso que algo parecido
les ocurrió a los condes de Laurencin y de Dampierre cuando se elevaron en Lyón
el 15 de enero de 1784? ¡Un joven comerciante, llamado Fonatine, escaló la
barquilla con riesgo de hacer zozobrar la máquina!... ¡Realizó el viaje y no
murió nadie!
Una vez en tierra ya tendremos una
explicación -respondí yo picado por el tono ligero con que me hablaba.
¡Bah! No pensemos en la vuelta.
¿Creéis, pues, que tardaré en
descender?
¡Descender! -dijo sorprendido.
¡Descender! Empecemos primero por subir.
Y antes de que yo pudiese
impedirlo, dos sacos de arena habían sido arrojados por la borda de la
barquilla, sin ser vaciados siquiera.
¡Señor! -exclamé yo encolerizado.
Conozco vuestra habilidad -respondió
tranquilamente el desconocido- y vuestras hermosas ascensiones han sido
sonadas. Pero si la experiencia es hermana de la práctica, también es algo
prima de la teoría, y yo he hecho largos estudios sobre el arte aerostático. ¡Y
se me han subido a la cabeza! -añadió él tristemente cayendo en muda
contemplación.
Tras haberse elevado de nuevo, el
globo permanecía en situación estacionaria.
El desconocido consultó el
barómetro y dijo:
¡Ya hemos llegado a los ochocientos
metros! Los hombres parecen insectos.
¡Mirad! Creo que desde esta altura
es de donde hay que considerarlos siempre para juzgar correctamente sus
proporciones. La plaza de la
Comedia se ha transformado en un inmenso hormiguero. Mirad la
multitud que se amontona en los muelles y el Zeil que disminuye. Ya estamos
encima de la iglesia del Dom. El Main no es ya más que una línea blancuzca que
corta la ciudad, y ese puente, el Main-Brucke, parece un hilo puesto entre las
dos orillas del río. La atmósfera había
refrescado algo.
No hay nada que yo no haga por vos,
huésped mío -me dijo mi compañero. Si tenéis frío, me quitaré mis ropas y os
las prestaré.
Gracias -respondí yo con sequedad.
¡Bah! La necesidad hace ley. Dadme
la mano, soy vuestro compatriota, os instruiréis en mi compañía, y mi
conversación os compensará del perjuicio que os he causado.
Sin responder me senté en el
extremo opuesto de la barquilla. El joven había sacado de su hopalanda un
voluminoso cuaderno. Era un trabajo sobre la aerostación.
Poseo -me dijo- la colección más
curiosa de grabados y caricaturas que se han hecho a propósito de nuestras
manías aéreas. ¡Han admirado y ultrajado a la vez este precioso descubrimiento!
Por suerte ya no estamos en la época en que los Montgolfier trataban de hacer
nubes falsas con vapor de agua, y fabricar un gas que tuviera propiedades
eléctricas que producían mediante la combustión de paja mojada y de lana
picada.
¿Queréis disminuir el mérito de los
inventores acaso? -respondí yo, porque había tomado una decisión sobre aquella
aventura. ¿No ha sido hermoso haber demostrado con experiencias la posibilidad
de elevarse en el aire?
¡Eh!, señor, ¿quién niega la gloria
de los primeros navegantes aéreos? ¡Se necesitaba un valor inmenso para
elevarse con estas envolturas tan frágiles, que sólo contenían aire caliente!
Pero quiero haceros la siguiente pregunta: ¿la ciencia aerostática ha dado
algún gran paso desde las ascensiones de Blanchard, es decir, desde hace casi
un siglo? Mirad, señor.
El desconocido sacó un grabado de
su cuaderno.
Aquí tenéis -me dijo- el primer
viaje aéreo emprendido por Pilatre de Rozier y el marqués de Arlandes, cuatro
meses después del descubrimiento de los globos. Luis XVI negaba su consentimiento a este
viaje y dos condenados a muerte debían intentar, los primeros, las rutas
aéreas. Pilatre de Rozier se indigna ante esta injusticia, y a fuerza de
intrigas, obtiene el permiso. Aún no se había inventado esta barquilla que hace
fáciles las maniobras, y una galería circular ocupaba la parte inferior y
estrechada de la montgolfiera. Los dos aeronautas tuvieron pues que permanecer
sin moverse en cada extremo de aquella galería, porque la paja mojada que la
llenaba les impedía todo movimiento.
Un hornillo con fuego colgaba
debajo del orificio del globo; cuando los viajeros querían elevarse, arrojaban
paja sobre aquel brasero, con riesgo de incendiar la máquina, y el aire más
caliente daba al globo nueva fuerza ascensional. Los dos audaces navegantes
partieron, el 21 de noviembre de 1783, de los jardines de la Muette , que el delfín había
puesto a su disposición. El aerostato se elevó majestuosamente, bordeó la isla
de los Cisnes, pasó el Sena por la barrera de la Conference y,
dirigiéndose entre el domo de los Inválidos y la Escuela Militar ,
se acercó a San Sulpicio. Entonces los aeronautas forzaron el fuego,
franquearon el bulevar y descendieron al otro lado de la barrera dEnfer. Al
tocar el suelo, el globo se desinfló y sepultó algunos instantes bajo sus
pliegues a Pilatre de Rozier.
¡Molesto presagio! -dije yo
interesado por estos detalles que me tocaban muy de cerca.
Presagio de la catástrofe que más
tarde debía costar la vida al infortunado -respondió el desconocido con
tristeza. ¿No habéis sufrido nada semejante?
Nunca.
Bah, las desgracias ocurren a veces
sin presagios -añadió mi compañero.
Y se quedó en silencio.
Mientras tanto avanzábamos hacia el
sur, y Francfort ya había huido bajo nuestros pies.
Tal vez tengamos tormenta -dijo el
joven.
Antes descenderemos -respondí.
¡Eso sí que no! Es mejor subir.
Escaparemos de ella con mayor seguridad.
Y dos nuevos sacos de arena fueron
al espacio.
El globo se elevó con rapidez y se
detuvo a mil doscientos metros. Se dejó sentir un frío bastante vivo, y sin
embargo los rayos de sol que caían sobre la envoltura dilataban el gas interior
y le daban mayor fuerza ascensional.
No temáis nada -me dijo el
desconocido. Tenemos tres mil quinientas toesas de aire respirable. Además, no
os preocupéis de lo que yo haga. Quise
levantarme, pero una mano vigorosa me clavó en mi banqueta.
¿Cómo os llamáis? -pregunté.
¿Cómo me llamo? ¿Qué os importa?
Os exijo vuestro nombre. -Me llamo
Eróstrato o Empédocles, como más os guste.
Esta respuesta no era nada
tranquilizadora.
Por otra parte, el desconocido
hablaba con una sangre fría tan singular que no sin inquietud me pregunté con
quién tenía que habérmelas.
Señor -continuó él, desde el
físico Charles no se ha imaginado nada nuevo.
Cuatro meses después del
descubrimiento de los aeróstatos, ese hábil hombre había inventado la válvula,
que deja escapar el gas cuando el globo está demasiado lleno, o cuando se
quiere descender; la barquilla, que facilita las maniobras de la máquina; la
red, que contiene la envoltura del globo y reparte la carga sobre toda su
superficie; el lastre, que permite subir y escoger el lugar de aterrizaje; el
revestimiento de caucho, que vuelve impermeable el tejido; el barómetro, que
indica la altura alcanzada. Por último, Charles empleaba el hidrógeno que,
catorce veces menos pesado que el aire, permite alcanzar las capas atmosféricas
más altas y no expone a 1os peligros de una combustión aérea. El primero de
diciembre de 1783, trescientos mil espectadores se apiñaban alrededor de las
Tullerías. Charles se elevó, y los soldados le presentaron armas. Hizo nueve
leguas en el aire, guiando su globo con una habilidad que no han superado los
aeronautas actuales. El rey le otorgó una pensión de dos mil libras, porque
entonces se alentaban las nuevas invenciones.
En ese momento el desconocido me
pareció presa de cierta agitación.
-Yo, señor –continuó, he estudiado
y me he convencido de que los primeros aeronautas dirigían sus globos. Para no
hablar de Blanchard, cuyas afirmaciones pueden ser dudosas, Guyton de Morveau,
con la ayuda de remos y de gobernalle, imprimió a su máquina movimientos
sensibles y de una dirección que podía notarse.
Recientemente en París, un relojero, el señor Julien, hizo en el Hipódromo
experiencias convincentes, porque, gracias a un mecanismo particular, su
aparato aéreo, de forma oblonga, se dirigió de forma clara contra el viento. El
señor Petin ha ideado unir cuatro globos de hidrógeno, y por medio de velas
dispuestas horizontalmente y replegadas en parte espera obtener una ruptura de
equilibrio que, inclinando el aparato, ha de imprimirle una dirección oblicua.
Se habla también de motores destinados a superar la resistencia de las
corrientes, por ejemplo, la hélice; pero la hélice, moviéndose en un medio móvil,
no dará ningún resultado. ¡Yo, señor, he
descubierto el único medio de dirigir los globos, y ninguna academia ha venido
en mi ayuda, ninguna ciudad ha cubierto mis listas de suscripción, ningún
gobierno ha querido escucharme! ¡Es infame!
El desconocido se debatía gesticulando, y la barquilla experimentaba
violentas oscilaciones. Me costó mucho contenerle.
Mientras tanto, el globo había
encontrado una corriente más rápida, y avanzábamos hacia el sur, a mil
quinientos metros de altura.
Ahí está Darmstadt -dijo mi
compañero, asomándose por fuera de la barquilla-.
¿Divisáis su castillo? Con poca
nitidez, ¿no es cierto? ¿Qué queréis? Este calor de tormenta hace oscilar la
forma de los objetos y se necesita una vista experta para reconocer las
localidades.
¿Estáis seguro de que es Darmstadt?
-pregunté yo.
Sin duda, y estamos a seis leguas
de Francfort.
¡Entonces hay que bajar!
¡Descender! No pretenderéis
descender sobre los campanarios -dijo el desconocido burlándose.
No, sino en los alrededores de la
ciudad.
Bueno, evitemos los campanarios.
Al hablar de este modo, mi
compañero se apoderó de unos sacos de lastre. Me precipité sobre él; pero con
una mano me derribó, y el globo deslastrado alcanzó los dos mil metros.
Quedaos tranquilo -dijo él- y no
olvidéis que Brioschi, Biot, Gay-Lussac, Bixio y Barral fueron a las mayores
alturas para hacer sus experimentos científicos.
Señor, hay que descender -continué
yo tratando de dominarle mediante la dulzura. La tormenta se está formando a
nuestro alrededor. No sería prudente...
¡Bah! ¡Subiremos encima de ella y
ya no tendremos que temerla! -exclamó mi compañero. ¿Qué hay más hermoso que
dominar esas nubes que aplastan la tierra?
¿No es un reto navegar de esta forma sobre las olas aéreas? Los mayores
personajes han viajado como nosotros. La marquesa y la condesa de Montalembert,
la condesa de Podenas, la señorita de La Garde , el marqués de Montalambert, partieron del
barrio de Saint-Antoine hacia esas orillas desconocidas, y el duque de Chartres
desplegó mucha habilidad y presencia de ánimo en su ascensión del 15 de julio
de 1784. En Lyón, los condes de Laurencin y de Dampierre; en Nantes, el señor
de Luynes; en Burdeos, d’Arbelet des Granges; en Italia, el caballero Andreani
y en nuestros días el duque de Bunswick, han dejado en los aires los rastros de
su gloria. Para igualar a esos grandes personajes hay que subir más alto que
ellos en las profundidades celestes. ¡Acercarse al infinito es comprenderlo!
La rarefacción del aire dilataba
considerable-mente el hidrógeno del globo, y yo veía su parte inferior, dejada
vacía a propósito, inflarse y hacer indispensable la apertura de la válvula;
pero mi compañero no parecía decidido a dejarme maniobrar a mi gusto. Decidí,
pues, tirar en secreto de la cuerda de la válvula mientras él hablaba animado,
porque yo temía adivinar con quién tenía que habérmelas. ¡Hubiera sido
demasiado horrible! Era aproximadamente la una menos cuarto. Habíamos dejado
Francfort hacía cuarenta minutos y por el lado sur llegaban espesas nubes
dispuestas a chocar contra nosotros.
¿Habéis perdido toda esperanza de
ver coronadas por el éxito vuestras combinaciones? -pregunté yo con un
interés... muy interesado.
¡Toda esperanza! -respondió
sordamente el desconocido. ¡Herido por las negativas y las caricaturas, las
patadas en el trasero han acabado conmigo!
¡Es el eterno suplicio reservado a los innovadores! Ved estas
caricaturas de todas las épocas que llenan mi carpeta.
Mientras mi compañero hojeaba sus
papeles, yo había agarrado la cuerda de la válvula sin que él se hubiera dado
cuenta. Podía temer, sin embargo, que percibiera ese silbido semejante a una
caída de agua que produce el gas al escaparse.
¡Cuántas burlas contra el abate
Miolan! -dijo. Debía elevarse con Janninet y Bredin. Durante la operación, se
declaró fuego en su montgolfiera, y un populacho ignorante la despedazó. Luego
la caricatura de los animales curiosos los llamó Miaulant, Jean Miné y Gredin [1].
Tiré de la cuerda de la válvula y el
barómetro empezó a subir. ¡Justo a tiempo!
Algunos truenos lejanos gruñían por
el sur.
Ved este otro grabado -continuó el
desconocido sin sospechar mis maniobras-.
Es un inmenso globo elevando un
navío, fortalezas, casas, etc. Los caricaturistas no pensaban que un día sus
estupideces se convertirían en verdades. Este gran navío está completo; a la
izquierda su gobernalle, con el alojamiento para los pilotos; en la proa, casas
de recreo, órgano gigantesco y cañón para llamar la atención de los habitantes
de la tierra o de la luna; encima de la popa, el observatorio y el
globo-chalupa; en el círculo ecuatorial, el alojamiento del ejército; a la
izquierda, el fanal, luego las galerías superiores para los paseos, las velas,
los alerones; debajo, los cafés y el almacén general de víveres. Admirad este
magnífico anuncio: «Inventado para la felicidad del género humano, este globo
partirá sin cesar a las Escalas del levante, y a su regreso anunciará sus
viajes tanto a los dos polos como a los extremos de Occidente. No hay que
preocuparse por nada, todo está previsto, todo irá bien. Habrá una tarifa
exacta para cada lugar de paso, pero los precios serán los mismos para las
comarcas más alejadas de nuestro hemisferio; a saber, mil luises para
cualquiera de esos viajes. Y puede decirse que esta suma es muy módica si
tenemos en cuenta la celeridad, la comodidad y los encantos que se gozarán en
el citado aerostato, encantos que no se encuentran en este suelo, dado que en
ese globo cada cual encontrará las cosas que imagine. Esto es tan cierto que,
en el mismo lugar, unos estarán bailando, otros descansando; los unos se darán
opíparas comidas, otros ayunarán; quien quiera hablar con personas de ingenio
encontrará con quien charlar; quien sea bruto no dejará de encontrar otros
iguales. ¡De este modo, el placer será el alma de la sociedad aérea!...» Todos
estos inventos producen risa... Pero dentro de poco, si mis días no estuvieran
contados, se vería que estos proyectos en el aire son realidades. Estábamos descendiendo a ojos vista. El
seguía sin darse cuenta. Ved también esta especie de juego de globos -continuó esténdiendo
ante mí algunos de aquellos grabados de los que tenía una importante colección.
Este juego contiene toda la historia del arte aerostático. Es para uso de
espíritus elevados, y se juega con dados y fichas sobre cuyo valor se ponen
previamente de acuerdo, y que se pagan o se reciben según la casilla a la que
se llega. Pero parecéis haber estudiado
en profundidad la ciencia de la aerostación -dije yo.
Sí, señor, sí, desde Faetón, desde
Icaro, desde Arquitas, he investigado todo, he consultado todo, lo he aprendido
todo. Gracias a mí el arte aerostático rendiría inmensos servicios al mundo si
Dios me diese vida. Pero no podrá ser.
¿Por qué?
Porque me llamo Empédocles o
Eróstrato.
Mientras tanto, por fortuna, el
globo se acercaba a tierra, pero cuando se cae, el peligro es tan grave a cien
pies como a cinco mil.
¿Os acordáis de la batalla de
Fleurus? -continuó mi compañero, cuyo rostro se animaba cada vez más. Fue en
esa batalla donde Coutelle, por orden del gobernador, organizó una compañía de
aerostatistas. En el sitio de Maubeuge, el general Jourdan sacó tales servicios
de este nuevo modo de observación que dos veces al día, y con el general mismo,
Coutelle se elevaba en el aire. La correspon-dencia entre el aeronauta y los
aerostatistas que retenían el globo se realizaba por medio de pequeñas banderas
blancas, rojas y amarillas. Con frecuencia se hicieron disparos de carabina y
de cañón sobre el aparato en el instante en que se elevaba, pero sin resultado.
Cuando Jourdan se preparó para invadir Charleroi, Coutelle se dirigió a las
cercanías de esta última plaza, se elevó desde la llanura de Jumet, y
permaneció siete u ocho horas en observación con el general Morlot, lo que
contribuyó sin duda a darnos la victoria de Fleurus. Y en efecto, el general
Jourdan proclamó en voz alta la ayuda que había sacado de las observaciones
aero-náuticas. Pues bien, a pesar de los servicios rendidos en esa ocasión y
durante la campaña de Bélgica, el año que había visto comenzar la carrera
militar de los globos la vio terminar también. Y la escuela de Meudon, fundada
por el gobierno, fue cerrada por Bonaparte a su regreso de Egipto. Y sin
embargo, ¿qué esperar del niño que acaba de nacer?, había dicho Franklin. El
niño había nacido viable, no había que ahogarlo. El desconocido inclinó su frente sobre las
manos, se puso a reflexionar unos instantes. Luego, sin levantar la cabeza me
dijo:
A pesar de mi prohibición, señor,
habéis abierto la válvula.
Yo solté la cuerda. -Por suerte -continuó
él, todavía tenemos trescientas libras de lastre.
Cuáles son vuestros proyectos? -pregunté
yo entonces.
¿No habéis cruzado nunca los mares?
-me preguntó a su vez.
Yo me sentí palidecer.
Es desagradable -añadió- que nos
veamos impulsados hacia el mar Adriático. No es más que un riachuelo. Pero más
arriba quizá encontremos otras corrientes.
Y sin mirarme deslastró el globo de varios sacos de arena. Luego, con
voz amenazadora, dijo:
Os he permitido abrir la válvula
porque la dilatación del gas amenazaba con hacer reventar el globo. Pero no se
os ocurra volver a repetirlo.
Y continuó en estos términos:
¿Conocéis la travesía de Dover a
Calais hecha por Blanchard y Jefferies? ¡Fue magnífica! El 7 de enero de 1785,
con viento del noroeste, su globo fue hinchado con gas en la costa de Dover. Un
error de equilibrio, apenas se hubieron elevado, les obligó a echar su lastre
para no caer, y no conservaron más que treinta libras. Era demasiado poco porque
el viento no refrescaba y avanzaban con mucha lentitud hacia las costas de
Francia. Además, la permeabilidad del tejido hacía que el aerostato se fuera
desinflando poco a poco, y al cabo de hora y media los viajeros se dieron
cuenta de que descendían.
»-¿Qué hacer? -preguntó Jefferies.
»-Sólo hemos cubierto tres cuartas
partes del camino -respondió Blanchard, y estamos a poca altura. Subiendo
quizá encontremos vientos más favorables.
»-Tiremos el resto de la arena.
»El globo recuperó alguna fuerza
ascensional, pero no tardó en descender de nuevo. Hacia la mitad del viaje, los
aeronautas se desembaraza-ban de libros y herramientas. Un cuarto de hora
después, Blanchard le dijo a Jefferies:
»-¿El barómetro?
»-¡Está subiendo! ¡Estamos
perdidos, y sin embargo ahí tenéis las costas de Francia!
»Se dejó oír un gran ruido.
»-¿Se ha desgarrado el globo? -preguntó
Jefferies.
»-¡No! ¡La pérdida del gas ha
desinflado la parte inferior del globo! ¡Pero seguimos descendiendo! ¡Estamos
perdidos! Abajo con todas las cosas inútiles.
»Las provisiones de boca, los remos
y el gobernalle fueron arrojados al mar.
Los aeronautas sólo se encontraban ya a cien metros de altura.
»- Estamos subiendo -dijo el
doctor.
»-¡No, es el impulso causado por la
disminu-ción del peso! Y no hay ningún navío a la vista, ni una barca en el
horizonte. ¡Arrojemos al mar nuestras ropas.
»Los infortunados se despojaron de
sus ropas, pero el globo seguía descendiendo.
»-Blanchard -dijo Jefferies, vos
debíais hacer solo este viaje; habéis consentido en llevarme con vos; yo me
sacrificaré. Voy a tirarme al agua y el globo ascenderá.
»-¡No, no! ¡Es horrible!
»El globo se desinflaba cada vez
más, y su concavidad, haciendo de paracaídas, empujaba el gas contra las
paredes y aumentaba su escape.
»-¡Adiós, amigo mío! -dijo el
doctor. ¡Que Dios os conserve la vida!
»Iba a lanzarse cuando Blanchard le
retuvo.
»-¡Todavía nos queda un recurso! -dijo.
¡Podemos cortar las cuerdas que retienen la barquilla y agarrarnos a la red!
Tal vez el globo se eleve.
¡Preparémonos! ¡Pero... el barómetro sigue bajando! Estamos
elevándonos... ¡El viento refresca! Estamos salvados.
»Los viajeros divisaban ya Calais.
Su alegría llegó al delirio. Algunos instantes más tarde, caían en el bosque de
Guines.
No dudo -añadió el desconocido- que
en semejante circunstancia vos seguiríais el ejemplo del doctor Jefferies.
Las nubes se desplegaban bajo
nuestros ojos en masas resplandecientes. El globo lanzaba grandes sombras sobre
aquel amontonamiento de nubes y se envolvía como una aureola. El trueno rugía
debajo de la barquilla. Todo aquello era horroroso.
¡Descendamos! -exclamé.
¡Descender cuando el sol que nos
espera está ahí! ¡Abajo con los sacos!
¡Y el globo fue deslastrado de más
de cincuenta libras! Permanecíamos a
tres mil quinientos metros. El desconocido hablaba sin cesar. Yo me hallaba en
una postración completa mientras él parecía vivir en su elemento.
¡Con buen viento iríamos lejos! -exclamó.
En las Antillas hay corrientes de aire que hacen cien leguas a la hora. Durante
la coronación de Napoleón, Garnerin lanzó un globo iluminado con cristales de
color a las once de la noche. El viento
soplaba del noroeste. Al día siguiente, al alba, los habitantes de Roma saludaban
su paso por encima del domo de San Pedro. ¡Nosotros iríamos más lejos... y más
alto!
Yo apenas oía. ¡Todo zumbaba a mí
alrededor! Entre las nubes se hizo una fisura.
¡Ved esa ciudad! -dijo el
desconocido. ¡Es Spire!
Me asomé fuera de la barquilla y
divisé un pequeño conjunto negruzco. Era Spire.
El Rhin, tan ancho, parecía una cinta desenrollada. Encima de nuestra
cabeza el cielo era de un azul profundo. Los pájaros nos habían abandonado
hacía tiempo porque en aquel aire rarificado su vuelo habría sido imposible.
Estábamos solos en el espacio, y yo en presencia de aquel desconocido.
Es inútil que sepáis dónde os llevo
-me dijo entonces, y lanzó la brújula a las nubes. ¡Ah, qué cosa tan hermosa
es una caída! ¿Sabéis que son muy pocas las víctimas de la aerostación desde
Pilatre de Rozier hasta el teniente Gale, y que todas las desgracias se han
debido siempre a imprudencias? Pilatre de Rozier partió con Romain, de
Boulogne, el 13 de junio de 1785. De su globo a gas había colgado una
montgolfiera de aire caliente, sin duda para no tener necesidad de perder gas o
arrojar lastre. Aquello era poner un hornillo debajo de un barril de pólvora.
Los imprudentes llegaron a cuatrocientos metros y fueron arrastrados por
vientos opuestos que los lanzaron a alta mar. Para descender, Pilatre quiso abrir
la válvula del aerostato, pero la cuerda de la válvula se encontraba metida en
el globo y lo desgarró de tal forma que el globo se vació en un instante. Cayó
sobre la montgolfiera, la hizo girar y arrastró a los infortunados, que se
estrellaron en pocos segundos. ¿Es espantoso, verdad?
Yo no pude responder más que estas
palabras:
¡Por piedad, descendamos!
Las nubes nos oprimían por todas
partes y espantosas detonaciones que repercutían en la cavidad del aerostato
se cruzaban a nuestro alrededor.
¡Me estáis hartando! -exclamó el
desconocido. Ahora no sabréis si subimos o bajamos.
Y el barómetro fue a reunirse con
la brújula, a lo que unió también sacos de tierra. Debíamos estar a cinco mil
metros de altura. Algunos hielos se pegaban ya a las paredes de la barquilla y
una especie de nieve fina me penetraba hasta los huesos. Sin embargo, una
espantosa tormenta estallaba a nuestros pies, porque estábamos por encima.
No tengáis miedo -me dijo el
desconocido. Sólo los imprudentes se convierten en víctimas. Olivari, que
pereció en Orleáns, se elevaba en una montgolfiera de papel: su barquilla,
suspendida debajo del hornillo y lastrada con materias combustibles, se
convirtió en pasto de las llamas; Olivari cayó y se mató. Mosment se elevaba en Lille sobre un tablado
ligero: una oscilación le hizo perder el equilibrio; Mosment cayó y se mató.
Bittorf, en Mannheim, vio incendiarse en el aire su globo de papel; Bittorf
cayó y se mató. Harris se elevó en un globo mal construido, cuya válvula
demasiado grande no pudo cerrarse; Harris cayó y se mató. Sadler, privado de
lastre por su larga permanencia en el aire, fue arrastrado sobre la ciudad de
Boston y chocó contra las chimeneas; Sadler cayó y se mató. Coking descendió
con un paracaídas convexo que él pretendía haber perfeccionado; Coking cayó y
se mató. Pues bien, yo amo a esas víctimas de su imprudencia y moriré como
ellas. ¡Más arriba, más arriba!
¡Todos los fantasmas de esa
necrología pasaban ante mis ojos! La rarefacción del aire y los rayos de sol
aumentaban la dilatación del gas, y el globo continuaba subiendo. Intenté
maquinalmente abrir la válvula, pero el desconocido cortó la cuerda algunos
pies por encima de mi cabeza... ¡Estaba perdido!
¿Vio usted caer a la señora
Blanchard? -me dijo. Yo sí la vi. Sí, yo la vi.
Estaba en el Tívoli el 6 de julio
de 1819. La señora Blanchard se elevaba en un globo de pequeño tamaño para
ahorrarse los gastos del relleno, y se veía obligada a inflarlo por completo.
Pero el gas se escapaba por el apéndice inferior, dejando en su ruta una
auténtica estela de hidrógeno. Colgada de la parte superior de su barquilla
por un alambre, llevaba una especie de aureola de artificio que tenía que
encender. Había repetido muchas veces la experiencia. Aquel día, llevaba además un pequeño
paracaídas lastrado por un artificio terminado en una bola de lluvia de plata.
Debía lanzar aquel aparato después de encenderlo con una lanza de fuego
preparada a ese efecto. Partió. La noche estaba sombría. En el momento de
encender su artificio, cometió la imprudencia de pasar la lanza de fuego por
debajo de la columna de hidrógeno que salía fuera del globo. Yo tenía los ojos
fijos en ella. De pronto una luminosidad inesperada alumbró las tinieblas. Creí
en una sorpresa de la hábil aeronauta. La luminosidad creció, desapareció de
pronto y volvió a reaparecer en la cima del aerostato en forma de un inmenso
chorro de gas inflamado. Aquella siniestra claridad se proyectaba en el
bulevar y en todo el barrio de Montmartre. Entonces vi a la desventura- da
levantarse, tratar por dos veces de comprimir el apéndice del globo para apagar
el fuego, luego sentarse en la barquilla y tratar de dirigir su descenso,
porque no caía. La combustión del gas duró varios minutos. El globo se
empequeñecía cada vez más; continuaba bajando, pero no era una caída. El viento
soplaba del noroeste y la lanzó sobre París. Entonces, en las cercanías de la
casa número 16 de la calle de Provence había unos jardines inmensos. La
aeronauta podía caer en ellos sin peligro. Pero, ¡qué fatalidad! El globo y la
barquilla se precipitaron sobre el techo de la casa. El golpe fue ligero:
«¡Socorro!», grita la infortunada. Yo llegaba a la calle en ese momento. La barquilla resbaló por el tejado y encontró
una escarpia de hierro. Con esta sacudida, la señora Blanchard fue lanzada
fuera de la barquilla y se estrelló contra la acera. La señora Blanchard se
mató.
¡Estas historias me helaban de
horror! El desconocido estaba de pie, con la cabeza destocada, el pelo erizado,
los ojos despavoridos. ¡No había
equivocación posible! ¡Por fin veía yo la terrible verdad! ¡Tenía frente a mí a
un loco!
Lanzó el resto del lastre y debimos
ser arrastrados por lo menos a nueve mil metros de altura. Me salía sangre por
la nariz y por la boca.
¿Hay algo más hermoso que los
mártires de la ciencia? -exclamaba entonces el insensato-. Los canoniza la
posteridad.
Pero yo ya no oía. El loco miró a
su alrededor y se arrodilló para susurrar a mi oído:
¿Y la catástrofe de Zambecarri, os
habéis olvidado de ella? Escuchad. El 7 de octubre de 1804 el tiempo pareció
mejorar un poco. El viento y la lluvia de los días anteriores aún no había
cesado, pero la ascensión anunciada por Zambecarri no podía posponerse. Sus
enemigos le criticaban ya. Tenía que partir para salvar de la burla pública
tanto a la ciencia como a él. Estaba en Bolonia. Nadie le ayudó a llenar su globo.
»Fue a medianoche cuando se elevó,
acompañado por Andreoli y por Grossetti. El globo subió lentamente, porque lo
había agujereado la lluvia y el gas se escapaba. Los tres intrépidos viajeros
sólo podían observar el estado del barómetro con la ayuda de una linterna
sorda. Zambecarri no había comido hacía veinticuatro horas. Grossetti también
estaba en ayunas.
»-Amigos míos -dijo Zambecarri, el
frío me mata. Estoy agotado. iVoy a morir!
»Cayó inanimado en el suelo de la
barquilla. Ocurrió lo mismo con Grossetti.
Sólo Andreoli permanecía despierto. Después de largos esfuerzos
consiguió sacar a Zambecarri de su desvanecimiento.
»-¿Qué hay de nuevo? ¿Dónde estamos?
¿De dónde viene el viento? ¿Qué hora es?
»-Son las dos.
»-¿Dónde está la brújula?
»-Se ha caído.
»-¡Dios mío! ¡La bujía de la
linterna se apaga!
»-No puede seguir ardiendo en este
aire rarificado -dijo Zambecarri.
»La luna no se había levantando y
la atmósfera estaba sumida en horribles tinieblas.
»-¡Tengo frío, tengo frío!
Andreoli, ¿qué hacer?
»Los infortunados bajaron
lentamente a través de una capa de nubes blancuzcas.
»-¡Chist! -dijo Andreoli. ¿Oyes?
»-¿Qué? -respondió Zambecarri.
»-¡Un ruido singular!
»-¡Te equivocas!
»-¡No!
»Ved a esos viajeros en medio de la
noche escuchando ese ruido incomprensible.
¿Van a chocar contra una torre?
¿Van a precipitarse contra los tejados?
»-¿Oyes? Parece el ruido del mar.
»-¡Imposible!
»-¡Es el rugido de las olas!
»-¡Es verdad!
»-¡Luz, luz!
»Después de cinco tentativas
infructuosas, Andreoli lo consiguió. Eran las tres. El ruido de las olas se
dejó oír con violencia. ¡Casi tocaban la superficie del mar!
»-Estamos perdidos -gritó Zambecarri,
y se apoderó de un grueso saco de lastre.
»-¡Ayuda! -gritó Andreoli.
»La barquilla estaba tocando el
agua y las olas les cubrían el pecho.
»-¡Tiremos al mar las herramientas,
las ropas, el dinero!
»Los aeronautas se despojaron de
toda su ropa. El globo deslastrado se elevó con rapidez vertiginosa. Zambecarri
se sintió dominado por un vómito espantoso. Grossetti sangró en abundancia.
Los desventurados no podían hablar porque sus respiraciones se tornaban cada
vez más dificultosas. El frío se apoderó de ellos y al cabo de un momento los
tres estaban cubiertos por una capa de hielo. La luna les pareció de un color
rojo como la sangre.
»Después de haber recorrido
aquellas altas regiones durante media hora, la máquina volvió a caer al mar.
Eran las cuatro de la mañana. Los náufragos tenían la mitad del cuerpo en el
agua, y el globo, sirviendo de vela, los arrastró durante varias horas.
»Cuando amaneció se encontraron
frente a Pesaro, a cuatro millas de la costa.
Iban a atracar en ella cuando un
golpe viento los lanzó a alta mar.
»¡Estaban perdidos! Los barcos,
asustados, huían cuando ellos se acercaban...
Por fortuna, un navegante más instruido los abordó, los izó a cubierta y
los desembarcó en Ferrada.
»Viaje espantoso, ¿no le parece?
Pero Zambecarri era un hombre enérgico y valiente. Apenas se repuso de sus
sufrimientos, volvió a iniciar las ascensiones. Durante una de ellas chocó
contra un árbol, su lámpara de alcohol se derramó sobre sus ropas; ¡se vio
cubierto de fuego y su máquina empezaba a abrasarse cuando él pudo volver a
descender medio quemado!
»Por último, el 21 de septiembre de
1812, hizo otra ascensión en Bolonia. Su globo quedó enganchado en un árbol y
su lámpara volvió a incendiarlo. Zambecarri cayó y se mató.
»Y ante estos hechos, ¿todavía
vacilamos? ¡No! ¡Cuanto más alto vayamos, más gloriosa será la muerte!
Completamente deslastrado el globo
de todos los objetos que contenía, fuimos arrastrados a alturas que no pude
apreciar. El aerostato vibraba en la atmósfera. El menor ruido hacía estallar
las bóvedas celestes. Nuestro globo, el único objeto que sorprendía mí vista en
la inmensidad, parecía estar a punto de aniquilarse. Por encima de nosotros las
alturas del cielo estrellado se perdían en las tinieblas profundas.
¡Vi al individuo que se ponía en
pie delante de mí!
Ha llegado la hora -me dijo. Hay
que morir. Los hombres nos rechazan. Nos desprecian. Aplastémoslos.
Gracias -le dije.
¡Cortemos estas cuerdas!
¡Abandonemos esta barquilla en el espacio! ¡La fuerza de atracción cambiará de
dirección, y nosotros llegaremos hasta el sol!
La desesperación me galvanizó. Me
precipité sobre el loco. Comenzamos a combatir cuerpo a cuerpo, en una lucha
espantosa. Pero fui derribado, y mientras mantenía la rodilla sobre mi pecho,
el loco iba cortando las cuerdas de la barquilla.
¡Una! -dijo.
¡Dios mío!
¡Dos!... ¡Tres!...
Yo hice un esfuerzo sobrehumano, me
levanté y empujé violenta-mente al insensato.
¡Cuatro! -dijo.
La barquilla cayó, pero
instintivamente me aferré a los cordajes y trepé por las mallas de la red.
El loco había desaparecido en el
espacio.
El globo fue elevado a una altura
inconmensurable. Se dejó oír un crujido espantoso... El gas, demasiado
dilatado, había reventado la envoltura. Yo cerré los ojos.
Algunos instantes después, me sentí
reanimado por un calor húmedo. Me hallaba en medio de nubes que ardían. El
globo daba vueltas produciéndome un vértigo espantoso. Impulsado por el viento,
hacía cien leguas a la hora en una carrera horizontal, y a su alrededor los
relámpagos iban y venían. Sin embargo,
mi caída no era muy rápida. Cuando volví a abrir los ojos, divisé tierra. Me
encontraba a dos millas del mar, y el huracán me empujaba hacia él con fuerza
cuando una brusca sacudida me hizo soltarme. Mis manos se abrieron, una cuerda
se deslizó rápidamente entre mis dedos y me encontré en tierra. Era la cuerda del ancla que, barriendo la
superficie del suelo, se había enganchado en una grieta, y mi globo,
deslastrado por última vez, iba a perderse más allá de los mares.
Cuando recuperé el conocimiento
estaba tumbado en casa de un Campesino, en Harderwick, pequeña aldea de la Gueldre , a quince leguas
de Amsterdam, a orillas del Zuyderzee.
Un milagro me había salvado la
vida, pero mi viaje no fue más que una serie de imprudencias efectuadas por un
loco al que yo no conseguí detener. Que
este terrible relato, al instruir a los que me leen, no desaliente a los
exploradores de las rutas del aire.
1.016. Verne (Julio)
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