¿Ha llegado Jacopo[1]?
No. Hace dos horas que tomó el
camino a Cauterets; pero debe haber hecho grandes rodeos para explorar los
alrededores.
¿Alguien sabe si el bote del lago
de Gaube es aún conducido por el viejo Cornedoux?
Nadie, capitán; hace tres meses que
no hemos ido al valle de Broto[2]
respondió Fernando-. Estos infelices carabineros conocen todas nuestras
guaridas. Ha sido necesario abandonar los caminos habituales. Después de todo,
¿qué gruta o cueva de los Pirineos les son desconocidas?
Eso es cierto -respondió el capitán
San Carlos-, pero aun cuando este país me haya sido completamente desconocido,
era imposible permitirme cualquier vacilación. Del lado de los Pirineos
orientales, fuimos perseguidos día y noche, y expuestos a innumerables
peligros, por medio de artimañas que casi no podían ser puestas en práctica,
apenas reuníamos nuestro sustento para la jornada. Cuando uno se juega la vida, es necesaria
ganársela; allá abajo no teníamos nada más que perderla. ¡Y este Jacopo que no
acaba de llegar! ¡Eh, ustedes! -dijo, dirigiéndose hacia un grupo compuesto por
siete u ocho hombres recostados a un inmenso bloque de granito.
Los contrabandistas interpelados
por su jefe se volvieron hacia él.
¿Qué quiere usted, capitán? -dijo
uno de ellos.
Ustedes saben que se trata de hacer
pasar inadvertidos diez mil paquetes de tabaco prensados. Es dinero contante. Y
encontrarán bien que el fisco nos deje esta limosna.
¡Bravo! -dijeron los
contrabandistas.
Abandonamos Jaca sin grandes penas,
y gracias a nuestra lejanía del camino de Zaragoza que hemos tomado por la
derecha, llegamos esta mañana a Sallent de Gallego[3].
Allá, se nos repartieron libre-mente las mercancías en diferentes sacos. Hemos llegado al valle de Broto; aun cuando
esos parajes estuviesen plagados de hombres vestidos de verdes, hemos podido
atravesar la frontera de Francia, y estamos aquí a un día de Catarave donde, en
efectivo, seremos retribuidos con buenos sonoros escudos.
En marcha entonces -dijeron los más
dispuestos de la banda.
Paciencia -dijo San Carlos. Nos
queda por hacer lo más difícil. Estamos acampados a dos leguas[4]
de los lagos de Arastille y de Gaube, quedando la ruta a Cauterets a nuestra
izquierda. Si llegamos a esos lagos, despistaremos fácilmente a los carabineros
que nos persiguen. Conozco por allá una embarcación conducida por un tal
Cornedoux, que le jugaría más de una mala pasada, y en algunas horas les
haremos perder nuestras huellas entre los bosques de Geret.
Ah, entonces capitán -dijo uno de
los contrabandistas, ¿tiene usted el mapa del país?
Sí, no temas, y déjame a mí solo el
cuidado de manejar bien este peligroso asunto.
¡A sus órdenes, capitán! ¿Qué
ordena usted para el próximo cuarto de hora?
Mantengan sus armas listas y
quítenles el polvo. La oscura noche y la humedad favorecerán a nuestros
malditos perseguidores. Es una fatalidad que Jacopo no esté de vuelta.
¡Recuerden que esos paquetes de tabaco, como nobles extranjeros, deben entrar a
Francia sin pagar derecho! Pero tengan en cuenta que no anunciaremos su llegada
a golpe de tiros de carabina. Revisen entonces las balas de sus fusiles, y
asegúrense que estén en estado de hablar para responder a la primera pregunta.
¿Qué escucho a lo lejos?
San Carlos interrumpió su serie de
recomendaciones y puso su oreja en el suelo.
Es el paso de Jacopo -dijo,
levantándose, lo reconozco; pero es necesario que suba por la ladera opuesta
del pico. En una media hora estará aquí. Descansen entonces; con coraje y con
prudencia. Duerman, amigos, con los puños cerrados y el ojo abierto; a la hora
necesaria, los despertaré. Buenas noches.
¡Si Dios quiere![5]
Los contrabandistas, dóciles como
grandes niños, se cubrieron con sus mantas; con la carabina en la mano y
exhaustos por el trans-porte de las mercancías durante muchas leguas, no
tardaron en dormirse.
El capitán San Carlos permaneció
pensativo cerca de una roca. La noche
caía sobre el valle de Broto, y el silencio acompañaba su tenebrosa llegada. La
parte inferior de los glaciares se llenaba de una sombra húmeda, mientras que
en el horizonte los picos negros del Estour se iluminaban aún con los últimos
destellos de la atmósfera. Eran las nueve de la noche; todas las estrellas
habían desaparecido del cielo, que había abierto todas sus maravillas nocturnas
detrás de la gruesa cortina de profundas tinieblas. El tiempo se recargaba con
esa pesantez con la cual se cargan muchas veces los últimos meses del otoño;
sin embargo, las largas nubes, que parecían detenidas por las altas elevaciones
de las montañas no encubrían ninguna tormenta en el seno de su negra
inmovilidad. Ya la temperatura refrescaba con la cercanía del invierno, pero el
suelo, aún caliente por los últimos rayos del sol del mes de septiembre,
compensaba generosa-mente los primeros fríos que emitían las acumuladas
nieblas.
La atmósfera respiraba apenas y
tomaba el ejemplo de estos contra-bandistas silenciosamente dormidos, a los
cuales sus sueños no los podían traicionar a tres pasos de distancia.
Estos hombres, tranquilos como las
masas gigantescas que pesan sobre sus cabezas, parecían vivir esta vida estable
y accidentada de las naturalezas montañosas; en algunas oportunidades, inamovibles,
pegados al suelo, sin movimiento apreciable, parecían petrificados como las
inmóviles rocas sobre las cuales reposaban; en otras, hábiles, impetuosos,
alborotados, se les pudiera tomar por esos torrentes brillantes y rápidos con
el cual el Gave anima en ocasiones las sinuosidades salvajes y multiplicadas de
su curso. En medio de su existencia sosegada de contrabandistas, en los
encuentros con sus temidos enemigos y durante la espera de algunas horas que
les traen a veces la ignorancia y el cansancio físico, se comportan como los
verdaderos nativos de esas montañas perdidas, los hombres de esta naturaleza
incomprensible, hechos de rocas, de torrentes y de nubes.
La tropa del capitán San Carlos
estaba acampada en una especie de nido de águilas, formado por una gruta
encajada entre oscuridades inaccesibles. Un camino conocido sólo por el jefe,
que serpenteaba a lo largo de la ladera meridional de la montaña, les
provocaba todo tipo de vértigos. Un gigantesco pino, inclinado sobre este
escondido retiro, hacía su descubrimiento más que problemático. Sólo el azar,
ese traidor de doble cara que pasa eternamente de un campo enemigo al otro,
conocía, al igual que el capitán, este oscuro camino lleno de piedras rodantes.
Al amanecer se puede ver, desde
este retiro, pintarse en el horizonte la gigantesca barrera que separa a
Francia de España, esa cadena de montañas que surca incesantemente el horizonte
en una longitud de cuatrocientas treinta leguas; hacia el sudeste, la brecha de
Roland, elevada a mil cuatrocientos sesenta metros, al pie de la cual los
contrabandistas habían pasado la noche, habría golpeado las miradas por el
impresionante precipicio de sus laderas y el ojo hubiera buscado vanamente la
cima del monte Perdido, el pico más elevado de los Pirineos, cuyas cimas
vertiginosas se envuelven eternamente en su blanco manto de nieve.
Hacia el Norte, las innumerables
ramificaciones del Gave, los encantadores lagos de estos valles encadenados,
los bosques felizmente agrupados en las laderas de las colinas hacen un
contraste pintoresco con las rudas maravillas del Sur. Es éste el regreso a una
naturaleza más agradable y más dulce; no había que descender para encontrar los
campos civilizados y los espíritus cultivados, pero para alcanzar el área del
capitán San Carlos, había que escalar enormes montañas. Jacopo no podía, por
tanto, llegar tan rápido.
Esperándolo, San Carlos estaba
descansando en una postura pensativa. Era un pequeño hombre, flaco, nervioso,
de rasgos poco distinguidos. Un original sin copia entre los tipos de
contrabandistas de la Ópera Cómica. Astuto por naturaleza, inflexible de
carácter, saqueador por necesidad, fecundo inventor de artimañas matemáticas,
sus planes de campaña no eran más que difíciles teoremas que resolvía por los
principios de la geometría práctica. Estas demostraciones estaban por encima
de la inteligencia de sus compañeros; no mostraba jamás a las circunstancias
ese genio del instinto que, en los casos desesperados, hacía brotar las más
maravillosas combinaciones. No había casos desesperados para el capitán San
Carlos; cada situación difícil de antemano prevista tenía su solución lista,
aun cuando, en los peligros inminentes, la astucia del jefe no le podía faltar.
Sus compañeros sabían bien quien
era el hombre que los comandaba; también tenían en él una fe católica; no era
por la fuerza física que San Carlos dominaba su tropa de semibandidos, era por
la fuerza moral. Además, hábil en los ejercicios corporales, ágil como una
gamuza, clarividente como un águila, manejaba adecuadamente su carabina de
largo cañón cuyo impacto sorprendía desagradablemente a los hombres vestidos de
verdes, quienes tenían una dolorosa experiencia. Estaba vestido, como los
otros, con chaqueta y pantalones de color, un cuchillo de caza cuidadosamente
afilado, se enfundaba en su cintura; un gran sombrero se extendía sobre la
mochila de seda coloreada que se balanceaba sobre su espalda. Un pañuelo
anudado alrededor del cuello y unas ligeras alpargatas en sus pies completaban
su vestimenta; su carabina descansaba cerca de él y su manta estaba
descuidadamente tirada en el suelo, entre los sacos de pieles donde se ocultaban
las mercancías prohibidas. Sus compañeros dormían; él esperaba con paciencia.
Una especie de grito producido por
el temblor de unos labios se hizo escuchar.
San Carlos respondió y pronto,
Jacopo estaba a su lado.
¿Y bien?
¡Malas noticias!
Tanto mejor.
¿Por qué?
Porque las malas noticias me
permiten actuar con certeza, las buenas serían engañosas y me dejarían turbado.
Se conoce de nuestra expedición;
los carabineros nos buscan.
¡Los evitaremos!
¡Dios lo quiera!
¿Hasta dónde has ido?
Hasta los lagos.
¿Y el barquero?
No lo pude ver; los hombres
vestidos de verdes estaban por allá.
Atravesaremos la ruta de Cauterets
y llegaremos más arriba al lago de Gaube, para evitar todos los cursos de agua
del Gave que atraviesan los bosques de Geret.
¿Cómo atravesaremos el lago?
No te preocupes por eso, Jacopo;
antes de llegar, tendremos un reencuentro con los carabineros.
Diablos -dijo Jacopo, tanto peor.
¿Por qué?
Es que el sargento Francisco
Dubois, que nos ha venido persiguiendo desde Cerdeña, ha encontrado nuestra
pista. Le ha jurado a sus grandes dioses capturarlo a usted muerto o vivo y
encabeza el destacamento que está acampado en los lagos de Arastille.
Tomaré mis medidas
¡Usted sabe, capitán, que su cabeza
tiene puesto un precio! Usted tiene allí una carabina que habló un poco más
alto en el último encuentro, y tan alto que ha hecho silenciar a más de un
perseguidor enemigo.
No te preocupes por mí. Despierta a
los otros, y pongámonos en marcha.
No he venido solo, capitán -dijo
Jacopo, deteniendo a San Carlos. Tengo un hombre que quisiera tratar con usted
por uno o dos paquetes de cigarros.
Bien. Dile que venga. Y que se
prepare.
Jacopo se retiró; San Carlos se
quedó solo reflexionando un instante y dijo, frotándose las manos:
Seremos dignos del honor que nos
quiere hacer el señor Francisco Dubois. No me desagradaría conocerlo.
Jacopo regresó, seguido de un
campesino de las montañas, e inmediata-mente fue a despertar a sus compañeros.
¿Es usted el jefe? -preguntó el
campesino.
Después hablamos -dijo San Carlos.
¿Existe alguna manera de tratar con
usted?
Después -respondió San Carlos.
¿Qué quieres?
Puesto que usted vende sus
mercancías a los negociantes de las villas, usted bien pudiera hacerlo conmigo,
si le pago a buen precio.
Según. ¿Qué mercancías tú quieres?
Lo que usted tiene.
¿Qué?
Los cigarros.
¿Quién te lo dijo?
Nadie. Un contrabandista siempre
tiene cigarros.
¿Cuántos necesitas?
Mil.
¿Dónde vas a venderlos?
Del lado de Tarbes. Allí gano la
comisión que nos dan, por revendernos las mercancías, los negociantes de
Catarave.
Bien, podremos ponernos de acuerdo.
Pero...
¿Qué?
¿Cómo harás para llegar a la villa
más cercana?
No será muy difícil.
¿Y para escapar a los carabineros?
¡Diablos! ¡Le seguiré!
¡Ah! ¡Ah!
He venido antes para asegurarme de
su promesa.
Pero, ¿sabes quién soy?
¡Qué pregunta! Usted es San Carlos.
San Carlos. ¿Quién te lo ha dicho?
¡Diablos, los carabineros!
¡Los carabineros! ¿Dónde están?
Cerca de los lagos de Arastille.
¿Les has visto?
Como lo veo a usted, capitán San
Carlos.
Eso es bueno. Espera aquí.
¡Jacopo! -gritó en voz alta San
Carlos.
Jacopo caminó hacia donde se
encontraba el capitán, que lo llevó algunos pasos más allá del campesino y le
dijo en voz baja:
¿Dónde están los carabineros?
En los lagos de Arastille.
¿Estás seguro?
Muy seguro
¿Se lo dijiste a ese hombre?
No. No he hablado con él.
¿Te ha parecido que tenía
intenciones de hablar?
No ha abierto la boca en todo el
camino.
¿Dónde lo encontraste?
En el camino a Cauterets.
¿Y qué te dijo?
Me dijo: “Necesito cigarros”. Le
respondí: “Venga conmigo”.
Partamos.
San Carlos se dirigió al campesino.
Vendrás con nosotros -dijo, ya nos
pondremos de acuerdo en el camino.
A sus órdenes.
El capitán se dirigió hacia su
tropa; los contrabandistas ya estaban en pie. Se habían echado sus mantas sobre
los hombros, puesto sus carabinas en forma de cabestrillo, y sujetado sobre sus
espaldas, por medio de cuerdas artísticamente hechas, los sacos de mercancías.
La oscuridad era completa, el
camino estrecho y rocoso; este camino parecía colgado por casualidad a las
laderas de la montaña, y en ocasiones proyectaba precipicios impenetrables. El
pie vacilaba sobre estas piedras rodantes que centelleaban al chocar. Una sola
persona podía pasar de frente por este camino inseguro. San Carlos se encontraba
a la cabeza de la tropa y el campesino iba detrás de él, seguido de los otros
contrabandistas. Era necesario estar habituado a estas sinuosidades aéreas para
no precipitarse desde las mortales alturas.
El capitán marchaba sin vacilar
entre estos salientes gigantescos, y desenredaba instantáneamente el misterio
de esos senderos. Luego de un cuarto de hora de marcha, giró hacia la
izquierda, y se encontró al pie de una elevación por la cual debía subir.
Los contrabandistas engancharon a
sus pies unas grampas de hierro y comenzaron su ascensión. Ayudados por ese
punto de apoyo, llegaron sin muchos problemas a la cima de la elevación. El
campesino los había imitado y se había servido de los mismos instrumentos.
¿Estás habituado a esta clase de
viajes? -le dijo San Carlos.
Sí. Esta no es la primera vez que
veo estas tierras.
¿Es cierto eso? -dijo el capitán.
¡Es cierto! Antes que el capitán
Urbano fuese detenido por los contra-bandistas franceses, yo marchaba junto a
él. Me vendía sus cigarros a una buena suma, y le pagaba bien. ¿Conoce a
Urbano?
Sí. Era un hombre bravo y, si la
traición no lo hubiera detenido, aún estuviera defendiéndose con su fusil de
esos carabineros del Diablo.
Pero, se encontró con un rudo
sargento.
¿Quién?
Francisco Dubois. Tiene, diablos, mucha
reputación. En estos momentos comanda un destacamento en los puertos de
Cerdeña.
Al contrario. Está en los
alrededores de los lagos de Arastille.
No es posible -dijo el campesino
sorprendido.
Y ha jurado que, muerto o vivo, se
apoderará del capitán San Carlos.
¡Ah, capitán! Tenga usted cuidado.
Aun con el respeto que le debo, no pagaré mucho por su mercancía.
¿Y por qué?
Porque corre el gran riesgo, tanto
como usted, de no llegar a Catarave.
¿Crees eso?
Ya lo creo. Digamos que no ha
ocurrido nada, que no le he pedido nada. Me iré sin sus cigarros y usted
seguirá adelante sin mi compañía.
¡Tienes miedo! ¡Entonces, ese
Dubois es terrible!
Ah, ya lo creo... ¡Usted no lo
conoce bien!
No. Él ha aprendido que los
carabineros no pueden venir detrás de mi tropa, y me ha perseguido desde
Cerdeña sin poderme alcanzar. Por otra parte, parece que es un hombre bravo,
por tanto lo estimo, y estoy encantado de enfrentármele. ¡Astucia contra astucia! ¡Habilidad contra
habilidad! Tenemos la ventaja. Él tendrá más posibilidades de hacer emboscadas
que de descubrirlas. ¡El sargento Dubois no se apoderará jamás del capitán San
Carlos!
¿Por qué?
Porque se vanagloria demasiado de
prenderlo.
La tropa se había alejado bastante
del camino de Cauterets, que habían tomado por la izquierda. Los
contrabandistas se detuvieron y San Carlos salió a explorar los alrededores. El
campesino quiso acompañarlo.
Espera aquí -dijo el capitán.
Pero, por favor, déjeme ir.
No.
¿Por qué esta negativa, capitán?
Porque eres un poco más cobarde de
lo normal.
El campesino se calló y se quedó
con el resto de la tropa. San Carlos avanzó por el camino. Todo parecía
tranquilo. Había, a cada lado, grandes grupos de rocas difíciles de atravesar.
A cualquier otro le hubiese parecido sencillo seguir el camino trazado, debido
a que los carabineros buscaban y caminaban por los senderos impracticables.
Pero San Carlos tenía su plan, y les hizo una señal a sus compañeros para que
lo siguieran.
¿Qué camino es este? -le preguntó
al campesino.
El camino de Cauterets.
Bien -dijo San Carlos.
Ellos lo atravesaron y se abrieron
paso a través de las piedras y las rocas.
Estas aglomeraciones titánicas
parecían sobrenaturales. El campo de batalla donde Júpiter derrotó a los
gigantes aliados debía estar también sembrado con sus proyectiles que se
dirigían contra ellos. Cerca de bloques inmensos, que sólo la mano de Encelados[6]
habría mantenido en pie, inmóviles cascadas de piedras saltaban en las laderas
del camino.
Estos guijarros de formas redondas
debían librar ensordecedores combates en las tormentas pirineas y el silencio
que pesaba sobre tantas rocas equilibradas contrastaba con estas meticulosas
aglomeraciones en las cuales cada grieta encerraba un eco, y en la cual cada
eco estallaba como un trueno. Al cabo de una media hora de marcha, los hombres
de San Carlos se detuvieron. Habían llegado a uno de esos lugares secretos
donde los contrabandistas perseguidos muy de cerca entierran con presteza sus
mercancías prohibidas. San Carlos hizo retroceder al campesino algunos pasos y
se aseguró que la gruta estuviese vacía. Se dirigió a sus compañeros y ordenó
reunir los sacos que habían sido cargados.
¿Cuántos cigarros quieres? -le
preguntó al campesino.
Un millar, si es posible.
¿Cuánto pagarás?
Capitán, sus negociantes los venden
a cuatro soles en Francia, luego el gobierno los vende a cinco[7].
Quiero ganar tanto como pague.
Serán treinta escudos -dijo San
Carlos.
Veinticinco escudos[8].
No rebajaré más.
Treinta escudos[9],
mi bravo. Es lo menos que se puede pagar por los prensados de tabaco por los
cuales hemos tenido que enfrentar al sargento Francisco Dubois.
Y Dios me salve -dijo el
campesino, no llegarán a su destino. Veinticinco escudos contantes y sonantes.
Los venderé a cincuenta[10]
y me ganaré setenta y cinco francos.
¡Sea! Toma uno de esos sacos. Ellos
contienen mil.
El campesino se dispuso a abrir el
saco.
¿Dudas de nosotros? -dijo el
capitán.
No. Pero me gusta hacer los
negocios limpiamente.
¡A tu manera! ¿Y el dinero?
Aquí tiene quince bellas piezas de
Francia.
¿No tienes monedas españolas?
Por el momento no, capitán.
Bien. Apresúrate. Partiremos
enseguida.
El campesino abrió el saco, examinó
el contenido y lo cerró hábilmente sin que se viesen deslizarse nuevos cigarros
entre las otras mercancías. Hecho esto, se echó su fardo al hombro y la tropa,
a una orden de San Carlos, lo siguió a través de las sinuosidades laberínticas.
El capitán retomó la conversación con el campesino.
¿Se dirige usted hacia los lagos?
-dijo este último.
No -respondió San Carlos, voy a
hacerle una jugarreta a Dubois. Voy a ir simplemente hacia el valle de Argelia
dando un rodeo y, de allí, me iré a Catarave.
¿Y la posta de Fourmont?
Es sorda y ciega.
Me gustaría mejor ir por los lagos,
los carabineros no tienen embarcaciones.
Llegaremos a la costa mucho antes
de que ellos hayan llegado y entonces las mercancías estarán seguras en los
bosques de Geret.
Diablos, mi bravo -dijo San
Carlos, concoces el país. Pero, entonces a qué vienen tantas precauciones.
Tengo, entre los carabineros, gente de la cual me puedo fiar y que no
permitirán que me bloqueen el paso.
Entonces -dijo el campesino,
encogiéndose de hombros.
Bien -dijo severamente San Carlos- dices
que...
¡Digo que es imposible!
¡Pero tú deberías saberlo, tú que
lo sabes todo! Y a propósito, ¿por qué no te haces contrabandista?
No me gustan los tiros.
¿Y si tenemos un encuentro?
Me lanzaré a tierra.
¡Vamos, eres más cobarde de lo
normal! Ya te lo he dicho.
La banda había llegado a un gran
camino un poco menos rocoso que los senderos impracticables hasta ahora
recorridos por ellos. Algunas plantas mostraban sus tiernas cabezas entre las
piedras menos unidas, y tenían sus bellos ojos cerrados hasta el naciente
amanecer. Los flotantes penachos de saxífraga[11]
de larga hoja se hundían con melancolía y, en su sueño, olvidaban la rival
proximidad del cardo carmesí y de la carlina[12]
de hojas de acanto. Varios matorrales de variadas especies confundían acá y
allá sus silenciosos tallos. Los
rododendros[13]
habían apagado los rayos sin número que, en los bellos días de sol, van
dibujando en la fecunda corola sus colores más vívidos y los lirios blancos,
habiendo misteriosamente acercado los lóbulos de su cáliz de satén, esperaban
en silencio el comienzo de la próxima aurora, para dirigir al cielo, con el
canto de los pájaros y las acciones de gracias del hombre, sus brillantes
plegarias y sus himnos de fragancia.
Pero sobre todas estas poesías
circundantes se extendía una noche pesada y negra, burguesa-mente inconsciente
de las bellezas que tocaba, y de los rayos que desvanecían su oscuridad. No se
enrojecía por los tintes hotentotes y los colores abisinios con los cuales se
enmascaran las más frías creaciones. Pero los hombres del capitán San Carlos no
se preocupaban demasiado, y, habiendo llegado al camino, no se percataron del
cambio de vegetación. Ignoraban dónde los llevaba su jefe, y ninguno de ellos
le había dado a estas tierras desconocidas su verdadera latitud.
San Carlos seguía su plan. Había
multiplicado, a propósito, los rodeos del viaje a fin de no despertar
sospechas. Y era el camino de Cauterets, ya atravesado, el que recorría para
llegar al lago de Gaube.
Eh, amigo -dijo, dirigiéndose al
campesino.
¿Capitán?
¿Dónde estamos?
Usted pregunta que dónde estamos
-dijo, sorprendido, el campesino.
Sí. ¿Cuál es este camino?
El gran camino de Argelia.
¡Muy bien! Eres fuerte en tu
Geografía. Mi buena estrella me ha hecho encontrarte, porque sin ti me hubiese
perdido en estos confusos laberintos.
Gracias.
Entonces, capitán, ya que se acerca
usted al lugar donde va, lo abandono.
Aún no.
¿Por qué?
He aquí el porque, amigo. Dos de
mis hombres te van a vigilar.
A mí -dijo, completamente
sorprendido, el campesino.
A ti. ¡Porque este camino no es el
de Argelia, es el de Cauterets por donde hemos pasado hace una hora! Entonces,
o no eres del país o sí lo eres. Si lo eres, entonces me has engañado con
conocimiento de causa y me quieres hacer perder. Si no lo eres, me has engañado
diciéndome que eres nativo de la región y aliado del capitán Urbano. En los dos
casos, eres un mentiroso y a un mentiroso en estos caminos se le llama un
espía. Podría romperte la cabeza, pero no lo haré.
El campesino no respondió. Fue a
tomar puesto al final de la tropa, entre dos contrabandistas que
escrupulosamente le servían de escolta. San Carlos no se ocupó más de este
asunto; haciendo apurar el paso a sus compañeros, y dejando a su derecha, en el
horizonte, los lagos de Arastille, se dirigió al lago de Gaube.
Se veía ya el monte Viñamala que se
baña en sus límpidas aguas. Quedaba una media hora de marcha. El capitán retomó
el camino a través de tierras raramente pisadas por el paso del hombre; su
fatigante marcha fue de pronto interrumpida por unos muros de granito que era
necesario franquear desgarrándose las manos y las rodillas. Algunos cursos de
agua sin profundidad fueron felizmente atravesados; los contrabandistas no
emitieron queja alguna sobre la duración del viaje y la aspereza del camino.
El capitán San Carlos quería poner
entre sus perseguidores y él esa extensión de agua difícilmente abordable.
Esperaba encontrar esa embarcación que él solo conocía y que el viejo Cornedoux
reservaba previamente para sus expediciones más aventureras; los carabineros
podrían difícilmente perseguirlo, y en poco tiempo llegaría a los bosques
sombríos y espesos donde sus huellas se perderían fácilmente. Pero, para esto
se necesitaba prever todo y tener todo previsto: que Cornedoux no estuviera,
que la embarcación hubiese sido destruida. San Carlos se dirigía hacia el pico
del Estour[14]
donde, en los lugares ocultos marcados con anterioridad, depositaría en lugar
de seguridad sus mercancías de contrabando.
La imper-fección de las noticias de Jacopo lo dejaba en la disyuntiva de
ir o la derecha o a la izquierda del lago. En cuanto a los espías entre los
carabineros, no tenía ninguno; esto sólo lo había dicho para asustar al traidor
introducido en su tropa que se había jactado de esas ayudas foráneas. Hacía algún tiempo que los contrabandistas
avanzaban hacia el noroeste, más silenciosos que los fantasmas de las leyendas.
El peligro se acercaba con el lago. Las balas mortales iban de cada recodo del
camino, quizás, a asaltar a la pequeña tropa. Detrás de cada roca podía
centellear alguna luz y salir una lluvia homicida. También, los ojos estaban
atentos, las orejas abiertas, las manos cerca de la carabina, pero el corazón
estaba en el corazón, y ni un latido más rápido traicionaba una emoción
imposible, un terror desconocido. Por estos senderos estrechos, los
contrabandistas marchaban en fila. San Carlos a la cabeza. El campesino se
hallaba detrás, entre los dos hombres que lo vigilaban activamente. Al menos,
no parecía preocupado, y fumaba despreocupadamente un excelente tercena que
había sacado de su bolsillo.
¿Desean alguno? -le dijo a sus
guardianes.
No hubo rechazo.
El campesino les había dado a
escoger algunos en el saco recientemente comprado y los contrabandistas
mascaron entre sus dientes dos excelentes prensados. Pero, al cabo de algunos
instantes sus cabezas le pesaban, sus piernas se doblaban, sus ojos se cerraban
obstinadamente, y pidiendo ayuda llamaron a sus camara-das que estaban tan
ocupados que no se habían dado cuenta de nada A sus llamadas, éstos se
detuvieron y en un momento, San Carlos se acercó a ellos.
¿Qué pasa? ¿Qué tienen?
Grandes bostezos le respondieron y
los dos hombres cayeron a tierra en un estado de completa somnolencia.
¿Dónde está ese campesino?
-preguntó San Carlos.
Se miró en los alrededores: nadie.
Había huido, luego de haber adormecido por medio de cigarros cargados de opio a
los guardias destinados a su custodia.
¡En marcha! -gritó San Carlos. Se
despertarán mañana. No tenemos un minuto que perder, camaradas. El enemigo está
ya sobre nuestros pasos. Sus vidas dependen de su rapidez. En un cuarto de hora
estaremos en el lago. Los carabineros no tienen embarcaciones para
perseguirnos. En marcha, y pobre de los rezagados.
El capitán recogió los sacos
abandonados por los dos adormecidos guardias y se dirigió con sus ocho hombres
a través de los caminos. La noche redobló su oscuridad. El monte Viñamala se
dibujaba entonces con sus pendientes imposibles.
San Carlos conocía una grieta
estrecha hundida entre dos conos trazados perpendicular-mente, en la cual no se
apuró a esconderse, y por tanto, del lado del lago, un solo hombre hubiera
ametrallado la banda a su gusto. Los contra-bandistas serpenteaban en medio de
las profundas tinieblas, extendían sus manos para no herirse con los agudos
salientes, y gateaban en algunas ocasiones para franquear una depresión de la
roca. ¡Se diría que era una larga culebra que se arrastraba sin ruido en las
grietas de un muro en ruinas!
A la extremidad de esta zanja
aplastante dormía el lago de Gaube.
Allá, los carabineros esperaban sin
duda una presa inevitable. San Carlos contaba sin embargo con su ignorancia de
los lugares en general y de esta roca en particular. Una vez llegado a la
rivera, estaba a cien pasos de la cabaña del viejo barquero y su embarcación
lo ponía al seguro. Pero, ¿existía la
embarcación? ¿Estaría el barquero en su casa? ¿No irían los carabineros a
diezmar la tropa?
San Carlos se acercó a la
extremidad opuesta. Avanzó solo, gateando y con una habilidad tal que su marcha
no lo hubiera denunciado a la oreja más atenta.
Salió de la brecha, asomó la cabeza, y no vio nada. Se deslizó hacia la
orilla... ¡Nada! Ya se dirigía hacia la cabaña cuando vio un hombre inmóvil al
borde del lago. Llegó cerca de él, sin llamar su atención, lo agarró por el
cuerpo y le puso la mano en la boca.
¡Oh, Dios! -dijo este.
¡Cornedoux! -dijo San Carlos.
San Carlos -dijo Cornedoux.
¡Calla! Estamos rodeados.
Sí. Los carabineros andan por allá.
Y la embarcación, ¿está en buen
estado?
Está lista.
Desamárrala y dirígete a la orilla
del lado de la brecha
De acuerdo, capitán.
San Carlos regresó con su tropa, le
hizo signo de avanzar y se reunió con ella en el momento en que la embarcación
llegaba a la rivera. San Carlos embarcó con sus ocho hombres. El barquero
permaneció en tierra y los contrabandistas zarparon.
¡Estamos salvados! -dijo San
Carlos- Remen fuerte.
El lago de Gaube no tenía más que
una legua y media de ancho[15].
Es profundo, frecuentemente de veinte a veinticinco toesas[16].
Allí muchos arroyos, pequeños afluentes del Gave, desembocan. Esta situado a
una legua del puente de España que se encuentra sobre uno de sus afluentes y a
dos leguas[17]
aproximadamente de Cauterets y de Catarave.
La embarcación que dirigían los contrabandostas
era de una rara construcción, con grandes protuberancias por delante y por
detrás y su velocidad era mediocre. Los
sacos de tabaco, los fusiles y la pólvora fueron depositados en grandes cofres
de madera hechos de roble, interiormente vestidos de cobre y de hecho
impermeables. Si la barca se hubiese sumergido, las mercancías hubiesen quedado
intactas. Estos cofres, también muy particulares eran bastante espaciosos para
contener los objetos sujetos a derechos y pasados de forma fraudulenta por los
hábiles contrabandistas: lanas, cueros, pieles, pañuelos, jamón, manteca,
vinos finos, telas, aceite, tabaco, tintes, jabón y metales. Todas estarían
allí diariamente encerradas y saldrían entonces debido a los compromisos
secretamente establecidos en las villas fronterizas.
Los ocho hombres permanecían en
silencio. San Carlos dirigía la embarcación.
Avanzaban lentamente sobre esta onda inmóvil que no se resistía de
manera alguna a los esfuerzos del navegante. Pero San Carlos sabía que uno de
los afluentes del Gave era alimentado por el lago mismo y formaba, bien delante
una especie de lago, una corriente submarina de la cual se pensaba
aprovechar. ¡De pronto, un ruido
inacostumbrado se escuchó! Eran ruidos de remos batiendo irregularmente el
agua.
¿Qué es eso? -dijeron los
contrabandistas a baja voz.
Callen -dijo San Carlos.
No se veía nada a cinco pasos por
delante de ellos.
¡Hola a los del barco! -dijo una
voz dotada de un acento francés.
Estamos atrapados -dijo San Carlos,
pero confiándose a sus recuerdos, dirigió más activamente la embarcación hacia
la corriente que sospechaba.
¡Hola! -dijo alguien. Respondan o
abriremos fuego.
Que cada uno de ustedes -dijo San
Carlos a sus hombres- ate una de sus cuerdas alrededor de su pecho.
Estas eran unas largas cuerdas de
aproximadamente diez toesas[18],
que iban colgando en los bordes de la embarcación.
¡Hola! ¡Fuego!
El lago se iluminó de repente con
un rápido destello. San Carlos vio cuatro canoas cargadas de carabineros que lo
rodeaban; en medio de ellos, el campesino que había escapado daba sus órdenes.
Era Francisco Dubois. San Carlos lo reconoció.
¡Ya te tengo, San Carlos! -gritó el
sargento.
Aún no, mi amigo -respondió el
capitán.
Hacia adelante -gritó el sargento.
Hacia abajo -gritó el capitán.
Solo algunos pies separaban a las
canoas de la embarcación del capitán. Los perseguidores se precipitaron sobre
él. Su choque debía hacer estallar en pedazos a la embarcación, pero grande fue
la estupefacción de los carabineros cuando sus propias embarcaciones chocaron
las unas contra las otras. ¡San Carlos, su tropa, su embarcación, todo había
desaparecido!
Desaparecidos -dijeron los
carabineros.
Esto es singular -dijo Francisco
Dubois.
No había ni cuerpos, ni mercancías.
Las canoas se dispersaron en todos los sentidos cerca del lugar del desastre.
¡Nada! ¡Ningún resto! ¡Ni un
cadáver! -dijo el sargento Durante un cuarto de hora su búsqueda fue infructuosa.
No vio nada. No encontró nada. Una antorcha fue encendida y al mismo instante,
los carabineros vieron a los contrabandistas con sus fardos cargados y subiendo
por la colina opuesta. ¡Era fantástico,
era para morirse de la rabia!
El sargento no conocía estas
misteriosas embarcaciones, en las que la proa y la popa llenas de aire la
sostienen a una altura constante hasta que se sumergen. Por tanto, San Carlos, en el momento en que
iba a estallar en mil pedazos, abrió la válvula situada en el fondo de la
embarcación, que había puesto aproximada-mente a diez toesas, y los hombres
atados a sus bordes habían sido remolcados por la misma. Una vez que entró en
la corriente submarina, no tardó en ganar la orilla vecina. Allá, había tirado
a tierra, las mercancías, los fusiles y la pólvora sacadas de los cofres, y los
contrabandistas ganando a rápidos pasos los campos que los separaban del bosque
de Geret, se distanciaron provocando la sorpresa de los aturdidos carabineros.
¡Fuego! -gritó el sargento.
Pero las balas se perdieron en el
espacio.
¡Adelante! -gritó Dubois fuera de
sí.
Las canoas volaron sobre las aguas
del lago y ganaron la ensenada donde acababa de desem-barcar el capitán San
Carlos. Pero la misteriosa embarcación había sido reenviada a su elemento
acuático, donde el viejo barquero la recogería más tarde y la ocultaría sin
muchos contratiempos de las miradas indiscretas y salariales de los empleados
del fisco.
Los carabineros desembarcaron y,
con sus fusiles cargados, se lanzaron sobre las huellas de sus enemigos. Pero
estos tenían la ventaja y, aunque llevaban una pesada carga, caminaban con paso
rápido. Sin embargo, cada vez que San Carlos llegaba a una pequeña eminencia,
miraba hacia atrás y se veía ganando velocidad.
Los carabineros descargaron, en algunas ocasiones, sus fusiles y las
balas rodaban hasta los pies de los contrabandistas que estaban muertos de
fatiga. Llegaron así al puente de
España, formado por abetos de veinticinco a treinta pies[19]
de longitud que atravesaban el Gave apoyándose sobre enormes masas de granito
de cuarenta pies de altura[20].
San Carlos vio a sus compañeros exhaustos y los carabineros tratando de
alcanzarlos. De esta manera, después de pasar por el puente, se escondió detrás
de una de las rocas sobre las cuales se desarrollaban la magnífica cascada del
Gave y descendió con una habilidad asombrosa por sus flancos perpendicu-lares.
Los contrabandistas le siguieron, se aventuraron a través de un camino, o más
bien, un reborde de piedras de un pie de largo, siendo así ocultados por el
propio salto de agua. Una gruta se ofrecía a sus ojos. Los mercancías fueron
allí dejadas con presteza y la tropa del capitán San Carlos se dispersó en
diversas direcciones. Cuando los
carabineros llegaron al puente, lo atravesaron rápidamente, pero no vieron ni
oyeron nada; entonces regresaron sobre sus pasos, husmeando durante dos horas
por los alrededores y no teniendo más que la consolación de enviarse mutuamente
a todos los diablos, que tanto detestaban este tipo de gentes. A la mañana siguiente, los sacos de tabaco
llegaron a Catarave, sobre las espaldas de hombres especiales enviados a la
gruta del puente de España por los negociantes de la villa; luego San Carlos y
sus hombres, que recibieron el pago por el precio convenido, retomaron el
camino de las montañas cantando los más alegres de sus coros y jurando por
todos los santos sonoros de su calendario que los contrabandistas eran y serían
siempre las gentes más felices del mundo, mientras hubiera cigarros en España y
hombres vestidos de verdes para impedirles su entrada a Francia.
1.016. Verne (Julio)
[6] Uno de los gigantes que
Gea creó para vengarse de los Titanes. Vencido por Zeus fue enterrado debajo
del Etna, cuyo volcán representa el aliento del gigante.
[8] Setenta y cinco francos.
[9] Noventa francos.
[10] Ciento cincuenta francos.
[11] Planta que crece en las
fisuras de las rocas.
[12]Planta de hojas espinosas,
que se parece mucho al cardo.
[13]Arbolillo de la familia de
las ericáceas, de dos a cinco metros de altura, con hojas persistentes,
coriáceas, oblongas, agudas, verdes y lustrosas por el haz y pálidas por el
envés. Se cultivan como plantas de adorno.
[14]Verne comete aquí un error
que no corrigió. El pico Estour no existe, pero sí el pico Estom, que está
situado en el macizo montañoso de Viñamala.
[15] Seis kilómetros.
[16] De cuarenta a cincuenta
metros.
[17] Ocho kilómetros.
[18] Aproximadamente veinte
metros.
[19] Aproximadamente de ocho a
diez metros.
[20] Aproximadamente trece
metros.
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