Translate

miércoles, 19 de junio de 2013

Ana colgada al cuello

I

Después de la bendición nupcial ni siquiera hubo me­rienda liviana; los recién esposados bebieron una copa, cambiaron de traje y partieron a la estación. En lugar de una alegre fiesta de bodas y una cena, en lugar de música y baile, el viaje a un monasterio, a doscientas verstas de distancia. Esta actitud fue aprobada por muchas personas, las cuales decían que por cuanto Modest Adekseich era un funcionario de cierta jerarquía y ya no era joven, un casa­miento ruidoso pudiera quizás parecer no muy decente; por otra parte, resulta aburrido escuchar música cuando un funcionario de cincuenta y dos años se casa con una jo­vencita que acaba de cumplir los dieciocho. Se decía tam­bién que Modest Alek-seich, siendo un hombre de rígidas costumbres, emprendió este viaje al monasterio ante todo para darle anentender a su joven esposa que también en el matrimonio él otorgaba el primer lugar a la religión y la moralidad.
Una multitud de colegas, empleados y parientes, reu­nida en el andén para despedir a la flamante pareja, es­peraba, copa en mano, la partida del tren para gritar el «hurra», y Piotr Leóntich, el padre, vestido de frac y con un sombrero de copa, ya ebrio y muy pálido, tendía su copa de champaña, hacia la ventanilla y decía en tono im­plorante:
-¡Aniuta! ¡Ania! ¡Ania, una sola palabra!...
Desde da ventanilla Ania se inclinaba hacia él, y su pa­dre le susurraba algo, envolviéndola con un fuerte olor a vino, le resoplaba en el oído -nada se le podía entender­- y hacía la señal de la cruz sobre su cara, pecho y manos; tenía la respiración entrecortada y en sus ojos asomaban las lágrimas. Mientras tanto, los hermanos de Ania, Petia y Andriusha, alumnos del colegio, lo tironeaban del frac y le susurraban, confundidos:
-Papaíto, basta... Papaíto, no hagas eso...
Cuando el tren se puso en movimiento, Ania vio a su padre correr un trecho tras el vagón, tambaleándose y derramando el vino; vio también cuán lastimera, bondado­sa y culpable era su cara.
-¡Hurra-a! -gritaba.
Los recién casados quedaron solos. Modest Alekseich examinó el compartimiento, distribuyó el equipaje sobre los estantes y se sentó, sonriendo, frente a su joven espo­sa. Era un funcionario de estatura mediana, más bien grueso, muy bien alimentado, con largas patillas y sin bi­gotes, y su redonda, afeitada y bien acusada barbilla se parecía a un talón. Lo más caracterís-tico de su cara era la ausencia de bigotes, ese sitio desnudo, recién afeitado, que se convertía gradualmente en gruesas mejillas, tembloro­sas como la gelatina. Se comportaba en forma circunspec­ta, sus movimientos eran pausados, sus maneras suaves.
-No puedo menos que recordar ahora una circuns­tancia -dijo, sonriendo-. Hace cinco años, cuando Koso­rotov recibió la orden de Santa Ana, de segúndo grado, y fue a dar las gracias a su excelencia, éste se expresó de esta manera: «De modo que usted tiene ahora tres Anas: una en el ojal y dos colgadas al cuello.» Es que en aquella época, la mujer de Kosorotov, persona frívola y penden­ciera, de nombre Ana, acababa de reinte-grarse a su hogar. Espero que para la ocasión en que yo reciba la orden de Santa Ana de segundo grado, su excelencia no tenga mo­tivos para decirme lo mismo.
Sonreía con sus ojillos. Ella sonreía también, turbada por la idea de que en cualquier momento este hombre podía besarla con sus gruesos y húmedos labios y de que ella no tenía derecho a negárselo. Los suaves movimientos de su abultado cuerpo la asustaban; tenía a la vez miedo y asco. El se levantó, sin prisa se quitó del cuello la orden, se sacó el frac y el chaleco y se puso la bata.
-Así estaremos bien -dijo, sentándose al lado de Ania.
Ella recordó cuán penosa había sido su boda, cuando el sacerdote, los invitados y todos los presentes en la igle­sia la miraban con tristeza, según le parecía: ¿por qué ella tan joven, simpática y bella, se casaba con este señor de edad, tan poco interesante? Todavía esta mañana esta­ba entusiasmada porque todo se había arreglado tan bien, pero durante la ceremonia y ahora en el vagón sentíase cul­pable, engañada y ridícula. Hela aquí casada con un hom­bre rico, no obstante lo cual, seguía sin dinero, el vestido , de novia se hizo a crédito, y cuando hoy su. padre y sus hermanos fueron a despedirla ella vio por sus caras que no tenían ni una kopeika. ¿Podrán cenar hoy? ¿Y maña­na? Y le pareció, sin saber por qué, que el padre y los chi­cos estaban en casa, sin ella, hambrientos, y sentían la misma angustia que en la primera noche después del entie­rro de su madre.
«¡Qué desdichada soy! -pensó-. ¿Por qué soy tan des­dichada?»
Con la torpeza de un hombre serio, que no acostumbra tratar a las mujeres, Modest Alekseich le rogaza el talle y le daba golpecitos en el hombro, mientras que ella pen­saba en el dinero, en su madre, en la muerte de ésta. Fa­llecida su madre, Piotr Leóntich, su padre, profesor de ca­ligrafía y dibujo en el colegio secundario, se dio a la bebi­da; sobrevino un período de necesidades, los muchachos carecían de zapatos y de galochas, el padre fue llevado va­rias veces al juzgado, el ujier vino a la casa y embargó los muebles... ¡Qué vergüenza! Ania debió cuidar a su padre borracho, remendar los calcetines a sus hermanos, ir de compras al mercado, y cuando alguien se ponía a elogiar su belleza, juventud y elegantes modales, le parecía que todo el mundo se daba cuenta de su sombrerito barato y de sus zapatos con agujeros disimuladas con tintá. Y de noche las lágrimas y la inquieta, obsesionante idea de qué al padre, a causa de su vicio, no tardarían en echarlo del colegio y que él no lo soportaría y moriría, como su ma­dre. Pero entonces algunas damas conoci-das se empeñaron en buscarle un hombre bueno. Al poco tiempo encontra­ron a este Modest Alekseich, que no era joven ni buen mozo, pero que tenía dinero. Tenía en el banco unos cien mill rublos y era dueño de una heredad, entregada en ,arriendo. Era un hombre de principios morales y bien mi­rado por sus superiores; nada le costaría, según le habían dicho a Ania, conseguir una esquelita de parte de su exce­lencia para el director del colegio y aun para el curador, para que no dejaran cesante a Piotr Leóntich...
Mientras recordaba estos detalles, oyóse de pronto una música, que penetró por la ventanilla junto con el rui­do de voces. El tren se detuvo en un apeadero. Detrás del andén, entre la multitud, alguien tocaba con brío el acordeón y un barato y chillante violín, mientras que des­de las dachas, bañadas por la luz de la luna, por encima de los altos abedules y álamos, llegaban los sones de una banda militar: seguramente se realizaba allí una velada danzante. Sobre el andén paseaban los veraneantes y los que venían de la ciudad para pasar un día tranquilo y respirar aire puro. Entre ellos se encontraba Artynov, el dueño de todo este lugar de descanso, un ricachón alto y corpulento, de cabello negro y con cara de armenio; tenía ojos saltones y vestía un traje extraño. Llevaba una cami­sa, desabrochada sobre el pecho, y altas botas con espue­las; desde sus hombros bajaba una capa negra que se arrastraba por la tierra como la cola de un vestido de gala. Tras él, inclinando sus afilados hocicos, iban dos perros de caza.
Las lágrimas brillaban aún en los ojos de Ania, pero ella no pensaba ya en su madre, ni en el dinero, ni en su boda, sino que estrechaba las manos a los colegiales y a los oficiales conocidos, reía alegremente y saludaba de prisa:
-¡Buenas noches! ¿Cómo le va?
Salió a la plataforma y se ubicó bajo la luz de la luna de modo que la vieran toda, con su magnífico vestido y su sombrero nuevo.
-¿Por qué estamos parados aquí? -preguntó.
-Porque hay un apartadero aquí -le respondie-ron-. Están esperando el tren correo.
Al darse cuenta de que la estaba mirando Artynov, ella entornó los ojos con coquetería y empezó a hablar en francés en voz alta, y, porque su propia voz resonaba dn agradablemente, se oía la música y la luna se reflejaba en el estanque, porque con tanta avidez y curiosidad la mira­ba Artynov, ese conocido donjuán y enredador; y porque todo el mundo estaba animado, de repente sintió alegría, y cuando el tren se puso en marcha y los oficiales cono­cidos la despidieron con un saludo militar, ella ya estaba canturreando la polca cuyos sones le enviaba aún la ban­da militar que atronába a lo lejos, detrás de los árboles; y volvió a su compartimiento con la sensación de que en este apeadero la habían convencido de que sería dichosa sin falta, ocurriera lo que ocurriese.
Los desposados se quedaron en el monasterio dos días, luego volvieron a la ciudad. Se instalaron en un aparta­mento fiscal. Cuando Modest Alekseich se iba a la oficina, Ania tocaba el piano, o lloraba de tedio, o se recostaba en el diván y leía novelas u hojeaba una revista de modas. Durante el almuerzo Modest Alekseich comía mucho y hablaba de política, designacio-nes, traslados y condecora­ciones; de que era necesario trabajar; que la vida familiar no es un placer sino un deber; que no puede haber un rublo si falta una kopeika y que por encima de todas las cosas él colocaba la religión y la moralidad. Y, sosteniendo en su puño el cuchillo, cual una espada, sentenciaba:
-¡Cada persona debe tener sus obligaciones!
Ania lo escuchaba, de miedo no podía comer y gene­,ralmente se levantaba de la mesa con hambre. Después de comer, el marido se acosta-ba a descansar y roncaba rui­dosamente, y ella iba a ver a los suyos. El padre y los muchachos la miraban de una manera especial, como si un instante antes de su llegada estuvieran juzgándo-la por haberse casado por interés, con un hombre que no amaba, fastidioso y aburrido su vestido murmurante, sus pulse­ras, todo su aspecto de dama los incomodaba y ofendía; en su presencia se sentían algo confusos y no sabían de qué hablar con ella; pero la querían igual que antes y aún no se habían acostumbrado a almorzar sin ella. Ania se sentaba a la mesa y comía con ellos la sopa de repollo, la kasha [1] y patatas, fritas con la grasa de cordero, que olía a vela. Con mano temblorosa Piotr Leóntich echaba vodka en su copa y la apuraba de prisa, con avidez y asco; luego bebía otra copa, luego otra más... Petia y Andriusha, mu­chachitos delgados y pálidos, de grandes ojos, retiraban de la mesa el jarro y decían, turbados:
-Papaíto, no bebas... Basta ya, papaíto...
También Ania sé alarmaba y le imploraba que no be­biera más, mientras que él estallaba de pronto y golpeaba con el puño en la mesa.
-¡No permitiré a nadie vigilarme! -gritaba. ¡Moco­sos! ¡Los echaré de la casa a todos!
Pero en su voz sentíanse la debilidad y la bondad y na­die le tenía miedo. Por la tarde empe-zaba a vestirse; páli­do, con cortes de navaja en la barbilla, estirando su enjuto cuello, quedaba media hora ante el espejo, arreglándose. Se peinaba, se atusaba los negros bigotes, se perfu-maba, anudaba la corbata, luego se ponía los guantes y el som­brero de copa e iba a dar lecciones privadas. Y si el día era feriado, se quedaba en casa pintando al óleo o tocando el armonio, que chillaba y rugía; trataba de arrancarle so­nidos armoniosos y bellos, acompa-ñándolo con su canto, o reñía a los muchachos:
-¡Pillos! ¡Canallas! ¡Han estropeado el instru-mento!
Por las noches, el marido de Ania jugaba a los naipes con sus colegas que vivían bajo el mismo techo, en la casa fiscal. Durante el juego se reunían también las mujeres de los empleados, feas, vestidas sin gusto, vulgares como co­cineras; en la casa comenzaban los chismes, tan feos y de­sabridos como sus autoras. De cuando en cuando Modest Alekseich iba con Ania al teatro. En los entreactos no la dejaba dar un paso sola, sino que paseaba del brazo con ella por los pasillos y el vestíbulo. Después de saludar a alguien, se apresuraba a susurrar al oído de Ania: «Con­sejero civil... es recibido en la casa de su excelencia...» o bien: «Tiene medios... casa propia... Cuando pasaban cerca del buffet, Ania tenía ganas de comer algo dulce; le gustaban el chocolate y la torta de manzanas, pero no te­nía dinero y no se decidía a pedírselo al marido. Éste co­gía una pera, la apretaba con los dedos y preguntaba, in­deciso:
-¿Cuánto cuesta?
-Veinticinco kopeikas.
-¡Mire usted! -decía, dejando la pera en su lugar, pero como le resultaba incómodo alejarse del buffet sin comprar nada, pedía agua mineral y tomaba toda la bo­tella él solo, de modo que hasta le asomaban las lágrimas a los ojos. En estos momentos Ania lo odiaba.
A veces se ponía de repente todo colorado y decía pres­tamente :
-¡Saluda a esta anciana dama!
-Pero si no la conozco.
-No importa. Es la esposa del director de la cámara fiscal. Salúdala, te digo -gruñía, insistien-do-. No se te va a caer la cabeza por eso.
Ania saludaba y, efectivamente, no se le caía la cabe­za, pero tenía una sensación penosa. Hacía todo lo que quería su marido y estaba enojada consigo misma por haberse dejado engañar por él como una tontuela cual­quiera. Se había casado nada más que por el dinero, pero ahora lo tenía menos aun que antes del casamiento. Por lo menos su padre solía darle una moneda de veinte kopei­kas, mientras que ahora no tenía ni eso. No era capaz de tomar el dinero a escondidas, ni tampoco podía pedirlo; le tenía miedo a su marido y temblaba ante él. Le parecía que ese miedo lo llevaba ya en su alma desde hacía mucho tiempo. Antes, en su infancia, la fuerza más imponente y terrible, que avanzaba como una nube o una locomotora, dispuesta a aplastar, era al director del colegio; la otra fuerza semejante, a la que se temía y de la que se hablaba en su familia era su excelencia; había también una docena de fuerzas más pequeñas, entre estas los profesores del colegio, con bigotes afeitados, severos e implaca-bles; y ahora, finalmente, Modest Alekseich, hombre de rígidas re­glas, quien hasta por su cara se parecía al director. En la imaginación de Ania todas estas fuerzas se fundían y, to­mando el aspecto de un enorme y terrible oso polar, avan­zaban sobre los débiles y culpables, como su padre, y ella no se animaba a contradecirlos, sonreía forzadamente y mostraba una falsa satis-facción ante las caricias toscas y los abrazos que le causaban terror.
Una sola vez Piotr Leóntich se atrevió a pediPle al yer­no prestados cincuenta rublos para pagar una deuda muy desagradable, ¡pero cómo, debió sufrir!
-Bien, se los daré -dijo Modest Alekseich des-pués de pensar un rato-. Pero le advierto que no lo voy a ayu­dar más hasta que no deje de beber. Para un hombre que tiene un empleo nacional semejante debilidad es vergon­zosa. No puedo menos que hacerle recordar un hecho de público conocimiento, el de que esta pasión perdió a mu­chas personas capaces, mientras que de abste-nerse, qui­zás hubieran llegado con el tiempo a ser personajes de elevada posición.
Siguieron los extensos períodos que comenza-ban con: «A medida que...», «Partiendo de la situación...», «En vir­tud de lo antedicho...» mien-tras el pobre Piotr Leóntich sufría por la humilla-ción y experimentaba un fuerte deseo de beber una copa.
También los muchachos, que iban a visitar a Ania con los zapatos rotos y con los pantalones gastados, tenían que escuchar preceptos aleccio-nadores.
-Cada persona debe tener sus obligaciones -les de­cía Modest Alekseich.
En cuanto al dinero, no se lo daba. En cambio, solía regalar a Ania sortijas, pulseras y broches, señalando que era bueno tener estas cosas para el caso de cualquier emer­gencia. Y con frecuencia abría la cómoda de ella y efec­tuaba una revisión para cerciorarse de que todas las alha­jas seguían en su lugar.

II

Mientras tanto llegó el invierno. Mucho antes de la Na­vidad, en el diario locall había aparecido el anuncio sobre el habitual baile de invierno que «tendría lugar» el 29 de diciembre en el club de nobles. Todas las noches, después de los naipes, Modest Alekseich cuchicheaba, agitado, con las mujeres de sus colegas, miraba a Ania con aire preo­cupado y luego paseaba durante largo rato por la habita­ción, meditabundo. Al fin, una vez, por la noche, muy tar­de, se detuvo delante de Ania y le dijo:
-Debes hacerte un vestido de baile. ¿Compren-des? Pero, por favor, consulta con María Grigó-rievna y Natalia Kuzmínishna.
Y le dio cien rublos. Ella los aceptó, pero al encargar el vestido, no consultó a nadie; sólo habló con su padre y trató de imaginar cómo se hubiera vestido para el baile su difunta madre. Ésta se vestía siempre según la última moda, a Ania le dedicaba muchas horas, la vestía con elegancia como a una muñeca y le enseñó a hablar en francés y a bailar la mazurca a la perfección (antes de casarse, durante cinco años estuvo empleada como insti­tutriz). Igual que su madre, Ania podía transformar un viejo vestido en nuevo, lavar los guantes con bencina, alquilar las bijoux [2] o, igual que su madre, sabía entornar los ojos, tartajear, adoptar poses elegantes, entusiasmarse si era necesario y mirar con expresión triste y enigmática.
Cuando, media hora antes de partir al baile, Modest Alekseich hubo entrado, sin levita, en el. aposento de su mujer para colocar la orden en el cuello ante el trumeau, hechizado por su belleza y el esplendor de su fresco y va­poroso vestido, se peinó las patillas satisfecho y dijo:
-Mira, tú... ¡mira la mujercita que tengo!... ¡Aniuta! -prosiguió de pronto en tono solemne-. Yo te hice feliz y hoy tú podrás hacerme feliz a mí. Te ruego, ¡preséntate a la esposa de su excelencia! ¡Por el amor de Dios! ¡Me­diante ella podré obtener el cargo de informante mayor!
Partieron al baile. He aquí el club de nobles y la en­trada con el portero. El vestíbulo con los percheros, las shubas [3], los lacayos que corren y las damas escotadas que se protegen con sus abanicos de las corrientes de aire; huele a gas de alumbrado y a soldados. Cuando Ania, su­biendo las escaleras del brazo de su marido, oyó la músi­ca y en un enorme espejo se vio de cuerpo entero, ilumi­nada por una infinidad de luces, en su alma se despertó la alegría y el presentimiento de dicha que había experimen­tado ya en aquella noche de luna, en el apeadero. Iba or­gullosa, segura de sí misma, sintiéndose por primera vez una dama y no una chicuela, e imitando, sin querer, a su difunta madre en su modo de caminar y en sus ademanes. Y por primera vez en su vida sintióse rica y libre. Ni si­quiera la presencia de su marido la incomodaba, por cuan­to, habiendo atravesado el umbral del club, adivinó por instinto que la compañía del viejo marido lejos de humi­llarla, por el contrario, le imponía el sello de un excitante misterio, que tanto les gusta a los hombres. En el gran salón ya atronaba la orquesta y comenzaba el baile. Acos­tumbrada a su apartamento en la casa fiscal, Ania sintióse invadida por una impresión de luces, colores abigarrados, música y ruido; al pasear su mirada por la sada pensó: «¡Ah, qué lindo! » y enseguida distinguió entre la multitud a todos sus conocidos, a aquellos con quienes solía encon­trarse antes en las veladas y los paseos, los oficiales, los abogados, los profesores, los funcionarios, los terratenien­tes, su excelencia y las damas de alta sociedad, vestidas de fiesta, muy escotadas, bellas y feas, que estaban ocupando ya sus posiciones en los pabellones y los quioscos de la fe­ria de beneficencia para comenzar la venta a favor de los pobres. Un enorme oficial con charreteras -lo había co­nocido siendo colegiala, pero ahora no recordaba su ape­llido- surgió como brotado de la tierra y la invitó para el vals; volando ella se alejó del marido y le parecía ya na­vegar en un barco de vela en medio de una fuerte tor­menta, mientras que su marido se quedaba lejos, en la orilla... Bailó con pasión el vals, la polca y la cuadrilla, pasando de mano en mano, mareada por la música y el ruido, mezclan-do el idioma ruso con el francés, tartajean­do y riendo, sin pensar en el marido ni en nadie. Tenía éxito entre los hombres, de ello no cabía duda, y no podía ser de otro modo; se quedaba sin aliento a causa de la emoción, convulsivamente apretaba en sus manos el aba­nico y tenía sed. Piotr Leóntich, su padre, vestido con un frac arrugado que olía a bencina, se le acercó, tendiéndole un platito con helado rojo.
-Estás encantadora hoy -dijo, mirándola con admiración- y nunca he lamentado tanto que te hayas apurado para casarte... ¿Para qué? Yo sé que lo has hecho por no­sotros, pero... -Con manos temblorosas sacó un paque­tito de billetes y dijo-: A propósito, hoy cobré por mis lecciones y puedo saldar la deuda con tu marido.
Ella le puso el platito en las manos, arrastrada por alguien se alejó danzando, y por encima del hombro de su pareja vio a su padre deslizarse por el parquet, abra­zar a una dama y lanzarse con ella a girar por la sala.
«¡Qué simpático es cuándo no está borracho! »-pensó.
Bailó la mazurca: con el mismo oficial gigante; éste, pesado y grave como una mole uniformada, caminaba, mo­vía los hombros y el pecho, y apenas daba golpecitos con los pies, ya que tenía muy poca gana de bailar, mientras que ella revoloteaba a su lado, excitándolo con su belle­za, con su cuello descubierto; en sus ojos ardía el ímpetu y sus movimientos eran apasionados, pero él tornábase cada vez más indiferente y le tendía las manos con benevo­lencia, como un rey.
-¡Bravo, bravo...! -se decía entre el público.
Pero, poco a poco, también el oficial gigante se fue con­tagiando del ritmo general; se sintió animado, emociona­do y, sucumbiendo al hechizo, enardecido, movióse livia­no y juvenil, mientras ella no hacía más que mover los hombros y mirar con picardía, apareciendo ya como una reina y él como un esclavo, y le parecía que toda la sala los estaba mirando y que todas esas personas langui-de­cían de envidia. Apenas le hubo dado las gracias el oficial gigante, el público apartóse de pronto ylos hombres se estiraron extrañamente bajando los brazos... Era su ex­celencia en persona, de frac y con dos estrellas, quien se dirigía hacia ella. Sí, su excelencia caminaba derecho ha­cia ella, ya que la miraba a la cara y le sonreía melosa­mente, masticando con los labios, cosa que solía hacer cuando veía a mujeres bonitas.
-Mucho gusto, mucho gusto... -comenzó dic-iendo-. A su marido lo mandaré a la cárcel por habernos escon­dido semejante tesoro. Vengo con un encargo de mi mu­jer -prosiguió, ofreciéndole el brazo-. Debe usted ayu­darnos... Sí... Hay que otorgarle un premio de belleza... como se hace en América... Sí, sí... Los americanos... Mi mujer la está esperando con impaciencia.
La condujo a un quiosco que tenía la forma de una pequeña izba, donde atendía al público una dama de edad; la parte inferior de su rostro era desproporciona­damente grande, de tal modo que parecía tener en la boca una piedra de gran tamaño.
-Ayúdenos -dijo por la nariz y arrastrando las sí­abas. Todas las mujeres bonitas están traba-jando en la feria de beneficencia; usted es la única que está deso­cupada. ¿Por qué no quiere ayudarnos?
Ella se retiró y Ania ocupó su lugar junto a un samo­var de plata con tazas. No tardó en comenzar un vivaz negocio. Por una taza de té Ania cobraba no menos de un rublo, y el oficial gigante le obligó a tomar tres ta­zas. Acercóse Artynov, el ricachón de ojos saltones que padecía asma, pero que esta vez ya no llevaba aquel tra­je extraño con el cual Ania lo había visto en verano, sino vestía de frac, como todos. Sin apartar su mirada de Ania, bebió una copa de champaña y pagó por ella cien rublos, luego tomó una taza de té y dio cien rublos más, todo ello en silencio, padeciendo asma... Ania lla­maba a compradores y les cobraba el dinero, muy con­vencida ya de que sus sonrisas y sus miradas no propor­cionaban a la gente más que un gran placer. Comprendió que había sido creada para esta ruidosa, brillante y rien­te vida, con música, bailes, admiradores, y su antiguo miedo ante la fuerza que avanzaba amenazando aplas­tarla, ahora le parecía ridículo; ya no temía a nadie y sólo lamentaba la ausencia de su madre, que se hubiera alegrado junto con ella de sus éxitos.
Piotr Leóntich, que ya estaba pálido, pero que se sostenía aún firmemente sobre sus piernas, acercóse a la pequeña izba y pidió una copa de coñac. Ania se rubo­rizó, esperando que dijera algo impropio (ya sentía ver­güenza de tener un padre tan pobre y tan ordinario), pero él bebió, le arrojó de su paquetito un billete de diez rublos y se alejó dignamente, sin decir una sola palabra. Poco tiempo después ella lo vio con una pareja en el grand rond y esta vez ya se tambaleaba algo y lan­zaba exclamaciones, con gran confusión de su dama; Ania recordó cómo, hacía unos tres años, en un baile, su padre se había tambaleado y gritado de manera pare­cida, y el asunto concluyó con la llegada del subcomisa­rio que lo llevó a su casa a dormir y al día siguiente el director del colegio amenazó con despedirlo... ¡Qué ino­portuno era aquel recuerdo!
Cuando en las pequeñas izbas se habían apagado los samovares y las fatigadas benefacto-ras habían entregado la ganancia a la señora de la piedra en la boca, Artynov condujo a Ania, del brazo, a la sala en que fue servida la cena para todas las participantes en la feria. Los co­mensales no pasaban de veinte personas, pero la cena fue muy ruidosa. Su excelencia pronunció un brindis: «En este comedor lujoso será apropiado beber una copa por el florecimiento de comedores baratos, que fueron el objeto de la feria de hoy». El general de brigada brin­dó «por la fuerza ante la cual afloja hasta la artillería» y todos comenzaron a chocar sus copas con las de las damas. ¡Fue una cena muy, pero muy alegre!
Cuando Ania la acompañaban a su casa ya amanecía y las cocineras iban al mercado. Alegre, embriagada, llena de nuevas impresiones y rendida, se desvistió, se dejó caer en la cama y se durmió enseguida...
Después de la una de la tarde la despertó la doncella, anunciándole la visita del señor Artynov. Se vistió rápidamente y fue a la sala. Poco más tarde llegó su exce­lencia para agradecer su participación en la feria de be­neficencia. Dirigién-dole miradas melosas y masticando con los labios, le besó la mano, pidió permiso para visi­tarla otras veces y se fue, mientras que ella quedó para­da en medio de la sala, sorprendida, hechizada, sin poder creer que el cambio de su vida, el asombroso cambio, hubiese ocurrido tan pronto; y en, este momento entró su marido, Modest Alek-seich... Se detuvo delante de ella con (la misma expresión dulzona, aduladora y respetuosa del lacayo que se ve en presencia de personas ilus-tres y poderosas; y con entusiasmo, con indigna-ción, con des­precio, segura ya de que nada tenía que temer, ella le dijo, subrayando cada palabra:
-¡Váyase, imbécil!
A partir de entonces Ania no tenía ya un solo día libre, ya que, si no tomaba parte en un pic-nic, asistía a un paseo o a un espectáculo. Todas las noches regresaba al amanecer y se acostaba en la sala, en el suelo, y luego, de un modo conmovedor, contaba a todo el mundo có­mo dormía bajo las flores. Necesitaba mucho dinero, pero ya no le tenía miedo a Modest Alekseich y gastaba su dinero como si fuera el suyo propio; no se lo pedía ni exigía, se limitaba a enviarle las cuentas o las esque­las: «Sírvase entregar al portador doscientos rublos» o «Pague inmediatamente cien rublos».
Durante las fiestas de Pascua Modest Alekseich fue condecorado con la orden de Santa Ana de segundo gra­do. Cuando fue a dar las gracias, su excelencia dejó de lado el diario y acomodóse en el sillón.
-De modo que usted tiene ahora tres Anias -dijo, mirándose sus blancas manos de uñas rosadas-: una en el ojal y dos colgadas al cuello.
Modest Alekseich se puso dos dedos en los labios, por cautela, para no echarse a reír en voz alta y contestó:
-Ahora lo que queda es esperar la aparición del pe­queño Vladimiro. Me atrevo a rogar a su excelencia que sea el padrino.
Aludía a la orden de San Vladimiro de cuarto grado e imaginaba ya cómo contaría en todas partes este calem­bour suyo tan acertado por su ocurrencia y su valentía; quería decir algo más, igualmente acertado, pero su ex­celencia saludó con lla cabeza y volvió a sumergirse en el diario...
Entretanto Ania continuaba con sus paseos en tróik [4], iba de caza con Artynov, interpretaba papeles en piezas de un acto, salía a cenar y visitaba cada vez menos a los suyos. Éstos ahora almorzaban solos. Piotr Leóntich be­bía más que antes, faltaba el dinero, y el armonio hacía tiempo que se había vendido para pagar las deudas. Los muchachos ya no lo dejaban salir solo y lo vigilaban para que no, se cayera; y cuando, durante los paseos en la calle Kíevskaia tropezaban con la troika en que iba Ania, con Artynov en el pescante, Piotr Leóntich se qui­taba el sombrero de copa e intentaba gritar algo, mien­tras Petia y Andriusha lo tomaban por los brazos y le decían en tono suplicante:
-No hagas eso, papaíto... Basta, papaíto...

1.014. Chejov (Anton)


[1] Kasha: papilla de cereales de hortalizas.
[2] Abrigo de piel.
[3] Joyas, en francés.
[4] Coche o trineo tirado por tres caballos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario