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miércoles, 19 de junio de 2013

Dios ve la verdad, pero no la dice sino cuando quiere

En la ciudad de Vladimir vivía un joven comerciante, llamado Aksenov. Te­nía tres tiendas y una casa.
Era un hombre apuesto, de cabellos rizados. Tenía un carácter muy alegre y se le consideraba como el primer can­tor de la ciudad. En sus años mozbs había bebido mucho; y, cuando se em­borrachaba, solía alborotar. Pero, desde que se había casado, no bebía casi nunca, y era muy raro verlo borracho.
Un día, Aksenov iba a ir a la feria de Nijni. Al despedirse de su mujer, ésta le dijo :
-Iván Dimitrievich: no vayas. He te­nido un mal sueño, relacionado contigo.
-¿Es que temes que vaya a correr una juerga? -replicó Aksenov, echándose a reír.
-No sé lo que temo. Pero he tenido un mal sueño. Soñé que venías de la ciudad; y, cuando te quitaste el gorro, vi que tenías el pelo blanco.
-Eso significa abundancia. Si logro hacer un buen negocio, te traeré buenos regalos.
Tras de esto, Aksenov se despidió de su familia y se fué.
Cuando hubo recorrido la mitad del camino, se encontró con un comercian­te conocido; y ambos se detuvieron, para pernoctar. Después de tornar el té, fueron a acostarse, en dos habitaciones contiguas. Aksenov no solía dormir mu­cho; se despertó cuando aún era de no­che ; y, para hacer el viaje con la fres­ca, llamó al cochero y le mandó en­ganchar los caballos. Después, arregló las cuentas con el posadero y se fué.
Ya había dejado atrás cuarenta verstas, cuando se detuvo para dar pienso a los caballos; descansó un rato en el zaguán de la posada y, a la hora de comer, pidió un samovar. Luego sacó la gui­tarra y empezó a tocar. Pero, de pronto, llegó una troika con cascabeles. Se apea­ron de ella dos soldados y un oficial, que se acercó a Aksenov y le preguntó quién era y de dónde venía. Este res­pondió la verdad a todas las preguntas, y hasta invitó a su interlocutor a tomar una taza de té. Pero él continuó hacien­do preguntas. ¿Dónde había pasado aque­lla noche? ¿Había dormido solo o con algún compañero? ¿Había visto a éste de madrugada? ¿Por qué se había marchado tan temprano de la posada? Aksenov se sorprendió de que le preguntara todo aquello.
-¿Por qué me interroga? -inquirió a su vez-. No soy ningún ladrón, ni tampoco un bandido. Mi viaje se debe a unos asuntos particulares.
-Soy jefe de Policía; y te pregunto todo esto porque encontraron degollado al comerciante con el que pasaste la no­che -replicó el oficial-; quiero ver tus cosas -añadió, después de llamar a los soldados y de ordenarles que lo ca­chearan.
Entraron en la posada y revolvieron las cosas de la maleta y del saco de viaje de Aksenov. De pronto, el jefe de Policía encontró un cuchillo en el saco.
-¿De quién es esto? -exclamó.
Aksenov se horrorizó al ver que ha­bían sacado un cuchillo ensangrentado de sus cosas.
-¿Por qué está manchado de san­gre? -preguntó el jefe de Policía.
Aksernov apenas pudo balbucir lo si­guiente:
-Yo... yo no sé... yo... este cu... no es mío.
-De madrugada, han encontrado al comerciante, degollado, en la cama. La isba donde habéis pernoctado estaba ce­rrada por dentro y nadie ha entrado en ella, salvo vosotros dos. Este cuchillo ensangrentado estaba entre tus cosas y, además, por tu cara, se ve que eres cul­pable. Dime cómo lo has matado y qué cantidad de dinero le quitaste.
Aksenov juró que no había cometido ese crimen ; que no había vuelto a ver al comerciante, después de haber toma­do el té con él; que los ocho mil rublos que llevaba eran de su propiedad y que el cuchillo no le pertenecía. Pero al decir esto se le quebraba la voz, estaba pálido y temblaba, de pies a cabeza, como un culpable.
El jefe de Policía ordenó a los solda­dos que ataran a Aksenov y lo llevaran a la troika. Cuando lo arrojaron en el vehículo con los pies atados, se per­signó, y se echó a llorar. Le quitaron todas las cosas y el dinero y lo ence­rraron en la cárcel de la cuidad más cercana. Pidieron informes de Aksenov en la ciudad de Vladimir. Tanto los co­merciantes como la demás gente de di­cha ciudad dijeron que aunque de mozo se había dado a la bebida, era un hom­be bueno. Juzgaron a Aksenov por ha­ber matado a un comerciante dé Riazan y por haberle robado veinte mil rublos.
Su mujer estaba preocupadísima y no sabía ni qué pensar. Sus hijos eran de corta edad, y el más pequeño, de pecho. Se dirigió, con todos ellos, a la ciudad en que Aksenov se hallaba detenido. Al principio, no le permitieron verlo; pero, tras de muchas súplicas, los jefes de la prisión lo trajeron a presencia suya. Al verlo, vestido de presidiario encadenado, la pobre mujer se desplomó y tardó mu­cho en recobrarse. Después, con los niños en torno suyo, se sentó junto a él, lo puso al tanto de los pormenores de la casa y le hizo algunas preguntas. Akse­nov relató a su vez, con todo detalle, lo que le había ocurrido.
-¿Qué pasará ahora? -preguntó la mujer.
-Hay que pedir clemencia al zar. No es posible que perezca un hombre inocente.
La mujer le explicó que había hecho una instancia; pero que no había llega­do a manos del zar.
-No en vano soñé que se te había vuelto el pelo blanco, ¿te acuerdas? Has encanecido de verdad. No debiste hacer ese viaje -exclamó ella; y, luego acariciendo la cabeza de su marido, añadió-: Mi querido Vania, di la verdad a tu es­posa. ¿Fuiste tú?
-¿Eres capaz de pensar que he sido yo? -exclamó Aksenov; y, cubrién-dose la cara con las manos, rompió a llorar.
Al cabo de un rato, un soldado or­denó, a la mujer y a los hijos de Akse­nov que se fueran. Esta fué la última vez que Aksenov vió a su familia.
Posteriormente, recordó la conversa­ción que había sostenido con su mujer. y que también ella había sospechado de él, y se dijo: "Por lo visto, nadie, ex­cepto Dios, puede sr ber la verdad. Sólo a El hay que rogarle y sólo a El es­perar misericordia." Desde entonces, dejó de presentar solicitudes y de tener espe­ranzas. Se limitó a rogar a Dios.
Le condenaron a ser azotado y a tra­bajos forzados. Cuando se le cicatrizaron las heridas de la paliza, fué deportado a Siberia en compañía de otros presos.
Vivió veintiséis años en Siberia; los cabellos se le tornaron blancos como la nieve y le creció una larga barba, rala y canosa. Su alegría se disipó por com­pleto. Andaba lentamente y muy encor­vado; y hablaba poco. Nunca reía y, a menudo, rogaba a Dios.
En el cautiverio aprendió a hacer bo­tas; y, con el dinero que ganó en su nuevo oficio, compró el libro de los Már­tires, que solía leer cuando había luz en su celda. Los días festivos iba a la igle­sia de la prisión, leía el libro de los Apóstoles y cantaba en el coro. Su voz se había conservado bastante bien. Los jefes de la prisión querían a Aksenov por su carácter tranquilo. Sus compañe­ros lo llamaban "abuelito" y "hombre de Dios". Cuando querían pedir algo a los jefes, lo mandaban como representan­te; y, si surgía alguriá pelea entre, ellos, acudían a él, para que pusiera paz.
Aksenov no recibía cartas de su casa e ignoraba si su mujer y sus hijos vi­vían.
Un día trajeron a unos prisioneros nuevos a Siberia. Por la noche, todos se reunieron en torno a ellos y les pregun­taron de dónde venían y cuál era el mo­tivo de su condena. Aksenov acudió también junto a los nuevos prisioneros y, con la cabeza inclinada, escuchó lo que decían.
Uno de los recién llegados era un viejo bien plantado, de unos sesenta años, que llevaba una barba corta en­trecana. Contó por qué lo habían de­tenido.
-Amigos míos, me encuentro aquí sin haber cometido ningún delito. Un día desaté el caballo de un trineo, y me acusaron de haber robado. Expliqué que había hecho aquello porque tenía prisa en llegar a un lugar determinado. Ade­más el cochero era amigo mío. No creía haber hecho nada malo; sin embargo, me acusaron de robo. En cambio, las autoridades no saben dónde ni cuando robé de verdad. Hace tiempo cometí un delito, por el que hubiera debido haber estado aquí. Pero ahora me han conde­nado injustamente.
-¿De dónde eres? -preguntó uno de los prisioneros.
-De la ciudad de Vladimir. Me de­dicaba al comercio. Me llamo Makar Se­mionovich.
Aksenov preguntó, levantando la ca­beza:
-¿Has oído hablar allí de los Akse­nov?
-¡Claro que sí ! Es una familia aco­modada, a pesar de que el padre está en Siberia. Debe de ser un pecador como nosotros. Y tú, abuelo, ¿por qué estás aquí?
A Aksenov no le gustaba hablar de su desgracia.
-Hace veinte años que estoy en Si­beria a causa de mis pecados -dijo, sus­pirando.
-¿Qué delito has cometido? -pregun­tó Makar Semionovich.
-Si estoy aquí, será que lo merezco -exclamó Aksenov, poniendo fin a la conversación.
Pero los prisioneros explicaron a Ma­kar Semionovich por qué se encontraba Aksenov en Siberia: una vez que iba de viaje, alguien mató a un comerciante y escondió el cuchillo ensangrentado entre las cosas de Aksenov. Por ese motivo lo habían condenado injustamente.
-¡Qué extraño! ¡Qué extraño! ¡Có­mo has envejecido, abuelito! -exclamó Makar Semionovich, despues de exami­nar a Aksenov; y le dió una palmada en las rodillas.
Todos le preguntaron de qué se asom­braba y dónde había visto a Aksenov; pero Makar Semionovich se limitó a decir:
-Es extraño, amigos míos, que nos ha­yamos tenido que encontrar aquí.
Al oír las palabras de Makar Semio­novich, Aksenov pensó que tal vez su, piera quién había matado al comerciante.
-Makar Semionovich; ¿has oído ha­blar de eso antes de venir aquí? ¿Me has visto en alguna parte? -preguntó.
-El mundo es un pañuelo y todo se sabe. Pero hace mucho que oí hablar de ello, y ya no me acuerdo casi.
-Tal vez sepas quién mató al comer­ciante.
-Sin duda ha sido aquel entre cu­yas cosas encontraron el cuchillo -repli­có Makar Semionovich echándose a reír-. Incluso si alguien o metió allí, como no lo han cogido, no se le consi­dera culpable. ¿Cómo iban a esconder el cuchillo en tu saco si le tenías debajo de la cabeza? Lo habrías notado.
Cuando Aksenov oyó esto, pensó que aquel hombre era el criminal. Se puso en pie y se alejó. Aquella noche no pudo dormir. Lo invadió una bran tristeza. Se representó a su mujer tal y como era cuando lo acompañó, por ultima vez, a una feria. La veía como si estuviese ante él; veía su cara y sus ojos y oía sus palabras y su risa. Después se imaginó a sus hijos como eran entonces, peque­ños aún, uno vestido con una pelliza y el otro junto al pecho de su madre. Recordó los tiempos en que fuera joven y alegre; y el día en que se hallaba sentado en el porche de la posada, to­cando la guitarra, y vinieron a detenerlo. Recordó cómo lo azotaron; y le pareció volver a ver al verdugo, a la gente que estaba alrededor, a los presos... Se le re­presentó toda su vida durante aquellos veintiséis años hasta llegar a viejo. Fué tal su desesperación, al pensar en todo esto, que estuvo a punto de poner fin a su vida.
"Todo lo que me ha ocurrido ha sido por este malhechor", pensó.
Sintió una ira invencible contra Ma­kar Semionovich; y quiso vengarse de él, aunque esa venganza le costase la vida. Pasó toda la noche rezando; pero no logró tranquilizarse. Al día siguiente, no se acercó para nada a Makar Semio­novich,, y procuró no mirarlo siquiera.
Así transcurrieron dos semanas. Akse­nov no podía dormir y era tan grande su desesperación, que no sabía qué hacer.
Una noche empezó a pasear por la sala. De pronto, vió que caía tierra de­bajo de un catre. Se detuvo para ver qué era aquello. Súbitamente Makar Se­mionovich salió de debajo del catre y miró a Aksenov con expresión de susto. Este quiso alejarse; pero Makar Semio­novich, cogiéndolo de la mano, le contó que había socavado un paso debajo de los muros y que todos los días, cuando lo llevaban a trabajar, sacaba la tierra metida en las botas.
-Si me guardas el secreto, abuelo, te ayudaré a huir. Si me denuncias me azotarán ; pero tampoco te vas a librar tú, porque te mataré.
Viendo ante sí al hombre que le ha­bía hecho tanto daño, Aksenov tembló, de pies a cabeza. Invadido por la ira, se soltó de un tirón y exclamó:
-No tengo por qué huir, ni tampoco tienes por qué matarme; hace mucho que lo hiciste. Y en cuanto a lo que preparas, lo diré o no lo diré, según Dios me dé a entender.
Al día siguiente, cuando sacaron a los presos a trabajar, los soldados se dieron cuenta de que Malar Semionovich lleva­ba tierra en las cañas de las botas. Des­pués de una serie de búsquedas, encon­traron el subterráneo que había hecho. Llegó el jefe de la prisión, para interro­gar a los presos. Todos se negaron a hablar. Los que sabían que era Makar Se­mionovich, no lo delataron, porque les constaba que lo azotarían hasta dejarlo medio muerto. Entonces el jefe de la prisión se dirigió a Aksenov. Sabía que era veraz.
-Abuelo, tú eres un hombre justo. Dime quién ha cavado el subterráneo, como si estuvieras ante Dios.
Makar Semionovich miraba al jefe de la prisión como si tal cosa; no se volvió siquiera hacia Aksenov. A éste le tem­blaban las manos y. los labios. Durante largo rato no pudo pronunciar una sola palabra. "¿Por qué no delatarlo cuando él me ha perdido? Que pague por todo lo que me ha hecho sufrir. Pero si lo delato, lo azotarán. ¿Y si lo acuso injus­tamente? Además, ¿acaso esto iliviaría mi situación?", pensó.
-Anda, viejo, dime la verdad: ¿quién ha hecho el subterráneo? -preguntó de nuevo el jefe.
-No puedo, excelencia -replicó Akse­nov, después de mirar a Makar Semio­novich-. Dios no quiere que lo diga; y no lo haré. Puede hacer conmigo lo que quiera. Usted es quien manda.
A pesar de las reiteradas insistencias del jefe, Aksenov no dijo nada más. Y no se enteraron de quién había cavado el subterráneo.
A la noche siguiente, cuando Akse­nov se acostó, apenas se hubo dormido, oyó que alguien se había acercado, sen­tándose a sus pies. Miró y reconoció a Makar Semionovich.
-¿Qué más quieres? ¿Para qué has venido? -exclamó.
Makar Semionovich guardaba silencio.
-¿Qué quieres? ¡Lárgate! Si no te vas, llamaré al soldado -insistió Aksenov, incorporándose.
Makar Semionovich se acercó a Akse­nov; y le dijo, en un susurro:
-¡Iván Dimitrievich, perdóname!
-¿Qué tengo que perdonarte?
-Fui yo quien maté al comerciante y quien metió el cuchillo entre tus co­sas. Iba a matarte a ti también; pero oí ruido fuera. Entonces oculté el cu­chillo en tu saco; y salí por la ventana.
Aksenov no supo qué decir. Makar Semionovich se puso en pie e, inclinán­dose hasta tocar el suelo, exclamó:
-Iván Dimitrievich, perdóname, ¡per­dóname por Dios! Confesaré que maté al comerciante y te pondrán en libertad. Podrás volver a tu casa.
-¡Qué fácil es hablar! ¿Dónde quie­res que vaya ahora?... Mi mujer ha muerto, probablemente; y mis hijos me habrán olvidado... No tengo adónde ir...
Sin cambiar de postura, Makar Semio­novich golpeaba el suelo con la cabeza, repitiendo:
-Iván Dimitrievich, perdóname. Me fué más fácil soportar los azotes, cuando me pegaron, que mirarte en este mo­mento... Por si es poco, te apiadaste de mí, y no me has delatado. ¡Perdóname, en nombre de Cristó! Perdóname a mí, que soy un malhechor.
Makar Semionovich se echó a llorar. Al oír sus sollozos, también Aksenov se deshizo en lágrimas.
-Dios te perdonará; tal vez yo sea cien veces peor que tú -dijo.
Repentinamente un gran bienestar in­vadió su alma. Dejó de añorar su casa. Ya no sentía deseos de salir de la pri­sión; esperaba sólo que llegase su últi­mo momento.

Makar Semionovich no hizo caso a Aksenov y confesó su crimen. Pero cuan­do llegó la orden de libertad, Aksenov había muerto ya.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)

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