Una vez había en una
ciudad un zapatero remendón llamado Mijail Avdeievich. Vivía en un sótano en
el cual entraba la luz por una ventana. Esa ventana daba a la calle y por
ella se veía pasar a la gente. Aunque sólo se distinguían los pies de los
transeúntes, el zapatero conocía por el calzado a cuantos cruzaban por allí.
Se trataba de un hombre viejo y acreditado en su oficio; así, pues, era raro
que existiera en la ciudad un par de botas que no hubiese pasado una o dos
veces por su casa, para remendarlas con piezas, para ponerles medias suelas o
renovar las cañas. Por esa causa, a menudo veía por la ventana la obra de sus
manos,
Mijail tenía siempre
encargo de sobra, porque su trabajo era pulcro, sus géneros buenos, no cobraba
caro y entregaba el calzado que le confiaban el día convenido, con toda
puntualidad. Esto hacía que todos lo estimasen y que nunca faltase trabajo en
su taller.
Siempre había demostrado
Mijail ser un buen hombre; pero al envejecer, empezó a pensar más que nunca en
su alma y en acercarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrono,
murió su mujer, dejándole un hijo de tres años. Habían tenido antes otros hijos,
pero todos habían muerlo.
Al verse solo con su hijo
tuvo la intención de mandarlo a la aldea, a casa de un hermano suyo; pero se
dijo:
"Le será muy duro a
mi pequeño Karp vivir separado de mí. Es mejor que se quede conmigo."
Poco después, Mijail se
despidió de su patrono y establecióse por su cuenta.
Pero Dios no había
bendecido a Mijail en sus hijos. Cuando su último hijo había llegado ya a ser
un mocito y empezaba a ayudarle, cayó enfermo, y murió, al cabo de una
semana.
Mijail enterró a su hijo.
Aquella pérdida hirió tan profundamente su corazón, que hasta llegó a
murmurar de la justicia divina. Se sentía muy desgraciado y, a menudo, rogaba
al Señor que le quitase la vida. Le reprochaba que no se lo hubiese llevado a
él, que era viejo, en vez de a su único hijo, tan adorado. Y dejó de ir a la
iglesia.
Pero un día -era por
Pascua Florida- llegó a casa del zapatero un paisano suyo que desde hacía ocho
años recorría el mundo como peregrino. Hablaron largo rato, y Mijail se quejó
amargamente de sus desgracias.
-Ya he perdido el deseo
de vivir; sólo ansío la muerte. Es lo único que pido a Dios porque no tengo
ninguna ilusión en la vida.
-Haces mal en hablar de
esta manera, Mijail. Los hombres no deben juzgar las obras de Nuestro Señor,
porque sus móviles están por encima de nuestro entendimiento. El ha decidido
que tu hijo muera y que tú vivas. Luego así debe ser. Tu desesperación procede
de que quieres vivir por ti, por tu propia felicidad.
-¿Para qué se vive
entonces, si no es para eso? -preguntó el zapatero.
-Es preciso vivir por
Dios y para Dios. El es quien da la vida y para El debes vivir. Cuando así lo
hagas, dejarás de tener penas y todo lo sobrellevarás con paciencia.
Mijail se quedó callado
durante un momento; y, por fin, dijo:
-¿Y cómo se vive para
Dios?
-Cristo lo ha dicho.
¿Sabes leer? No tienes más que comprar los Evan-gelios y allí lo aprenderás. En
las Sagradas Escrituras encontrarás respuesta a todo cuanto preguntes.
Estas palabras hallaron
eco en el corazón de Mijail. Aquel mismo día fué a comprar un ejemplar del
Nuevo Testamento, impreso en caracteres gruesos, y se puso a leerlo.
Se había propuesto leer
solamente en los días de fiesta; pero, una vez que hubo comenzado, sintió un
tal consuelo en el alma, que tomó la costumbre de leer alguna páginas todos los
días. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que no se decidía a
dejar el libro de la mano hasta que se consumía todo el petróleo de la lámpara.
Así, pues, leía todas las
noches; y, cuanto más avanzaba en la lectura, más clara cuenta se daba de lo
que Dios le exigía y cómo había que vivir para Dios. Y con ello fué penetrando,
dulcemente, la alegría en su alma.
Antes, cuando iba a
acostarse, suspiraba y gemía, evocando a su hijo; ahora, se contentaba con
decir:
-¡Gloria a Ti, gloria a
Ti, Señor!
¡Esa ha sido tu voluntad!
Desde entonces, la vida
del zapatero cambió por completo. Antes, en los días festivos, se le ocurría
entrar en una taberna a beber té y, a veces, un vasito de vodka. Y en
ocasiones, bebía con algún amigo y llegaba a salir de la taberna, no precisamente
borracho, pero sí un poco alegre, lo que le inducía a decir estupideces y hasta
a insultar a cuantos se cruzaran en su camino.
Todo esto desapareció.
Ahora su vida se deslizaba pacífica y feliz. Al amanecer, se ponía al trabajo;
y, terminada su tarea, descolgaba la lámpara, la colocaba en la mesa y, tras
de coger los Evangelios del estante, los abría y empezaba a leer. Cuando más
leía, más iba comprendiendo; y una dulce serenidad embargaba poco a poco su
alma.
Un día empezó la lectura
más tarde que de costumbre. Había llegado al Evangelio de San Lucas, y vió en
el capítulo VI los versículos siguientes:
"Al que te pegue en
una mejilla, preséntale también la otra; y si alguno te quita tu capa, no le
impidas que tome también la túnica de debajo.
"Da a todos los que
te pidan; y si alguno te quita lo que te pertenece, no se lo exijas.
"Lo que queráis que
os hagan los demás, hacédselo a ellos vosotros."
Luego, leyó los
versículos en que el Señor dice:
"¿Por qué me
llamáis: ¡Señor! ¡Señor!, y no hacéis lo que os digo?
"Yo os mostraré a
quién se parece todo aquel que viene a Mí y que escucha mis palabras y las
pone en práctica.
"Se asemeja a un
hombre que edificó una casa, y que habiendo excavado profundamente, asentó los
cimientos sobre roca, y cuando llegó un aluvión, el torrente chocó con
violencia contra esta casa; pero no pudo derribarla, porque estaba fundada
sobre roca.
"Pero el que escucha
mis palabras y no las pone en práctica, es semejante a un hombre que ha
edificado su casa en la tierra, sin cimientos; y el torrezite, al dar en ella
con violencia, la ha derribado y la ruina ha sido grande."
Mijail leyó estas
palabras y su corazón se inundó de alegría. Quitóse los lentes, los dejó sobre
el libro, y, apoyando los codos en la mesa, se sumió en reflexiones. Comparó
sus propios actos a esas palabras; y dijo:
"¿Estará mi casa
fundada sobre roca o sobre arena? ¡Qué bien si estuviera sobre roca! ¡Qué
felicidad le embarga a uno cuando se encuentra a solas con su conciencia y ha
procedido como Dios manda! En cambio, si uno se distrae de Dios, puede volver a
incurrir en el pecado. Sea como sea, he de seguir como hasta ahora, porque esto
es bueno. ¡Dios me proteja! "
Después de haber
reflexionado así, se dispuso a acostarse. Pero le daba lástima separarse del
libro; y empezó a leer el capítulo séptimo. En él leyó la historia del
centurión y del hijo de la viuda, y las respuestas de Jesús a los discípulos de
San Juan. Llegó al pasaje en que el rico fariseo invitó a su casa al Señor;
vió cómo la pecadora le ungió los pies y se los lavó con sus lágrimas, y cómo
le fueron perdonados sus pecados. Y después leyó lo siguiente, en el capítulo
XLIV:
"Entonces,
volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? He entrado en tu
casa y no me has dado agua para los pies; y ella los ha regado con sus lágrimas
y los ha secado con sus cabellos.
"No me has dado el
ósculo de paz; y ella, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies.
"No has ungido con
aceite mi cabeza; pero ella ha ungido mis pies con aceite oloroso."
Al leer este versículo,
Mijail pensó:
"Tú no me has dado
agua para los pies; no me has dado el ósculo de paz; no has ungido con aceite
mi cabeza."
De nuevo se quitó los
lentes, los dejó en el libro y se puso a meditar. "Aquel fariseo debía de
ser como yo -se dijo. Yo también he pensado únicamente en mí. Con tal de
beber té, de que no me faltara lumbre ni careciera de nada, casi no me acordaba
del invitado. Sólo pensaba en mí, y no en el huésped. Sin embargo, ¿quién era
ese huésped? ¡El Señor en persona...! Si hubiera venido a mi casa, ¿hubiera yo
procedido de esta manera?
Mijail apoyó pensativo
los codos en la mesa, dejó caer la cabeza sobre las manos, y sin darse cuenta,
se quedó dormido.
-¡Mijail! -dijo, de
pronto, una voz en su oído.
El zapatero se despertó,
sobresaltado.
-¿Quién es? -preguntó,
incorporándose.
Miró a la puerta; pero,
al no ver a nadie, volvió a dormirse. Sin embargo, acto seguido oyó estas
palabras:
-¡Mijail! ¡Mijail! Mira
mañana a la calle, que vendré a verte.
Volviendo en sí, se
levantó de la silla y se frotó los ojos. No hubiera podido asegurar si aquellas
palabras las había oído en sueños o en realidad.
Finalmente, apagó la
lámpara y se acostó. A la mañana siguiente, se levantó antes que amaneciera.
Tras de rezar su plegaria acostumbrada, encendió la estufa y puso a cocer la
sopa y las gachas, preparó el samovar.
Luego, se puso el mandil y se sentó junto a la ventana, para empezar su labor
de todos los días.
Mientras trabajaba, no
podía apartar de su imaginación lo que le sucediera la víspera, y no sabía qué
pensar. Tan pronto le parecía que había sido víctima de una alucinación, como
que alguien le había hablado en realidad.
"Son cosas que
suceden en la vida" se dijo.
Siguió trabajando. A
ratos, echaba una ojeada a la ventana; y, cuando pasaba alguno cuyas botas no
conocía, se incorporaba para ver mejor, no sólo los pies, sino la cara del
desconocido.
Pasó un portero calzado
con valenki nuevas; luego, un
aguador; después, un viejo soldado del tiempo de Nicolás, provisto de una
pala; llevaba unas botas muy recompuestas y tan viejas casi como él mismo.
Ese soldado se llamaba
Stepanich. Vivía en casa de un comerciante de la vecindad, que lo había
recogido por consideración a sus años y a su extrema pobreza. Para darle
alguna ocupación compatible con sus años, le había encargado de ayudar al
portero.
El viejo soldado se puso
a quitar la nieve ante la ventana del zapatero. Este lo miró y prosiguió su
tarea.
"Soy tonto en pensar
de este modo -se dijo, riéndose de sí mismo-. Es Stepanich el que está
limpiando la nieve y yo me figuro que es Cristo que ha venido a verme. La
verdad es que estoy divagando; soy tonto."
No obstante, al cabo de
haber dado diez puntos, volvió a mirar por la ventana y vió al viejo soldado,
que, tras de dejar la pala apoyada contra la pared, descansaba, procurando
calentarse.
"Es muy viejo ese
desdichado. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para quitar la nieve. Le vendría
bien tomar una taza de té; precisamente tengo aquí el samovar, que se está
apagando", se dijo Mijail
Y acto seguido, clavó la
lezna en el banquillo, se levantó, puso el samovar
en la mesa, echó agua en la tetera y dió unos golpecitos en la ventana. Stepanich
se volvió. Mijail le hizo una seña y se dirigió a la puerta para abrirla.
-Ven. Pasa a calentarte,
debes de tener frío -dijo.
-¡Líbrenos Dios! Ya lo
creo que lo tengo; me duelen los huesos -replicó el viejo.
Al entrar, se sacudió la
nieve de los pies, por temor a manchar el suelo, y sus piernas vacilaron.
-No te molestes en
limpiarte los pies; ya barreré luego. No importa que se manche el suelo, Ven,
siéntate y toma un poco de té.
El zapatero sirvió dos
vasos de té hirviente, y tendió uno a su huésped. Después echó el suyo en el
platillo y se puso a soplar para enfriarlo.
Cuando hubo apurado su
vaso, el viejo soldado lo volvió boca abajo sobre el platillo, puso encima el
azúcar que le habla sobrado y dió las gracias al zapatero. Pero era evidente
que hubiera de ayudar al portero.
Bebido gustosamente otro
vaso.
-Toma más -dijo Mijail,
llenando de nuevo los dos vasos.
Mientras tomaba el té, el
zapatero no hacía más que mirar hacia la sala.
-¿Esperas a alguien? -preguntó
el huésped.
-Me preguntas si espero a
alguien. Vergüenza me da decirte a quién espero. Ignoro si tengo o no razón
para esperar; pero una palabra que me ha llegado al corazón... ¿Sería un
sueño? No lo sé. Figúrate, amigo mío, que anoche estaba leyendo los
Evangelios... ¡Cuánto sufrió Jesús cuando estaba entre los hombres! Has oído
hablar de esto, ¿no es cierto?
-En efecto, he oído decir
algo así; pero nosotros, los ignorantes, no sabemos leer -respondió el
soldado.
-Pues, como te digo,
estaba leyendo la historia de cómo pasó por el mundo Nuestro Señor y llegué a
cuando estaba en casa del fariseo y éste no salió a su encuentro... Después de
haber leído esto, pensé: "¿Cómo no honrar lo mejor posible a Nuestro
Señor? Si me sucediese algo parecido, todo me parecería poco para honrarle.
Sin embargo, el fariseo no lo recibió bien." Tales eran mis pensamientos
cuando me quedé dormido. Y, de pronto, oí que alguien me llamaba por mi
nombre. Me levanté y me pareció que la voz murmuraba: "Espérame, que
vendré mañana." Lo dijo dos veces seguidas... Y no me lo creerás. Tengo
esa idea metida en la cabeza, y, aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad,
sigo esperando a nuestro Padre.
El soldado movió la
cabeza, sin responder. Apuró el vaso y lo dejó en el platillo; pero el
zapatero se lo llenó de nuevo.
-Toma más y que te
aproveche. Creo que El, nuestro Padre, no rechazó a nadie cuando andaba por el
mundo. Y sobre todo, iba buscando a los humildes, cuyas casas visitaba. Eligió
a sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores y artesanos como
nosotros. "El que se ensalce será humillado, y el que se humille será
ensalzado... Me llamáis Señor, y yo os lavo los pies; el que quiera ser el
primero, debe ser el servidor de los demás. Bien-aventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos."
Stepanich había olvidado
su vaso de té. Era un viejo sensible. Escuchaba las palabras de Mijail y las
lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
-Anda, bebe más -dijo
éste.
Pero el soldado se
persignó, dió las gracias y, tras de apartar el vaso, se puso en pie.
-Mucho te agradezco,
Mijail, que me hayas tratado de este modo, satisfaciendo al mismo tiempo mi
alma y mi cuerpo.
-Estoy siempre a tu
disposición. Hasta otra vez. Acuérdate de que me alegra mucho que vengas a
verme.
Cuando se marchó el
soldado, el zapatero acabó de tomar el té que quedaba en su vaso y volvió a
sentarse junto a la ventana, para trabajar.
Según iba cosiendo, no
hacía más que echar ojeadas por la ventana y esperar a Cristo. Sólo pensaba en
El y repasaba en su imaginación las cosas que había hecho y las palabras que
había pronunciado.
Pasaron dos soldados; uno
llevaba botas de ordenanza; el otro, botas de su propiedad; luego, un noble con
chanclos de goma, al que seguía un panadero, cargado con una cesta.
En esto, frente a la
ventana apareció una mujer, con medias de lana y zapatos de campesina. Se
arrimó a la pared. Mijail miró a través de los cristales, viendo a una
forastera con un niño en brazos. Arrimada a la pared, volvía la espalda al
viento. Procuraba abrigar a la criatura, sin lograrlo, porque nada tenía para
envolverla. A pesar del frío, la mujer llevaba un traje de verano en bastante
mal estado.
Desde su ventana, el
zapatero oyó que el niño lloraba y que los esfuerzos de la madre por
tranquilizarlo eran inútiles. Entonces, levantándose, abrió la puerta, salió y
gritó:
-¡Oye! ¡Oye! Escúchame...
La forastera oyó a Mijail
y se volvió hacia él.
-¿Por qué te quedas ahí a
la intemperie con tu hijo? Ven, entra en mi cuarto. Podrás cuidarle mejor...
Pasa por aquí, por aquí...
Muy sorprendida, la mujer
vió a un viejo con mandil, que le hacía señas para que se acercase. Obedeció.
Bajó la escalera y entró en la habitación.
-Ven acá; siéntate junto
a la estufa. Caliéntate y da el pecho a tu hijo.
-Es que ya no tengo
leche. Es más; desde esta mañana no he probado nada...
Sin embargo, dió el pecho
a la criatura.
El zapatero volvió la
cabeza. Se acercó a la mesa y cogió pan y un tazón. Luego abrió la estufa,
donde hervía la sopa, y sacó un cucharón; pero, como no había cocido lo
bastante, vertió sólo el liquido en el tazón que dejó en la mesa. Cortó el pan
y, tras de extender una servilleta, puso un cubierto.
-Siéntate y come.
Mientras tanto, yo tendré a tu hijo. He sido padre y sé cuidar a los pequeños.
La mujer se persignó, se
sentó ante la mesa y empezó a comer. Mijail, sentado en su cama con el niño, lo
besaba para tranquilizarlo. Como el pequeño seguía llorando, a pesar de todo,
el zapatero discurrió amenazarlo con un dedo, que acercaba y alejaba alternativamente
a los labios del niño, pero sin llegar a tocarle, porque su mano estaba
manchada de pez. Atento a aquello que se movía tan cerca de su cara, el pequeño
cesó de gritar y hasta se echó a reír, con gran alegría de Mijail.
Lo forastera contó quién
era y de dónde venía.
-Soy mujer de un soldado.
Hace ocho meses que se llevaron a mi marido, y no tengo noticias de él. Me
defendía con mi empleo de cocinera, antes de dar a luz. Pero, después, ya no
quisieron tenerme en ninguna casa, a causa del pequeño. Hace tres meses que
estoy sin colocación. En ese tiempo he gastado cuanto tenía. Me he ofrecido
como nodriza; pero no han querido tomarme, porque dicen que estoy muy delgada.
Entonces he ido a casa de una tendera, donde está colocada mi hija mayor. Me
han prometido colocarme. Pero me han dicho que vuelva la semana que viene... La
tendera vive muy lejos. Me he agotado y mi hijito también. Menos mal que la
patrona se ha apiadado de nosotros y nos deja dormir en su casa, por amor de
Dios. De otro modo, no sé qué sería de mi hijo ni de mí...
-¿No tienes vestidos de
abrigo?preguntó el zapatero, lanzando un suspiro.
-No. Ayer empeñé mi
último pañolón de lana, por veinte copecks.
La mujer se acercó al
lecho y tomó al niño en brazos. Mijail rebuscó entre sus cosas y, por fin,
encontró un caftán viejo.
-Toma. Está bastante
usado; pero servirá para cubrirte un poco.
La forastera miró al
zapatero y el caftán y, tras de coger la prenda, rompió a llorar. No menos
conmovido, Mijail volvió el rostro. Luego, fué hacia su cama, y sacó de debajo
de ésta un cofrecito. Tomó algo de él, y se sentó de nuevo, frente a la
desdichada mujer.
-Dios te lo premie -dijo
ésta-. Sin duda, El es quien me ha llevado a tu ventana. Sin eso, la criatura
se hubiera helado. Cuando salí hacía calor y, en cambio ahora, ¡qué frío! ¡Qué
buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y apiadarte de
nosotros!
El zapatero sonrió.
-En efecto, ha sido El
quien me ha dado esa idea. No miré por casualidad.
Y Mijail contó a la mujer
que en sueños había oído una voz y que Jesús le había prometido ir a su casa
aquel día.
-Todo puede suceder -dijo
la forastera, levantándose.
Tomó el viejo caftán,
envolvió al niño y se inclinó ante el zapatero, para darle las gracias.
-Toma eso en nombre de
Dios -exclamó éste, deslizándole en la mano una moneda de veinte copecks: Cógelo para desempeñar tu
pañolón.
La mujer hizo la señal de
la cruz, Mijail la imitó y fijé a acompañarla hasta la puerta. Y la forastera
se marchó.
Cuando hubo comido la
sopa, Mijail volvió a su faena. Mientras manejaba la lezna, tenía la atención
puesta en la ventana. Cada vez que vislumbraba una sombra, alzaba los ojos para
examinar al transeúnte. Conocía a algunos de ellos, y a otros no. Pero estos
últimos no ofrecían nada de particular.
De repente vió detenerse,
precisamente frente a su ventana, a una anciana vendedora ambulante, que
llevaba una cestita con manzanas. Quedaban pocas; sin duda había vendido ya la
mayor parte. Además, iba cargada de un saco de ramitas secas, que debía de
haber recogido en los alrededores de alguna fábrica de carbón. Probablemente,
regresaba a su casa. Al parecer, el saco le hacía daño en el hombro y quería
cambiárselo al otro, para lo cual lo dejó en el suelo, puso la cestita de
manzanas en el alféizar de la ventana y empezó a arreglar las ramitas.
Mientras estaba entretenida en ese menester, un golfillo que había surgido de
pronto robó una manzana y quiso escaparse. Pero la anciana lo advirtió y,
volviéndose presurosa, lo agarró por una manga. El muchacho se debatió todo lo
que pudo; sin embargo, la mujer consiguió retenerlo, le arrancó la gorra y le
dió un tirón de pelos.
El golfillo gritaba y la
anciana se enfurecía por momentos. Sin perder tiempo ni siquiera en clavar la
lezna, el zapatero la dejó caer al suelo y se precipitó hacia la puerta. En
su carrera perdió los lentes y estuvo a punto de rodar por las escaleras. Una
vez en la calle, vió que la mujer tiraba de los cabellos al mozalbete y lo
golpeaba despiadadamente, amenazándole con entregarlo a un guardia,
El muchacho seguía
debatiéndose y negando su delito.
-¡No he cogido nada! ¿Por
qué me pegas? ¡Déjame! -gritaba.
Mijail quiso separarlos.
Cogió al muchacho de la mano, diciendo:
-¡Déjale, perdónale, por
Dios!
-¿Perdonarle? ¡Se
acordará de mí!. Ahora mismo voy a llevarlo a la Co misaría. ¡Granuja!
-Te digo que lo dejes. No
lo volverá a hacer. Déjale, en nombre de Cristo-volvió a insistir Mijail.
La vieja soltó al
muchacho, que iba a echar a correr, pero el zapatero lo retuvo.
-Pide perdón a esta
anciana y no vuelvas a hacer eso nunca más. Te he visto coger la manzana.
El muchacho rompió a
llorar, y pidió perdón entre sollozos.
-Eso no está bien -le
amonestó Mijail. Y ahora, toma una manzana que te doy yo -añadió, cogiendo de
la cesta y tendiéndosela al muchacho.
-Mimas demasiado a este
ratero -exclamó la vieja. Mejor hubiera sido sentarle las costuras de modo
que se acordara toda la semana.
-Nosotros juzgamos así,
pero Dios nos juzga de otra manera. Si hubiera que azotar a este muchacho por
una manzana, ¿qué habría que hacer con nosotros, por nuestros pecados? -replicó
el zapatero.
La anciana guardó
silencio. Entonces Mijail le contó la parábola del acreedor que perdonó la
deuda y del deudor que quiso matar al que le había favorecido. La vieja y el
muchacho lo escucharon con atención.
-Dios nos manda perdonar,
porque de otro modo no seremos perdonados -prosiguió Mijail-. Hay que perdonar
a todos y, principal-mente, a los que no saben lo que hacen.
-No digo que no -murmuró
la vieja, inclinado la cabeza y suspirando. Pero hay que reconocer que los
niños están inclinados a hacer el mal.
-Por eso precisamente nos
corresponde a nosotros, que somos viejos, enseñarles el bien.
-Así lo creo yo también.
He tenido siete hijos; pero sólo me queda una hija.
Y la vendedora refirió
que vivía con su hija y sus nietos.
-Ya ves lo débil que soy.
Y, sin embargo, trabajo para mis nietos. ¡Son tan hermosos! ¡Me salen al
encuentro con tanto cariño! ¿Y mi Aksiutka? Esa sí que que no quiere ir con
nadie más que conmigo. No hace más que decirme : "Abuelita, querida
abuelita."
La anciana terminó por
enternecerse.
-La verdad es que todo
eso no ha sido más que una chiquillada. Así es que vete con Dios -dijo al
muchacho.
Y fué a echarse la carga
al hombro. Entonces, éste se acercó, diciendo:
-Dame el saco, yo te lo llevaré;
precisamente me coge de camino.
Y se fueron juntos. A la
vendedora se le olvidó reclamar a Mijail el importe de la manzana. Al quedar
solo, el zapatero los miró alejarse y escuchó su conversación. Después de
seguirlos un rato con la vista, volvió a su casa, encontró sus lentes intactos
en la escalera, recogió la lezna y se puso de nuevo a trabajar. Al poco rato,
cuando ya no había bastante luz para coser vió pasar al empleado que iba a
encender los faroles.
"Tengo que encender
la lámpara", se dijo.
Preparó el quinqué y,
tras de colgarlo, continuó su tarea. Ter-minada una bota, la encontró bien.
Entonces recogió la herramienta, barrió los recortes del suelo, puso la
lámpara en la mesa y tomó el Evangelio del estante.
Tenía intención de
abrirlo por la página en que había quedado la víspera, pero fué a dar conn
otra. En aquel momento recordó el sueño que tuviera la noche anterior y sintió
que algo se agitaba detrás de él. Al volverse vió, o se figuró ver, que había
alguien en un rincón de la estancia. Era gente, en efecto, pero no se veía
bien.
Una voz le susurró al
oído:
-¡Mijail! ¡Mijail! ¿No me
conoces?
-¿Quién eres? -preguntó
el zapatero.
-Soy yo -dijo la voz-.
¡Soy yo!
Era Stepanich. Surgió del
rincón oscuro, sonrió a Mijail; y desapareció, esfumándose como una nube.
-Soy yo también -dijo
otra voz.
Y del rincón oscuro salió
la forastera con la criatura. La mujer sonrió, sonrió el niño; y ambos se
desvanecieron en la sombra.
-También soy yo -düo una
tercera voz.
Aparecieron entonces la
vieja y el muchacho. Este llevaba una manzana en la mano. Los dos sonrieron y
no tardaron en disiparse, como los anteriores. El zapatero sintió un regocijo
supremo en el corazón. Se persignó, se puso los lentes y leyó la página del
Evangelio, según estaba abierto.
"Tuve hambre y me
diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era forastero y me has
acogido."
El final de la página
decía:
"Lo que habéis hecho
por el más pequeño de mis hermanos, es a Mí a quien lo habéis hecho." (San Mateo, XXV.)
Entonces comprendió el
zapatero que su sueño había sido un aviso del cielo; que, en efecto, el
Salvador había estado aquel día en su casa, y que era a El a quien había
acogido.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
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