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miércoles, 19 de junio de 2013

Donde esta el amor, alli esta dios

Una vez había en una ciudad un za­patero remendón llamado Mijail Avdeie­vich. Vivía en un sótano en el cual en­traba la luz por una ventana. Esa ven­tana daba a la calle y por ella se veía pasar a la gente. Aunque sólo se distin­guían los pies de los transeúntes, el za­patero conocía por el calzado a cuantos cruzaban por allí. Se trataba de un hombre viejo y acreditado en su oficio; así, pues, era raro que existiera en la ciudad un par de botas que no hubiese pasado una o dos veces por su casa, para remendarlas con piezas, para poner­les medias suelas o renovar las cañas. Por esa causa, a menudo veía por la ventana la obra de sus manos,
Mijail tenía siempre encargo de so­bra, porque su trabajo era pulcro, sus géneros buenos, no cobraba caro y en­tregaba el calzado que le confiaban el día convenido, con toda puntualidad. Esto hacía que todos lo estimasen y que nunca faltase trabajo en su taller.
Siempre había demostrado Mijail ser un buen hombre; pero al envejecer, em­pezó a pensar más que nunca en su alma y en acercarse a Dios. Cuando aún trabajaba en casa de un patrono, murió su mujer, dejándole un hijo de tres años. Habían tenido antes otros hi­jos, pero todos habían muerlo.
Al verse solo con su hijo tuvo la in­tención de mandarlo a la aldea, a casa de un hermano suyo; pero se dijo:
"Le será muy duro a mi pequeño Karp vivir separado de mí. Es mejor que se quede conmigo."
Poco después, Mijail se despidió de su patrono y establecióse por su cuenta.
Pero Dios no había bendecido a Mijail en sus hijos. Cuando su último hijo ha­bía llegado ya a ser un mocito y em­pezaba a ayudarle, cayó enfermo, y mu­rió, al cabo de una semana.
Mijail enterró a su hijo. Aquella pér­dida hirió tan profundamente su cora­zón, que hasta llegó a murmurar de la justicia divina. Se sentía muy desgra­ciado y, a menudo, rogaba al Señor que le quitase la vida. Le reprochaba que no se lo hubiese llevado a él, que era vie­jo, en vez de a su único hijo, tan ado­rado. Y dejó de ir a la iglesia.
Pero un día -era por Pascua Flori­da- llegó a casa del zapatero un paisano suyo que desde hacía ocho años recorría el mundo como peregrino. Hablaron lar­go rato, y Mijail se quejó amargamente de sus desgracias.
-Ya he perdido el deseo de vivir; sólo ansío la muerte. Es lo único que pido a Dios porque no tengo ninguna ilusión en la vida.
-Haces mal en hablar de esta ma­nera, Mijail. Los hombres no deben juz­gar las obras de Nuestro Señor, porque sus móviles están por encima de nues­tro entendimiento. El ha decidido que tu hijo muera y que tú vivas. Luego así debe ser. Tu desesperación procede de que quieres vivir por ti, por tu propia felicidad.
-¿Para qué se vive entonces, si no es para eso? -preguntó el zapatero.
-Es preciso vivir por Dios y para Dios. El es quien da la vida y para El debes vivir. Cuando así lo hagas, de­jarás de tener penas y todo lo sobre­llevarás con paciencia.
Mijail se quedó callado durante un momento; y, por fin, dijo:
-¿Y cómo se vive para Dios?
-Cristo lo ha dicho. ¿Sabes leer? No tienes más que comprar los Evan-gelios y allí lo aprenderás. En las Sagradas Es­crituras encontrarás respuesta a todo cuanto preguntes.
Estas palabras hallaron eco en el co­razón de Mijail. Aquel mismo día fué a comprar un ejemplar del Nuevo Tes­tamento, impreso en caracteres gruesos, y se puso a leerlo.
Se había propuesto leer solamente en los días de fiesta; pero, una vez que hubo comenzado, sintió un tal consuelo en el alma, que tomó la costumbre de leer alguna páginas todos los días. A veces se enfrascaba de tal modo en la lectura, que no se decidía a dejar el libro de la mano hasta que se consumía todo el petróleo de la lámpara.
Así, pues, leía todas las noches; y, cuanto más avanzaba en la lectura, más clara cuenta se daba de lo que Dios le exigía y cómo había que vivir para Dios. Y con ello fué penetrando, dulcemente, la alegría en su alma.
Antes, cuando iba a acostarse, suspi­raba y gemía, evocando a su hijo; ahora, se contentaba con decir:
-¡Gloria a Ti, gloria a Ti, Señor!
¡Esa ha sido tu voluntad!
Desde entonces, la vida del zapatero cambió por completo. Antes, en los días festivos, se le ocurría entrar en una taberna a beber té y, a veces, un vasito de vodka. Y en ocasiones, bebía con algún amigo y llegaba a salir de la ta­berna, no precisamente borracho, pero sí un poco alegre, lo que le inducía a decir estupideces y hasta a insultar a cuantos se cruzaran en su camino.
Todo esto desapareció. Ahora su vida se deslizaba pacífica y feliz. Al amane­cer, se ponía al trabajo; y, terminada su tarea, descolgaba la lámpara, la coloca­ba en la mesa y, tras de coger los Evan­gelios del estante, los abría y empezaba a leer. Cuando más leía, más iba com­prendiendo; y una dulce serenidad em­bargaba poco a poco su alma.
Un día empezó la lectura más tarde que de costumbre. Había llegado al Evangelio de San Lucas, y vió en el capítulo VI los versículos siguientes:
"Al que te pegue en una mejilla, pre­séntale también la otra; y si alguno te quita tu capa, no le impidas que to­me también la túnica de debajo.
"Da a todos los que te pidan; y si alguno te quita lo que te pertenece, no se lo exijas.
"Lo que queráis que os hagan los de­más, hacédselo a ellos vosotros."
Luego, leyó los versículos en que el Señor dice:
"¿Por qué me llamáis: ¡Señor! ¡Se­ñor!, y no hacéis lo que os digo?
"Yo os mostraré a quién se parece todo aquel que viene a Mí y que escu­cha mis palabras y las pone en práctica.
"Se asemeja a un hombre que edificó una casa, y que habiendo excavado pro­fundamente, asentó los cimientos sobre roca, y cuando llegó un aluvión, el to­rrente chocó con violencia contra esta casa; pero no pudo derribarla, porque estaba fundada sobre roca.
"Pero el que escucha mis palabras y no las pone en práctica, es semejante a un hombre que ha edificado su casa en la tierra, sin cimientos; y el torrezite, al dar en ella con violencia, la ha de­rribado y la ruina ha sido grande."
Mijail leyó estas palabras y su cora­zón se inundó de alegría. Quitóse los lentes, los dejó sobre el libro, y, apo­yando los codos en la mesa, se sumió en reflexiones. Comparó sus propios actos a esas palabras; y dijo:
"¿Estará mi casa fundada sobre roca o sobre arena? ¡Qué bien si estuviera sobre roca! ¡Qué felicidad le embarga a uno cuando se encuentra a solas con su conciencia y ha procedido como Dios manda! En cambio, si uno se distrae de Dios, puede volver a incurrir en el pecado. Sea como sea, he de seguir como hasta ahora, porque esto es bueno. ¡Dios me proteja! "
Después de haber reflexionado así, se dispuso a acostarse. Pero le daba lás­tima separarse del libro; y empezó a leer el capítulo séptimo. En él leyó la historia del centurión y del hijo de la viuda, y las respuestas de Jesús a los discípulos de San Juan. Llegó al pa­saje en que el rico fariseo invitó a su casa al Señor; vió cómo la pecadora le ungió los pies y se los lavó con sus lá­grimas, y cómo le fueron perdonados sus pecados. Y después leyó lo siguiente, en el capítulo XLIV:
"Entonces, volviéndose hacia la mu­jer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? He entrado en tu casa y no me has dado agua para los pies; y ella los ha regado con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos.
"No me has dado el ósculo de paz; y ella, desde que entró, no ha cesado de besarme los pies.
"No has ungido con aceite mi cabe­za; pero ella ha ungido mis pies con aceite oloroso."
Al leer este versículo, Mijail pensó:
"Tú no me has dado agua para los pies; no me has dado el ósculo de paz; no has ungido con aceite mi cabeza."
De nuevo se quitó los lentes, los dejó en el libro y se puso a meditar. "Aquel fariseo debía de ser como yo -se dijo. ­Yo también he pensado únicamente en mí. Con tal de beber té, de que no me faltara lumbre ni careciera de nada, casi no me acordaba del invitado. Sólo pen­saba en mí, y no en el huésped. Sin embargo, ¿quién era ese huésped? ¡El Señor en persona...! Si hubiera ve­nido a mi casa, ¿hubiera yo procedido de esta manera?
Mijail apoyó pensativo los codos en la mesa, dejó caer la cabeza sobre las ma­nos, y sin darse cuenta, se quedó dormido.
-¡Mijail! -dijo, de pronto, una voz en su oído.
El zapatero se despertó, sobresaltado.
-¿Quién es? -preguntó, incorporán­dose.
Miró a la puerta; pero, al no ver a nadie, volvió a dormirse. Sin embargo, acto seguido oyó estas palabras:
-¡Mijail! ¡Mijail! Mira mañana a la calle, que vendré a verte.
Volviendo en sí, se levantó de la silla y se frotó los ojos. No hubiera podido asegurar si aquellas palabras las había oído en sueños o en realidad.
Finalmente, apagó la lámpara y se acostó. A la mañana siguiente, se levantó antes que amaneciera. Tras de rezar su plegaria acostumbrada, encendió la es­tufa y puso a cocer la sopa y las ga­chas, preparó el samovar. Luego, se puso el mandil y se sentó junto a la ventana, para empezar su labor de todos los días.
Mientras trabajaba, no podía apartar de su imaginación lo que le sucediera la víspera, y no sabía qué pensar. Tan pronto le parecía que había sido víctima de una alucinación, como que alguien le había hablado en realidad.
"Son cosas que suceden en la vida" se dijo.
Siguió trabajando. A ratos, echaba una ojeada a la ventana; y, cuando pasaba alguno cuyas botas no conocía, se incor­poraba para ver mejor, no sólo los pies, sino la cara del desconocido.
Pasó un portero calzado con valenki nuevas; luego, un aguador; después, un viejo soldado del tiempo de Nicolás, pro­visto de una pala; llevaba unas botas muy recompuestas y tan viejas casi como él mismo.
Ese soldado se llamaba Stepanich. Vi­vía en casa de un comerciante de la ve­cindad, que lo había recogido por con­sideración a sus años y a su extrema po­breza. Para darle alguna ocupación com­patible con sus años, le había encargado de ayudar al portero.
El viejo soldado se puso a quitar la nieve ante la ventana del zapatero. Este lo miró y prosiguió su tarea.
"Soy tonto en pensar de este modo -se dijo, riéndose de sí mismo-. Es Stepanich el que está limpiando la nie­ve y yo me figuro que es Cristo que ha venido a verme. La verdad es que estoy divagando; soy tonto."
No obstante, al cabo de haber dado diez puntos, volvió a mirar por la ven­tana y vió al viejo soldado, que, tras de dejar la pala apoyada contra la pared, descansaba, procurando calentarse.
"Es muy viejo ese desdichado. Se ve que ya no tiene fuerzas ni para qui­tar la nieve. Le vendría bien tomar una taza de té; precisamente tengo aquí el samovar, que se está apagando", se dijo Mijail
Y acto seguido, clavó la lezna en el banquillo, se levantó, puso el samovar en la mesa, echó agua en la tetera y dió unos golpecitos en la ventana. Stepa­nich se volvió. Mijail le hizo una seña y se dirigió a la puerta para abrirla.
-Ven. Pasa a calentarte, debes de te­ner frío -dijo.
-¡Líbrenos Dios! Ya lo creo que lo tengo; me duelen los huesos -replicó el viejo.
Al entrar, se sacudió la nieve de los pies, por temor a manchar el suelo, y sus piernas vacilaron.
-No te molestes en limpiarte los pies; ya barreré luego. No importa que se manche el suelo, Ven, siéntate y toma un poco de té.
El zapatero sirvió dos vasos de té hir­viente, y tendió uno a su huésped. Des­pués echó el suyo en el platillo y se puso a soplar para enfriarlo.
Cuando hubo apurado su vaso, el vie­jo soldado lo volvió boca abajo sobre el platillo, puso encima el azúcar que le habla sobrado y dió las gracias al zapatero. Pero era evidente que hubiera de ayudar al portero.
Bebido gustosamente otro vaso.
-Toma más -dijo Mijail, llenando de nuevo los dos vasos.
Mientras tomaba el té, el zapatero no hacía más que mirar hacia la sala.
-¿Esperas a alguien? -preguntó el huésped.
-Me preguntas si espero a alguien. Vergüenza me da decirte a quién espero. Ignoro si tengo o no razón para espe­rar; pero una palabra que me ha lle­gado al corazón... ¿Sería un sueño? No lo sé. Figúrate, amigo mío, que ano­che estaba leyendo los Evangelios... ¡Cuánto sufrió Jesús cuando estaba en­tre los hombres! Has oído hablar de es­to, ¿no es cierto?
-En efecto, he oído decir algo así; pero nosotros, los ignorantes, no sabe­mos leer -respondió el soldado.
-Pues, como te digo, estaba leyen­do la historia de cómo pasó por el mun­do Nuestro Señor y llegué a cuando es­taba en casa del fariseo y éste no salió a su encuentro... Después de haber leído esto, pensé: "¿Cómo no honrar lo mejor posible a Nuestro Señor? Si me suce­diese algo parecido, todo me parecería poco para honrarle. Sin embargo, el fariseo no lo recibió bien." Tales eran mis pensamientos cuando me quedé dor­mido. Y, de pronto, oí que alguien me llamaba por mi nombre. Me levanté y me pareció que la voz murmuraba: "Es­pérame, que vendré mañana." Lo dijo dos veces seguidas... Y no me lo cree­rás. Tengo esa idea metida en la cabeza, y, aun cuando yo mismo me burlo de mi credulidad, sigo esperando a nues­tro Padre.
El soldado movió la cabeza, sin res­ponder. Apuró el vaso y lo dejó en el platillo; pero el zapatero se lo llenó de nuevo.
-Toma más y que te aproveche. Creo que El, nuestro Padre, no rechazó a nadie cuando andaba por el mundo. Y sobre todo, iba buscando a los humil­des, cuyas casas visitaba. Eligió a sus discípulos entre los de nuestra clase, pescadores y artesanos como nosotros. "El que se ensalce será humillado, y el que se humille será ensalzado... Me lla­máis Señor, y yo os lavo los pies; el que quiera ser el primero, debe ser el servidor de los demás. Bien-aventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos."
Stepanich había olvidado su vaso de té. Era un viejo sensible. Escuchaba las palabras de Mijail y las lágrimas se des­lizaban por sus mejillas.
-Anda, bebe más -dijo éste.
Pero el soldado se persignó, dió las gracias y, tras de apartar el vaso, se puso en pie.
-Mucho te agradezco, Mijail, que me hayas tratado de este modo, satisfaciendo al mismo tiempo mi alma y mi cuerpo.
-Estoy siempre a tu disposición. Has­ta otra vez. Acuérdate de que me alegra mucho que vengas a verme.
Cuando se marchó el soldado, el za­patero acabó de tomar el té que que­daba en su vaso y volvió a sentarse junto a la ventana, para trabajar.
Según iba cosiendo, no hacía más que echar ojeadas por la ventana y es­perar a Cristo. Sólo pensaba en El y repasaba en su imaginación las cosas que había hecho y las palabras que había pronunciado.
Pasaron dos soldados; uno llevaba botas de ordenanza; el otro, botas de su propiedad; luego, un noble con chan­clos de goma, al que seguía un panadero, cargado con una cesta.
En esto, frente a la ventana apareció una mujer, con medias de lana y zapa­tos de campesina. Se arrimó a la pared. Mijail miró a través de los cristales, vien­do a una forastera con un niño en bra­zos. Arrimada a la pared, volvía la es­palda al viento. Procuraba abrigar a la criatura, sin lograrlo, porque nada tenía para envolverla. A pesar del frío, la mu­jer llevaba un traje de verano en bastan­te mal estado.
Desde su ventana, el zapatero oyó que el niño lloraba y que los esfuerzos de la madre por tranquilizarlo eran inútiles. Entonces, levantándose, abrió la puerta, salió y gritó:
-¡Oye! ¡Oye! Escúchame...
La forastera oyó a Mijail y se volvió hacia él.
-¿Por qué te quedas ahí a la intem­perie con tu hijo? Ven, entra en mi cuarto. Podrás cuidarle mejor... Pasa por aquí, por aquí...
Muy sorprendida, la mujer vió a un viejo con mandil, que le hacía señas para que se acercase. Obedeció. Bajó la es­calera y entró en la habitación.
-Ven acá; siéntate junto a la estufa. Caliéntate y da el pecho a tu hijo.
-Es que ya no tengo leche. Es más; desde esta mañana no he probado nada...
Sin embargo, dió el pecho a la cria­tura.
El zapatero volvió la cabeza. Se acer­có a la mesa y cogió pan y un tazón. Luego abrió la estufa, donde hervía la sopa, y sacó un cucharón; pero, como no había cocido lo bastante, vertió sólo el liquido en el tazón que dejó en la mesa. Cortó el pan y, tras de extender una servilleta, puso un cubierto.
-Siéntate y come. Mientras tanto, yo tendré a tu hijo. He sido padre y sé cuidar a los pequeños.
La mujer se persignó, se sentó ante la mesa y empezó a comer. Mijail, sentado en su cama con el niño, lo besaba para tranquilizarlo. Como el pe­queño seguía llorando, a pesar de todo, el zapatero discurrió amenazarlo con un dedo, que acercaba y alejaba alterna­tivamente a los labios del niño, pero sin llegar a tocarle, porque su mano es­taba manchada de pez. Atento a aque­llo que se movía tan cerca de su cara, el pequeño cesó de gritar y hasta se echó a reír, con gran alegría de Mijail.
Lo forastera contó quién era y de dón­de venía.
-Soy mujer de un soldado. Hace ocho meses que se llevaron a mi marido, y no tengo noticias de él. Me defendía con mi empleo de cocinera, antes de dar a luz. Pero, después, ya no quisieron te­nerme en ninguna casa, a causa del pe­queño. Hace tres meses que estoy sin colocación. En ese tiempo he gastado cuanto tenía. Me he ofrecido como no­driza; pero no han querido tomarme, porque dicen que estoy muy delgada. En­tonces he ido a casa de una tendera, donde está colocada mi hija mayor. Me han prometido colocarme. Pero me han dicho que vuelva la semana que viene... La tendera vive muy lejos. Me he ago­tado y mi hijito también. Menos mal que la patrona se ha apiadado de nosotros y nos deja dormir en su casa, por amor de Dios. De otro modo, no sé qué sería de mi hijo ni de mí...
-¿No tienes vestidos de abrigo?­preguntó el zapatero, lanzando un sus­piro.
-No. Ayer empeñé mi último pa­ñolón de lana, por veinte copecks.
La mujer se acercó al lecho y tomó al niño en brazos. Mijail rebuscó entre sus cosas y, por fin, encontró un caftán viejo.
-Toma. Está bastante usado; pero servirá para cubrirte un poco.
La forastera miró al zapatero y el caftán y, tras de coger la prenda, rom­pió a llorar. No menos conmovido, Mi­jail volvió el rostro. Luego, fué hacia su cama, y sacó de debajo de ésta un co­frecito. Tomó algo de él, y se sentó de nuevo, frente a la desdichada mujer.
-Dios te lo premie -dijo ésta-. Sin duda, El es quien me ha llevado a tu ventana. Sin eso, la criatura se hubiera helado. Cuando salí hacía calor y, en cambio ahora, ¡qué frío! ¡Qué buena idea te ha inspirado Dios de asomarte a la ventana y apiadarte de nosotros!
El zapatero sonrió.
-En efecto, ha sido El quien me ha dado esa idea. No miré por casualidad.
Y Mijail contó a la mujer que en sue­ños había oído una voz y que Jesús le había prometido ir a su casa aquel día.
-Todo puede suceder -dijo la foras­tera, levantándose.
Tomó el viejo caftán, envolvió al niño y se inclinó ante el zapatero, para darle las gracias.
-Toma eso en nombre de Dios -ex­clamó éste, deslizándole en la mano una moneda de veinte copecks: Cógelo para desempeñar tu pañolón.
La mujer hizo la señal de la cruz, Mijail la imitó y fijé a acompañarla has­ta la puerta. Y la forastera se marchó.
Cuando hubo comido la sopa, Mijail volvió a su faena. Mientras manejaba la lezna, tenía la atención puesta en la ventana. Cada vez que vislumbraba una sombra, alzaba los ojos para examinar al transeúnte. Conocía a algunos de ellos, y a otros no. Pero estos últimos no ofrecían nada de particular.
De repente vió detenerse, precisamente frente a su ventana, a una anciana ven­dedora ambulante, que llevaba una ces­tita con manzanas. Quedaban pocas; sin duda había vendido ya la mayor par­te. Además, iba cargada de un saco de ramitas secas, que debía de haber reco­gido en los alrededores de alguna fábrica de carbón. Probablemente, regresaba a su casa. Al parecer, el saco le hacía daño en el hombro y quería cambiárselo al otro, para lo cual lo dejó en el suelo, puso la cestita de manzanas en el al­féizar de la ventana y empezó a arreglar las ramitas. Mientras estaba entretenida en ese menester, un golfillo que había surgido de pronto robó una manzana y quiso escaparse. Pero la anciana lo ad­virtió y, volviéndose presurosa, lo aga­rró por una manga. El muchacho se debatió todo lo que pudo; sin embargo, la mujer consiguió retenerlo, le arrancó la gorra y le dió un tirón de pelos.
El golfillo gritaba y la anciana se en­furecía por momentos. Sin perder tiem­po ni siquiera en clavar la lezna, el za­patero la dejó caer al suelo y se pre­cipitó hacia la puerta. En su carrera perdió los lentes y estuvo a punto de rodar por las escaleras. Una vez en la calle, vió que la mujer tiraba de los ca­bellos al mozalbete y lo golpeaba des­piadadamente, amenazándole con entre­garlo a un guardia,
El muchacho seguía debatiéndose y negando su delito.
-¡No he cogido nada! ¿Por qué me pegas? ¡Déjame! -gritaba.
Mijail quiso separarlos. Cogió al mu­chacho de la mano, diciendo:
-¡Déjale, perdónale, por Dios!
-¿Perdonarle? ¡Se acordará de mí!. Ahora mismo voy a llevarlo a la Co­misaría. ¡Granuja!
-Te digo que lo dejes. No lo vol­verá a hacer. Déjale, en nombre de Cris­to-volvió a insistir Mijail.
La vieja soltó al muchacho, que iba a echar a correr, pero el zapatero lo retuvo.
-Pide perdón a esta anciana y no vuelvas a hacer eso nunca más. Te he visto coger la manzana.
El muchacho rompió a llorar, y pidió perdón entre sollozos.
-Eso no está bien -le amonestó Mi­jail. Y ahora, toma una manzana que te doy yo -añadió, cogiendo de la cesta y tendiéndosela al muchacho.
-Mimas demasiado a este ratero -ex­clamó la vieja. Mejor hubiera sido sentarle las costuras de modo que se acordara toda la semana.
-Nosotros juzgamos así, pero Dios nos juzga de otra manera. Si hubiera que azotar a este muchacho por una manzana, ¿qué habría que hacer con nosotros, por nuestros pecados? -replicó el zapatero.
La anciana guardó silencio. Entonces Mijail le contó la parábola del acreedor que perdonó la deuda y del deudor que quiso matar al que le había favorecido. La vieja y el muchacho lo escucharon con atención.
-Dios nos manda perdonar, porque de otro modo no seremos perdonados -prosiguió Mijail-. Hay que perdonar a todos y, principal-mente, a los que no saben lo que hacen.
-No digo que no -murmuró la vie­ja, inclinado la cabeza y suspirando. Pero hay que reconocer que los niños están inclinados a hacer el mal.
-Por eso precisamente nos corres­ponde a nosotros, que somos viejos, en­señarles el bien.
-Así lo creo yo también. He tenido siete hijos; pero sólo me queda una hija.
Y la vendedora refirió que vivía con su hija y sus nietos.
-Ya ves lo débil que soy. Y, sin embargo, trabajo para mis nietos. ¡Son tan hermosos! ¡Me salen al encuentro con tanto cariño! ¿Y mi Aksiutka? Esa sí que que no quiere ir con nadie más que conmigo. No hace más que decir­me : "Abuelita, querida abuelita."
La anciana terminó por enternecerse.
-La verdad es que todo eso no ha sido más que una chiquillada. Así es que vete con Dios -dijo al muchacho.
Y fué a echarse la carga al hombro. Entonces, éste se acercó, diciendo:
-Dame el saco, yo te lo llevaré; pre­cisamente me coge de camino.
Y se fueron juntos. A la vendedora se le olvidó reclamar a Mijail el im­porte de la manzana. Al quedar solo, el zapatero los miró alejarse y escuchó su conversación. Después de seguirlos un rato con la vista, volvió a su casa, encontró sus lentes intactos en la esca­lera, recogió la lezna y se puso de nue­vo a trabajar. Al poco rato, cuando ya no había bastante luz para coser vió pasar al empleado que iba a encender los fa­roles.
"Tengo que encender la lámpara", se dijo.
Preparó el quinqué y, tras de colgar­lo, continuó su tarea. Ter-minada una bota, la encontró bien. Entonces reco­gió la herramienta, barrió los recortes del suelo, puso la lámpara en la mesa y tomó el Evangelio del estante.
Tenía intención de abrirlo por la pá­gina en que había quedado la víspera, pero fué a dar conn otra. En aquel mo­mento recordó el sueño que tuviera la noche anterior y sintió que algo se agita­ba detrás de él. Al volverse vió, o se figuró ver, que había alguien en un rin­cón de la estancia. Era gente, en efecto, pero no se veía bien.
Una voz le susurró al oído:
-¡Mijail! ¡Mijail! ¿No me conoces?
-¿Quién eres? -preguntó el zapatero.
-Soy yo -dijo la voz-. ¡Soy yo!
Era Stepanich. Surgió del rincón os­curo, sonrió a Mijail; y desapareció, es­fumándose como una nube.
-Soy yo también -dijo otra voz.
Y del rincón oscuro salió la forastera con la criatura. La mujer sonrió, son­rió el niño; y ambos se desvanecieron en la sombra.
-También soy yo -düo una tercera voz.
Aparecieron entonces la vieja y el mu­chacho. Este llevaba una manzana en la mano. Los dos sonrieron y no tardaron en disiparse, como los anteriores. El za­patero sintió un regocijo supremo en el corazón. Se persignó, se puso los lentes y leyó la página del Evangelio, según es­taba abierto.
"Tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber; era fo­rastero y me has acogido."
El final de la página decía:
"Lo que habéis hecho por el más pe­queño de mis hermanos, es a Mí a quien lo habéis hecho." (San Mateo, XXV.)
Entonces comprendió el zapatero que su sueño había sido un aviso del cielo; que, en efecto, el Salvador había estado aquel día en su casa, y que era a El a quien había acogido.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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