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miércoles, 19 de junio de 2013

Por comodidad

Llamado  a  Oviedo,  por  el  Servicio  Nacional  del  Trigo,  a  fin  de aclarar unos extremos confusos, relacionados con el funcionamiento de  su  Molino,  tomó  Pimienta,  el  tren,  en  la  Estación  de  Veriña, después  de  adquirir  un  paquete  de  "piojillo"  en  Casa  Ramos  y  de haber tomado una copita de anís corriente en la de Lola.
Apenas montado en el vehículo, hallóse de manos a boca con su "amigo" Lalo el Vizco, el cual, atentamente le ofreció asiento, para lo que hubo de empujar hasta incrustarlo en la ventanilla, a un señor enormemente gordo, que ocupaba abundantemente dos asientos.
-¿Vas a Uvieu, oh? -Preguntóle el Vizco.
-Sí.  -Respondió  lacónicamente  Pimienta,  arrellanándose  en  el asiento.
-¿Vendrás a les dos?
-Volvió a inquirir el primero. 
-Vendré cuando pueda.
-Secamente repuso el segundo.
-¿Tienes muncho qué facer?
-Insistió aquél.
-Silo tengo o non, ye de mi cuenta.
-Rezongó éste.
No cabía la menor duda que Pimienta, tenía muy pocas o ningunas ganas  de  hablar;  cosa  extraña  en  él,  porque  de  suyo  era  muy dicharachero y locuaz.
Sin  embargo,  su  razón  tenía.  Habrá  notado  el  lector,  como  la palabra "amigo", la hemos entrecomillado. Y conste que, no ha sido hecho  a  humo  de  pajas.  Lalo  y  Pimienta,  eran  amigos  de  pega, amigos de mentira. No podía nuestro conocido compenetrarse con un tipo  de  la  catadura  de  aquél.  A  Pimienta,  por  encima  de  todo  le gustaba la verdad, la franqueza, huyendo siempre de la chismosería, del engaño y de la maldad. Lalo, en una palabra, era el correveidile del  pueblo  y  a  Pimienta,  jamás  se  le  olvidaba  una  acción  de  su convecino, que pudo acarrearle un serio disgusto.
Fué con ocasión de la feria de San Miguel. Pimienta, después de haber  vendido  bien  a  los  gitanos,  un  mal  borriquillo,  fué  a  comer como  cualquier  mortal  a  una  taberna  de  la  ciudad.  Después,  su cafetín en la calle Corrida, donde se topó, con una hermosa joven, de pelo  rubio,  ojos  azules  y  labios  al  "almazarrón",  que  lejos  de  ser presumida y fastidiosa como la mayoría de las señoritas de cartera colgando al hombro, era la llaneza personificada y el cariño a flor de labios. Ello fué que, empezaron a charlar y tan simpática le cayó, que la invitó a unos pastelitos en una confitería retirada, por no dar que decir; mas con tan mala fortuna, que, en el preciso momento en que la tomaba una mano para cerciorarse de que no tenía callos, acertó a meter  las  narices  en  el  reservado  el  maldito  Lalo,  que socarronamente, díjoles:
-¡C'aproveche pareja!
Pero  no  fué  eso  solo.  Sinó  que,  llevando  la  maldad  hasta  el máximo extremo, enganchó el caballo y a todo galope, llegóse a casa de Pimienta con el cuento. Hallábase Rufa en la tarea de estrar las vacas, cuando Lalo, de sopetón, le dice:
-Trabaya boba. Así ta bien. Mientres tanto, el tu home, comiendo pasteles con una señorita. 
-¿Tú qué me dices? -Un si no es recelosa, inquirió Rufa.
-Lo que oyes. 
-¿Ye guapa? 
-Ay, eso sí.
-Pos  mira,  si  anda  con  otra  más  fea  que  yo,  dame  rabia;  pero siendo  más  guapa,  gústame;  porque  así  demuestra  que  ye  un conquistador. Con que ya lo sabes, ¡chismosu! ¡Mala persona! ¡Hala!
Y le tiró a las narices la palada de vericio que llevaba para estrar.
De ahí que Pimienta, le guardase rencor y ninguna gana tenía de hablarle. Lalo, que tonto no era, insistió una o dos veces en enhebrar la conversación, pero al persuadirse de la inutilidad de sus intentos, optó por dormir.
Al sentir Pimienta, tan sonoros ronquidos, pensó: 
-Esta ye la mía.
Rápidamente, lo miró de arriba abajo, observando como el billete le asomaba en  el bolsillo del chaleco Cautelosamente, para que  el resto  de  los  viajeros  no  se  dieran  cuenta,  se  lo  escamoteó limpiamente, poniéndose a charlar con los demás, sobre las delicias del tiempo. Arrancó el tren de Villabona y Lalo, seguía durmiendo a pierna  suelta.  Entonces  Pimienta,  dándole  unos  golpes  en  el estómago  y  gritándole  fuertemente  en  el  oído,  le  despertó sobresaltado.
-Dispierta hombre. Vien ahí el interventor. Prepara el billete.
Medio  dormido  aquél,  echa  mano  al  bolsillo  y  al  hallarlo  vacío busca en otro, después en el siguiente, y así sucesivamente hasta siete. Todó fué inútil.
-¡Maldita sea! ¡Perdílu!
-Cayeríate al suelu. Mira a ver.
-Replicó imperturbable Pimienta.
Buscó  con  ahínco  sin  resultado.  También  le  ayudaron  cinco mujeres y hasta el hombre gordo.
-¡Tendré que pagar doble!
-Tristemente exclamó Lalo.
-Non seas burru. ¿Pagar doble? Eso ye de bobos. Mira, escuéndite baxo el bancu y con les pates nuestres y les faldes de les muyeres, tapámoste.
-Propuso Pimienta.
-Ye verdá paisanín. Todo menos pagar doble. La Compañía que vaiga a robar a otros.
-Comentó una de las mujeres.
-Tá bastanti rica.
-Razonó otra.
Con  cuyas  aseveraciones  convencieron  a  Lalo,  que  dispuesto  a sacrificarse,  siempre  de  no  pagar  suplemento,  se  introdujo trabajosa-mente debajo del asiento. Las mujeres estiraron las faldas y el hombre gordo, apretó las piernas. Pimienta, tranquilamente liaba un cigarrillo.
El tren seguía su lento caminar. Los minutos duraban horas para aquel prensado infeliz, que respirando polvo y basura, sacaba de vez en vez el cuello para acopiarse de aire menos impuro y preguntar:
-Pimienta. ¿Tuvía non allega el interventor?
-iEncuéyite, barájoles. Tá quí cerca y pué oyite!
Lugó  Llanera.  Parada  y  fonda.  Lugones,  otra  parada,  porque  al fogonero  se  le  había  olvidado  echar  carbón  a  la  caldera.  Al  fin, renqueando, inicia la marcha el atortugado tren de Gijón a Oviedo y cuando llegando iban a esta ciudad, el interventor que aparece.
-Billetes por favor.
Interviene  los  de  todos  y  por  último  a  Pimienta,  que  se  había adormilado:
-Por favor, señor, billete.
-Sin favor, hon. Ahí tien.
-Y le entregó dos.
El interventor los mira, les da vuelta, vuelve a mirarlos y al fin, le dice:
-Pero bueno, paisano, ¿usted para qué quiere dos billetes del día?
A cuya interrogante, levantándose del asiento respondió Pimienta.
-MIRE SEÑOR. ESTI Y'EL MIU PROPIU. Y ESTI OTRU, YE DE UN AMIGU QUE POR COMODIDA VIAJA DEBAXO DEL ASIENTU. MÍRELU, MÍRELU. COMO ESCUENDI LA CABEZA PA QUE NO LU VEA.
El  hombre  gordo  se  desinfló  en  una  inacabable  carcajada, mientras que al interventor le caía la tenacilla de las manos.

Cuento asturiano

1.017. Busto (Mariano)


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