De pequeño me pasaba
estudiando los días enteros; sólo los domingos y los días de fiesta salía de
paseo y jugaba con mis hermanos.
-Los mayores deben
aprender a montar a caballo. Hay que mandarlos al picadero-dijo mi padre un
día.
-¿Puedo aprender yo
también? -pregunté. Yo era uno de los pequeños.
-Te caerías -replicó mi
padre.
Rogué, con lágrimas en
los ojos, que me enseñaran a montar a caballo.
-Bueno, bueno, que te
enseñen a ti también; pero te guardarás mucho de llorar cuando te caigas. Ya
sabes que el que no se cae nunca aprende a montar -dijo mi padre.
El miércoles nos llevaron
a los tres hermanos al picadero. Entramos en un gran vestíbulo; y, desde allí,
pasamos a un cobertizo. En éste, había una habitación enorme, cuyo suelo
estaba cubierto de arena. Allí varios caballeros, damas y niños, montaban a
caballo. Había poca luz, olía a caballos y se oían latigazos, gritos y el
golpear de los cascos de los caballos contra las paredes de madera. Al
principio, estaba asustado, y no pude observar nada. Nuestro ayo llamó al
palafrenero.
-Traiga unos caballos
para estos niños. Van a aprender a montar -dijo.
-Bueno -replicó el
palafrenero; pero, después de mirarme, añadió-: Este niño es demasiado pequeño
para montar.
-Nos ha prometido que no
llorará si se cae.
El palafrenero se echó a
reír.
Trajeron tres caballos
ensillados Nos quitamos los abrigos y bajamos al picadero. El palafrenero
sujetaba el caballo por la brida, mientras mis hermanos daban vueltas en torno
a él. Primero cabalgaron al paso, luego al trote. Finalmente acercaron el
tercer caballo. Era un alazán muy pequeño, con la cola cortada.
Lo llamaban Chervonchik.
-Bueno, caballerito;
siéntese -me dijo el palafrenero, sonriendo.
Estaba contento y
asustado al mismo tiempo; pero traté de que nadie se diera cuenta de ello.
Durante un buen rato intenté meter los pies en los estribos, pero no pude
lograrlo, porque era demasiado pequeño. Entonces, el palafrenero me cogió en
brazos para sentarme sobre el caballo.
-El señorito no debe
pesar más de un par de libras.
Al principio me sujetó de
la mano; pero como yo había visto que no había sujetado a mis hermanos, le
rogué que me soltara.
-¿No, le da miedo?-me
preguntó.
Aunque estaba muy asustado,
le dije que no. Lo que me asustaba, sobre todo, era ver a Chervonchik agachar
las orejas, porque me figuraba que estaba enfadado conmigo.
-Cuidado, no se vaya a
caer -dijo el palafrenero y me soltó.
A lo primero, Chervonchik siguió al paso y pude mantenerme
derecho. Pero la silla era resbaladiza y tuve miedo de caerme.
-¿Se sujeta bien? -me
preguntó el palafrenero.
-Sí; muy bien.
-Pues entonces vaya al
trote -exclamó; y chascó la lengua.
Chervonchik corrió al trote ligero,
con lo que me hizo saltar. Pero seguí callado, procurando no ladearme.
-Muy bien -me elogió el
palafrenero.
Estaba contentísimo. En
aquel momento empezó a hablar con otro palafrenero; y dejó de estar pendiente
de mí. De pronto, observé que me había inclinado ligeramente hacia un lado.
Quise colocarme bien, pero no pude. Pensé llamar al palafrenero para que
detuviese al caballo; pero me dió vergüenza. Chervonchik seguía corriendo al trote y yo iba inclinándome cada
vez más. Miré al palafrenero con la esperanza de que me prestara ayuda; mas
seguía hablando con su compañero. Sin mirarme siquiera, le dijo.
-¡Es bien valiente ese
muchacho!
De pronto me incliné
tanto que me asusté. Creí que estaba perdido; pero me daba vergüenza gritar. Chevronchik dió una sacudida que me hizo
resbalar y caer al suelo. Cuando el palafrenero volvió la cabeza, al no verme
sobre el caballo, exclamó.
-¡Vaya! ¡El caballerito
se ha caído!
Le aseguré que no me
había hecho daño.
-Los niños tienen el
cuerpo blando -cómentó, echándose a reír.
De buena gana me hubiera
echado a llorar. Pero pedí que me subieran otra vez al caballo; y así lo
hicieron. Ya no volvíí a caerme.
Desde entonces, fuimos al
picadero dos veces por semana. Pronto aprendí a montar bien; y ya no temía a
nada.
Cuento para niños
1.013. Tolstoi (Leon)
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