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miércoles, 19 de junio de 2013

Pierre-Jean

Capítulo I

Desde hace algunos meses, el cañón de alarma no había lanzado el terror al puerto de Toulon. Los presidiarios condenados a trabajos forzados, mejor vigilados, fracasaron desde las primeras tentativas de evasión, y los más audaces retrocedían ante los insuperables obstáculos.
No es que el industrioso amor por la libertad se había debilitando en el corazón de los condenados, pero un desánimo inexpresable parecía haber sobrecargado sus cadenas. Además, algunos guardias, convencidos de incuria o de traición, habían sido alejados de la chusma, [1] y una especie de cuestión de honor volvía a los nuevos guardias más severos en su vigilancia y sus investigaciones.
El comisario del presidio se congratulaba mucho por este resultado, sin dejarse engañar en una seguridad negligente. En Toulon, las fugas son más frecuentes y fáciles que en cualquier otro puerto. Se debía, entonces, temer que esta tranquilidad aparente no ocultara alguna intención secreta.
Es propio del carácter de las personas que se encargan de la justicia ejecutiva, soñar, en ausencia del crimen, en su posibilidad. Vigilan, cuando no persiguen, y se creen obligados, cuando los hechos faltan a su represión, a inferir de la criminalidad del silencio.
En septiembre, un rico carruaje se detuvo delante del palacete del vicealmirante. Un hombre de treinta y cinco años descendió. Era el señor Bernardon, rico comerciante, establecido recientemente en Marsella.
La figura de este hombre era grave, parecía más viejo que su partida de nacimiento. El sufrimiento de sus primeros años se leía aún sobre su frente donde algunas arrugas surcaban prematuramente. Su valor había vencido a la fatalidad. ¡Su espíritu despreciaba los prejuicios del mundo, y su mano se abandonaba con igual franqueza en la mano de pequeños y grandes, si su grandeza y humildad eran honestas!
El señor Bernardon había creado su fortuna solo, comenzando de abajo, había llegado alto. Una noble consideración lo rodeaba en Marsella y sus relaciones lo ponían en relación con importantes personalidades.
Sin embargo, de las luchas de su juventud contra el infortunio, le había quedado una desconfianza fría en los hombres, buscaba la soledad, se había distanciado de su familia, aunque sus vínculos comerciales no le habían nunca creado relaciones de mundo. Su partida se había verificado sin ruido ni precipitación. Teniendo como pretexto un simple asunto de familia, llegó a Toulon.
Una carta urgente lo llevó inmediatamente cerca del vice-almirante. Este lo recibió con afabilidad y le rogó que le hiciese conocer la causa de su visita.
-Señor -respondió el marsellés- es una petición muy simple la que tengo que hacerle.
-¿Cuál, señor?
-Desearía visitar el presidio de Toulon hasta en sus menores detalles.
-Señor -respondió el vicealmirante- la recomendación del prefecto era inútil, un hombre de su valor no tenía que hacer uso de estos pasaportes de cortesía.
El señor Bernardon se inclinó y, agradeciendo al vicealmirante por su cortesía, le preguntó cuáles eran los trámites a llenar.
-Nada más simple, señor, debe ir a ver al almirante, y sus deseos serán satisfechos.
El señor Bernardon pidió permiso, se hizo conducir donde el almirante, y obtuvo, al momento, el permiso de entrar al arsenal. Quería inmediatamente sacar partido de su visita, y un guardia lo acompañó a ver al comisario de la penitenciaría, que se puso gratuitamente a su disposición. El marsellés lo agradeció, pero manifestó el deseo de estar solo.
-Actúe como le parezca, señor -respondió el comisario.
-¿Podría hablar con los condenados?
-Perfectamente, señor, los ayudantes están prevenidos. ¿Son sin dudas, intenciones filantrópicas las que lo traen aquí?
-Si señor -respondió sin vacilar el señor Bernardon.
-Estamos acostumbrados a estas visitas -contestó el comisario. El gobierno, con razón, ha buscado introducir mejoras en el régimen carcelario, y se cree que el estado de los condenados ha experimentado ya notables diferencias.
El marsellés se inclinó.
-Hay una justicia severa bien difícil de cuidar en semejantes circunstancias, ¡y si no debemos ultrajar los rigores de la ley, debemos estar en guardia contra estos filántropos ultra moderados que olvidan el crimen en presencia del castigo! Por lo demás, sabemos que la justicia imparcial se hace de la moderación.
-Tales sentimientos lo honran -respondió el señor Bernardon- y si mis observaciones pueden interesarle, señor, tendré gran placer de conversar con usted.
Después de esto, los dos hombres se separaron y el marsellés avanzó hacia la prisión.
El puerto militar de Toulon consta principalmente de dos inmensos polígonos que apoyan al muelle su lado septentrional, uno se llama Puerto Nuevo y se sitúa al Oeste del segundo nombrado Puerto Viejo. Los lados de estos recintos, verdaderas prolongaciones de las fortificaciones de la ciudad, son especies de diques lo suficientemente amplios para soportar a edificios grandes como los talleres de máquinas, cuarteles y almacenes particulares de la Marina.
Cada una de estas dársenas tiene, en la parte meridional, una abertura suficiente para el paso de los veleros de alto bordo. Estos bellos recintos hubieran servido sin problemas de fondeaderos flotantes, si el constante nivel del Mediterráneo, que no esta sujeto a mareas apreciables, no hubiera dejado su cierre inútil. Puerto Nuevo está limitado al Oeste por almacenes y el parque de artillería, y al sur, a la derecha de la entrada que da sobre la pequeña rada, por las prisiones.
Son dos edificios que se reúnen en ángulo recto, el primero, delante del taller de las máquinas de vapor, se expone al mediodía, el segundo mira a Puerto Viejo y continúa con los cuarteles y el hospital. Independientemente de las tres salas que encierran estas construcciones, hay tres prisiones flotantes. En estas últimas colocan a los condenados a término, mientras que los condenados de por vida son encerrados en las salas.
Si la igualdad no debe existir en alguna parte, es en la prisión. ¡La penalización, en virtud de sus distinciones de castigo que señalan el grado de perversidad del espíritu, debería tener sus distinciones de castas y rangos! Los condenados de cualquier género, edad y pena están vergonzosamente mezclados y de estas deplorables aglomeraciones, sólo puede surgir una horrible corrupción. El contagio del crimen ejerce peligrosos estragos entre estas corruptas masas, y los remedios se tornan nulos cuando el mal se ha pasado a la sangre y la inteligencia.
Las prisiones se relegan, según se ve, a la extremidad del arsenal y lo más lejos posible de la ciudad.
El presidio de la ciudad de Toulon contenía entonces cerca de cuatro mil presidiarios. Las direcciones del puerto, las construcciones navales, la artillería, el almacén general, las construcciones hidráulicas y los edificios civiles ocupaban a tres mil destinados al trabajo duro. [2] Los otros que no encontraban lugar en estas cinco grandes divisiones, servían en el puerto al lastrado, deslastre y remolque de las embarcaciones, a la limpieza, transporte de lodos, desembarco de madera para arboladura y aserrada, lista para ser usada. Otros finalmente, eran enfermeros o enfermos, empleados especiales o condenados a doble cadena a causa de la fuga.
Las doce y media sonaban en el reloj del arsenal cuando el señor Bernardon se dirigió hacía las dársenas, el puerto estaba desierto, los presos, que habían salido de las galeras al amanecer, habían trabajado hasta las once y media. El reloj los había entonces llamado a sus respectivas prisiones. Cada uno de ellos había recibido un pan de novecientos diecisiete gramos o trescientos gramos de galleta, así como cuarenta y ocho centilitros de vino. Los condenados estaban recostados perpetuamente sobre sus bancos, y sus esbirros[3] los habían encadenado rápidamente. Los condenados por un tiempo podían circular libremente por toda la sala. Al sonido del silbato del ayudante, se agrupaban en cuclillas en torno a unas vasijas que contienen una sopa hecha, todo el año, con habas secas. Tal era su ordinario diario y aún así estos infelices sólo tenían derecho a su ración de vino en los días decididos.
Los trabajos debían reanudarse en una hora y abandonarse a las ocho de la noche. Se conducía entonces a los condenados a sus celdas, donde debían hallar el sueño sobre las baterías en las prisiones flotantes, o sobre catres de tijera en las galeras con piso de tierra, protegidos contra el frío o la dureza de sus lechos solamente por un pedazo de una gruesa tela de lana gris.

Capítulo II

Los condenados no debían regresar a los trabajos antes de media hora. El señor Bernardon aprovechó su ausencia para caminar por los muelles, examinar la distribución del puerto, los veleros abrigados bajo sus calas cubiertas, los inmensos buques atrapados en las dársenas de carena, las pesadas piezas fundidas amontonadas bajo las grúas, pero apenas le concedía una vaga atención a estas maravillas de la industria. Sin duda, necesitaba algunos detalles sobre la vida cotidiana de los condenados, porque al acercarse a uno de los ayudantes le dijo:
-¿A qué hora, señor, los prisioneros deben volver al puerto?
-En una hora -respondió el guardia.
-¿Están todos sometidos a los mismos trabajos?
-No. Bajo la dirección de los diferentes contramaestres, hay algunos que se dedican a actividades especiales: en los talleres de cerrajería, cordelería y fundición, que requieren conocimientos prácticos, se encuentran excelentes obreros. 
-¿Cuánto pueden ganar?
-Depende. Trabajan por día o por tarifas: la jornada les puede reportar de cinco a veinte centavos. La tarifa, según su habilidad y rapidez, les puede reportar treinta en ocasiones.
-¿Esa suma módica -preguntó el marsellés con prontitud- puede mejorar su suerte?
-Les es suficiente para comprar tabaco porque, aunque prohibido, se tolera que fumen y por algunos centavos también reciben a veces un poco de guisado o legumbres.
-¿Tienen el mismo salario los condenados a prisión perpetua y por término?
-La paga es la misma para todos, pero estos últimos tienen un suplemento de un tercio que les guardamos hasta que su pena expire. Entonces reciben el monto de la suma, con el propósito de que no se encuentren en la ruina total al salir de la prisión.
-Lo sé -dijo el señor Bernardon y suspiró profundamente.
-A mi entender, señor -dijo el ayudante, no son tan desdichados y si por sus faltas o tentativas de fuga, no se les dobla la duración de la condena, por su bienestar tienen menos para quejarse que un grupo de obreros de las ciudades.
Este hombre, habituado al espectáculo del dolor, llamaba a aquello bienestar.
-¿No es entonces solamente la prolongación de la pena -preguntó el marsellés, con voz un poco alterada- el único castigo que se les infringe en caso de evasión?
-No. También existe el castigo corporal y la doble cadena.
-¿Castigo corporal? -replicó el señor Bernardon.
-Que consiste en la aplicación de quince a sesenta golpes sobre los hombros, con una cuerda untada con alquitrán.
-¿Es imposible la fuga para un condenado con doble cadena?
-Casi imposible -respondió el ayudante. Los presos son encade-nados a su banco y no salen jamás.
¡He ahí la dificultad para evadirse!
-Entonces mientras trabajan, escapan más fácilmente.
-¡Sin duda! Las parejas, que son vigiladas por un carcelero, tienen una cierta libertad que exige el trabajo y tal es la habilidad de esa gente que a pesar de una vigilancia estricta, en menos de cinco minutos, son capaces de cortar la cadena más fuerte. Cuando la chaveta remachada en el perno móvil es muy dura, dejan el anillo que les rodea la pierna y liman el primer eslabón de su cadena. Hay muchos condenados empleados en los talleres de cerrajería y allí encuentran fácilmente los materiales necesarios. En ocasiones la placa de hojalata que lleva su número les es suficiente. ¡Si logran procurarse un muelle de reloj, el cañón de alarma no tarda en sonar!  ¡En fin, tienen mil recursos, y un condenado, un día, vendió veintidós de esos secretos para evitarse un castigo corporal!
-Pero, ¿donde pueden guardar sus herramientas?
-Por todas partes y a la vez en ninguna. Un preso llegó a hacerse cortes debajo de las axilas, e introdujo pequeños fragmentos de acero por debajo de su piel. Recientemente, le confisqué a un condenado una cesta de paja que en cada espacio tenía limas y sierras imperceptibles. ¡Nada es imposible, señor, a los hombres que se llaman Petit, Collonge o el conde de Sainte-Hélène!
En ese momento, dio la una. El ayudante saludó al señor Bernardon y volvió a su puesto.
-¡Esperanza y justicia! -se dijo el negociante. ¡Pero si fallo! ¡Gran Dios! ¡El castigo corporal! ¡Y la doble cadena!
Los condenados salieron entonces de la prisión, unos solos, otros en pareja, bajo la vigilancia de un carcelero. El puerto se hizo eco del ruido de las voces, la resonancia de los hierros, las amenazas de los oficiales de galera. El señor Bernardon quedó dolorosamente impresionado y para no apresurarse en visitar a estos infelices, se dirigió hacia el parque de artillería.
Allí, encontró escrito, como en todos los otros lugares, el código penal de la prisión:
Será penalizado a muerte todo condenado que golpee a un guardia, mate a su compañero, se revele u organice una revuelta. Será penalizado a tres años de doble cadena, el condenado a prisión perpetua que se haya evadido. A tres años de prolongación de pena, el condenado a término que haya cometido el mismo crimen y a una prolongación determinada por un juez cualquier preso que robe una suma superior a los cinco francos.
Será condenado a castigo corporal todo condenado que haya limado sus hierros o haya empleado cualquier medio para poderse escapar, a quien se le encuentre algún disfraz, robe una suma inferior a los cinco francos, se embriague, practique cualquier juego de azar, fume en los puertos o en otros lugares, venda o desgarre su ropa, escriba sin permiso, posea una suma superior a diez francos, agreda a su compañero, se rehúse a trabajar y se insubordine.
El marsellés permaneció pensativo después de haber leído. Fue sacado de su abatimiento con la llegada de los responsables de las galeras. El puerto estaba en plena actividad, el trabajo se distribuía en todos los puntos. Los contramaestres dejaban escuchar aquí y allá sus ebrias voces:
-Diez golpes para Saint-Mandrier.[4]
-Quince calcetines[5] a la cordelería.
-Veinte parejas a la arboladura.
-Un refuerzo de seis rojos[6] a la dársena.
Las parejas solicitadas se dirigían hacia los lugares designados, compelidos por los insultos de los ayudantes y, en algunas ocasiones, por sus temibles bastones. El marsellés los miraba con suma atención y buscaba, sobre todo, reconocer su número. Unos se enganchaban a carretas con pesadas cargas, otros transportaban sobre sus hombros pesadas piezas de carpintería, apilando y descombrando las tablas para la construcción o arrastrando con una cuerda[7] los veleros en desarme, y todo se hacía bajo un sol que emitía, a raudales, su asfixiante calor.
Los condenados estaban vestidos con una casaca roja, un chaleco del mismo color y un pantalón gris de tela gruesa. Los condenados a prisión perpetua llevaban una gorra de lana verde y se les empleaba en los trabajos más rudos, al menos de capacidades especiales. Los condenados sospechosos por viciosos instintos o tentativas de evasión llevaban una gorra verde, rodeada de un largo borde rojo. La gorra completamente roja designaba a los condenados a término, y sobre estos últimos, el señor Bernardon lanzaba miradas ansiosas. En el gorro había una placa de hojalata que llevaba el número de matrícula de cada prisionero.
Unos, encadenados por pareja, cargaban grilletes de ocho a veintidós libras.[8] En uno de los condenados, la cadena iba del pie a la cintura, donde estaba fija, y continuaba para ligarse a la cintura y al pie del otro. Estos infelices se llamaban, de forma humorística, “los caballeros de la guirnalda”. Los otros, que no tenían pareja, sólo portaban un anillo y una semicadena de nueve o diez libras, e inclusive un solo anillo que llaman “calcetín”, que pesa de dos a cuatro libras. Algunos indomables presos tenían sus pies dentro de un “martinete”, cierre en forma de triángulo que fijadas a cada una de sus extremidades alrededor de la pierna y templada de una manera especial, resiste a cualquier esfuerzo de ruptura.
El señor Bernardon, que interrogaba tanto a los condenados como a los carceleros, recorrió todos los sectores del puerto. Algunas veces, una pregunta le asomaba a los labios, pero no osaba hacerla. Buscaba evidentemente reconocer a uno de esos desafortunados, y una impaciencia febril lo agitaba secretamente.
¡Delante de él, se encontraba ese cartel desgarrador definido por el derecho y la ley, donde se estampaba, en un triste día, la degradación de las pasiones humanas! ¡Porque la fatalidad había encontrado sólo colores sombríos en la paleta del crimen! Pero el inquieto visitante no se detuvo ante el grupo. ¡Entre aquella multitud, buscaba a alguien que no lo esperaba!
Era el número 2224. De su nombre y familia no le quedaba nada. Solo era conocido en el mundo por algunas cifras deshonrosas que lo clasificaban en una horda vergonzosa. ¡Triste nombre de bautismo con el que la prisión adorna a sus hijos!
A pesar de las averiguaciones del señor Bernardon, el 2224 no aparecía. Entonces, el negociante se dirigió a un guardia y le preguntó si ese número estaba en la prisión o retenido por cualquier otra causa.
-Discúlpeme -respondió el aludido- él trabaja en el amarre[9] de la arboladura.
-¿Qué tipo de hombre es?
-En mi opinión, un hombre pacífico, algún “caballo de regreso”.[10]
Esta denominación indicaba que el condenado estaba por segunda vez en la prisión.
-Si desea hablarle -dijo el guardia- vaya hacia la máquina de arbolar.
El señor Bernardon se dirigió rápidamente hacia allí y vio al 2224 que cuidaba uno de los timones. El marsellés no lo perdió más de vista y una tristeza húmeda inundó sus ojos rápidamente.


Capítulo III

Era un hombre de treinta años, bien fuerte, el número 2224. Su rostro era franco y revelaba una inteligencia más honesta que la de un criminal. Se encontraba una profunda resignación sobre la frente de este hombre, pero no había embrutecimiento en esa resignación porque vivos destellos se notaban, a veces, a través del abatimiento de sus ojos. Esta energía interior debía ser aprovechada. No se vislumbraba la vocación del crimen sobre los rasgos regulares de este desdichado. Una educación propicia debía conducirlo inevitablemente a la rehabilitación.
Estaba acoplado a un viejo condenado que, más endurecido y rudo, contrastaba mucho con él. ¡En la deprimida frente del viejo preso, se agolpaban incesantemente pensamientos culpables! ¡Vergonzosa y horrible unión que constituía la inmensa solidaridad del crimen!
¿De dónde proviene esta ley fatal que obliga a las buenas almas a perderse al tener contacto con las malas? ¿Por qué el mal es el roedor del bien?
Las parejas empleadas en ese momento izaban los mástiles de un velero recién construido y para acompañar sus esfuerzos, cantaban la canción de la Viuda. ¡La Viuda es la guillotina, viuda de todos los que mata!

¡Oh! ¡oh! ¡oh! ¡ Jean-Pierre, oh!
¡Aséese!
¡Aquí está! ¡Llego el barbero! ¡oh!
¡Oh! ¡oh! ¡oh! ¡Jean-Pierre, oh!
¡Llegó la carreta!
¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!
¡Para guadañar la cola!

¡Qué existencia! ¡Qué pensamientos! ¡Qué horizonte limitado por la cárcel y el patíbulo!
El señor Bernardon esperó pacientemente que los trabajos se terminasen. Entonces, aprovechando la pausa que les ofrecían, las parejas descansaban. El más viejo de los dos presos se acostaba a todo lo largo en el suelo y el más joven, silencioso y abatido, se apoyaba sobre un ancla.
El marsellés avanzó hacia él.
-Mi amigo -le dijo afectuosamente, me gustaría conversar con usted.
El número 2224 caminó hacia su interlocutor y el movimiento de la cadena sacó al viejo forzado de su somnolencia.
-¡Oye! -dijo éste- estate quieto, que nos vas a hacer comprimir por las heridas!
-Cállate, Romain, quiero hablar con este señor.
-¡No vas a hablar nada!
-¡Suelta un poco tu cadena por el extremo!
-¡No! ¡Voy a tirar solo de mi mitad!
-¡Romain! ¡Romain! -dijo el número 2224 que comenzaba a enfadarse.
-Eh bien, juguémoslo -dijo Romain- y sacó un juego de cartas de su bolsillo. 
-Ya está -replicó el joven condenado.
La cadena de los dos presos estaba compuesta por dieciocho eslabones de seis pulgadas.[11] Cada uno tenía, por tanto, nueve, y podía tener así su margen de libertad. Los dos adversarios comenzaron a reñir y la disputa desvelaba una ardiente codicia. Llenaron su lenguaje de palabras incomprensibles.
El señor Bernardon se aproximó a Romain.
-Le compro la parte de la cadena -le dijo.
-¿Paga bien?
El negociante sacó cinco francos de su bolsa.
-¡Cinco! -dijo el viejo forzado.
¡Trato hecho! Y se precipitó sobre el dinero que desapareció no se sabe dónde, después, desenrollando sus eslabones que había enrollado delante de él, retomó su lugar y se acostó.
-¿Para que me quería? -preguntó el joven condenado al marsellés.
Este lo miró fijamente y le dijo:
-Se llama Pierre-Jean. Ha pasado cinco años en la cárcel por robo calificado. Hace tres años había acabado de cumplir su pena, pero algún tiempo después, fue hecho prisionero nuevamente y condenado a diez años de cadena.
-¡Es cierto! -dijo Pierre-Jean.
-Es el hijo de Jeanne Renaud.
-Mi pobre buena madre -dijo el condenado tristemente- ¡No hable nada más! ¡Está muerta!
-Murió hace dos años -agregó el señor Bernardon.
-Pues sabrá, señor, que trabajo duro para juntar el dinero para comprar una tumba a la pobre Jeanne Renaud.
-Está enterrada bajo una bella placa de mármol -respondió el negociante.
-¿Con árboles verdes a su alrededor?
-Sí, Pierre-Jean.
-¡Oh! ¡Gracias! ¡Señor! Pero, ¿quién es?
-Escuche y cuidémonos de que no se nos vea juntos por mucho tiempo. De aquí a uno o dos días, prepárese a huir. Compre a precio de oro el silencio de vuestro compañero. Prometa todo, cumpliré sus promesas. Cuando esté listo, usted recibirá los instrumentos necesarios para la fuga, porque de aquí a ese momento, le podrían comprometer. ¡Adiós, Pierre-Jean!
El marsellés continuó tranquilamente su inspección, dejando al condenado estupefacto con lo que acababa de escuchar. Hizo varios recorridos por el arsenal, visitó los talleres y regresó luego a su carruaje, cuyos caballos lo llevaron rápidamente al hotel.
Pierre-Jean no había salido de su asombro. ¿De dónde venía este hombre que conocía tan bien las diversas circunstancias de su vida? ¿Por qué razón le había hablado de su madre? ¿Por qué Jeanne Renaud tenía una bella tumba a la sombra de los árboles? ¿Qué interés tenía ese hombre por liberarlo? De cualquier forma, había aceptado rápidamente la oferta y resolvió preparar todo para su fuga. Ante todo, debía instruir a su compañero sobre lo que quería hacer, cosa indispensable porque el vínculo que los unía no podía romperse sin que le otro se diera cuenta. Quizás Romain también quería aprovecharse de la evasión y disminuirían así las posibilidades de éxito.
Este viejo forzado solo tenía que cumplir dieciocho meses de cadena.
Pierre-Jean lo convencía de quedarse, le demostró que, por tan poco, no debió arriesgar un aumento de la pena, pero Romain, que veía dinero al final de todo esto, no quería entender razones y rehusaba prestarse a todas las imaginaciones de su camarada.
El viejo comenzó a prestar un poco más de atención a los planes de Pierre-Jean solo cuando este le habló de algunos miles de francos que pudieran esperarlo a la salida de la prisión. La dificultad consistía en asegurarse del modo de pago. Después de numerosas conversa-ciones, en las que Romain mostró un soberano desprecio por las promesas y las palabras de honor, se convino que le daría, por adelantado, algunos diamantes, que se encargaría de guardar en lugar seguro. Por lo demás, consintió a fiarse de la lealtad de Pierre-Jean, aumentando los intereses de la suma a la tasa legal.
Entonces este último pensó en la manera de escapar. La cuestión era salir del puerto sin ser visto, necesitaba escapar a las ejercitadas miradas de los centinelas y carceleros. ¿Debía emplear la audacia o la astucia? ¡Quizás una u otra! Una vez que se llegase al campo, antes que previniesen a las brigadas policiales, sería fácil ofrecer dinero a los campesinos y a aquellos a los que la esperanza de la prima por los evadidos los haría más felices no se resistirían, ciertamente, al atractivo de una suma superior.
Pierre-Jean halló que la noche era el momento más favorable para sus proyectos, estaba condenado a término, pero, en lugar de estar preso en uno de los viejos navíos que forman las cárceles flotantes, por excepción, estaba encerrado en las salas.
Salir era difícil. Lo importante era entonces no volver a entrar ahí. Así que las radas prácticamente desiertas le ofrecían algunas oportunidades de éxito, porque no podía soñar a abandonar el arsenal por otro lugar que no fuera por mar. Una vez en tierra, le correspondía a su protector indicarle el camino.
Llevado así por sus reflexiones de confiar en el desconocido, resolvió esperar por sus consejos, y conocer, antes que nada, si ratificaría las promesas hechas a Romain. Así, impaciente, el tiempo le transcurría lentamente.
Al día siguiente, el marsellés vino directamente hacia él.
-¿Entonces?
-Todo está arreglado, señor, y si desea serme útil, todo irá bien.
-¿Qué necesita?
-Prometí tres mil francos a mi compañero a la salida de la prisión.
-¡Los tendrá! ¿Qué más?
-Pero quiere algo más real que una promesa y pide unos diamantes como adelanto.
El señor Bernardon verificó que nadie le observaba, y dejó caer el broche de su corbata a los pies del viejo forzado, que la desapareció instantáneamente. Al mismo tiempo, le entregó un saco a Pierre-Jean.
-Aquí está, -dijo, oro y una lima bien temperada.
-Gracias, señor. ¿Adonde debo llegar?
-Cerca de Notre-Dame-des-Maures,[12] en las montañas.
-¡Acordado!
-¿Cuándo será?
-Esta noche. ¡A nado!
-¡Bien! Procure llegar al cabo de Garonne.[13] Encontrará allí todas las ropas necesarias. ¡Coraje y prudencia!
-Y gratitud -agregó Pierre-Jean.
Los presos regresaron al trabajo.
El señor Bernardon, frío e impasible, examinó, con gran minuciasidad, los trabajos del arsenal y conversó durante mucho tiempo con dos célebres carceleros, que le tomaron por un archifilántropo.


Capítulo IV

Pierre-Jean parecía ser el más tranquilo de los prisioneros, pero, muy a pesar de él, un observador atento se hubiera dado cuenta de su inusitada agitación. El amor por la libertad soplaba en su corazón, y se volvían a encender todas esas esperanzas adormecidas bajo la ceniza de la resignación. Trabajó con un ardor insólito y parecía traicionarse por demasiada buena voluntad. La indiferencia era la mejor máscara.
Para disimular, durante unos instantes, su ausencia a la reanudación de las actividades en la tarde, se las arregló para hacerse remplazar por un camarada que estaba cerca de su compañero de cadena. Un preso “calcetín” -nombrado así por el anillo ligero que lleva en la pierna- que le quedaba por cumplir algunos pocos días más en la cárcel, por tanto sin pareja, acordó participar en el plan de Pierre-Jean por tres piezas de oro. Consintió en unir a sus pies, durante algunos minutos, luego de su ruptura, la cadena del fugitivo.
A las siete de la noche, Pierre-Jean aprovechó un momento de descanso para cortar sus hierros. Gracias a la perfección de su lima y aunque este grillete era de un temple resistente, la operación se efectuó de forma rápida. Poco antes de la vuelta a las salas, después de haber visto al preso con que había hecho negocio y ocupar su lugar, se escondió detrás de algunas piezas de madera.
No lejos de él se encontraba una inmensa caldera destinada a una fragata a vapor, se le había puesto a secar delante del taller de las máquinas. Este vasto recipiente se hallaba apoyado en su base y la abertura de los hornos le ofrecía al preso un abrigo impenetrable. Aprovechándose de un momento adecuado, se deslizó sin hacer ruido, llevando un trozo de madera, al que le había hecho algunos huecos y portaba forma de gorra. Esperó.
La noche cayó. El reloj dio las ocho. Los condenados abandonaron los trabajos, se dirigieron hacia sus prisiones respectivas bajo la conducción de los guardias. El cielo, cargado de nubes, aumentaba la oscuridad y favorecía a Pierre-Jean. Cuando el arsenal estuvo desierto, salió de su escondite y moviéndose en silencio, se dirigió hacía el lado donde estaban las dársenas de carena, pues no podía pasar por delante de los edificios de la cárcel. Del otro lado de la ensenada, la casi isla de Cépet se llenaba de tinieblas. Algunos ayudantes erraban por esos lugares. Pierre-Jean interrumpió su marcha horizontal y se ocultó en las sombrías cavidades. Afortunadamente, había roto todas sus cadenas y sus movimientos eran silenciosos y libres.
Llegó, por fin, al mar, por la zona de la Dársena Nueva, pero no muy lejos de la abertura que daba acceso a la ensenada. Con su especie de gorra de madera en la mano, se deslizó por una cuerda y desapareció sin ruido sobre las aguas. Cuando regresó a la superficie, se cubrió la cabeza rápidamente con esa extraña cubierta, su cabeza quedaba, de esa forma, fuera de cualquier mirada y los agujeros hechos desde antes le permitían dirigirse. Se le podía tomar por una boya a la deriva.
De repente, un cañonazo resonó.
-Debe ser el cierre del puerto, pensó.
¡Le siguieron un segundo y un tercer disparo!
-¡El cañón de alarma! ¡Mi fuga ha sido descubierta! ¡Ánimo!
Y Pierre-Jean, evitando con cuidado el acercamiento de los navíos y la cadena de las anclas, avanzó, por la pequeña ensenada, hacia el lado del polvorín de Millau. El mar estaba agitado, pero, como buen nadador, se sentía con fuerzas para ir más lejos. Dejó a la deriva su ropa que disminuía la velocidad de su marcha y traía su pequeño saco con oro colgado a su pecho.
Llegó sin dificultades al medio de la pequeña ensenada, y apoyándose sobre un cuerpo muerto, una especie de boya de hierro, se quitó con precaución la gorra que le protegía.
-¡Uf! -exclamó. Este paseo solo es una parte de lo que me queda por hacer; en alta mar, no tengo nada que temer, pero hace falta pasar la entrada de la bahía donde existen muchas embarcaciones entre la gran torre y el fuerte de la Aiguilette. Será cosa del Diablo si logro evadirme. Mientras llegue el momento, orientémonos, y no metamos al Diablo de esta parte que no esta aquí.
Pierre-Jean consiguió orientarse por el polvorín de la Goubnin y el fuerte Saint-Louis. Necesitaba seguir en línea recta y, para no ser visto, ni de un lado ni del otro, pasar por el medio. Con la cabeza abrigada bajo su aparato, nadó silenciosamente. El viento refrescaba y se confundía con peligrosos ruidos que podían engañar la fineza de su oído; se mantenía en guardia y, por mucha importancia que tuviese en abandonar la pequeña ensenada, avanzaba lentamente para no dotar de una velocidad imprudente a la falsa boya que le ocultaba.
Transcurrió una media hora. Sus cálculos le indicaban que debía estar llegando al lugar de la entrada, cuando a su izquierda creyó escuchar un ruido de remos. Se detuvo, aguzó el oído y esperó.
-¡Eh! -vociferaron desde un bote.
¿Alguna novedad?
-¡Nada nuevo! -le respondieron desde una embarcación que pasaba a la derecha del prófugo.
-¡Nunca vamos a encontrarlo!
-Pero, ¿es seguro que se escapó por mar?
-¡Sin dudas! Hemos recuperado sus ropas.
-¡Y  bien, corremos el riesgo de ir hasta las grandes Indias!
-¡Ánimo! Sigamos.
Las embarcaciones se separaron.
Le estaban persiguiendo. Aprovechando la partida de las canoas de la marina, se animó a dar algunas vigorosas brazadas en dirección a la salida, luchando contra las olas y el desespero que giraban en torno a él.
-¡Oh! ¡Si estuviera en alta mar!
¿Se puede imaginar la horrible posición de este hombre? ¡Alta mar! ¡Eso significaría la muerte y lo prefería a ir de vuelta a la cárcel! ¡Qué tenacidad! ¡Qué poder de carácter se encuentra, en ocasiones, entre los desgraciados! Se repite, muy a menudo, que tal energía aplicada al bien daría como resultado grandes cosas. Sí, pero esta fuerza no es natural. Para producirla, se necesitan grandes ansias de libertad. En la placidez diaria de la vida, estas personas se conver-tirían en seres vanos, inertes e impotentes. La sociedad los había repudiados, se habían golpeado con ella y de ese choque habían brotado chispas.
De vez en cuando, los gritos llegaban hasta el oído de Pierre-Jean, las embarcaciones multiplica-ban su búsqueda por la ensenada y debieron necesariamente concentrar su vigilancia sobre la entrada a la bahía. ¡Pierre-Jean nadaba constan-temente!
-¡Prefiero ahogarme! -se dijo.
Ya la gran torre y el fuerte del Aiguillette se delineaban ante sus ojos.
Las antorchas corrían sobre la ribera, como estrellas de mal augurio, las brigadas de la policía estaban en acción. El fugitivo disminuyó su marcha y se dejó impulsar por las olas y el viento del oeste que lo arrastraron hacia el mar.
De pronto, un brillo iluminó las aguas y Pierre-Jean percibió a su alrededor a tres o cuatro botes llevando antorchas encendidas. No se movió. Un movimiento en falso podía perderlo.
-¡Eh, allá!
-¡Nada!
-¿Buscaron por la parte de Lazaret?
-¿Y del lado de las baterías?
-Ya se les avisó a los soldados de la marina.
-Bien, de esa forma no podrá desembarcar en la costa.
-¡Imposible!
-¡En marcha!
Pierre-Jean respiró. Las embarcaciones se hallaban a solo diez brazas de él y se veía obligado ahora a nadar perpendicularmente.
-¡Allá! ¿Qué hay allá? -gritó un marinero.
-¿Qué? -le respondieron.
-¡Ese punto negro que nada!
-¿En el medio?
-Sí.
-¡No es nada! Es una boya a la deriva.
-Está bien, ¡entonces atrapémosla!
-Pierre-Jean se preparó a sumergirse. Pero, en ese preciso momento, el silbato de un contramaestre se escuchó.
-¡En marcha, muchachos! Tenemos más cosas que hacer que estar pescando un trozo de madera. ¡Sigamos adelante!
Y las embarcaciones continuaron su camino. El desventurado retomó su coraje. ¡Su ardid no había sido descubierto! Las fuerzas le volvieron con la esperanza. Una masa negra se dibujaba a lo lejos.
-¿Qué es aquello? -se preguntó.
¡La torre de Balaguier! Estaré salvado si llego allá. Pero, ¿dónde estoy?
Giró hacia la izquierda y reconoció el fuerte Saint-Louis.
-¡Esa es la torre! Después de haber pasado la batería estaré ya en la gran ensenada. ¡Oh! ¡La libertad! ¡La libertad!
De pronto, se halló en profundas tinieblas. Un cuerpo opaco interceptaba a sus ojos la vista del fuerte. Era una de las últimas embarcaciones que había chocado contra él. Se detuvo al choque y uno de los marineros se inclinó sobre la borda. 
-Es una boya -dijo. ¡En marcha!
Y el bote retomó su marcha. ¡Fatalidad! Un remo golpeó a la falsa boya, se viró de lado y antes que el evadido pudiera soñar con desaparecer, su cabeza rasurada se vio por delante del bote.
-¡Lo tenemos!  -gritaron los marineros. ¡Aquí, rápido!
Pierre-Jean se sumergió y, mientras que los silbatos llamaban de todas partes a las embarcaciones dispersas, nadó entre dos aguas hacia el lado de la playa de Lazaret. Se alejó así del lugar de la cita, dado que esa playa está situada a la izquierda de la entrada de la gran ensenada, mientras que el cabo de Garonne se extiende por la derecha. Esperaba, de esa manera, despistar a sus perseguidores, al dirigirse hacia el lado menos propicio para su evasión.
Sin embargo, necesitaba llegar al lugar convenido con el marsellés. Luego de algunas brazadas hacia el lado contrario, retornó sobre sus pasos. Las embarcaciones se agrupaban a su alrededor. A cada instante, se sumergía para no ser reconocido. Finalmente, sus hábiles maniobras engañaron a sus perseguidores, pero necesitaba llegar. Comenzaba a desfallecer, perdía sus fuerzas, varias veces sus ojos se cerraban y su cerebro se llenaba de vertiginosos giros, sus manos se endurecían y sus pies pesados se hundían hacia el abismo. Pero, la providencia y las olas se compadecieron de él y lo lanzaron desvanecido sobre la orilla del cabo de Garonne. Después, cuando recobró sus sentidos, un hombre estaba inclinado sobre él, al tiempo que le hacía beber algunos sorbos de licor.
-Está a salvo -le dijo. Vestido con ropas de extranjero y con una peluca encima, llegará fácilmente a Notre-Dame-des-Maures, en las montañas del Anti. ¡Parta lo más pronto posible! Voy a encender una antorcha y vigilar la playa. Nadie imagina que ha venido a parar aquí.
Pierre-Jean se lanzó en la dirección indicada. Al cabo de andar un tiempo, cayó de rodillas, rezó por su madre, y se alejó con paso precipitado.


Capítulo V

La región situada al este de Toulon, llena de bosques y de montañas, surcada de precipicios y ríos, ofrecía al fugitivo numerosas oportunidades de escabullirse. Esas tierras que había recorrido tantas veces no tenían secretos para él. No perdió la esperanza de ser salvado por completo y sus reflexiones se dirigían al ese generoso protector cuyo objetivo no podía entender. ¿Tendría necesidad, ese marsellés, de un hombre decidido, dispuesto a todo, listo para enfrentar cualquier tarea y que había ido a seleccionar a la cárcel? Pero Pierre-Jean se había jurado que nunca volvería a cometer un crimen, y que huiría de las propuestas indignas como había huido de la prisión.
Eran las diez de la noche, cuando se aventuraba entre las montañas de la Garonne, evitando seguir los caminos frecuentados, lanzándose a las cunetas y los matorrales, cuando un paso humano o el ruido de alguna carroza resonaban en medio del silencio. Empleaba toda la circunspección del malhechor cuando va a intentar un crimen, solo que en este caso, su prudencia era honesta. Aunque su disfraz lo hacía irreconocible, temía ser reconocido y sus ropas de campesino podían tener algo de artificial. Por otra parte, desde que la guardia recibe la señal de aviso del cañón de alarma, el preso evadido encuentra un enemigo intratable en cada persona que encuentre. Las razones de seguridad y los motivos pecuniarios refuerzan la agudeza de sus miradas, la velocidad de sus piernas y el vigor de sus brazos. Si se ve al fugitivo, se le reconoce, al quedar siempre estigmas físicos o morales, ya sea porque esté acostumbrado al peso de los grilletes y arrastra un poco la pierna izquierda, o porque un rostro asustado lo delata.
Sin embargo, Pierre-Jean llegó sano y salvo a Grande-Bastide. En una posada donde entró, con la mayor discreción posible, le sirvieron una botella de vino y una rebanada de tocino. Allí él tuvo la precaución de pagar su gasto en monedas grandes. Ya un poco restablecido y temiendo a las imprudencias del sueño, se puso en camino. Después de haber seguido durante algún tiempo el camino de Saint-Vincent, por prudencia se desvío a la derecha y, sin encontrar alma viviente, llegó a la aldea de Roubeaux, que consideró inútil de atravesar.
Por un momento, pensó no ir al lugar de la cita, siempre preocupado por la perspectiva de un mal asunto, pero su confianza ganó terreno sobre sus temores y retomando el camino hacia el Norte, dejó Hyères hacia su derecha y se adentró por segunda ocasión en las montañas.
El día comenzaba a despuntar y decidió que, a partir de ese momento, no se dejaría examinar de cerca, no evitaría las miradas de los curiosos, seguiría los grandes caminos, caminaría de frente y de la forma más honesta posible. Así, se arregló la peluca, se abotonó su chaleco y partió con paso firme.
Sus reflexiones lo absorbían por algunos instantes, cuando creyó escuchar el trote de varios caballos. Subió a un talud para observar a lo lejos. La curva del camino le impedía ver, pero no podía engañarse y pegando la oreja a la tierra, escuchó el ruido que le había llamado la atención.
En ese instante y antes que pudiese levantarse, tres campesinos se precipitaron sobre él. Rápidamente, lo amordazaron, le ataron las manos y sus asaltantes le forzaron a regresar sobre sus pasos.
Dos guardias a caballo se acercaban entonces por el camino, se aproximaron a los campesinos y uno de ellos los interrogó.
¡Un preso evadido, gendarme, un fugitivo que acabamos de atrapar!
¡Oh! ¡Oh! dijo uno de los guardias. ¿Es el de anoche?
¡Puede ser, pero, sea ese u otro, lo tenemos!
¡Una buena recompense para ustedes!
¡Muy bien, eso no se puede rechazar! Sus ropas no les sirven a los carceleros y acabaremos tomándola.
¿Nos necesitan para algo? -preguntó uno de los guardias.
¡Ah! ¡Pues, no! Está bien amarrado y podemos con él.
Es mejor así -respondió el guardia, porque estamos siguiendo una pista y eso nos desviaría de nuestras pesquisas.
¡Bien! ¡Hasta luego y buena suerte!
Los guardias continuaron su camino y los campesinos se alejaron en sentido inverso. Pierre-Jean estaba abatido y marchaba maquinalmente. Atado y amordazado, no podía ni intentar sobornar a sus guardianes. Cuando los gendarmes desaparecieron, los campesinos se apartaron del gran camino, tomaron parajes desiertos y, luego de una larga marcha, durante la que no dirigieron la palabra a Pierre-Jean, llegaron a la orilla de Gapau. Mientras que atravesaban el río sobre una balsa, el desgraciado fugitivo intentó tirarse al agua, pero, retenido por manos vigorosas, debió renunciar a cualquier tentativa de suicidio.
Los campesinos evitaban también los grandes caminos y más tarde, se encontraron en el medio de las montañas. Pierre-Jean no comprendía su forma de comportarse. Eran las montañas del Anti. Se habían alejado de Toulon y debían estar bien cerca de Notre-Dame-des-Maures. En efecto, Teste des Caneaux se hallaba ante ellos. Bordearon la aldea y regresaron al gran camino. Un hombre los esperaba del otro lado. Pierre-Jean fue llevado ante él, era el Señor Bernardon. El prisionero quiso hacer un gesto, pero el marsellés marchó delante y condujo a la tropa, que no tardó en llegar a una pequeña y solitaria casa ubicada en la villa de Notre-Dame-des-Maures.
Pierre-Jean fue conducido a una habitación baja donde se hallaba una anciana. El señor Bernardon le siguió junto con los tres campesinos y el fugitivo fue desatado.
¿Qué quieren de mí? Eso está mal, señor le dijo al marsellés.
Esos hombres son de mi entera confianza -respondió el señor Bernardon. ¡Si no hubieran fingido que lo llevaban a Toulon, los guardias lo hubieran detenido y ahora estaría perdido!
Pierre-Jean seguía sin comprender. A una señal, se sentó y el señor Bernardon le dijo:
Escuche. Hace tres años, Pierre-Jean salió de la prisión, donde acababa de terminar su pena, había sido condenado a cinco años de cárcel. La hora de la libertad había llegado para él. Provisto de su pasaporte, vestido con un pantalón de lana, camisa nueva y sombrero barnizado, dejó la prisión y siguió el mismo camino que hoy. Su fortuna se resumía a unos cincuenta francos, pobres ahorros que había reunido moneda a moneda. No era una persona mala, en un día de desvarío había fallado, pero su castigo severo, lejos de corromperlo, al mezclarlo con malvados de todo tipo, lo había llevado a justas y serias reflexiones. Quería volver a ver a su vieja madre, ayudarla con su trabajo y amarla con todo su corazón. Así que su paso era rápido y alegre, porque se alejaba de la prisión y se acercaba a la aldea. Solo se mostraba avergonzado cuando los gendarmes lo obligaban a mostrar ese pasaporte amarillo que une ley tan cruel impone a los ex reos. Después de mucho caminar, llegó a la aldea de Notre-Dame-des-Maures, se detuvo ante esta misma casa. Una anciana estaba aquí. ¡Es esta mujer que está aquí ahora! Lloraba sola en una esquina y torcía sus brazos, desesperada. Pierre-Jean quiso saber la causa de su tristeza.
-Ah dijo, mi hijo está lejos, atravesó los mares para buscar fortuna y sacarme de las dificultades, pero he aquí que, desde su partida, las desgracias se han acumulado sobre mi cabeza, los gastos han aumentado, las cosechas han sido malas y por falta de una suma de cincuenta francos, las personas de las ley van a vender mi pobre choza.
Parece que esta anciana fue elocuente por sus lágrimas y por la sinceridad. ¡El alguacil podía venir de un momento a otro y lanzarla al camino! Pierre-Jean quería mucho a su madre, Jeanne Renaud, sin recursos y avejentada también y que podía haber pasado quizás por una situación semejante y el deber de toda alma caritativa habría sido la de socorrerla, poseía solo cincuenta francos y se los dio a la buena mujer. Pierre-Jean había hecho una buena acción. Se sintió orgulloso de corazón y contento de él. En ese momento, el alguacil entró en la choza. Continuó su camino y sin arrepentirse de su compasión, Pierre-Jean calculó que si hubiese tenido cien francos, ahora tuviera otros cincuenta, bien útiles, que le servirían para terminar su largo viaje o satisfacer las primeras necesidades de su existencia, ¡pues su madre era pobre! ¡Tampoco le iba a ser fácil encontrar trabajo cuando se conociese de dónde venía Pierre-Jean! Es en ese momento que el oficial de la justicia, satisfecho con el pago de la anciana, a la que había dado recibo por la entrega del dinero, venía de vuelta por el camino. No sé que malévola inspiración se apoderó de Pierre-Jean, pero sin despojar al oficial, entró en posesión nuevamente de sus cincuenta francos, ni más, ni menos. ¡Y pensando que la buena acción compensaría a la mala, continuó su camino! Pero antes de ver a su madre fue denunciado y perseguido por robo sobre la persona del alguacil, fue condenado nuevamente por una corte, ¡esta vez a diez años de cárcel!  Pobre hombre, qué lástima, pues su pobre madre murió, al poco tiempo, sin haber besado a su hijo.
El señor Bernardon se detuvo. Pierre-Jean tenía sus ojos llenos de lágrimas. Luego, el marsellés tomó la mano de la anciana y la puso sobre la de Pierre-Jean.
¡Ella es mi madre le dijo, y la ha salvado! ¡Hemos rezado todos juntos por la suya!
Pierre-Jean se cayó de rodillas. El señor Bernardon lo levantó.
Mi amigo, hoy mismo regresamos a Marsella, uno de mis barcos lo conducirá al Nuevo Mundo. ¡Tome este dinero que le permitirá vivir para siempre con holgura! Pero debe usted jurarme que trabajara.
¡Se lo juro, señor, aunque fuese para rehabilitarme ante mis propios ojos!
El señor Bernardon le apretó la mano diciendo:
¡Hace mucho tiempo que, para mi, usted es un hombre honrado!
Esa misma noche, en compañía del negociante y de su madre, Pierre-Jean llegó a Marsella y al siguiente día, el Cérès, un velero de tres mástiles, de setecientas toneladas, recibió un nuevo pasajero que le esperaba y desplegó todas sus velas hacia el estrecho de Gibraltar.

1.016. Verne (Julio)

© Traducido por Ariel Pérez



[1] Chiourme, en el original en francés, palabra antigua que designa el conjunto de reclusos del presidio, en este caso, el propio presidio.
[2] Fatigue, en el original. Término marino: se dice del trabajo de los presidiarios que están fuera de la prisión, empleados en los trabajos del puerto.
[3] Término peyorativo para designar al guardia.
[4] Península de frente a la bahía de Toulon.
[5] Por extensión “media”  lo que significa, en el ambiente carcelario, un presidiario que tiene una pierna ceñida por un leve aro. (N. del  T.)
[6] En el ambiente carcelario, se le llama al presidiario común obligado a usar un gorro rojo. (N. del T.)
[7] En este caso, una cuerda que sirve para remolcar los navíos.
[8] De cuatro a once kilogramos.
[9] Máquina de suspensión cuyo eje es vertical
[10]Término para designar que la persona es reincidente. (N del T.)
[11] Unos dieciséis centímetros.
[12] Cerca de veinte kilómetros, a vuelo de pájaro, al este de Toulon.
[13] Actual cabo de Carqueiranne, punta este de la gran ensenada de Toulon.

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