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miércoles, 19 de junio de 2013

Con estaca y tó

Pimienta, había ido con otros vecinos a echar una "andecha" de "bastiar"  castañas,  a  casa  de  Paco  Mingo,  y  por  consecuencia,  se había quedado al "magüestu" que una vez anochecido se formaba, en la casa citada.
Paco, daba vueltas incansablemente al "farol", avivando el fuego y manteniendo conversación con los demás.
-Sácales ya Paco. ¡Güelen a quemades!
-¡Non sé si tarán entovía!
-¡Non van tar!
-Aseguró, Falín Quilós.
Y  mientras  aquél  las  sacaba  e  iba  introduciendo  en  una  cesta tapada  con  un  trapo  negro,  los  demás  bebieron  un  vaso  de  sidra dulce. Sin más, reanudaron la conversación interrumpida.
-Yo, -argüia Pimienta- non m'alegro de lo malo, pero el día que morrieron  los  dos  hermanos,  alegréme  más,  que  si  me  tocara  la lotería.
-¡Lo quiés Quico, era un creminal!
-Aseveró Paco.
-¿Y Roberto?
-Interrogó Nemesio Donato.
-Esi tien más marcaos de puñalades en Concejo, que de lentejes dan por un duru.
-Entramos eren, de lo pior de lo pior.
Efectivamente;  los  hermanos  citados,  Roberto  y  Quico,  muertos dos meses antes ala anterior conversación, a consecuencia de una pulmonía  doble,  que  los  llevó  al  otro  mundo  con  ocho  días  de diferencia, habían sido, lo que se dice, los verdaderos "matones" del pueblo.  Sus  navajas,  siempre  abiertas  en  el  bolsillo,  atacaban  sin pretexto ni razón, a cualquier mortal que se les cruzara en el camino, aún  cuando  entre  ellos  no  mediase  palabra  alguna.  Valentones engreidos,  aterradores  de  comarcas,  deshacedores  de  romerías  y bailes.  Eran  verdaderos  criminales.  Por  eso,  los  funerales  por  sus almas, fueron celebrados en toda la comarca con grandes bacanales, banquetes y, hasta hay quien asegura que, con cohetes y palenques de gran potencia. No es de extrañar. Aquel día, había desaparecido para la aldea, la agobiante pesadilla del miedo.
-A tí, bon recuerdu te dexaron. ¿Eh, Pimienta?
-Pudo ser mayor.
-Respondió el aludido.
-Acuérdome como si fora ahora mesmo y entovía, pónseme carne de gallina. Taba na Romería de Perlora, cantando al son de la gaita, cuando n'esto lleguen los dos hermanos. Roberto, sacando la navaya, acuchilló na cara al gaiteru.
¡Así, sin más ni más!
-iCanalles!
-Masculló Paco, rechinando los dientes. 
-Y en es esto -continuaba Pimienta- dixo Quico. ¡Aquí pa chulos nosotros! Dióme un garrotazu na cabeza, que dexóme un bultu pa siempre...
-Bien corriste ¿eh?
-Interrumpió Nemesio.
-Eso non. A los valientes, nunca yos tuve míeu.
-¡Vamos  home!  -mordaz  repitió  el  primero. 
-Dicen  que llegasti pasáu, con la lengua fuera, a casa del Médicu.
-¡Mentira! ¡Barájoles! ¡Mentira! Pronto vendrá él y preguntái. Non corrí.  Luché  a  palos  con  ellos,  rompiyos,  les  navayes  y  piseyos  la nuez. Pimienta, nunca tuvo, míeu, nin a los vivos, nin a los muertos.
Guardaron  todos  silencio  al  notar  la  excitación  del  aludido  y, también  con  un  poco  de  miedo  supersticioso  al  mentar  a  los muertos. El dueño de la casa, repartió vasos de sidra y dijo:
-Mira  Pimienta.  Los  muertos  déxalos  en  paz.  Nunca  me  gustó acotar con ellos y menos en esti mes, que y'el de defuntos.
-iBah! ¡Bah! Bobades. Dígolo y repítolo: Nin a los vivos y menos a los muertos.  .
-Pué que si tovieres que dir ahora al Cimenteriu, otra cosa sería.
-¿Qué  ápostayes  a  qué  voy  ahora  mesmo?  Engallado  preguntó Pimienta.
-Pos  ya  que  te  fanfarrones  -exclamó  Nemesio-  doyte  cuatro botelles de vino blanco si vas ahora.
-Pos voy. ¡Pa que sepiayes quien ye Pimienta! Además, escribíme un papelín que diga: "Hasta mañana «Quico». Pos pa demostravos que  fuí,  dexarélu  debaxo  la  puerta  el  Campu  Santu  y  mañana trempano, vayes a ver si tá allí.
Le  escribieron  el  papel.  Pimienta,  levantó  las  solapas  de  la zamarra,  calzó  las  madreñas  y  entre  ruido  de  clavos  y  bufar  del viento,  inició  silbando  Carros  Materos,  el  camino  oscurísimo  del Cementerio.
Verdaderamente,  aquella  noche  espantaría  al  más  valiente.  Sin embargo, a Pimienta, nada le arredraba. El agua azotábale violento el rostro. La oscuridad ocultábale el camino, hasta el punto que, gran conocedor del mismo, no pudo evitar caer al riachuelo inmediato al Cementerio,  por  no  hallar  el  puente.  Pero  siguió  adelante,  hasta pegar  con  las  mismas  narices  en  la  casa  de  Quico,  el  sacristán, adosada a la misma pared del Camposanto.
-Encenderé una cerilla, pa ver la puerta.
-Comentó.
El agua y el viento se la apagaron. Tentando las paredes llegó a la puerta. Entonces, se santiguó y rezó un Pater Noster, por el alma de sus antepasados.
Terminada  la  plegaria,  sin  un  temblor  de  cuerpo,  sin  una vacilación, ni una duda, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Roberto! ¡¡¡Quico!!! Salir acá. ¡Aquí tá Pimientaáa!
Escuchó. Silencio sepulcral.
-¡Barájoles!  Aquí  tou  el  mundo  duerme.  Paz  de  los  muertos.
-Meditó.
Con redoblada energía, volvió al ataque:
-¡Quico,  sal  acá,  que  ruémpote  el  focicu!  ¡Cobardi!  ¡Cobardi! ¿Quiés más? ¡Borrego!
Volvió a escuchar el más hondo de los silencios. Unicamente se sentían, lastimosos aullidos de perros.
-¡Aquí  tá  Pimienta  tan  plantau  y  vosotros  palmaos!  ¡Ja!  ¡Ja! ¡Aúnde tá la valentíaaa!
Mas hete aquí, que el sacristán que, como ya sabemos se llamaba Quico,  había  escuchado  al  igual  que  su  esposa,  aquellos  insultos provocativos  a  su  persona.  La  ira,  subióle  al  cerebro  y  entonces, tirándose  de  la  cama,  agarró  una  estaca;  con  grandes  deseos  de venganza,  y  de  dar  el  pago  merecido  a  aquel  valentón  que  le desafiaba,  lanzóse  a  la  calle  en  calzoncillos,  seguido  de  su  mujer que, en camisa, con otra estaca en la mano, se aprestaba a la ayuda de su marido ultrajado.
En este preciso instante, gritaba Pimienta:
-¡Salir,  oh!  ¿Hay  míeu,  eh?  ¡Porque  si  saliyes  vivos,  vuelvo  a mata!...
Pero  no  pudo  terminar  la  frase.  Un  gran  garrotazo  hízole  girar sobre si mismo y vió ante él, a dos fantasmas en túnicas blancas, blandiendo  enormes  estacas.  Aterrado,  sintió  llover  sobre  sí,  una lluvia de golpes que le tumbaron en el suelo, bien cubierto con una manta...  de  palos.  Tanto  era  el  miedo,  que  pese  al  dolor  de  los innumerables  golpes,  no  podía  gritar.  Al  fin,  quejándose espantosamente, exclamaba:
-¡Por Dios! ¡Por vuestra ánima! ¡Dejáime! iPerdonáime! ¡Robertín!
¡Quico!!  ¡Ayyy! 
-Nuevo  palo. 
-¡Ayyy!  ¡Si  me  dayes  otru, matáyesme!... ¡Por vuestra ánima!...
Los  atacantes  en  silencio  se  retiraron,  cuando  llegaron  a comprender que era cumplida la venganza. Pimienta, una vez sólo, levantóse  trabajosamente,  y  tambaleándose  como  un  beodo, cayéndole la sangre de la cabeza, y con cuatro costillas rotas, inició el regreso a casa de Paco Mingo.
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...

Refiriéndole  estaban  a  D.  Nicasio,  la  apuesta  establecida  con Pimienta, cuando apareció éste, en la forma lamentable ya conocida.
Una palidez sepulcral invadía su rostro, únicamente coloreado por la sangre manando en abundancia. Traía un ojo medio cerrado y una oreja colgando.
Quedaron aterrados los asistentes al "magüestu". Unicamente el Médico, más entrenado en estas lides, se llegó a él, ayudándole a sentarse en una "tayuela".
-¿Pimienta, qué le pasó?
-Inquirió el Doctor. 
-¡Ay, de mí!
-Suspiró.
-¡Déjeme  curarlo!  ¡Qué  barbaridá,  qué  paliza!  ¡A  esto  no  hay derecho!
-Recalcó D. Nemesio.
-Ay...  señor...  trabajosamente  decía  Pimienta. 
-A  la  que...  no hay...  derecho...  ¡Ayyy!  Ye  que  sabiendo...  como  eren... enterráronlos con estaca y tó.

Cuento asturiano

1.017. Busto (Mariano)

    

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