Pimienta, había ido con otros
vecinos a echar una "andecha" de "bastiar" castañas,
a casa de
Paco Mingo, y
por consecuencia, se había quedado al "magüestu" que
una vez anochecido se formaba, en la casa citada.
Paco, daba vueltas incansablemente
al "farol", avivando el fuego y manteniendo conversación con los
demás.
-Sácales ya Paco. ¡Güelen a
quemades!
-¡Non sé si tarán entovía!
-¡Non van tar!
-Aseguró, Falín Quilós.
Y
mientras aquél las
sacaba e iba
introduciendo en una
cesta tapada con un
trapo negro, los
demás bebieron un
vaso de sidra dulce. Sin más, reanudaron la
conversación interrumpida.
-Yo, -argüia Pimienta- non m'alegro
de lo malo, pero el día que morrieron los dos
hermanos, alegréme más,
que si me
tocara la lotería.
-¡Lo quiés Quico, era un creminal!
-Aseveró Paco.
-¿Y Roberto?
-Interrogó Nemesio Donato.
-Esi tien más marcaos de puñalades
en Concejo, que de lentejes dan por un duru.
-Entramos eren, de lo pior de lo
pior.
Efectivamente; los
hermanos citados, Roberto
y Quico, muertos dos meses antes ala anterior
conversación, a consecuencia de una pulmonía
doble, que los
llevó al otro
mundo con ocho
días de diferencia, habían sido,
lo que se dice, los verdaderos "matones" del pueblo. Sus
navajas, siempre abiertas
en el bolsillo,
atacaban sin pretexto ni razón, a
cualquier mortal que se les cruzara en el camino, aún cuando
entre ellos no
mediase palabra alguna.
Valentones engreidos,
aterradores de comarcas,
deshacedores de romerías
y bailes. Eran verdaderos
criminales. Por eso,
los funerales por
sus almas, fueron celebrados en toda la comarca con grandes bacanales,
banquetes y, hasta hay quien asegura que, con cohetes y palenques de gran
potencia. No es de extrañar. Aquel día, había desaparecido para la aldea, la
agobiante pesadilla del miedo.
-A tí, bon recuerdu te dexaron.
¿Eh, Pimienta?
-Pudo ser mayor.
-Respondió el aludido.
-Acuérdome como si fora ahora mesmo
y entovía, pónseme carne de gallina. Taba na Romería de Perlora, cantando al
son de la gaita, cuando n'esto lleguen los dos hermanos. Roberto, sacando la
navaya, acuchilló na cara al gaiteru.
¡Así, sin más ni más!
-iCanalles!
-Masculló Paco, rechinando los
dientes.
-Y en es esto -continuaba Pimienta-
dixo Quico. ¡Aquí pa chulos nosotros! Dióme un garrotazu na cabeza, que dexóme
un bultu pa siempre...
-Bien corriste ¿eh?
-Interrumpió Nemesio.
-Eso non. A los valientes, nunca
yos tuve míeu.
-¡Vamos home!
-mordaz repitió el
primero.
-Dicen que llegasti pasáu, con la lengua fuera, a
casa del Médicu.
-¡Mentira! ¡Barájoles! ¡Mentira!
Pronto vendrá él y preguntái. Non corrí.
Luché a palos
con ellos, rompiyos,
les navayes y
piseyos la nuez. Pimienta, nunca
tuvo, míeu, nin a los vivos, nin a los muertos.
Guardaron todos
silencio al notar
la excitación del
aludido y, también con
un poco de
miedo supersticioso al
mentar a los muertos. El dueño de la casa, repartió
vasos de sidra y dijo:
-Mira Pimienta.
Los muertos déxalos
en paz. Nunca
me gustó acotar con ellos y menos
en esti mes, que y'el de defuntos.
-iBah! ¡Bah! Bobades. Dígolo y
repítolo: Nin a los vivos y menos a los muertos. .
-Pué que si tovieres que dir ahora
al Cimenteriu, otra cosa sería.
-¿Qué ápostayes
a qué voy
ahora mesmo? Engallado
preguntó Pimienta.
-Pos ya
que te fanfarrones
-exclamó Nemesio- doyte
cuatro botelles de vino blanco si vas ahora.
-Pos voy. ¡Pa que sepiayes quien ye
Pimienta! Además, escribíme un papelín que diga: "Hasta mañana «Quico».
Pos pa demostravos que fuí, dexarélu
debaxo la puerta
el Campu Santu
y mañana trempano, vayes a ver si
tá allí.
Le
escribieron el papel.
Pimienta, levantó las
solapas de la zamarra,
calzó las madreñas
y entre ruido
de clavos y
bufar del viento, inició
silbando Carros Materos,
el camino oscurísimo
del Cementerio.
Verdaderamente, aquella
noche espantaría al más valiente.
Sin embargo, a Pimienta, nada le arredraba. El agua azotábale violento
el rostro. La oscuridad ocultábale el camino, hasta el punto que, gran
conocedor del mismo, no pudo evitar caer al riachuelo inmediato al Cementerio, por
no hallar el
puente. Pero siguió
adelante, hasta pegar con
las mismas narices
en la casa
de Quico, el
sacristán, adosada a la misma pared del Camposanto.
-Encenderé una cerilla, pa ver la
puerta.
-Comentó.
El agua y el viento se la apagaron.
Tentando las paredes llegó a la puerta. Entonces, se santiguó y rezó un Pater
Noster, por el alma de sus antepasados.
Terminada la
plegaria, sin un
temblor de cuerpo,
sin una vacilación, ni una duda,
gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Roberto! ¡¡¡Quico!!! Salir acá.
¡Aquí tá Pimientaáa!
Escuchó. Silencio sepulcral.
-¡Barájoles! Aquí
tou el mundo
duerme. Paz de
los muertos.
-Meditó.
Con redoblada energía, volvió al
ataque:
-¡Quico, sal
acá, que ruémpote
el focicu! ¡Cobardi!
¡Cobardi! ¿Quiés más? ¡Borrego!
Volvió a escuchar el más hondo de
los silencios. Unicamente se sentían, lastimosos aullidos de perros.
-¡Aquí tá
Pimienta tan plantau
y vosotros palmaos!
¡Ja! ¡Ja! ¡Aúnde tá la
valentíaaa!
Mas hete aquí, que el sacristán
que, como ya sabemos se llamaba Quico,
había escuchado al
igual que su
esposa, aquellos insultos provocativos a
su persona. La
ira, subióle al
cerebro y entonces, tirándose de
la cama, agarró
una estaca; con
grandes deseos de venganza,
y de dar
el pago merecido
a aquel valentón
que le desafiaba, lanzóse
a la calle
en calzoncillos, seguido
de su mujer que, en camisa, con otra estaca en la
mano, se aprestaba a la ayuda de su marido ultrajado.
En este preciso instante, gritaba
Pimienta:
-¡Salir, oh!
¿Hay míeu, eh?
¡Porque si saliyes
vivos, vuelvo a mata!...
Pero no
pudo terminar la
frase. Un gran
garrotazo hízole girar sobre si mismo y vió ante él, a dos
fantasmas en túnicas blancas, blandiendo
enormes estacas. Aterrado,
sintió llover sobre
sí, una lluvia de golpes que le
tumbaron en el suelo, bien cubierto con una manta... de
palos. Tanto era
el miedo, que
pese al dolor
de los innumerables golpes,
no podía gritar.
Al fin, quejándose espantosamente, exclamaba:
-¡Por Dios! ¡Por vuestra ánima!
¡Dejáime! iPerdonáime! ¡Robertín!
¡Quico!! ¡Ayyy!
-Nuevo palo.
-¡Ayyy! ¡Si
me dayes otru, matáyesme!... ¡Por vuestra ánima!...
Los
atacantes en silencio
se retiraron, cuando
llegaron a comprender que era
cumplida la venganza. Pimienta, una vez sólo, levantóse trabajosamente, y
tambaleándose como un
beodo, cayéndole la sangre de la cabeza, y con cuatro costillas rotas,
inició el regreso a casa de Paco Mingo.
... ... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Refiriéndole estaban
a D. Nicasio,
la apuesta establecida
con Pimienta, cuando apareció éste, en la forma lamentable ya conocida.
Una palidez sepulcral invadía su
rostro, únicamente coloreado por la sangre manando en abundancia. Traía un ojo
medio cerrado y una oreja colgando.
Quedaron aterrados los asistentes
al "magüestu". Unicamente el Médico, más entrenado en estas lides, se
llegó a él, ayudándole a sentarse en una "tayuela".
-¿Pimienta, qué le pasó?
-Inquirió el Doctor.
-¡Ay, de mí!
-Suspiró.
-¡Déjeme curarlo!
¡Qué barbaridá, qué
paliza! ¡A esto
no hay derecho!
-Recalcó D. Nemesio.
-Ay... señor...
trabajosamente decía Pimienta.
-A
la que... no hay...
derecho... ¡Ayyy! Ye
que sabiendo... como
eren... enterráronlos con estaca y tó.
Cuento asturiano
1.017. Busto (Mariano)
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