Existe un reino pequeñito, minúsculo, a orillas
del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se llama Mónaco y cuenta con siete
mil habitantes, menos que un pueblo grande. La superficie del reino es tan
pequeña que ni siquiera tocan a una hectárea de tierra por persona. Pero, en
cambio, tienen un auténtico reyecito, con su palacio, sus cortesanos, sus
ministros, su obispo y su ejército.
Este es poco numeroso, en total unos sesenta
hombres; pero no deja de ser un ejército. El reyecito tiene pocas rentas. Como
por doquier, en ese reino hay impuestos para el tabaco, el vino y el alcohol y
existe la decapitación. Aunque se bebe y se fuma, el reyecito no tendría medios
de mantener a sus cortesanos y a sus funcionarios ni podría mantenerse él, a no
ser por un recurso especial. Ese recurso se debe a una casa de juego, a una
ruleta que hay en el reino. La gente juega y gana o pierde; pero el propietario
siempre obtiene beneficios. Y paga buenas cantidades al reyecito. Las paga, porque
no queda ya en toda Europa una sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo
en los pequeños principados alemanes; pero hace cosa de diez años, las
prohibieron porque traían muchas desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a
jugar, se entusiasmaba, perdía todo su dinero y, a veces, incluso el de los
demás. Y luego, en su desesperación, se arrojaba al agua o se pegaba un tiro.
Los alemanes prohibieron a sus príncipes que tuvieran casas de juego; pero no
hay quien pueda prohibir esto al reyecito de Mónaco: por eso sólo allí queda
una ruleta.
Desde entonces, todos los aficionados al juego
van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el rey. Por medio de un
trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El reyecito de Mónaco sabe
que eso no está bien, pero ¿qué hacer? Es necesario vivir. No es mejor
mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco. Así es como vive ese
reyecito. Reina, amasa dinero y gobierna, desde su palacio, lo mismo que los
grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona, organiza desfiles y paradas,
concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra consejos, decreta y juzga.
Gobierna como los auténticos reyes. La única diferencia es que en Mónaco todo
es pequeño.
Una vez, hace cosa de cinco años, hubo un crimen
en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y nunca había allí sucedido tal
cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al asesino. En el tribunal había
jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de juzgarlo, lo condenaron, según
la ley, a la última pena, a la decapitación. Presentaron la sentencia al rey.
Este la confirmó. No había más remedio que ajusticiar al criminal. La única
desgracia es que no hubiese en el reino guillotina ni verdugo. Después de
pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al Gobierno francés,
preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para cortar la cabeza
al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que los informase, a ser posible, de los
gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron la contestación:
podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a dieciséis mil
francos. Se lo comunicaron al reyecito. Éste meditó largo rato. ¡Dieciséis mil
francos!
-¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría
arreglar el asunto más económicamente? Para obtener esa cantidad, todos los
habitantes del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería
mucho. Podrían sublevarse -dijo.
Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema?
Se les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una República,
no respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría
menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El gobierno italiano
les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los
gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato;
pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no varía tanto
dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a
reunirse el Consejo. Pensaron en la manera de arreglar esto de una manera más
económica. Quizá algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un
modo rudimentario. Llamaron al general.
-¿No habrá algún soldado que quiera decapitar al
asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo que se les
enseña.
El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno
cortar la cabeza al criminal? Todos se negaron. “No, no sabemos hacer esto; no
lo hemos aprendido”, dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron mucho, nombraron un comité,
una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el medio de arreglar el
asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de cadena perpetua. De este
modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo tiempo habría menos gasto.
El reyecito se mostró de acuerdo; y resolvieron adoptar esa solución. La única
desgracia era que no hubiese una prisión especial donde encerrar al criminal
para toda la vida. Había pequeños calabozos en los que se encerraba
temporal-mente a los culpables; pero se carecía de una buena prisión.
Final-mente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le pusieron un
guardián.
Éste vigilaba al delincuente y le traía la comida
de la cocina de palacio. Así transcurrieron doce meses. A fin de año, el
reyecito hizo el balance de los gastos y de los ingresos. Y se dio cuenta de
que el criminal constituía un gasto bastante considerable. En un año había
ascendido a seiscientos francos su comida y el sueldo del guardián. El criminal
era joven y sano; tal vez viviera aún cincuenta años. No era posible seguir
así. El reyecito llamó a sus ministros:
-Busquen el medio de que este canalla nos cueste
menos dinero. Así nos resulta demasiado caro -les dijo.
Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron
largo rato. Uno de ellos dijo:
-Señores, creo que hay que suprimir el guardián.
-El criminal se escaparía -replicó otro.
-Si se escapa, ¡al diablo!
Informaron al rey. Éste se mostró de acuerdo.
Suprimieron al guardián y esperaron a ver qué pasaría.
Al llegar la hora de comer el criminal buscó al
guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina de palacio en
solicitud de la comida. Cogió lo que le dieron, volvió a la prisión y cerró la
puerta tras de sí. Salía a buscar la comida, pero no se escapaba. ¿Qué hacer?
Pensaron que debían decirle que no se le necesitaba para nada, que podía irse.
El ministro de Justicia lo llamó.
-¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede
marcharse libremente: al rey no le parecerá mal.
-Pero yo no tengo adónde ir. ¿Dónde quiere que
vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora nadie querrá tratarme.
Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente conmigo. Eso no se puede
hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte, tenían que haberme
matado. Aunque no lo han hecho, no he protestado. En segundo lugar, me
condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para que me trajera la
comida; pero no han tardado en quitármelo. Tampoco he protestado. He ido a
buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me vaya; pero esta vez, arréglenselas
como quieran; no pienso irme -replicó el criminal.
De nuevo celebraron Consejo. ¿Qué hacer? ¿Qué
solución tomar? El criminal no se iba. Después de pensarlo mucho, decidieron
asignarle una pensión. Era la única manera de librarse de él. Informaron al
reyecito.
-¡Qué le hemos de hacer! Hay que terminar como
sea -dijo éste.
Asignaron al criminal una pensión de seiscientos
francos y así se lo comunicaron.
-Bueno; si me pagan puntualmente, me iré.
Así se decidió la cosa. Entregaron al criminal la
tercera parte de la pensión por adelantado. Este se despidió de todos y
abandonó el dominio del reyecito. Viajó sólo un cuarto de hora por ferrocarril.
Se instaló cerca del reino, compró una parcela de tierra, puso una huerta y un
jardín y vive muy feliz.
En fechas determinadas, va a Mónaco a percibir su
pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego y pone dos o tres
francos. Algunas veces gana; otras pierde y vuelve a su casa. Vive
apaciblemente.
Menos mal que no delinquió en un lugar donde no
se repara en gastos para decapitar a un hombre ni para mantenerlo en la cárcel
toda la vida.
1.013. Tolstoi (Leon)
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