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miércoles, 19 de junio de 2013

Como cazamos un oso

Fuimos a cazar osos. Mi compañero hirió a uno de un disparo. Pero el ani­mal huyó, quedando tan sólo una man­cha de sangre en la nieve.
Nos reunimos en el bosque, para de­cidir si debíamos ir a buscar al oso o esperar, un par de días; que volviera a su guarida.
Preguntamos a los cazadores de osos si era posible perseguirlo, en aquel momento.
-No se le puede perseguir ahora; hay que dejarlo que se tranquilice -dijo un anciano-. Dentro de unos cinco días, se le podrá acosar. En este momento, sólo conseguiríamos asustarlo.
Pero un cazador joven discutió con el viejo, afirmando que no había inconve­niente en perseguir al oso.
-Con esta cantidad de nieve no po­drá ir muy lejos; está muy cebado. Hoy mismo se refugiará en su guarida. Y si no lo hiciera, entonces lo alcanzaré es­quiando.
Mi compañero no compartía esa opi­nión; y aconsejó que esperáramos.
-¿Para qué discutir? Vosotros haced lo que os parezca; y yo me iré, con Demian, para seguir las huellas del oso. Si conseguimos acosarlo, nos parecerá muy bien; y si no, nada habremos per­dido, puesto que, de todas formas, no te­nemos nada que hacer y aún es tem­prano.
Así lo hicimos. Nuestros compañeros se dirigieron hacia los trineos, para vol­ver a la aldea; y Demian y yo, cogimos pan y nos quedamos en el bosque. Cuan­do los demás se hubieron alejado, exa­minamos nuestras escopetas y, después de arrebujarnos bien en las pellizas, se­guimos las huellas del oso.
Hacía un tiempo frío, pero apacible. Sin embargo, era difícil avanzar con los esquís. La nieve era esponjosa. hió se había asentado aún; y, como la vís­pera había nevado, los esquís se hundían mucho. Desde lejos, se divisaban las hue­llas del oso. Se veía que, por algunos sitios, se había hundido hasta la barriga. Al principio, avanzamos por un lugar bastante despejado. Al ver que las hue­llas del oso se internaban en un bosque de abetos, muy espeso, Demian se de­tuvo.
-No debemos seguir las huellas. Pro­bablemente el oso se va a refugiar aquí. Se ve por la nieve que se ha detenido en algunos sitios. Apartémonos de la pista y demos un rodeo. Pero es preciso no hacer ruido, no hablar ni toser, pues de otro modo lo espantaríamos.
Giramos hacia la izquierda. Y después de recorrer unos cincuenta pasos, en­contramos de nuevo las huellas del oso. Las seguimos y desembocamos a un ca­mino. Nos detuvimos allí, para averi­guar la dirección que había tomado el oso. Por algunos sitios, se veían las hue­llas del animal, marcadas en la nieve; por otros, las de un mujik calzado con lapti. Dedujimos que el oso había toma­do el camino de la aldea.
Seguimos adelante.
-Ya no tenemos que fijarnos en el camino. Se verá, por la nieve, si ha ido hacia la derecha o hacia la izquierda Habrá seguido una de esas dos direc­ciones, porque no es probable que se di­rija a la aldea -dijo Demian.
Recorrimos más de una versta, si­guiendo siempre las huellas del oso. Pero, cosa rara, éstas no iban en dirección al bosque, sino al contrario.
-¡Estas huellas son de otro oso! -ex­clamé.
-No; son del mismo, pero ha que­rido engañarnos. Se ha desviado del ca­mino, andando para atrás -replicó De­mian, después de examinar las huellas y de pensar un rato.
Proseguimos la marcha, comprobando que así era, en efecto. Se veía que el oso había recorrido unos sesenta pasos yendo hacia atrás; y, que, después de pe­netrar en un pinar, se había vuelto, con­tinuando de frente.
-Ahora es seguro quejo acosaremos. No tiene más refugio que ese pantano. Manos a la obra, pues-exclamó De­mian, deteniéndose.
Penetramos en un espeso bosque de abetos. Me sentía muy cansado y, ade­más resultaba difícil avanzar. Ora tro­pezaba con un arbusto, ora con un pe­queño abeto, y se me torcían los esquís, ora en un tronco oculto por la nieve. Me quité la pelliza; estaba completa­mente cubierto de sudor. En cambio, De­mian iba como en una barca. Parecía que sus esquís andaban solos. No se enganchaba ni se caía. Se echó mi pe­lliza al hombro, y no cesaba de ani­marme.
Dimos una vuelta de unas tres verstas, rodeando el pantano. Empecé a rezagar­me; se me volvían los esquís y se me torcían los pies. De pronto, Demian se detuvo y me hizo una seña. Me acerqué.
-¿Ves aquella urraca que grazna so­bre el cerro? Las urracas suelen notar el olor del oso, desde lejos. Debe de estar por aquí.
Nos apartamos del camino; y, después de recorrer otra versta, encontramos la pista de antes. Habíamos dado una vuel­ta en torno al lugar donde se encontra­ba el oso. Nos detuvimos. Me quité el gorro y me desabroché la chaqueta. Es­taba acalorado. y bañado ep sudor. De­mian, muy colorado, se enjugaba el ros­tro con una manga.
-Bueno, ya hemos andada bastante; ahora es preciso descansar un poco-dijo.
A través de la arboleda se divisaba la puesta del sol. Nos sentamos sobre los esquís. Sacamos el pan y a sal de los morrales. Primero comí un poco de nie­ve, y luego pan. Y aquel pan me supo tan rico, que me pareció no haber co­mido nada mejor en toda mi vida. Per­manecimos sentados un ratito; empezó a anochecer. Pregunté a Demian si la aldea estaba lejos.
-A unos doce verstas. Llegaremos de noche; ahora hay que descansar. Ponte la pelliza para no enfriarte.
Demian cortó ramas de abeto y pre­paró un lecho en el que nos acostamos, poniendo las manos debajo de nuestras cabezas, a modo de almohada. No, re­cuerdo cómo dormí. Un chasquido me despertó, aproxima-damente dos horas después.
Había dormido con un sueño tan pro­fundo, que incluso olvidé dónde estaba. Miré en torno mío. ¿Qué era aquello? Vi unas columnas blancas. Todo a mi alrededor deslumbraba. Por encima de mi cabeza había unos ramajes, entre los cuales se veía una bóveda bruñida; y en ésta ardían llamitas multicolores. Al cabo de un momento recordé que estábamos en el bosque y comprendí que eran los árboles cubiertos de nieve y escarcha y las estrellas que tililaban en el cielo ló que me había producido esa impresión.
De noche, la escarcha había cubierto las ramas de los árboles, mi pelliza y la de Demian. Lo desperté. Nos pusimos los esquís y emprendimos el camino. Reina­ba el silencio; tan sólo se oía cómo nos deslizábamos por la nieve y, de cuando en cuando, el chasquido de algún árbol. que retumbaba por todo el bosque. De pronto, sentimos que había algo vivo cerca de nosotros; e inmediatamente no­tamos que huía. Me figuré que era el oso; nos acercamos al lugar desde donde se había oído el ruido y vimos las hue­llas de una liebre. Los temblones tenían la corteza roída.
Al llegar al camino, nos quitamos los esquís y, después de atárnoslos a la cin­tura, seguimos adelante.
Resultó difícil andar arrastrando los esquís, que se deslizaban por la nieve. La escarcha nos caía sobre las caras, como si fuese plumón. Las estrellas pa­recían venir a nuestro encuentro. Ora se iluminaban, ora se apagaban, como si el cielo estuviese en movimiento.
Al llegar a la aldea, mi compañero dor­mía. Lo desperté. Le contamos cómo ha­bíamos perseguido al oso y ordenamos al dueño de la casa que reuniera a los monteros para la mañana siguiente. Ce­namos y nos acostamos.
Estaba tan cansado; que hubiera dor­mido hasta la hora de comer; pero mi compañero me despertó. Me levanté de un salto: mi amigo estaba vestido ya y preparaba la escopeta.
-¿Dónde está Demian?
-Hace mucho que marchó al bosque. Ya lo ha dispuesto todo, y ha llevado a los monteros, para acosar al oso.
Me lavé, me vestí; y cuando hube cargado mis escopetas, nos instalamos en el trineo. Seguía helando, pero hacía un tiempo apacible. Había niebla y caía es­carcha.
Recorrimos tres verstas por el camino y llegamos al bosque. En la parte baja, divisamos una columna de humo y un grupo de hombres y mujeres, armados de estacas.. Nos apeamos del trineo y nos dirigimos hacia el grupo. Los hombres asaban patatas, charlando alegremente con las mujeres.
Demian estaba entre ellos. Todos se pusieron en pie; y él fué a colocarlos en círculo, en torno al lugar que había­mos recorrido la víspera. Los hombres y las mujeres, en total unas treinta per­sonas, se pusieron en fila; y penetraron en el bosque. Mi compañero y yo los seguimos.
Aunque la nieve del sendero estaba pi­soteada, resultaba penoso avanzar. Pero hubiera sido difícil caerse, pues íbamos como entre dos muros. Recorrimos de esta forma más de versta y media. De pronto, divisamos a Demian, que venía esquiando hacia nosotros. Nos hizo se­ñas con la mano, para que nos reunié­ramos con él. Al llegar allí, nos indicó nuestros lugares. Me coloqué en el mío y miré a mi alrededor.
A la izquierda había un bosque de abetos muy altos, a través de los cuales se podía ver bastante lejos. Entre la ar­boleda divisé a un montero. Frente a mí se extendía un bosque de abetos jóvenes, de la altura de un hombre. Sus ramas se vencían bajo el peso de la nieve. En medio de ese bosque, divisé un senderito que desembocaba en el lugar donde me había instalado. A la derecha, tras de un bosque de abetos, muy espeso, había una pradera. Demian colocó allí a mi compañero.
Después de revisar mis dos escopetas, levanté los gatillos, mientras pensaba dónde me convenía colocarme. Detrás de mí, a unos tres pasos de distancia, había un gran pino. "Me pondré junto a ese pino, y así podré apoyar en él la otra escopeta", pensé. Hundiéndome hasta la rodilla, llegué al árbol; y pi­soteé bien la nieve, preparando así una plazoleta de arshim y medio, y me colo­qué allí. Tomé una de las escopetas en la mano y dejé la otra, con el gatillo levantado, apoyada contra el pino. Sa­qué y envainé de nuevo el puñal, para comprobar si lo podría hacer fácilmen­te, en caso de necesidad.
En cuanto me hube instalado allí, oí gritar a Demian.
-¡Alerta, todos alerta!
Acto seguido, se oyeron las voces de los mujiks, que repetían:
-¡Alerta, todos alerta!
Las mujeres los imitaron, gritando lo mismo, con sus finas voces.
El oso estaba dentro del círculo. De­mian lo acostaba. Todos lanzaban gri­tos. Sólo mi compañero y yo permanecía­mos callados e inmóviles. Tenía el co­razón en un hilo. Seguía con la esco­peta en la mano; y, de cuando en cuan­do, un estremecimiento me recorría el cuerpo. "Ahora lo veré salir, apuntaré, dispararé y se desplomará..." De pron­to, oí como si algo se derrumbase en la nieve, bastante lejos de mí. Miré al bos­que de abetos ; y pude divisar, entre la arboleda, a unos cincuenta pasos, un bulto negro muy grande. Apunté y esperé a que se acercara más. Vi unas orejas que se movían y aquella mole dió me­dia vuelta. Se me presentó de flanco. Era un oso imponente. Disparé a quema ropa. La bala dió contra un árbol ; y, a través del humo que echaba, pude ver al oso, que echaba a correr y se oculta­ba en la espesura. "¡Qué lástima ! He dejado escapar la ocasión. Ahora no ven­drá hacia mí y lo cazarán los monteros." Volví a cargar la escopeta y presté áten­ción. Los hombres gritaban por doquier. A la derecha, cerca de mi compañero, se oyó chillar desaforadamente a una mujer.
-¡Aquí está! ¡Aquí está! ¡Corran! ¡Corran!
Por lo visto, el oso se le venía enci­ma. Perdí la esperanza de que viniera hacía mí y miré a mi compañero. Co­rriendo por el senderito Demian vino y, poniéndose en cuclillas al lado de mi compañero, le mostró algo con el palo de los esquís, como si apuntase. Enton­ces éste disparó en aquella dirección. Probablemente había errado el golpe o había malherido al oso. "Ahora volverá a su guarida, y ya no vendrá más por aquí", pensé. Pero, ¿qué era aquello? Súbitamente, oí jadear al oso, que se acercaba como un torbellino, levantando la nieve a su paso. Venía directamente hacia mí, por un senderito del espeso bosque de abetos. Por lo visto, no sabía lo que hacía, impulsado por el miedo. Cuando estuve a cinco pasos de distancia, vi que tenía el pecho negro y una man­cha rojiza en su enorme cabeza. Por la expresión de sus ojos comprendí que no me veía. Corría, sin saber adónde; a causa del terror. La única salida que le quedaba era la plazoleta junto al pino. Disparé cuando el oso estaba casi en­cima de mí. Pero erré el golpe. Siguió corriendo sin verme. Incliné la escopeta; y, apoyándola casi en su cabeza, disparé por segunda vez y lo herí.
El oso levantó la cabeza, agachó las orejas y, enseñándome los dientes, dió un salto hacia mí. Agarré la otra esco­peta. Pero, sin dejarme tiempo a nada, el oso me derribó en la nieve y saltó más allá. "Menos mal que me ha de­jado", pensé. Sin embargo, al intentar levantarme, me di cuenta de que algo me ahogaba. Impulsado por la carrera, había saltado por encima de mí; pero, retrocediendo en el acto, me aplastó con su enorme corpachón. Sentí un gran peso y un vaho caliente: el oso me había cogido la cara entre sus fauces. Percibí olor a sangre. El oso me había puesto las patas sobre los hombros, con lo que me impedía moverme. Traté de liberar­me, de proteger la nariz y los ojos. Pero era ahí donde me atacaba con más fu­ria. Noté que me clavaba los dientes, de arriba en la frente, junto al nacimien­to del pelo, y que me hundía los in­feriores debajo de los ojos. Luego, em­pezó a apretar. Tuve la impresión de que me cortaban la cabeza con unos cuchi­llos. Asustado, traté de librarme; pero el oso seguía mordiéndome, lo mismo que un perro. En cuanto me desprendía, vol­vía a agarrarme. "Ha llegado mi último momento", pensé. No obstante, de pron­to, me sentí aliviado. El oso había huído.
Cuando mi compañero y Demian vie­ron que el oso me había atacado, se lanzaron hacia mí. En su apresuramiento, mi amigo no siguió por el sendero; y cayó en la nieve. Demian, que no lle­vaba escopeta, acudía por el sendero con una vara en la mano.
-¡El oso ha atacado al señor! ¡El oso ha atacado al señor! ¿Qué haces, sinvergüenza? Suelta a mi amo -gritaba Demian, corriendo como un loco.
El oso huyó, enteramente como si lo hubiera comprendido. Cuando me puse en pie, había un charco de sangre en la nieve. Parecía que acababan de degollar a un cordero. Tenía la frente desgarrada y me colgaban jirones de piel por encima de los ojos; pero no sentía dolor al­guno.
Acudió mi compañero, se agruparon los monteros y, después de examinar­me las heridas, me aplicaron nieve.
-¿Dónde está el oso? ¿En qué direc­ción ha huído? -pregunté, sin pensar en mis heridas.
-¡Aquí está, aquí está! -oímos decir de repente y pudimos divisar a -la fiera, que venía de nuevo hacia nosotros. Aga­rramos las escopetas; pero, antes que nos diera tiempo a disparar, había des­aparecido. Excitado, volvía, con inten­ción de atacarme por segunda vez; mas, al ver tanta gente, debió de asustarse. Por las huellas que había dejado, com­prendimos que sangraba por la cabeza. Nuestro primer impuso fué proseguir la persecución. Sin embargo, como empecé a tener dolor de cabeza, nos fuimos a la ciudad, a casa del médico.
Me curó las heridas; y poco después, empezaron a cicatrizarse. Al cabo de un mes, fuimos de nuevo a cazar al mismo oso; pero no conseguí matarlo. No qui­so salir del lugar en que lo cercamos. Daba vueltas y lanzaba terribles gru­ñidos. Fué Demian quien lo mató. Mi primer disparo le había atravesado la mandíbula inferior, arrancándole un diente.
El oso era muy grande y tenía una piel magnífica.
Lo disequé, y aún lo tengo en mi ha­bitación. Las heridas se me han cicatri­zado, dejándome sólo algunas señales en la frente.

Cuento para niños

1.013. Tolstoi (Leon)

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