Fuimos a cazar osos. Mi
compañero hirió a uno de un disparo. Pero el animal huyó, quedando tan sólo
una mancha de sangre en la nieve.
Nos reunimos en el
bosque, para decidir si debíamos ir a buscar al oso o esperar, un par de días;
que volviera a su guarida.
Preguntamos a los
cazadores de osos si era posible perseguirlo, en aquel momento.
-No se le puede perseguir
ahora; hay que dejarlo que se tranquilice -dijo un anciano-. Dentro de unos
cinco días, se le podrá acosar. En este momento, sólo conseguiríamos asustarlo.
Pero un cazador joven
discutió con el viejo, afirmando que no había inconveniente en perseguir al
oso.
-Con esta cantidad de
nieve no podrá ir muy lejos; está muy cebado. Hoy mismo se refugiará en su
guarida. Y si no lo hiciera, entonces lo alcanzaré esquiando.
Mi compañero no compartía
esa opinión; y aconsejó que esperáramos.
-¿Para qué discutir?
Vosotros haced lo que os parezca; y yo me iré, con Demian, para seguir las
huellas del oso. Si conseguimos acosarlo, nos parecerá muy bien; y si no, nada
habremos perdido, puesto que, de todas formas, no tenemos nada que hacer y
aún es temprano.
Así lo hicimos. Nuestros
compañeros se dirigieron hacia los trineos, para volver a la aldea; y Demian y
yo, cogimos pan y nos quedamos en el bosque. Cuando los demás se hubieron
alejado, examinamos nuestras escopetas y, después de arrebujarnos bien en las
pellizas, seguimos las huellas del oso.
Hacía un tiempo frío,
pero apacible. Sin embargo, era difícil avanzar con los esquís. La nieve era
esponjosa. hió se había asentado aún; y, como la víspera había nevado, los
esquís se hundían mucho. Desde lejos, se divisaban las huellas del oso. Se
veía que, por algunos sitios, se había hundido hasta la barriga. Al principio,
avanzamos por un lugar bastante despejado. Al ver que las huellas del oso se
internaban en un bosque de abetos, muy espeso, Demian se detuvo.
-No debemos seguir las
huellas. Probablemente el oso se va a refugiar aquí. Se ve por la nieve que se
ha detenido en algunos sitios. Apartémonos de la pista y demos un rodeo. Pero
es preciso no hacer ruido, no hablar ni toser, pues de otro modo lo espantaríamos.
Giramos hacia la
izquierda. Y después de recorrer unos cincuenta pasos, encontramos de nuevo
las huellas del oso. Las seguimos y desembocamos a un camino. Nos detuvimos
allí, para averiguar la dirección que había tomado el oso. Por algunos sitios,
se veían las huellas del animal, marcadas en la nieve; por otros, las de un mujik calzado con lapti. Dedujimos que el oso había tomado el camino de la aldea.
Seguimos adelante.
-Ya no tenemos que
fijarnos en el camino. Se verá, por la nieve, si ha ido hacia la derecha o
hacia la izquierda Habrá seguido una de esas dos direcciones, porque no es
probable que se dirija a la aldea -dijo Demian.
Recorrimos más de una versta, siguiendo siempre las huellas
del oso. Pero, cosa rara, éstas no iban en dirección al bosque, sino al
contrario.
-¡Estas huellas son de
otro oso! -exclamé.
-No; son del mismo, pero
ha querido engañarnos. Se ha desviado del camino, andando para atrás -replicó
Demian, después de examinar las huellas y de pensar un rato.
Proseguimos la marcha,
comprobando que así era, en efecto. Se veía que el oso había recorrido unos
sesenta pasos yendo hacia atrás; y, que, después de penetrar en un pinar, se
había vuelto, continuando de frente.
-Ahora es seguro quejo
acosaremos. No tiene más refugio que ese pantano. Manos a la obra, pues-exclamó
Demian, deteniéndose.
Penetramos en un espeso
bosque de abetos. Me sentía muy cansado y, además resultaba difícil avanzar.
Ora tropezaba con un arbusto, ora con un pequeño abeto, y se me torcían los
esquís, ora en un tronco oculto por la nieve. Me quité la pelliza; estaba
completamente cubierto de sudor. En cambio, Demian iba como en una barca.
Parecía que sus esquís andaban solos. No se enganchaba ni se caía. Se echó mi
pelliza al hombro, y no cesaba de animarme.
Dimos una vuelta de unas
tres verstas, rodeando el pantano.
Empecé a rezagarme; se me volvían los esquís y se me torcían los pies. De
pronto, Demian se detuvo y me hizo una seña. Me acerqué.
-¿Ves aquella urraca que
grazna sobre el cerro? Las urracas suelen notar el olor del oso, desde lejos.
Debe de estar por aquí.
Nos apartamos del camino;
y, después de recorrer otra versta, encontramos la pista de antes. Habíamos
dado una vuelta en torno al lugar donde se encontraba el oso. Nos detuvimos.
Me quité el gorro y me desabroché la chaqueta. Estaba acalorado. y bañado ep
sudor. Demian, muy colorado, se enjugaba el rostro con una manga.
-Bueno, ya hemos andada
bastante; ahora es preciso descansar un poco-dijo.
A través de la arboleda
se divisaba la puesta del sol. Nos sentamos sobre los esquís. Sacamos el pan y a
sal de los morrales. Primero comí un poco de nieve, y luego pan. Y aquel pan
me supo tan rico, que me pareció no haber comido nada mejor en toda mi vida.
Permanecimos sentados un ratito; empezó a anochecer. Pregunté a Demian si la
aldea estaba lejos.
-A unos doce verstas. Llegaremos de noche; ahora hay
que descansar. Ponte la pelliza para no enfriarte.
Demian cortó ramas de
abeto y preparó un lecho en el que nos acostamos, poniendo las manos debajo de
nuestras cabezas, a modo de almohada. No, recuerdo cómo dormí. Un chasquido me
despertó, aproxima-damente dos horas después.
Había dormido con un
sueño tan profundo, que incluso olvidé dónde estaba. Miré en torno mío. ¿Qué
era aquello? Vi unas columnas blancas. Todo a mi alrededor deslumbraba. Por
encima de mi cabeza había unos ramajes, entre los cuales se veía una bóveda
bruñida; y en ésta ardían llamitas multicolores. Al cabo de un momento recordé
que estábamos en el bosque y comprendí que eran los árboles cubiertos de nieve
y escarcha y las estrellas que tililaban en el cielo ló que me había producido
esa impresión.
De noche, la escarcha
había cubierto las ramas de los árboles, mi pelliza y la de Demian. Lo
desperté. Nos pusimos los esquís y emprendimos el camino. Reinaba el silencio;
tan sólo se oía cómo nos deslizábamos por la nieve y, de cuando en cuando, el
chasquido de algún árbol. que retumbaba por todo el bosque. De pronto, sentimos
que había algo vivo cerca de nosotros; e inmediatamente notamos que huía. Me
figuré que era el oso; nos acercamos al lugar desde donde se había oído el
ruido y vimos las huellas de una liebre. Los temblones tenían la corteza
roída.
Al llegar al camino, nos
quitamos los esquís y, después de atárnoslos a la cintura, seguimos adelante.
Resultó difícil andar
arrastrando los esquís, que se deslizaban por la nieve. La escarcha nos caía
sobre las caras, como si fuese plumón. Las estrellas parecían venir a nuestro
encuentro. Ora se iluminaban, ora se apagaban, como si el cielo estuviese en
movimiento.
Al llegar a la aldea, mi
compañero dormía. Lo desperté. Le contamos cómo habíamos perseguido al oso y
ordenamos al dueño de la casa que reuniera a los monteros para la mañana
siguiente. Cenamos y nos acostamos.
Estaba tan cansado; que
hubiera dormido hasta la hora de comer; pero mi compañero me despertó. Me
levanté de un salto: mi amigo estaba vestido ya y preparaba la escopeta.
-¿Dónde está Demian?
-Hace mucho que marchó al
bosque. Ya lo ha dispuesto todo, y ha llevado a los monteros, para acosar al
oso.
Me lavé, me vestí; y
cuando hube cargado mis escopetas, nos instalamos en el trineo. Seguía helando,
pero hacía un tiempo apacible. Había niebla y caía escarcha.
Recorrimos tres verstas por el camino y llegamos al
bosque. En la parte baja, divisamos una columna de humo y un grupo de hombres y
mujeres, armados de estacas.. Nos apeamos del trineo y nos dirigimos hacia el
grupo. Los hombres asaban patatas, charlando alegremente con las mujeres.
Demian estaba entre
ellos. Todos se pusieron en pie; y él fué a colocarlos en círculo, en torno al
lugar que habíamos recorrido la víspera. Los hombres y las mujeres, en total
unas treinta personas, se pusieron en fila; y penetraron en el bosque. Mi
compañero y yo los seguimos.
Aunque la nieve del
sendero estaba pisoteada, resultaba penoso avanzar. Pero hubiera sido difícil
caerse, pues íbamos como entre dos muros. Recorrimos de esta forma más de
versta y media. De pronto, divisamos a Demian, que venía esquiando hacia
nosotros. Nos hizo señas con la mano, para que nos reuniéramos con él. Al
llegar allí, nos indicó nuestros lugares. Me coloqué en el mío y miré a mi
alrededor.
A la izquierda había un
bosque de abetos muy altos, a través de los cuales se podía ver bastante lejos.
Entre la arboleda divisé a un montero. Frente a mí se extendía un bosque de abetos
jóvenes, de la altura de un hombre. Sus ramas se vencían bajo el peso de la
nieve. En medio de ese bosque, divisé un senderito que desembocaba en el lugar
donde me había instalado. A la derecha, tras de un bosque de abetos, muy
espeso, había una pradera. Demian colocó allí a mi compañero.
Después de revisar mis
dos escopetas, levanté los gatillos, mientras pensaba dónde me convenía
colocarme. Detrás de mí, a unos tres pasos de distancia, había un gran pino.
"Me pondré junto a ese pino, y así podré apoyar en él la otra
escopeta", pensé. Hundiéndome hasta la rodilla, llegué al árbol; y pisoteé
bien la nieve, preparando así una plazoleta de arshim y medio, y me coloqué allí. Tomé una de las escopetas en la
mano y dejé la otra, con el gatillo levantado, apoyada contra el pino. Saqué y
envainé de nuevo el puñal, para comprobar si lo podría hacer fácilmente, en
caso de necesidad.
En cuanto me hube
instalado allí, oí gritar a Demian.
-¡Alerta, todos alerta!
Acto seguido, se oyeron
las voces de los mujiks, que repetían:
-¡Alerta, todos alerta!
Las mujeres los imitaron,
gritando lo mismo, con sus finas voces.
El oso estaba dentro del
círculo. Demian lo acostaba. Todos lanzaban gritos. Sólo mi compañero y yo
permanecíamos callados e inmóviles. Tenía el corazón en un hilo. Seguía con
la escopeta en la mano; y, de cuando en cuando, un estremecimiento me
recorría el cuerpo. "Ahora lo veré salir, apuntaré, dispararé y se
desplomará..." De pronto, oí como si algo se derrumbase en la nieve,
bastante lejos de mí. Miré al bosque de abetos ; y pude divisar, entre la
arboleda, a unos cincuenta pasos, un bulto negro muy grande. Apunté y esperé a
que se acercara más. Vi unas orejas que se movían y aquella mole dió media
vuelta. Se me presentó de flanco. Era un oso imponente. Disparé a quema ropa.
La bala dió contra un árbol ; y, a través del humo que echaba, pude ver al oso,
que echaba a correr y se ocultaba en la espesura. "¡Qué lástima ! He
dejado escapar la ocasión. Ahora no vendrá hacia mí y lo cazarán los monteros."
Volví a cargar la escopeta y presté átención. Los hombres gritaban por
doquier. A la derecha, cerca de mi compañero, se oyó chillar desaforadamente a
una mujer.
-¡Aquí está! ¡Aquí está!
¡Corran! ¡Corran!
Por lo visto, el oso se
le venía encima. Perdí la esperanza de que viniera hacía mí y miré a mi
compañero. Corriendo por el senderito Demian vino y, poniéndose en cuclillas
al lado de mi compañero, le mostró algo con el palo de los esquís, como si
apuntase. Entonces éste disparó en aquella dirección. Probablemente había
errado el golpe o había malherido al oso. "Ahora volverá a su guarida, y
ya no vendrá más por aquí", pensé. Pero, ¿qué era aquello? Súbitamente, oí
jadear al oso, que se acercaba como un torbellino, levantando la nieve a su
paso. Venía directamente hacia mí, por un senderito del espeso bosque de
abetos. Por lo visto, no sabía lo que hacía, impulsado por el miedo. Cuando
estuve a cinco pasos de distancia, vi que tenía el pecho negro y una mancha
rojiza en su enorme cabeza. Por la expresión de sus ojos comprendí que no me
veía. Corría, sin saber adónde; a causa del terror. La única salida que le
quedaba era la plazoleta junto al pino. Disparé cuando el oso estaba casi encima
de mí. Pero erré el golpe. Siguió corriendo sin verme. Incliné la escopeta; y,
apoyándola casi en su cabeza, disparé por segunda vez y lo herí.
El oso levantó la cabeza,
agachó las orejas y, enseñándome los dientes, dió un salto hacia mí. Agarré la
otra escopeta. Pero, sin dejarme tiempo a nada, el oso me derribó en la nieve
y saltó más allá. "Menos mal que me ha dejado", pensé. Sin embargo,
al intentar levantarme, me di cuenta de que algo me ahogaba. Impulsado por la
carrera, había saltado por encima de mí; pero, retrocediendo en el acto, me
aplastó con su enorme corpachón. Sentí un gran peso y un vaho caliente: el oso
me había cogido la cara entre sus fauces. Percibí olor a sangre. El oso me
había puesto las patas sobre los hombros, con lo que me impedía moverme. Traté
de liberarme, de proteger la nariz y los ojos. Pero era ahí donde me atacaba
con más furia. Noté que me clavaba los dientes, de arriba en la frente, junto
al nacimiento del pelo, y que me hundía los inferiores debajo de los ojos.
Luego, empezó a apretar. Tuve la impresión de que me cortaban la cabeza con
unos cuchillos. Asustado, traté de librarme; pero el oso seguía mordiéndome,
lo mismo que un perro. En cuanto me desprendía, volvía a agarrarme. "Ha
llegado mi último momento", pensé. No obstante, de pronto, me sentí
aliviado. El oso había huído.
Cuando mi compañero y
Demian vieron que el oso me había atacado, se lanzaron hacia mí. En su
apresuramiento, mi amigo no siguió por el sendero; y cayó en la nieve. Demian,
que no llevaba escopeta, acudía por el sendero con una vara en la mano.
-¡El oso ha atacado al
señor! ¡El oso ha atacado al señor! ¿Qué haces, sinvergüenza? Suelta a mi amo -gritaba
Demian, corriendo como un loco.
El oso huyó, enteramente
como si lo hubiera comprendido. Cuando me puse en pie, había un charco de
sangre en la nieve. Parecía que acababan de degollar a un cordero. Tenía la
frente desgarrada y me colgaban jirones de piel por encima de los ojos; pero no
sentía dolor alguno.
Acudió mi compañero, se
agruparon los monteros y, después de examinarme las heridas, me aplicaron
nieve.
-¿Dónde está el oso? ¿En
qué dirección ha huído? -pregunté, sin pensar en mis heridas.
-¡Aquí está, aquí está! -oímos
decir de repente y pudimos divisar a -la fiera, que venía de nuevo hacia
nosotros. Agarramos las escopetas; pero, antes que nos diera tiempo a
disparar, había desaparecido. Excitado, volvía, con intención de atacarme por
segunda vez; mas, al ver tanta gente, debió de asustarse. Por las huellas que
había dejado, comprendimos que sangraba por la cabeza. Nuestro primer impuso
fué proseguir la persecución. Sin embargo, como empecé a tener dolor de cabeza,
nos fuimos a la ciudad, a casa del médico.
Me curó las heridas; y
poco después, empezaron a cicatrizarse. Al cabo de un mes, fuimos de nuevo a
cazar al mismo oso; pero no conseguí matarlo. No quiso salir del lugar en que
lo cercamos. Daba vueltas y lanzaba terribles gruñidos. Fué Demian quien lo
mató. Mi primer disparo le había atravesado la mandíbula inferior, arrancándole
un diente.
El oso era muy grande y
tenía una piel magnífica.
Lo disequé, y aún lo
tengo en mi habitación. Las heridas se me han cicatrizado, dejándome sólo
algunas señales en la frente.
Cuento para niños
1.013. Tolstoi (Leon)
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