Estamos en un hospital
del zemstvo. A falta de doctor, que se ausentó para contraer matrimonio, recibe
a los enfermos el practicante Kuriatin. Es un hombre grueso que ronda los
cuarenta; viste una raída chaqueta de seda cruda y unos usan dos pantalones de
lana. En su rostro se refleja el sentimiento de que cumple su deber y se
encuentra satisfecho. Con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda
sostiene un cigarro que despide un humo pestilente.
En la sala de visitas
entra el sacristán Vonmiglásov. Es un viejo alto y robusto, que viste una
sotana pardusca ceñida con un ancho cinturón de cuero. El ojo derecho, atacado
de cataratas, lo tiene medio cerrado; en la nariz ostenta una verruga que de
lejos se asemeja a una mosca grande. En un primer momento el sacristán busca
con los ojos el icono y, al no encontrarlo, se persigna ante una bombona que
contiene una disolución de ácido fénico; luego saca un trozo de pan bendito,
que traía envuelto en un pañuelo rojo, y, haciendo una inclinación, lo coloca
ante el practicante.
-Ah... Mis respetos
-bosteza el practicante. ¿Qué le trae por aquí? -Le deseo un buen domingo,
Serguei Kuzmich... Tengo necesidad de sus servicios... Con razón se dice, y
usted me perdonará, en el Salterio: «Mi bebida está mezclada con lágrimas.» El
otro día me disponía con mi vieja a tomar el té y no pude ni probarlo, ni tomar
un bocado; era como para morirse... Tomé un sorbo y sentí un dolor horrible en
una muela y en toda esta parte... ¡Qué dolor, Dios mío! En el oído, perdóneme,
parecía como si me hubieran metido un clavo u otro objeto. ¡Qué punzadas, qué
punzadas!
He pecado, no observé la
ley... Mi alma se ha endurecido con vergonzosos pecados, he pasado mi vida en
la pereza... ¡Por mis pecados, Serguei Kuzmich, por mis pecados! El reverendo
padre, después de los oficios litúrgicos, me lo echa en cara; «Tartamudeas,
Efim, tu voz es gangosa. No hay manera de entender nada cuando cantas.» Pero
¿cómo quiere que cante, si me es imposible abrir la boca, tengo el carrillo
hinchado y no he podido pegar ojo en toda la noche?
-Ya veo... Siéntese... Abra
la boca. Vonmiglásov se sienta y abre la boca. Kuriatin arruga el ceño, mira y,
entre las muelas que el tabaco y el tiempo han puesto amarillas, ve una
adornada con un resplandeciente agujero.
-El padre diácono me
aconsejó que me aplicara vodka con rábano, pero esto no me ha propor-cionado
ningún alivio. Glikeria Anísimovna, que Dios le conceda salud, me dio un hilo
traído del monte Athos para que lo llevara atado al brazo y me dijo que hiciera
buches de leche tibia. El hilo me lo puse, pero lo de la leche no lo cumplí:
temo a Dios, estamos en Cuaresma...
-Es un prejuicio...
–Pausa-. Hay que extraerla, Efim Mijéich.
-Usted sabrá, Serguei
Kuzmich. Para eso estudió, para comprender estas cosas tal como son, lo que hay
que extraer y lo que se puede remediar con gotas o algo por el estilo... Para
eso está aquí, que Dios le dé salud, para que recemos por usted día y noche...
como si fuera nuestro propio padre... hasta el fin de nuestros días...
-Tonterías... -replica el
practicante en un rasgo de modestia, mientras busca en el armario del
instrumental. La cirugía es una cosa muy sencilla... todo es cuestión de
práctica y de buen pulso... En un instante acaba uno... El otro día, lo mismo
que usted, vino el propietario Alexandr Ivánich Eguípetski... También con una
muela... Es un hombre culto, todo lo pregunta, quiere saber el porqué y el
cómo. Me estrechó la mano, me llamó por el nombre y el patronímico... Vivió
siete años en Petersburgo y conoce allí a todos los profesores...
Estuvo un buen rato
conmigo... «Por nuestro Señor Jesucristo», me suplicaba, «extráigamela, Serguei
Kuzmich.» ¿Por qué no hacerlo? Se la podía extraer. Lo único que hace falta es
comprender las cosas... Hay muelas y muelas. Unas se sacan con fórceps, otras
con el pie de cabra, otras con la llave... Según los casos.
El practicante toma el
pie de cabra, lo mira interrogativamente, luego lo deja y coge los fórceps.
-A ver, abra más la
boca... -dice, acercándose al sacristán con los fórceps-. Ahora mismo... Es
cosa de un momento... Tendré que hacerle una incisión en la encía... efectuar
la tracción según el eje vertical... y eso es todo... -Hace la incisión-. Y eso
es todo...
-Usted es nuestro
protector... Nosotros, estúpidos, somos unos ignorantes, pero a usted lo
iluminó el Señor...
-No hable con la boca
abierta... Esta muela es fácil de extraer, a veces uno no encuentra más que
raigones... Pero ésta es cosa de nada... -aplica los fórceps-. Quieto, no se
mueva... En un abrir y cerrar de ojos... -Efectúa la tracción-. Lo principal es
agarrarla lo más hondo posible -Tira... -Para que la corona no se rompa...
-Padre nuestro... Virgen Santísima... Ay... -Así no... así no... ¿A ver? ¡No me
agarre! ¡Suélteme!
–Tira-. Ahora... Así,
así... La cosa no es tan fácil... -¡Santos padres!... -grita-. ¡Ángeles del cielo!
¡Ay, ay! ¡Pero tira ya, tira! ¿Te vas a pasar cinco años para arrancarla?
-Esto de la cirugía... De
un golpe no es posible... Ahora, ahora...
Vonmiglásov levanta las
rodillas hasta la altura de los codos, mueve los dedos, los ojos se le desorbitan,
respira fatigosamente... Su cara, congestionada, se cubre de sudor, los ojos se
le llenan de lágrimas. Kuriatin resopla, se mueve ante el sacristán y sigue
tirando... Transcurre medio minuto horroroso y los fórceps se escurren de la muela.
El sacristán se pone en pie de un salto y se mete los dedos en la boca. La
muela sigue en su sitio.
-¡Vaya manera de tirar! -dice
con voz llorosa y, al mismo tiempo, burlona. ¡Ojalá tiren así de ti en el otro
mundo! ¡Muchísimas gracias! ¡Si no sabes sacar muelas, no te metas a hacerlo!
No veo ni la luz...
-¿Y tú por qué me
agarrabas de ese modo? –se irrita el practicante. Cuando yo tiraba, me empujabas
en el brazo y no cesabas de decir estupideces... ¡Imbécil! -¡El imbécil serás
tú! ¿Crees, mujik, que es fácil extraer una muela? ¡A ver, prueba tú! ¡No es
como subir a la torre de la iglesia y repicar las campanas! -Remedándole.
«¡No sabes, no sabes!» ¿Quién
eres tú para decirlo? Al señor Eguípetski, Alexandr Ivánich, le extraje una
muela y no protestó para nada... Es un hombre mucho más distinguido que tú; no
me agarraba... ¡Siéntate! ¡Te digo que te sientes! -No veo nada... Espera a que
recobre el aliento... ¡Oh! Se sienta.
-Pero no te entretengas
tanto, tira fuerte. No te entretengas y tira... ¡De una vez! -No me des lecciones.
¡Señor, qué gente más ignorante! Es para volverse loco... Abre la boca... -Aplica
los fórceps-. La cirugía, hermano, no es una broma...
No es lo mismo que cantar
en el coro... -Hace la tracción. No te muevas. Se ve que la muela es vieja;
las raíces son muy hondas... –Tira. No te muevas... Así... así... No te
muevas... Ahora, ahora... -Se oye un crujido. ¡Ya lo sabía!
Vonmiglásov permanece
unos instantes inmóvil, como si hubiera perdido el conocimiento. Está aturdido...
Sus ojos miran estúpidamente al espacioy su pálida cara está bañada en sudor.
-Si hubiera usado el pie
de cabra... -balbucea el practicante. ¡Buena la hemos hecho!
Volviendo en sí, el
sacristán se mete los dedos en la boca y en el sitio de la muela enferma
encuentra dos salientes.
-Diablo sarnoso... -gruñe-
¡Te han puesto aquí para nuestra desgracia!
-Todavía vienes con
insultos... -protesta el practicante, colocando los fórceps en el armario. Eres
un ignorante... En el seminario no te zurraron bastante... El señor Eguípetski,
Alexandr Ivánich, vivió siete años en Petersburgo... es un hombre culto...
lleva trajes de cien rublos... y no me insultó... ¿Y tú, qué gallinácea eres?
¡No te pasará nada, no te morirás por eso!
El sacristán coge el pan
bendito de la mesa y, con la mano en la mejilla, se va por donde había venido...
1.014. Chejov (Anton)
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