El consejero
administrativo Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó
algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:
-Excelencia:
Constantemente alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra
gran autoridad y paternal solicitud... -Durante más de diez años -le sopló
Zacoucine. -Durante más de diez años... ¡Jum!... En este día memorable,
nosotros, sus subordinados, ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto
y de profunda gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque
su noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo aún, hasta la
hora de la muerte, nos honre con...
-Sus paternales
enseñanzas en el camino de la verdad y del progreso -añadió Zacoucine,
enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la frente. Se
veía que ardía en deseos de tomar la palabra para colocar el discurso que
seguramente traía preparado.
-Y que -concluyó- su
estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio, del trabajo
y de la conciencia social.
Por la mejilla izquierda
de Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.
-Señores -dijo con voz
temblorosa, no esperaba yo esto, no podía imaginar que celebraran mi modesto
jubileo. Estoy emocionado, profundamente emocionado, y conservaré el recuerdo
de estos instantes hasta la muerte.
Créanme, amigos míos, les
aseguro que nadie les desea como yo tantas felicidades... Si alguna vez ha
habido pequeñas dificultades... ha sido siempre en bien de todos ustedes...
Serlavis, actual
consejero de Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado adminis-trativo,
que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción. Luego, con el
rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen arrebatado el precioso álbum en
vez de ofrecérselo, hizo un gesto con la mano para indicar que la emoción le
impedía hablar. Después, calmándose un poco, añadió unas cuantas palabras muy
afectuosas, estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras
aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante el
trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta entonces y de
nuevo se le saltaron las lágrimas.
En su casa lo esperaban
nuevas satisfacciones.
Su familia, sus amigos y
conocidos le hicieron tal ovación que hubo un momento en que creyó sinceramente
haber efectuado grandes servicios a la patria y que hubiera sido una gran
desgracia para ella que él no hubiese existido. Durante la comida del jubileo
no cesaron los brindis, los discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que
Serlavis no esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.
-Señores -dijo en el
momento de los postres, hace dos horas he sido indemnizado por todos los
sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya de la
forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del deber. Durante
toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de que no es el público el
que se ha hecho para nosotros, sino nosotros los que estamos hechos para él. Y
hoy he recibido la más alta recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este
álbum que me ha llenado de emoción.
Todos los rostros se
inclinaron sobre el álbum para verlo.
-¡Qué bonito es! -dijo
Olga, la hija de Serlavis. Estoy segura de que no cuesta menos de cincuenta
rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré mucho cuidado con él... ¡Es
tan bonito!
Después de la comida,
Olga se llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día
siguiente arrancó los retratos de los funcionarios, los tiró al suelo y colocó
en su lugar los de sus compañeras de colegio. Los uniformes cedieron el sitio a
las esclavinas blancas. Colás, el hijo pequeño de su excelencia, recortó los
retratos de los funcionarios y pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los
labios afeitados y barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo nada
más para colorear, recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja, para
jugar con ellas a los soldados.
Al consejero Craterov lo
pegó de pie en una caja de fósforos y lo llevó colocado así al despacho de su
padre.
-Papá, mira, un monumento. Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y,
enternecido, dio un sonoro beso en la mejilla a Nicolás.
Anda, pilluelo,
enséñaselo a mamá para que lo vea ella también.
1.014. Chejov (Anton)
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