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miércoles, 19 de junio de 2013

Dios y el diablo

Hubo en tiempos un buen amo. Po­seía muchos bienes y lo servían nu­merosos esclavos. Estos alababan a su dueño, diciendo:
-Bajo el cielo no existe un señor mejor que el nuestro. Nos da de comer, nos viste y nos hace trabajar en la me­dida de nuestras fuerzas. No nos dice una palabra dura, ni nos guarda rencor. No es como otros amos, que tratan a sus esclavos peor que a las bestias, y jamás les dirigen una palabra cariñosa. El nuestro desea que seamos felices y sólo nos hace el bien y nos habla como es debido. No podríamos vivir mejor.
El diablo estaba furioso de que amo y esclavos viviesen en tan buena armo­nía. Se apoderó de uno de éstos, lla­mado Aleb, y le mandó que sedujera a sus compañeros. Un día en que los esclavos descansaban, empezaron a ala­bar a su amo; pero Aleb elevó la voz para decir:
-En vano elogiáis, hermanos, la bon­dad de nuestro amo. Si uno empieza a dar gusto al mismísimo diablo, hasta él será bueno. Nosotros servimos bien a nuestro amo, lo complaceremos en todo. Apenas piensa una cosa, ya la estamos haciendo; nos adelantamos a sus deseos. ¿Cómo iba a tratarnos mal? Dejad de complacerle, hacedle algún mal, y ve­réis que es como todos. Si nos portáse­mos mal, nos pagaría con maldades peo­res que las de los amos más crueles.
Los esclavos empezaron a discutir con Aleb, e hicieron una apuesta. Aleb de­bía encolerizar al amo. Si no lo con­seguía, perdería su traje de fiesta. En cambio, si ganaba, sus compañeros le entregarían los suyos y, además, lo de­fenderían contra el amo, y lo libertarían en caso de que lo metiera en la cár­cel. Se cerró el trato y Aleb prometió a sus compañeros que encolerizaría al amo al día siguiente.
Aleb estaba destinado a guardar los rediles. Era él quien cuidaba a los car­neros de raza. Aquella mañana el buen amo llevó a unos invitados al redil, para eriseñarles sus ovejas favoritas; y el esclavo del diablo hizo señas a sus com­pañeros, como diciendo: "Prestad aten­ción. Ahora voy a encolerizarlo."
Reuniéronse los esclavos y se pusie­ron a mirar, unos por la puerta y otros por las rendijas de la valla. El diablo se encaramó sobre un árbol para ver cómo le iba a servir Aleb.
Después de haber paseado por el redil y de haber mostrado a sus invitados las ovejas y los corderos, el buen amo quiso enseñarles el mejor carnero.
-Todos mis carneros son hermosos, pero el de los cuernos torcidos es in­apreciable; lo estimo más que a las ni­ñas de mis ojos -dijo.
Como las ovejas y los carneros se mo­vían sin cesar, los invitados no lograban distinguir al carnero preferido. En cuan­to éste se detenía, el esclavo del diablo, como sin querer, espantaba a los anima­les, que se confundían. El amo se dis­gustó y dijo:
-Aleb, querido amigo, hazme el fa­vor de coger cuidadosamente al carnero de los cuernos torcidos y sostenerlo un momento.
Apenas hubo pronunciado estas pala­bras, el criado se lanzó como un león en medio del rebaño. Asió por la lana al inapreciable carnero y luego, agarrándolo por la pata izquierda con la otra mano, se la torció bruscamente hasta hacerla crujir ante los ojos del amo. Aleb había roto la pata del carnero por debajo de la rodilla. El animal comenzó a balar y cayó sobre las patas delanteras. El cria­do lo cogió entonces por la pata dere­cha y la izquierda quedó colgando como un látigo.
Los visitantes y los esclavos lanzaron un grito, y el diablo se regocijó, al ver que Aleb había cumplido bien su co­metido.
El amo se puso más sombrío que la noche; frunció el ceño, agachó la ca­beza y no pronunció ni una sola pala­bra. Los visitantes y los siervos calla­ban... Todos esperaban ver qué pasaría. Tras de permanecer silencioso un ra­tito, el amo se estremeció como si qui­siera sacudirse algo de encima, levantó la cabeza y alzó la vista al cielo. Estuvo un instante en esa actitud; las arrugas de su rostro desaparecieron, sonrió y sus ojos se clavaron en Aleb.
-¡Oh Aleb, Aleb! Tu amo te ordenó que me irritases; pero el mío es más poderoso que el tuyo. No has conseguido enfadarme; en cambio, yo enfadaré a tu amo. Temías que te castigara y deseabas ser libre. Has de saber, Aleb, que no re­cibirás ningún castigo. Y puesto que quieres la libertad, te la otorgo, en pre­sencia de mis huéspedes. Vete a donde te plazca y llévate tus vestidos de fiesta.
Y el buen amo volvió a su casa, en compañía de los invitados.
Rechinando los dientes, el diablo cayó del árbol y se hundió en la tierra.

Cuento popular

1.013. Tolstoi (Leon)

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