Hubo en tiempos un buen
amo. Poseía muchos bienes y lo servían numerosos esclavos. Estos alababan a
su dueño, diciendo:
-Bajo el cielo no existe
un señor mejor que el nuestro. Nos da de comer, nos viste y nos hace trabajar
en la medida de nuestras fuerzas. No nos dice una palabra dura, ni nos guarda
rencor. No es como otros amos, que tratan a sus esclavos peor que a las
bestias, y jamás les dirigen una palabra cariñosa. El nuestro desea que seamos
felices y sólo nos hace el bien y nos habla como es debido. No podríamos vivir
mejor.
El diablo estaba furioso
de que amo y esclavos viviesen en tan buena armonía. Se apoderó de uno de
éstos, llamado Aleb, y le mandó que sedujera a sus compañeros. Un día en que
los esclavos descansaban, empezaron a alabar a su amo; pero Aleb elevó la voz
para decir:
-En vano elogiáis,
hermanos, la bondad de nuestro amo. Si uno empieza a dar gusto al mismísimo
diablo, hasta él será bueno. Nosotros servimos bien a nuestro amo, lo complaceremos
en todo. Apenas piensa una cosa, ya la estamos haciendo; nos adelantamos a sus
deseos. ¿Cómo iba a tratarnos mal? Dejad de complacerle, hacedle algún mal, y
veréis que es como todos. Si nos portásemos mal, nos pagaría con maldades peores
que las de los amos más crueles.
Los esclavos empezaron a
discutir con Aleb, e hicieron una apuesta. Aleb debía encolerizar al amo. Si
no lo conseguía, perdería su traje de fiesta. En cambio, si ganaba, sus
compañeros le entregarían los suyos y, además, lo defenderían contra el amo, y
lo libertarían en caso de que lo metiera en la cárcel. Se cerró el trato y
Aleb prometió a sus compañeros que encolerizaría al amo al día siguiente.
Aleb estaba destinado a
guardar los rediles. Era él quien cuidaba a los carneros de raza. Aquella
mañana el buen amo llevó a unos invitados al redil, para eriseñarles sus ovejas
favoritas; y el esclavo del diablo hizo señas a sus compañeros, como diciendo:
"Prestad atención. Ahora voy a encolerizarlo."
Reuniéronse los esclavos
y se pusieron a mirar, unos por la puerta y otros por las rendijas de la
valla. El diablo se encaramó sobre un árbol para ver cómo le iba a servir Aleb.
Después de haber paseado
por el redil y de haber mostrado a sus invitados las ovejas y los corderos, el
buen amo quiso enseñarles el mejor carnero.
-Todos mis carneros son
hermosos, pero el de los cuernos torcidos es inapreciable; lo estimo más que a
las niñas de mis ojos -dijo.
Como las ovejas y los
carneros se movían sin cesar, los invitados no lograban distinguir al carnero
preferido. En cuanto éste se detenía, el esclavo del diablo, como sin querer,
espantaba a los animales, que se confundían. El amo se disgustó y dijo:
-Aleb, querido amigo,
hazme el favor de coger cuidadosamente al carnero de los cuernos torcidos y
sostenerlo un momento.
Apenas hubo pronunciado
estas palabras, el criado se lanzó como un león en medio del rebaño. Asió por
la lana al inapreciable carnero y luego, agarrándolo por la pata izquierda con
la otra mano, se la torció bruscamente hasta hacerla crujir ante los ojos del
amo. Aleb había roto la pata del carnero por debajo de la rodilla. El animal
comenzó a balar y cayó sobre las patas delanteras. El criado lo cogió entonces
por la pata derecha y la izquierda quedó colgando como un látigo.
Los visitantes y los
esclavos lanzaron un grito, y el diablo se regocijó, al ver que Aleb había
cumplido bien su cometido.
El amo se puso más
sombrío que la noche; frunció el ceño, agachó la cabeza y no pronunció ni una
sola palabra. Los visitantes y los siervos callaban... Todos esperaban ver
qué pasaría. Tras de permanecer silencioso un ratito, el amo se estremeció
como si quisiera sacudirse algo de encima, levantó la cabeza y alzó la vista
al cielo. Estuvo un instante en esa actitud; las arrugas de su rostro
desaparecieron, sonrió y sus ojos se clavaron en Aleb.
-¡Oh Aleb, Aleb! Tu amo
te ordenó que me irritases; pero el mío es más poderoso que el tuyo. No has
conseguido enfadarme; en cambio, yo enfadaré a tu amo. Temías que te castigara
y deseabas ser libre. Has de saber, Aleb, que no recibirás ningún castigo. Y
puesto que quieres la libertad, te la otorgo, en presencia de mis huéspedes.
Vete a donde te plazca y llévate tus vestidos de fiesta.
Y el buen amo volvió a su
casa, en compañía de los invitados.
Rechinando los dientes,
el diablo cayó del árbol y se hundió en la tierra.
Cuento popular
1.013. Tolstoi (Leon)
No hay comentarios:
Publicar un comentario