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miércoles, 19 de junio de 2013

Apellido de caballo

El general retirado Buldeiev tenía dolor de muelas. Probó enjuagarse la boca con vodka y con coñac; aplicó a la muela enferma ceniza de tabaco, opio, trementina y querosene; untó la mejilla con yodo; en los oídos te­nía algodón impregnado de alcohol; pero todo ello no surtía efecto y hasta le provocaba náuseas. Recibió la visita de un médico. Éste hurgó en la muela y recetó quinina, lo que tampoco trajo alivio. A la proposición de arrancar la dolorida muela el general respondió con una negativa. Los de la casa -la esposa, los niños, las criadas y hasta el pinche de cocina Petka- proponían cada uno su remedio. El mayordomo Iván Evseich vino también y aconsejó intentar la cura con el conjuro.
-Aquí, en nuestro distrito, excelencia, -dijo- hace unos diez años vivía un empleado de la Dirección Im­positiva Iákov Vasílich. Conjuraba el dolor de mue­las en un santiamén. Se vuelve hacia la ventana, susurra algo, escupe ¡y ya está! Tiene un poder especial...
-¿Y dónde está ahora este hombre?
-Pues, luego de ser despedido de la Impositiva, se alojó en casa de su suegra, en Saratov. Ahora no se ocupa más que de muelas. Cualquiera que empiece a sentir un dolor de muelas va a verlo, porque, en efecto, ayuda... A los enfermos de Saratov los atiende perso­nalmente en su casa, pero si alguien es de otra ciudad, entonces lo hace por telégrafo. Mándele, excelencia, un telegrama, explicándole que la cosa es así y así..., que al esclavo de Dios Alexy le duelen las muelas y que le pide una atención. Y mándele dinero por correo, por el tratamiento.
-¡Tonterías! ¡Es un charlatán!
-Haga una tentativa, excelencia. Cierto, es un gran aficionado a la vodka y vive con una alemana y no con su mujer; además es muy blasfemo, pero no se puede negar que es un señor milagroso.
-¡Mándale el telegrama, Aliosha! -imploró la generala-. Tú no crees en los conjuros, pero yo los expe­rimenté sobre mí misma. Y aunque no creas en estas cosas ¿por qué no intentarlo? No se te van a atrofiar las manos por eso.
-Está bien -consintió Buldeiev-. Tal como estoy, soy capaz de mandarle un telegrama no sólo a un em­pleado de Impositiva sino al mismo demonio... ¡Oh, no aguanto más! Bueno, ¿dónde vive ese hombre? ¿Có­mo hay que escribirle?
El general se sentó a la mesa y tomó la pluma.
-En Saratov lo conocen hasta los perros -dijo el mayordomo-. Sírvase escribir, excelencia, a la ciudad de Saratov... A su señoría Iákov Vasílich... Vasílich...
-¿Y bien?
-Vasílich... Iákov Vasídich... y el apellido es... ¡Me olvidé el apellido! ¡Vasílich!... ¡Diablos! ¿Cómo es su apellido? Cuando venía para acá, recordaba... Espere...
Iván Esvseich levantó los ojos hacia el cielo raso y se puso a mover los labios. Buldeiev y la generala espe­raban con impaciencia.
-¿Entonces? ¡Piénselo pronto!
-Un momento... Vasílich... Iákov Vasíliah... ¡Me olvidé! Es un apellido simple... como de caballo... ¿Ca­vallero? No, Cavallero no es... Espere... ¿Será Alazano? Tampoco. Recuerdo que es algo de caballo, pero cómo es, se me fue de la cabeza...
-¿Tordillo?
-No, no. Espere... Jaco... Jamelgo... Sabueso...
-Este es un apellido de perro y no de caballo. ¿No será Crin?
-No, Crin no es. Caballo... Cavallo... Cavalo... Nada de eso...
-¿Y cómo entonces le voy a escribir? ¡Piénselo bien!
-Ahora... Casco... Potro... Bayo...
-¿Leoncavallo? -preguntó la generala.
-No, señora. Carreras... Tampoco. ¡Me olvidé!
-¿Para qué diablos té metes entonces con tus conse­jos, sino te acuerdas de nada? -se enojó el general-. ¡Vete de aquí!
Iván Evseich salió lentamente, mientras el general se agarraba la mejilla y se ponía a andar por las habitacio­nes.
-¡Ay, señor! -gemía-. ¡Ay, madre mía! ¡Esto es peor que el infierno!        `
El mayordomo salió al jardín, levantó los ojos hacia el cielo y trató de recordar el apellido del oficinista:
-Corcel... Cuadrúpedo... Rocín... No, no es. Yugo... Cincha... Rienda...
Poco tiempo después lo llamaron.
-¿Recordaste? -le preguntó el general.
-Todavía no, excelencia.
-¿Quizás, Tropero? ¿Anca? ¿No?
Y todos en la casa, a cual más y mejor, se dedicaron a inventar apellidos.
Recordaron todas las edades, géneros y razas de los caballos; examinaron la crin, las pezuñas y los arne­ses... En la casa, en el jardín, en las dependencias de servicio y en la cocina la gente andaba de un rincón a otro y, rascándose la frente, buscaban el apellido...
A cada rato, llamaban al mayordomo desde la casa.
-¿Tropilla? –le preguntaban-. ¿Galope? ¿Pezu-ña?
-No, no es -respondía Iván Evseich y, levantando los ojos, continuaba pensando en voz alta-: Overo... Pío... Zaino...
-¡Papá! -llegaban los gritos desde el cuarto de los niños. ¡Troikin! ¡Cuadriga!
Toda la heredad se vio alborotada. El agotado e im­paciente general prometió compensar con cinco rublos a aquel que diese con el necesario apellido, y una ver­dadera multitud asediaba al mayordomo.
-¡Trotín! -le decían-. ¡Montura!
Llegó la noche, pero el apellido no fue encontrada todavía y la gente de la casa se fue a dormir sin haber enviado el telegrama.
El general no pegó los ojos en toda la noche; anda­ba de un rincón a otro, gimiendo... A las tres de la madrugada, salió de la casa y golpeó en la ventana del mayordomo.
-¿No será Pegaso? -preguntó con voz llorosa.
-No, excelencia, Pegaso no es -contestó Iván Ev­seich con un suspiro culpable.
-¡Puede ser que no sea un apellido de caballo sino de alguna otra cosa!
-Mi palabra, excelencia, que es de caballo... Esto lo recuerdo muy bien.
-¡Qué desmemoriado que eres, amiigo! Para mí este apellido es ahora lo más importante del mundo. ¡El do­lor me tiene loco!
Por la mañana el general mandó llamar al médico.
-¡Qué me la saquen! -decidió. No aguanto más...
Llegó el doctor y le extrajo la muela enferma. El dolor disminuyó rápidamente y el general se sintió más tranquilo. Cumplida su tarea y cobrados los honorarios, el médico subió a la carretela y partió para su casa. En el campo se encontró con el mayordomo... Éste estaba de pie, a la vera del camino y, concentrado en sus pensa­mientos, miraba distraídamente sus zapatos. A juzgar por las arrugas que surcaban su frente y por la expre­sión de sus ojos, aquellos pensamientos eran tensos, mortificantes...
-Remo... Silla... -farfullaba-. Arnés... Recado...
-¡Iván Evseich! -lo llamó el médico. ¿No puedes venderme, querido, unas cinco cuartillas de avena? Nues­tros mujiks suelen venderme avena, pero es muy mala...
El mayordomo miró tontamente al doctor, esbozó una sonrisa salvaje y, sin responder una sola palabra, alzó los brazos y echó a correr hacia la casa con tal rapidez como si lo persiguiera el diablo.
-¡Ya lo tengo, excelencia! -gritó con la voz alte­rada por la alegría, al entrar volando en el despacho del general. ¡Ya lo tengo, que Dios dé mucha salud al doctor! ¡Avena! ¡Avena es el apellido del empleado! ¡Avena, excelencia!... ¡Mande el telegrama al señor Avena!
-¡Toma! -dijo el general con desprecio e hizo dos higas ante la cara del mayordomo. No necesito ahora tu apellido de caballo. ¡Toma!

1.014. Chejov (Anton)

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