Por
fin Pinocho deja de ser un muñeco y se transforma en un muchacho.
Mientras
Pinocho nadaba velozmente hacia la playa, notó que su padre, siempre
a caballo sobre su espalda y con las piernas dentro del agua,
temblaba sin cesar como si estuviese con fiebres tercianas.
¿Temblaba
de frío o de miedo? ¡Vaya usted a saber! Quizás de las dos cosas.
Pero
Pinocho, creyendo que era solo de miedo, le dijo para animarle:
-¡Valor,
papito! ¡Dentro de pocos minutos llegaremos a tierra y estaremos a
salvo!
-Pero,
¿dónde está esa dichosa playa? -preguntó el viejecito, cada vez
más inquieto y mirando por todas partes. Yo no veo más que cielo y
mar de frente, a derecha y a izquierda.
-Pues
yo sí la veo -dijo el muñeco. Te advierto que yo soy como los
gatos: veo mejor de noche que de día.
El
pobre Pinocho fingía buen humor y confianza, pero... Pero empezaba a
perderla y a desazonarse. Estaba muy cansado, su respiración era
cada vez más jadeante; en suma: veía que se le acababan las fuerzas
y que la playa aún estaba muy lejos.
Siguió
nadando, nadando; pero llegó un momento en que no pudo más, y
volviendo la cabeza hacia su padre, le dijo con voz entre-cortada:
-¡Papá!...
¡Papá!... ¡No tengo fuerzas!... ¡Me muero!...
Ya
estaba casi desmayado, y empezaban a hundirse los dos, cuando oyeron
una voz de guitarra desafinada que decía:
-¿Quién
es el que se muere?
-¡Soy
yo y mi pobre papá!
-¡Yo
conozco esa voz! ¡Eres Pinocho!
-¡El
mismo! Y tú, ¿quién eres?
-Yo
soy el bacalao, tu compañero en la barriga del dragón.
-¿Cómo
has conseguido escapar?
-He
imitado tu ejemplo. Tú me has enseñado el camino, y yo no he hecho
más que seguirte.
-¡Oh,
querido bacalao; no has podido llegar más a tiempo! ¡Por nuestra
amistad, por la salud de la respetable bacalada, tu mujer, y de tus
bacalaítos, te ruego que nos ayudes, porque si no estamos perdidos!
-¡Pero,
hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Con mil amores! ¡Agarraros a mi cola y
dejaos llevar! ¡En cuatro minutos os conduciré a la orilla!
Ya
podéis suponeros que padre e hijo se apresuraron a aceptar la amable
invitación del buen bacalao; pero en vez de agarrarse a la cola,
creyeron mucho más cómodo sentarse encima de él, pues era un
bacalao mucho mayor que los corrientes y con una fuerza tan grande,
que era campeón de boxeo en su pueblo.
-¿Pesamos
mucho? -le preguntó Pinocho.
-¡Hombre!
¡Absolutamente nada! ¡Me parece llevar encima dos conchas de
almeja! -respondió el complaciente bacalao.
Al
llegar a la orilla saltó Pinocho el primero, y ayudó a su papá a
hacer lo mismo.
Después,
dirigiéndose al bacalao, le dijo con voz conmovida:
-¡Amigo
mío, has salvado a mi padre, y mi agradecimiento es tan inmenso, que
no puede expresarse con palabras! ¡No te olvidaré nunca, porque los
ingratos son los más despreciables de los hombres!
Ahora
permíteme que te de un beso en señal de eterna gratitud.
El
bacalao sacó la cabeza del agua, y Pinocho se acercó y le dio un
cariñoso beso en la boca. Ante esta expresiva muestra de afecto, a
la que no estaba acostumbrado, el pobre bacalao se conmovió de tal
manera, que, avergon-zándose de que se le viera llorar como un
chiquillo, metió la cabeza en el agua y desapareció.
Mientras
tanto se había hecho de día.
Entonces
Pinocho ofreció el brazo a su padre, que apenas tenía fuerzas para
ponerse en pie, y le dijo:
-Apóyate
en mi brazo, querido papá, y vamos andando muy despacito, como las
hormigas, y cuando estemos cansados nos sentaremos junto al camino.
-¿Y
adónde vamos? -preguntó.
-En
busca de una casa o de una cabaña donde nos den por caridad un
pedazo de pan y un poco de paja donde dormir.
Aun
no habían andado cien pasos, cuando vieron sentados en la linde del
camino dos tipos muy feos, en actitud de pedir limosna.
Eran
el gato y la zorra; pero apenas si se podía reconocerlos. El gato, a
fuerza de fingirse ciego, había cegado de verdad; y la zorra,
envejecida y desastrada, andaba con muletas y estaba sin cola, porque
hallándose un día en la mayor miseria, se vio obligada a vender su
magnífica cola a un buhonero, que la compró para hacer un
limpiatubos.
¡Oh,
Pinocho! -gritó la zorra con voz plañidera. ¡Una limosna para dos
pobres enfermos que no lo pueden ganar!
-¡No
lo pueden ganar! -repitió el gato.
-¡Ah,
bribones! -respondió el muñeco. Me engañasteis una vez, pero ya he
escarmentado. ¡Adiós granujas!
-¡Créenos,
Pinochito; que ahora es verdad que somos muy desgraciados y estamos
en la miseria!
-¡En
la miseria! -repitió el gato.
-¡Si
sois pobres, bien empleado os está! ¡Quien mal anda, mal acaba!
¡Ahora pagáis las maldades que habéis cometido! ¡Adiós,
granujas!
-¡Ten
lástima de nosotros!
-¡De
nosotros!
-¿La
tuvisteis antes de mí? ¡Adiós, granujas!
Y
Pinocho y su papá siguieron su camino tranquilamente. Unos cien
pasos más allá vieron a lo lejos una -preciosa cabaña de paja, con
el techo cubierto de flores azules.
-En
aquella cabaña debe de vivir alguien -dijo Pinocho. Vamos allá, y
llamaremos.
Así
lo hicieron.
-¿Quién
es? -dijo desde dentro una vocecita.
-¡Somos
un pobre papá y un pobre hijo sin pan ni hogar! -respondió el
muñeco.
-¡Empujad
la puerta y entrad! -dijo la misma vocecita.
Pinocho
abrió la puerta, y entraron; pero por más que miraron, no vieron a
nadie.
-¿Dónde
está el dueño de esta cabaña? -preguntó Pinocho admirado.
-¡Aquí
arriba estoy!
Padre
e hijo se volvieron hacia el techo, y vieron en una viga al grillo
parlante...
-¡Oh,
mi querido grillito! -exclamó Pinocho saludando graciosa-mente.
-Ahora
me llamas «tu querido grillito», ¿no es verdad? Pero, ¿te
acuerdas de cuando me tirabas un mazo para arrojarme de tu casa?
-¡Tienes
razón, grillito! ¡Arrójame también a mí de tu casa, tírame otro
mazo, pero ten compasión de mi pobre papá!
-Tendré
compasión no sólo del pobre padre sino también del hijo; pero te
he recordado la mala acción que cometiste conmigo, para enseñarte
que en este mundo se debe ser cortés con todos si se quiere que
tengan con nosotros igual cortesía.
-¡Tienes
razón, grillito; tienes razón que te sobra, y no olvidaré nunca la
lección que me has dado! Pero, oye: ¿cómo te has arreglado para
comprarte esta cabaña tan bonita?
-Esta
cabaña me la regaló ayer una linda cabrita que tenía el pelo de
hermoso color azul turquí.
-¿Y
adónde se fue la cabrita? -preguntó Pinocho con grandísimo
interés.
-No
lo sé.
-¿Y
cuándo volverá?
-No
volverá nunca. Ayer se marchó muy afligida, y balando parecía
decir:
«
¡Pobre Pinocho; ya no volveré a verle más! A estas horas lo habrá
devorado el dragón».
-¿Dijo
eso? ¡Entonces era ella, mi -queridísima Hada! -gritó Pinocho
llorando y sollozando desesperadamente.
Después
de llorar un buen rato se secó los ojos, y preparando un buen lecho
de paja, acostó en él al pobre viejo. Luego preguntó al grillo
parlante:
-Dime,
amable grillo: ¿dónde podría encontrar un poco de leche para mi
padre?
-Ahí
al lado vive el hortelano Juanón, que tiene vacas de leche, ve a su
establo y encontrarás lo que buscas.
Pinocho
fue a casa del hortelano Juanón, pero éste le dijo:
-¿Cuánta
leche quieres?
Un
vaso lleno.
-Un
vaso lleno cuesta diez céntimos. Dame primero los cuartos.
-Pero,
¡si no tengo un céntimo! -respondió Pinocho tristemente.
-Pues,
hijo -replicó el hortelano, si tú no tienes un céntimo, yo no
tengo ni un dedo de leche.
-¡Todo
sea por Dios! -dijo Pinocho haciendo ademán de marcharse.
-¡Espera
un poco! -exclamó entonces Juanón. Creo que aún podremos
arreglarnos. ¿Quieres dar vueltas a la noria?
-¿Y
qué es la noria?
-Pues
mira: no es más que ir tirando de ese palo largo que ves ahí, y que
sirve para sacar del pozo agua con que regar las hortalizas.
-Probaré.
-Si
me sacas cien cubos de agua, te daré en cambio un vaso de leche.
-¡Está
bien!
Juanón
condujo a Pinocho a la huerta, y le enseñó la manera de sacar agua
de la noria. Pinocho se puso en el acto al trabajo; pero antes de
haber sacado los cien cubos de agua estaba ya bañado en sudor de la
cabeza a los pies. Nunca había sentido tanta fatiga.
-Hasta
ahora venía haciendo este trabajo mi borriquillo -dijo el hortelano,
pero el pobre animal se está muriendo.
-¿Podría
verle? -dijo Pinocho.
-Sin
inconveniente. Ven conmigo.
Apenas
hubo entrado Pinocho en la cuadra, vio un lindo borriquillo extendido
sobre la paja; conocíase a primera vista que el hambre y el exceso
de trabajo habían llevado a aquel pobre animal a tan desesperada
situación. Después de mirar fijamente al burro, se dijo Pinocho:
-¡Yo
conozco a este borrico! ¡Su cara no es nueva para mí!
Y
arrodillándose al lado del animal, le preguntó en lenguaje asnal.
-¿Quién
eres?
Al
oír esta pregunta, abrió el borriquillo los moribundos ojos, y
balbuceó en el mismo lenguaje:
-¡Soy
Es... pá... rra... go!
Y,
cerrando los ojos, expiró.
-¡Pobre
Espárrago! -dijo Pinocho a media voz, y tomando un puñado de paja,
se enjugo una lágrima que corría por sus mejillas.
-Mucho
te conmueve la muerte de un burro que no te ha costado nada -dijo el
hortelano. Pues, ¿qué debía hacer entonces yo que le he comprado
con mi dinero contante y sonante?
-Le
diré a usted. Era amigo mío...
-¿Amigo
tuyo?
-Y
compañero de escuela.
-¿Cómo?
-exclamó Juanón soltando una carcajada. ¿Has tenido burros por
compañeros de escuela? ¡Valientes estudios haríais!
Mortificado
por estas palabras, no respondió Pinocho; tomó su vaso de leche,
aún caliente, y se fue a la cabaña.
Y
desde aquel día en adelante, se levantó todas las mañanas antes
del alba para ir a la noria, y ganar de este modo aquel vaso de leche
que sentaba tan bien a su pobre padre. No se contentó con esto, sino
que andando el tiempo se dedicó a fabricar cestas y canastos de
junco, y con el dinero que ganaba atendía cuidadosamente a los
gastos necesarios. Fabricó también, entre otras muchas cosas, un
elegante carrito para llevar a su papá de paseo cuando hacía buen
tiempo, para que tomase el aire y el sol.
Durante
las primeras horas de la noche se ejercitaba en leer y escribir. Por
unos cuantos céntimos había comprado en la población vecina un
libro muy grande, al cual sólo le faltaban unas hojas del principio
y el índice, y en este libro hacía su lectura. Para escribir se
servía de una paja cortada a guisa de pluma; y como no tenía tinta,
ni siquiera de calamares, mojaba su pluma en una jícara en la que
había echado jugo de moras o de guindas.
Con
su constante deseo de trabajar y su incansable actividad, no sólo
conseguía atender cumplidamente a todas las necesidades de la vida,
y especialmente a las de su padre enfermo, sino que había podido
ahorrar hasta unas cuarenta perras chicas para comprarse un traje
nuevo.
Una
mañana dijo a su padre:
-Me
voy al mercado vecino para comprarme una chaqueta, un gorro y un par
de zapatos. Cuando vuelva a casa -agregó sonriendo, estaré tan
elegante, que no me cambiaré por un gran señor.
Y
en cuanto salió de casa, comenzó a correr alegre y contento. A poco
oyó que pronunciaban su nombre, y al volverse vio un caracol que
salía de entre un matorral.
-¿No
te acuerdas de mi?
-Por
un lado me parece que sí, y por otro que no.
-¿No
te acuerdas de aquel caracol que estaba al servicio del Hada de
cabellos azules? ¿No te acuerdas de aquella noche que bajé a
abrirte la puerta y estabas con un pie sujeto entre las tablas?
-Me
acuerdo de todo -interrumpió Pinocho; pero contéstame en seguida,
mi buen caracol. ¿Dónde has dejado a mi buena Hada? ¿Qué hace?
¿Me ha perdonado? ¿Se acuerda de mí? ¿Sigue queriéndome lo
mismo? ¿Está muy lejos de aquí? ¿Dónde podría encontrarla?
A
todas estas preguntas, hechas precipitadamente y sin tomar aliento,
contestó el caracol con su acostumbrada calma:
-Pinocho
mío, la pobre Hada esta en el hospital.
-¿En
el hospital?
-Desgraciadamente.
Perseguida por las calamidades y gravemente enferma, hoy no tiene ni
para comprar un triste pedazo de pan.
Pero,
¿es de veras? ¡Oh, qué pena tan grande! ¡Pobre Hada mía! ¡Si
tuviera un millón, correría para entregártelo, pero no tengo más
que cuarenta perros chicos!
¡Míralos!
Era lo justo para comprarme un traje nuevo. ¡Tómalos, caracol, y
corre a llevárselos a mi buen Hada!
-¿Y
tu traje nuevo?
-¿Qué
importa del traje nuevo? ¡Vendería hasta los harapos que llevo
encima para poder ayudarla! ¡Anda, caracol, despacha pronto! Vuelve
por aquí dentro de dos días, y espero que podré darte alguna otra
perrilla. Hasta ahora he trabajado para mantener a mi padre; desde
hoy en adelante, trabajaré cinco horas más para mantener también a
mi buena mamá. ¡Vete ya, caracol, y hasta dentro de dos días!
Contra
su costumbre, echó a correr el caracol como una lagartija durante
los calores del verano.
Cuando
Pinocho volvió a la cabaña, le preguntó su papá:
-¿Y
el vestido nuevo?
-No
he podido encontrar uno que me sentara bien. ¡Paciencia! ¡Otra vez
lo compraré!
En
vez de velar aquella noche hasta las diez, Pinocho estuvo trabajando
hasta después de media noche, y en vez de ocho canastos hizo
dieciséis.
Después
se acostó, y se quedo dormido. Y mientras dormía, le pareció que
veía en sueños a su Hada, bella y risueña, que le decía, después
de haberle besado cariñosamente.
-¡Muy
bien, Pinocho! ¡Por el buen corazón que has demostrado tener, te
perdono todas las travesuras que has hecho hasta hoy! Los muchachos
que atienden amorosamente a sus padres en la miseria y en la
enfermedad, merecen siempre ser queridos, aunque no se los pueda
citar como modelos de obediencia ni de buena conducta. Ten juicio en
adelante, y serás feliz.
En
este momento terminó el sueño y despertó Pinocho.
Ahora
imaginaos vosotros cual sería su estupor cuando, al despertar,
advirtió que ya no era un muñeco de madera, sino que se había
convertido en un chico como todos los demás.
Miró
en torno suyo, y en vez de las paredes de paja de la cabaña, vio una
linda habitación amueblada con elegante sencillez. Salió de la cama
y se encontró con un lindo traje nuevo, una gorra nueva y un par de
preciosos zapatos de charol.
Apenas
se hubo vestido, sintió el natural deseo de registrar los bolsillos;
y al meter la mano, encontró un portamonedas de marfil que tenía
escritas las siguientes palabras: «El Hada de los cabellos azules
devuelve a su querido Pinocho los cuarenta perros chicos, y le
agradece mucho su buena acción».
Cuando
abrió el portamonedas, en vez de cuarenta monedas de cobre encontró
otras cuarenta relucientes monedas de oro.
Luego,
fue a mirarse al espejo, y le pareció ser otro. No vio ya reflejada
en él la acostumbrada imagen del muñeco de madera, sino la imagen
viva e inteligente de un lindo muchacho con los cabellos castaños,
los ojos celestes y con un aire alegre y festivo como la pascua
florida.
En
medio de tan maravillosos sucesos, ya no sabía Pinocho si todo era
realidad o estaba soñando con los ojos abiertos.
¿Dónde
está mi papá? -gritó poco después; y entrando en una habitación
contigua, encontró al viejo Gepeto sano, listo y con su antiguo buen
humor, que habiendo vuelto a su oficio de tallista, estaba dibujando
una preciosa cornisa adornada de hojas, de flores y de cabezas de
diversos animales.
-¡Papá
mío! Dime, por favor, ¿qué quiere decir todo esto?
¿Cómo
se explican estos cambios tan imprevistos? -le preguntó Pinocho,
saltando a su cuello y cubriéndole el rostro de besos.
-Todos
estos cambios imprevistos son debidos a tus méritos.
-¿Por
qué a mis méritos?
-Porque
cuando los muchachos se convierten de malos a buenos, tienen la
virtud de dar otro aspecto nuevo y mejor a su familia y a todo lo que
los rodea.
-¿Donde
se habrá escondido el viejo Pinocho de madera?
-Helo
ahí -contestó Gepeto, y le indicó un gran muñeco apoyado en una
silla, con la cabeza inclinada a un lado, los brazos colgando y las
piernas cruzadas y dobladas por la mitad, de tal forma que parecía
un milagro que se pudiese sostener derecho.
Pinocho
volvióse a contemplarlo y, cuando lo hubo observado un poco, dijo
para sí con grandísima complacencia:
-¡Qué
cómico resultaba yo cuando era un muñeco! ¡Y qué contento estoy
ahora de haberme transformado en un chico como es debido!
1.032 Collodi (carlo)
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