Pinocho
vuelve a encontrarse con la zorra y el gato, y se va con ellos a
sembrar sus cuatro monedas en el Campo de los Milagros.
Como
podéis suponer, el Hada dejó que el muñeco llorase y gritase
durante más de media hora porque con aquellas narizotas no podía
salir de la habitación. Lo hizo así para darle una lección y para
que se corrigiera del vicio de mentir, el vicio más feo que puede
tener un niño. Pero cuando ya le vio tan desesperado que se le
salían los ojos de las órbitas, tuvo lástima de él y dio unas
palmadas. A esta señal entraron en la habitación unos cuantos
millares de esos pájaros que se llaman picos o carpinteros, porque
pican en la madera de los árboles y posándose todos ellos en la
nariz Pinocho, empezaron a picarla de tal manera, que en pocos
minutos aquella nariz enorme volvió a su tamaño anterior.
-¡Qué
buena eres, Hada, y cuánto te quiero! -dijo el muñeco, enjuagándose
los ojos.
-¡Yo
también te quiero mucho! -respondió el Hada; y si quieres quedarte
conmigo, serás mi hermanito y yo seré para ti una buena hermanita.
-¿Yo
sí quisiera quedarme; pero; y mi pobre papá?
-Ya
he pensado en eso. He ordenado que le avisen y antes de media noche
estará aquí.
¿De
veras? -grito Pinocho saltando de alegría. Entonces, Hada preciosa,
si te parece bien, iré a buscarle ¡Tengo muchas ganas de darle un
beso al pobre viejecito que tanto ha sufrido por mi!
-Bueno;
pues vete. Pero cuidado con perderte. Toma el camino del bosque, y
así le encontrarás seguramente.
Salió
Pinocho, y apenas llegó al bosque empezó a correr como un galgo.
Pero al llegar cerca del sitio donde estaba la Encina grande se paró
de pronto, porque le pareció que había oído ruido de gente entre
la maleza. En efecto: vio aparecer...
¿No
sabéis a quién?
Pues
a la zorra y al gato; o sea a aquellos dos compañeros de viaje con
los cuales había cenado en la posada de El Cangrejo Rojo.
-¡Pues
si es nuestro querido Pinocho! -gritó la zorra, abrazándole y
besándole.
¿Qué
haces por aquí?
-¿Qué
haces por aquí? -repitió el gato.
-Es
largo de contar -dijo el muñeco. Pero ante todo os diré que la otra
noche, cuando me dejasteis en la posada, me salieron al camino unos
ladrones.
¿Unos
ladrones? ¿Pero es de veras? ¡Pobre Pinocho! ¿Y que querían?
-Querían
robarme las monedas de oro.
¡Qué
granujas! -dijo la zorra.
-¡Qué
grandísimos granujas! -repitió el gato.
-Pero
yo me escapé -continuó contando el muñeco, y ellos siempre detrás,
hasta que me alcanzaron y me colgaron en una rama de aquella Encina.
Y
Pinocho señaló la Encina grande, que estaba a dos pasos de
distancia.
-¡Que
atrocidad! -exclamó la zorra. ¡Qué mundo tan malo! ¡Parece
mentira que haya gente así! ¿Dónde podremos vivir tranquilas las
personas decentes?
Mientras
charlaban de este modo observó Pinocho que el gato estaba manco de
la mano derecha porque le faltaba toda la zarpa, con uñas y todo.
¿Qué
has hecho de tu zarpa? -le preguntó.
Quiso
contestar el gato pero se hizo un lío, y entonces intervino la zorra
con destreza diciendo:
-Mi
amigo es demasiado modesto, y por eso no se atreve a contarlo. Yo lo
contaré. Sabrás cómo hace una hora próximamente que nos hemos
encontrado en el camino un lobo viejo, casi muerto de hambre, que nos
ha pedido una limosna.
No
teniendo nada que darle, ¿sabes lo que ha hecho este amigo mío, que
tiene el corazón más grande del mundo? Pues se ha cortado de un
mordisco la zarpa derecha, y se la ha echado al pobre lobo para que
se desayunara.
Y
al terminar su relato la zorra se enjugó una lágrima.
También
Pinocho estaba conmovido. Se acercó al gato y le dijo al oído:
-¡Si
todos los gatos fueran como tú, qué felices vivirían los ratones!
-¿Y
qué haces ahora por estos lugares? -preguntó la zorra al muñeco.
-Esperando
a mi papá, que debe de llegar de un momento a otro.
-¿Y
tus monedas de oro?
-Las
tengo en el bolsillo, menos una que gasté en la posada de El
Cangrejo Rojo.
-¡Y
pensar que en vez de cuatro monedas podrían ser mañana mil o dos
mil!
¿Por
qué no sigues mi consejo? ¿Por qué no vamos a sembrarlas en el
Campo de los Milagros?
-Hoy
es imposible; iremos otro día.
-Otro
día será tarde -dijo la zorra.
-¿Por
qué?
-Porque
ese campo ha sido comprado por un gran señor, que desde mañana no
permitirá que nadie siembre dinero.
-¿Cuánto
hay desde aquí hasta el Campo de los Milagros?
-No
llega a dos kilómetros. ¿Quieres venir? Tardamos en llegar una
media hora; siembras en seguida las cuatro monedas, a los pocos
minutos recoges dos mil, y te vuelves con los bolsillos bien
repletos. ¿Qué? ¿Vienes?
Pinocho
vaciló antes de contestar, porque se acordó de la buena Hada, del
viejo Gepeto y de los consejos del grillo-parlante; pero terminó por
hacer lo mismo que todos los muchachos que no tienen pizca de juicio
ni de corazón; acabo por rascarse la cabeza y decir a la zorra y al
gato:
-¡Bueno;
me voy con vosotros! Y marcharon los tres juntos.
Después
de haber andado durante medio día llegaron a un pueblo que se
llamaba "Engañabobos". Apenas entraron, vio Pinocho que en
todas las calles abundaban perros flacos y hambrientos que se
estiraban abriendo la boca, ovejas sucias y peladas que temblaban de
frío, gallos y gallinas sin cresta y medio desplumados, que pedían
de limosna un grano de maíz; grandes mariposas que ya no podían
volar por haber vendido sus preciosas alas de brillantes colores,
pavo reales avergonzados por el lastimoso estado de su cola y
faisanes que lloraban la pérdida de su brillante plumaje de oro y
plata.
Entre
aquella multitud de mendigos pasaba de vez en cuando alguna soberbia
carroza llevando en su interior ya una zorra, ya una urraca ladrona o
algún pajarraco de rapiña.
-¿Y
dónde está el Campo de los Milagros? -preguntó Pinocho.
-A
dos pasos de aquí.
Atravesaron
la ciudad, y al salir de ella se metieron por un campo solitario,
pero que se parecía como un huevo a otro a todos los demás campos
del mundo.
-Ya
hemos llegado -dijo la zorra al muñeco; ahora haz con las manos un
hoyo en la tierra, y mete en el las cuatro monedas de oro.
Pinocho
obedeció: hizo el hoyo, colocó dentro las cuatro monedas que le
quedaban y las cubrió con tierra.
-Ahora
-dijo la zorra- vete a ese arroyo cercano y trae un poco de agua para
regar la tierra en que has sembrado.
Pinocho
fue al arroyo; pero como no tenía a mano ningún cubo se quitó uno
de los zapatos y lo llenó de agua, con la cual regó la tierra del
hoyo. Después preguntó:
-¿Hay
que hacer algo más?
-Nada
más respondió la zorra; ahora ya podemos irnos. Tú te vas a la
ciudad, y cuando hayas estado allí unos veinte minutos, vienes otra
vez, y encontrarás que ya ha nacido el arbolito, con todas las ramas
cargadas de monedas de oro.
Lleno
de gozo, el pobre muñeco dio efusivamente las gracias a la zorra y
al gato, ofreciéndoles un magnífico regalo.
-No
queremos ningún regalo -respondieron aquel par de bribones; sólo
con haberte enseñado el modo de hacerte rico sin trabajo alguno,
estamos más contentos que unas Pascuas.
Dicho
esto saludaron a Pinocho, y deseándole una buena cosecha, se
marcharon.
1.032 Collodi (carlo)
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