Pinocho
se come el azúcar sin querer purgarse; pero al ver que llegan los
enterradores para llevárselo, bebe toda la purga. Después le crece
la nariz por decir mentiras.
Apenas
salieron los tres médicos de la habitación, se acercó el Hada a
Pinocho, y al tocarle la frente notó que tenía una gran fiebre.
Entonces
disolvió unos polvos blancos en medio vaso de agua y se los presentó
al muñeco, diciéndole cariñosamente.
-Bebe
esto, y dentro de pocos días estarás bueno.
Pinocho
miró el vaso torciendo el gesto, y preguntó con voz plañidera: ¿Es
dulce, o amargo?
-Es
amargo, pero te sentará bien.
-¡Amargo!
No lo quiero.
-¡Anda,
bébelo: hazme caso a mí!
-Es
que no me gustan las cosas amargas.
-Bébelo,
y te daré después un terrón de azúcar para quitarte el mal gusto.
-¿Dónde
está el terrón de azúcar?
-Aquí
lo tienes -dijo el Hada, sacándolo de un azucarero de oro.
-Primero
quiero que me des el terrón de azúcar, y después beberé el agua
amarga.
-¿Me
lo prometes?
-Sí.
El
Hada le dio el terrón, y Pinocho, después de comérselo en menos
tiempo que se dice, se relamió los labios, exclamando:
-¡Qué
lástima que el azúcar no sea medicina! ¡Yo me purgaría entonces
todos los días!
-Ahora
vas a cumplir la promesa que me has hecho, y a beberte este poco de
agua que ha de ponerte bueno.
De
mala gana tomó Pinocho el vaso en la mano, acercando la punta de la
nariz y haciendo un gesto; después hizo como que se lo llevaba a la
boca; pero se arrepintió y volvió a olerlo, hasta que por último
dijo:
-¡Es
muy amarga! ¡Muy amarga! ¡No puedo beberla!
-¿Cómo
puedes saberlo, si no lo has probado?
-Me
lo figuro lo conozco en el olor. Quiero otro terrón de azúcar
primero, y después la beberé.
Con
toda la paciencia de una buena madre, el Hada le puso en la boca un
poco de azúcar, y después le presentó el vaso otra vez.
-Así
no puedo beberlo -dijo el muñeco haciendo mil gestos.
-¿Por
qué?
-Porque
me fastidia esa almohada que tengo en los, pies.
El
Hada retiró la almohada.
-¡Es
inútil! tampoco puedo beberlo
-¿Qué
es lo que ahora te fastidia?
-Me
fastidia esa puerta del cuarto que está medio abierta.
Entonces
el Hada cerró la puerta.
-¡Es
que no quiero! -gritó, Pinocho llorando y pataleando. ¡No; no
quiero beber ese agua amarga; no quiero; no, no!
-¡Hijo
mío, mira que luego te arrepentirás!
-¡Mejor!
-Tu
enfermedad es grave.
-¡Mejor!
-Esa
fiebre puede llevarle al otro mundo.
-¡Mejor!
-¿No
tienes miedo de la muerte?
-Ninguno.
¡Antes me muero que beber esa medicina tan amarga!
En
aquel momento se abrió de par en par la puerta de la habitación, y
entraron cuatro conejos, negros como la tinta, que llevaban sobre los
hombros; una caja de muerto.
-¿Qué
queréis? -gritó, Pinocho despavorido, sentándose en la cama.
-Venimos
por ti -respondió el conejo más grueso de los cuatro.
-¿Por
mí? ¡Pero si no me he muerto todavía!
-Todavía
no; pero te quedan pocos instantes; de vida, por no haber querido
beber la medicina, que te hubiera curado la fiebre.
-¡Oh,
Hada mía! ¡Hada mía! -comenzó entonces a gritar el muñeco-.
¡Dame en seguida el vaso! ¡Anda pronto, por favor, que yo no quiero
morir, no quiero morir!
Y
tomando el vaso con ambas manos, se lo bebió de un sorbo.
-¡Paciencia!
-dijeron entonces los conejos. Por esta vez hemos perdido el viaje.
Y
echándose de nuevo sobre los hombros la caja, que habían dejado en
tierra, salieron del cuarto refunfuñando y murmurando entre dientes.
Claro
es que a los pocos minutos pudo Pinocho saltar de la cama
completamente curado; porque ya se sabe que los muñecos de madera
tienen la particularidad de ponerse muy enfermos de pronto y de
curarse en un santiamén.
Cuando
el Hada le vio correr y retozar por la habitación, listo, y alegre
como un pajarillo escapado de la jaula, le dijo:
-¿De
modo que mi medicina te ha sentado muy bien?
¡Ya
lo creo! ¡Me ha resucitado!
-Entonces,
¿por que te has resistido tanto para beberla?
-Porque
los niños somos así. Tenemos, más miedo de las medicinas que de la
enfermedad.
-¡Pues
muy mal hecho! Los niños debierais recordar que una medicina a
tiempo puede evitar una grave enfermedad, y aun la misma muerte.
¡Ah!
Otra vez no me resistiré tanto. Me acordaré de esos conejos negros
con la caja de muerto al hombro, y entonces cogeré en seguida el
vaso, y adentro.
-¡Muy
bien! Ahora vente aquí, a mi lado, y cuéntame cómo caíste en
manos de los ladrones.
Pues
fue que Tragalumbre me dio cinco monedas de oro y me dijo:
"Llévaselas a tu papa", y en el camino me encontré una
zorra y un gato, dos personas muy buenas, que me dijeron: ¿Quieres
que esas monedas se conviertan en mil o en dos mil? Vente con
nosotros y te llevaremos al Campo de los Milagros. Y yo les dije:
"Vamos".
Y ellos dijeron: "Nos detendremos un rato en la posada de El
Cangrejo Rojo, y cuando sea media noche seguiremos nuestro camino."
Cuando yo me desperté ya no estaban allí, porque se habían
marchado. Entonces yo me marché también. Y hacía una noche tan
oscura que apenas se podía andar. Y me encontré con dos ladrones
metidos en dos sacos de carbón, que me dijeron: ¡Danos el dinero!"
y yo les dije: "No tengo ningún dinero". Porque me había
escondido las monedas de oro en la boca. Y uno de los ladrones quiso
meterme la mano en la boca, yo se la corté de un mordisco; pero al
escupirla me encontré con que, en vez de una mano, era la zarpa de
un gato. Y los ladrones echaron a correr detrás de mí; y yo corre
que te corre, hasta que me alcanzaron; Y entonces me colgaron por el
cuello en un árbol del bosque, diciendo: "Mañana volveremos, y
estarás bien muerto y con la boca abierta, y entonces te sacaremos
las monedas de oro que tienes escondidas debajo de la lengua".
-¿Y
dónde tienes las cuatro monedas de oro? -le preguntó el Hada.
-¡Las
he perdido! -respondió Pinocho; pero era mentira porque las tenía
en el bolsillo.
Apenas
había dicho esta mentira, la nariz del muñeco, que ya era muy
larga, creció más de dos dedos.
-¿Dónde
las has perdido?
-En
el bosque.
A
esta segunda mentira siguió creciendo la nariz.
-Si
las has perdido en el bosque -dijo el Hada, las buscaremos, y de
seguro que hemos de encontrarlas, porque todo lo que se pierde en
este bosque se encuentra siempre.
-Ahora
que me acuerdo bien -dijo el muñeco, embrollándose cada vez más,
no las he perdido, sino que me las he tragado sin querer al tomar la
medicina.
A
esta tercera mentira se le alargó, la nariz de un modo tan
extraordinario que el pobre Pinocho no podía ya volverse en ninguna
dirección. Si se volvía de un lado, tropezaba con la cama o con los
cristales de la ventana; si se volvía de otro lado, tropezaba con la
pared o con la puerta del cuarto, y si levantaba la cabeza, corría
el riesgo de meter al Hada por un ojo la punta de aquella nariz
fenomenal.
El
Hada le miraba y se reía.
-¿Por
que te ríes? -preguntó el muñeco, confuso y pensativo, al ver cómo
crecía su nariz por momentos.
-Me
río de las mentiras que has dicho.
-¿Y
cómo sabes que he dicho mentiras?
-Las
mentiras, hijo mío, se conocen en seguida, porque las hay de dos
clases: las mentiras que tienen las piernas cortas, y las que tienen
la nariz larga. Las tuyas, por lo visto, son de las que tienen la
nariz larga.
Sintió
Pinocho tanta vergüenza, que no sabiendo donde esconderse, trató de
salir de la habitación. Pero no le fue posible: tanto le había
crecido la nariz, que no podía pasar por la puerta.
1.032 Collodi (carlo)
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