Los
ladrones continúan persiguiendo a Pinocho y cuando al fin consiguen
darle alcance, le cuelgan de la Encina grande.
Entonces
el muñeco, perdida ya toda esperanza de salvación, estuvo tentado
de arrojarse al suelo y darse por vencido; pero al dirigir en torno
suyo una mirada, vio a lo lejos blanquear una casita entre las verdes
copas de los árboles.
-¡Si
tuviera fuerzas para llegar hasta allí, quizás podría salvarme!
-se dijo.
Y
sin perder un segundo se lanzó nuevamente a todo correr por el
bosque en dirección de aquella casita. Y los ladrones siempre
detrás.
Después
de haber corrido desesperadamente durante cerca de dos horas, llegó,
por último, sin aliento a la puerta de la casita y llamó.
No
respondió nadie.
Volvió
a llamar con más fuerza, porque sentía acercarse el rumor de los
pasos y la respiración jadeante de sus perseguidores.
El
mismo silencio.
Viendo
que el llamar no le daba resultado, empezó a dar puntapiés y
cabezadas en la puerta. Entonces se asomó a la ventana una hermosa
niña de cabellos de un color azul precioso y de cara blanca como la
nieve, con los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el pecho, que
sin mover los labios dijo, con una vocecita que parecía venir del
otro mundo.
-¡En
esta casa no hay nadie; todos están muertos!
-¡Pues,
ábreme tú! -gritó Pinocho suplicante y lloroso.
-¡Yo
también estoy muerta!
-¡Muerta!
Pues, entonces, ¿qué haces ahí en la ventana?
-¡Estoy
esperando la caja que ha de servir para enterrarme!
Apenas
dijo estas palabras desapareció la niña, y se cerró la ventana sin
hacer ruido alguno.
-¡Oh,
hermosa niña de cabellos azules: abre, por piedad! -gritaba Pinocho.
¡Ten
compasión de un pobre niño perseguido por los ladr...!
Pero
no pudo terminar la palabra, porque sintió que le agarraban por el
cuello, y oyó los mismos dos vozarrones, que decían con acento
amenazador:
-¡Esta
vez no te escaparás!
Al
verse el muñeco tan cerca de la muerte, fue acometido de un temblor
tan grande, que le sonaban las junturas de sus piernas de madera y
las monedas de oro que había escondido debajo de la lengua.
-Conque
vamos a ver: ¿abres la boca o no? -le preguntaron los ladrones. ¡Ah!
¿No
quieres responder? ¡Ahora veremos!
Y
sacando dos cuchillos largos, largos y afilados como navajas de
afeitar, ¡zas...zas...!, le dieron dos cuchilladas en la espalda.
Pero
por fortuna, el muñeco estaba hecho de una madera tan dura, que las
hojas de los cuchillos saltaron en mil pedazos, y los ladrones se
quedaron con los mangos en las manos y mirándose asombrados.
-¡Ah!,
¡ya comprendo! -dijo entonces uno de ellos. ¡Hay que ahorcarle!
¡Ahorquémosle!
-¡Ahorquémosle!
-repitió el otro.
Dicho
esto le ataron las manos a la espalda, y pasándole un nudo corredizo
por la garganta, le colgaron de una gruesa rama de la Encina grande.
Después
se sentaron sobre la hierba para esperar a que el muñeco hiciese la
última pirueta; pero tres horas después seguía el muñeco con los
ojos abiertos, la boca cerraba y moviendo los pies cada vez más.
Finalmente,
cansados de esperar, se levantaron, y dirigiéndose a Pinocho, le
dijeron en tono de burla:
¡Vaya,
hasta mañana! Esperamos que cuando volvamos otra vez, nos habrás
hecho el favor de estar bien muerto y con la boca abierta.
Dicho
esto se marcharon.
Entretanto
se había levantado un fuerte viento Norte que silbaba rabiosamente,
y que, moviendo de un lado a otro al pobre ahorcado, le hacía
oscilar violentamente como badajo de campana en día de fiesta. Este
continuo movimiento le causaba grandes dolores, y el nudo corredizo
le apretaba cada vez más la garganta, quitándole la respiración.
Poco
a poco iban apagándose sus ojos; sentía que se acercaba el instante
de su muerte, y se encomendaba a Dios, suplicándole que le enviase
alguna persona caritativa que le salvara.
Sólo
cuando después de esperar tanto tiempo vio que no pasaba nadie,
balbuceó:
-¡Oh,
papá mío; si estuvieras aquí!
No
tuvo fuerzas para decir más. Cerró los ojos, abrió la boca, estiró
las piernas, y dando una gran sacudida, se quedó rígido e inmóvil.
1.032 Collodi (carlo)
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