Después
de cinco meses de vagancia nota Pinocho con gran asombro que le ha
salido un magnífico par de orejas de asno, y acaba por convertirse
en un borriquito, con cola y todo.
Poco
después llegó la diligencia sin hacer el menor ruido, por que las
ruedas llevaban gruesas llantas de goma.
Tiraban
de ella doce pares de borricos, todos de igual alzada, aunque de
diferente pelo. Los había rucios, pardos, blancos; otros con pintas
blancas y negras, y otros con rayas amarillentas o de color canela.
Pero
lo más singular es que aquellos doce pares, o sean los veinticuatro
pollinos, en vez de llevar herraduras como todos los demás animales
de tiro o de carga, llevaban botas de cuero como las que usan los
hombres.
¿Y
el conductor de la diligencia? Figuraos un hombrecillo más ancho que
alto, gordo y reluciente como una bola de sebo, con semblante
bonachón, una boquita siempre riendo, y una vocecita fina y
acariciadora, como el maullido de un gato cuando quiere que su ama le
haga fiestas.
Todos
los muchachos que le veían quedaban enamorados de él y deseaban que
les permitiera subir al coche para ser conducidos a aquella verdadera
Jauja, conocida en el mapa con el nombre seductor de "El País
de los Juguetes".
La
diligencia venía ya llena de muchachos de ocho a doce años de edad,
que iban amontonados unos sobre otros como sardinas en banasta.
Estaban apretados e incómodos; pero a ninguno se le ocurría
lamentarse ni decir ¡ay! La esperanza de llegar a un país donde no
había escuelas, maestros ni libros, los tenía tan contentos, que no
sentían ni los vaivenes y golpes de la marcha, ni el hambre, ni la
sed, ni el sueño.
Apenas
se detuvo el coche, aquel hombrecillo se volvió hacia Espárrago, y
con extremada zalamería le dijo sonriendo:
-Dime,
guapo chico, ¿quieres venirte a este afortunado país?
-¡Ya
lo creo que quiero ir!
-Pero
te advierto, querido, que ya no hay sitio en el coche. Como ves, está
completamente lleno.
-¡Paciencia!
-dijo Espárrago. Si no puedo ir dentro, iré en el estribo.
Y
dando un salto, se puso a caballo sobre el estribo.
-¿Y
tú, hijo mío? -dijo el hombrecillo volviéndose muy cariñoso hacia
Pinocho.
-¿Qué
piensas hacer? ¿Quieres venirte también?
-No;
yo me quedo -respondió Pinocho. Quiero volver a mi casa; quiero
estudiar y ser el primero en la escuela, como deben ser los niños
buenos.
-¡Pues
que te aproveche!
-¡Pinocho!
-gritó entonces Espárrago. ¡Sigue mi consejo: vente con nosotros,
y seremos felices!
-¡No,
no y no!
-¡Vente
con nosotros, Y seremos felices! -gritaron otras cuantas voces dentro
de la diligencia.
-¿Y
si me voy con vosotros, qué va a decir mi mamá? -exclamó Pinocho,
que ya empezaba a dejarse convencer.
¡No
te quiebres la cabeza pensando en eso! ¡Mira que vamos a un país
donde podremos hacer todo lo que queramos desde la mañana hasta la
noche!
Pinocho
no respondió y lanzó un gran suspiro; después dio otro suspiro;
luego dio otro mayor aún, y por fin dijo:
-¡Ea,
me voy con vosotros! ¡Hacedme un sitio!
-Está
todo ocupado -dijo entonces el hombrecillo; pero, para demostrarte
cuánto me alegro de que vengas, te cederé mi puesto en el pescante.
-¿Y
usted?
-Yo
haré el camino a pie.
¡No,
no lo permito! Prefiero ir montado en uno de estos
borriquillos-contestó Pinocho.
Y
uniendo la acción a la palabra, se acercó al pollino que ocupaba la
izquierda de la primera pareja y quiso saltar sobre él; pero el
animal, volviendo la grupa, le pegó una coz en el estómago que le
hizo volar por el aire.
Figuraos
las impertinentes carcajadas que lanzarían todos los muchachos que
presenciaban la escena.
El
único que no se rió, aparte de Pinocho, fue el hombrecillo, que,
bajándose del pescante, se acercó al burro rebelde, y haciendo
ademán de darle un beso, le arrancó de un solo bocado la mitad de
la oreja derecha.
Mientras
tanto Pinocho se levantó del suelo, encolerizado, Y saltó sobre el
lomo del pobre animal. El salto fue tan limpio y rápido, que los
muchachos, entusiasmados, dejaron de reír y empezaron a gritar:
¡Viva Pinocho!, a la vez que aplaudían frenéticamente.
Pero
hete aquí que de pronto levantó el burro las dos patas traseras, y
dando una sacudida, lanzó al muñeco sobre un montón de grava a un
lado del camino.
Entonces
comenzaron de nuevo las risas; pero tampoco se rió el hombrecillo,
sino que le entró tanto cariño hacia aquel inquieto borriquillo,
que, dándole un nuevo beso, le arrancó la mitad de la oreja
izquierda.
-Monta
otra vez a caballo, y no tengas ya miedo. Sin duda este burro tenía
alguna mosca que le molestaba; pero ya le he dicho dos palabritas en
las orejas, y creo que se habrá vuelto manso y razonable.
Montó
Pinocho, y la diligencia comenzó a moverse; pero mientras galopaban
los pollinos y la diligencia rodaba por la carretera, le pareció al
muñeco que oía una voz humilde y apenas inteligible, que le decía:
-¡Eres
un insensato! ¡Has querido hacer tu voluntad, y algún día te
pesará!
Lleno
de miedo, Pinocho miró por todos lados para saber de dónde venían
aquellas palabras; pero no vio a nadie. Los pollinos galopaban, la
diligencia rodaba, los muchachos dormían dentro de ella; Espárrago
mismo roncaba como un lirón, y el hombrecillo, sentado en el
pescante, cantaba entre dientes:
«¡Todos
duermen por la noche,
Pero
no me duermo yo!»
Pasado
otro medio kilómetro, volvió Pinocho a sentir la misma voz, que
decía:
-Eres
un idiota y un majadero. ¡Los niños que abandonan el estudio, la
escuela y el maestro, para no pensar en otra cosa que en jugar y
divertirse, acaban siempre mal! Yo puedo decirlo, porque lo se por
experiencia. ¡Llegará un día en que tendrás que llorar, como yo
lloro hoy; pero entonces será tarde!
Al
oír estas palabras, dichas en voz apenas perceptible, saltó el
muñeco al suelo lleno de temor, y acercándose al pollino en que iba
montado, le agarró por las riendas, observando con asombro que aquel
animal lloraba como un chiquillo.
-¡Eh,
señor cochero! -gritó entonces Pinocho al conductor de la
diligencia-.
¿Sabe
usted que este pollino está llorando?
-¡Déjalo
que llore; otra vez le dará por reír!
-Pero,
¿es que sabe también hablar?
-No;
sólo aprendió a decir alguna que otra palabra por haber estado
durante tres años en una compañía de perros sabios.
-¡Pobre
animal!
-¡Vaya,
en marcha! -dijo el hombrecillo. ¡No perdamos el tiempo en ver
llorar a un burro! Monta a caballo y vámonos, que la noche es fresca
y el camino es largo.
Pinocho
montó de nuevo sin rechistar. La diligencia se puso en marcha, y a
la mañana siguiente llegaron felizmente a «El País de los
Juguetes».
Este
país no se parecía a ningún otro del mundo. Toda su población
estaba compuesta de muchachos: los más viejos no pasaban de catorce
años; los más jóvenes tendrían ocho. En las calles había una
alegría, un bullicio, un ruido, capaces de producir dolor de cabeza.
Por todas partes se veían bandadas de chiquillos que jugaban al
marro, al chato, a la gallina ciega, a los bolos, al peón; otros
andaban en velocípedos o sobre caballitos de cartón; algunos,
vestidos de payasos, hacían como si comieran estopa encendida; otros
corrían y daban saltos mortales, o andaban sobre las manos con las
piernas por alto; otros recitaban en voz alta, cantaban, reían,
daban golpes, jugaban al aro o a los soldados, produciendo tal
algarabía, tal estrépito, que era preciso ponerse algodón en los
oídos para no quedarse sordo.
Por
toda la plaza se veían teatros de madera, llenos de muchachos desde
la mañana hasta la noche, y en todas las paredes de las casas
abundaban, escritos con carbón, letreros tan salados como los
siguientes: ¡Biban
los gugetes! (en
vez de ¡Vivan
los juguetes!),
¡no
Queresmoseskuela! (en
vez de ¡No
queremos
escuela!)
¡Habajo
Larin Metica! (en
vez de ¡Abajo
la Aritmética!),
y otros por el estilo.
Apenas
Pinocho, Espárrago y todos los demás muchachos que habían hecho el
viaje con el hombrecillo, pusieron el pie dentro de la ciudad, se
lanzaron entre aquella baraúnda, y, como es de suponer, pocos
minutos después se habían hecho amigos de todos los que allí
había.
¿Quién
podría considerarse más feliz que ellos? Entre aquella constante
fiesta, llena de tan variadas diversiones, pasaban como relámpagos
las horas, los días y las semanas.
-¡Oh,
qué vida tan buena! -decía Pinocho cada vez que se encontraba con
Espárrago.
-¿Ves
como yo tenía razón? -respondía siempre este último. ¡Y decir
que no querías venirte y que se te había metido en la cabeza volver
a la casa de tu Hada, para perder el tiempo estudiando! Si; ahora
estás libre de ese fastidio de libros y de escuela, me lo debes a
mí, a mis consejos, ¿no es así? ¡Sólo los verdaderos amigos
somos capaces de hacer estos grandes favores!
-¡Es
verdad! Si ahora estoy tan contento y feliz, a ti te lo debo, sólo a
ti. ¿Y sabes, en cambio, lo que me decía el maestro cuando hablaba
de ti? Pues me decía siempre: «¡No andes mucho con ese bribón de
Espárrago, porque es un mal compañero que no puede aconsejarte nada
bueno!»
-¡Pobre
maestro! -replicó el otro moviendo la cabeza. ¡Demasiado sé que me
tenía rabia y que no perdía ocasión de calumniarme; pero yo soy
generoso, y le perdono!
-¡Qué
alma tan grande! -dijo Pinocho, abrazando afectuosamente a su amigo y
besándole con el mayor cariño.
Cinco
meses hacia que habían llegado al país; cinco meses de jugar y
divertirse durante todo el día, sin abrir un solo libro, sin ir a la
escuela, cuando una mañana tuvo Pinocho, al despertar, una sorpresa
tan desagradable que le puso de muy mal humor.
1.032 Collodi (carlo)
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