Pinocho
corre peligro de ser frito en una sartén como un pez.
Durante
aquella desesperada carrera hubo un momento en que Pinocho se creyó
perdido, porque Chato (que así se llamaba el perro de presa) casi le
daba alcance; de tal modo, que el muñeco no sólo; sentía la
jadeante respiración del animal, sino el mismo calor de su aliento.
Por
fortuna estaban ya en la playa, y el mar estaba a pocos pasos.
Entonces el muñeco dio un soberbio salto, como no lo hubiera dado
mejor una rana, y fue a caer en el agua. Chato quiso detenerse; pero,
llevado por el ímpetu de la carrera, fue a parar también en el mar.
El
desgraciado no sabía nadar; así es que empezó a dar manotazos y
patadas para mantenerse a flote; pero cuando más manoteaba, más se
iba hundiendo.
Haciendo
un esfuerzo supremo, consiguió sacar un momento la cabeza del agua,
y gritó ladrando:
-¡Socorro!
¡Que me ahogo!
-¡Revienta
de una vez! -respondió a lo lejos Pinocho, libre ya de peligro.
-¡Ayúdame,
Pinocho mío! ¡Sálvame de la muerte, por caridad!
Al
oír estos ruegos desgarradores, el muñeco, que tenía un corazón
excelente, se conmovió, y volviéndose hacia el perro le dijo:
-Pero
si te ayudo a salvarte, ¿me prometes no correr más detrás de mí?
-¡Te
lo prometo, sí, sí! pero ven pronto, por favor; ¡porque sí tardas
un minuto, estiro la pata!
Aún
dudó un momento Pinocho; pero, acordándose de que su papá le había
dicho muchas veces que nunca se pierde por hacer una buena acción,
fue nadando hasta reunirse con Chato, y agarrándole por la cola, le
condujo sano y salvo hasta la arena de la playa.
El
pobre perro no podía mantenerse en pie: había bebido tanta agua
salada, que estaba hinchado como un globo. Por otra parte, Pinocho,
que no las tenía todas consigo, creyó prudente arrojarse de nuevo
al mar, y se alejó de la orilla gritando:
-¡Adiós,
Chato; que sigas bueno; muchos recuerdos a tu familia!
-¡Adiós,
Pinocho! -respondió el perro. ¡Mil gracias por haberme librado de
la muerte! ¡Me has prestado un gran servicio, y todo tiene su pago
en este mundo!
Si
se presenta la ocasión, ya hablaremos de esto.
Pinocho
continuó nadando, manteniéndose siempre cerca de la orilla.
Finalmente, le pareció que se hallaba en sitio seguro; miro hacia la
playa, y vio entre las rocas una especie de gruta, de la cual salía
un largo penacho de humo.
-En
esa gruta debe de haber fuego -se dijo. ¡Tanto mejor! Iré a secarme
y a calentarme. ¿Y después? ¡Después sucederá lo que Dios
quiera!
Tornada
ya su resolución, se acercó a la orilla; pero cuando iba a trepar
por las rocas, sintió que salía algo del fondo, algo que le recogía
y le hacía salir por el aire. Trató de escapar; pero ya era tarde,
porque, con asombro grande, se encontró preso dentro de una fuerte
red de pescar, y entre una multitud de pescados de todas clases y
tamaños, que coleaban desesperadamente.
Al
mismo tiempo vio salir de la gruta un pescador tan feo, tan feo, que
parecía un monstruo marino. Su cabeza, en vez de pelo, tenía una
espesa mata de hierba verde; los ojos eran verdes, verde la piel y
verde la barba, tan larga, que casi llegaba hasta el suelo.
Parecía
un enorme lagarto que andaba derecho sobre las patas traseras.
Cuando
el pescador sacó la red fuera del mar, exclamó con gran alegría:
-¡Bendita
sea la Providencia! ¡También hoy me voy a dar un buen atracón de
peces!
-¡Menos
mal que yo no soy pez! -se dijo Pinocho recobrando un poco de valor.
La
red, con toda la pesca que contenía, fue llevada al interior de la
gruta, una cueva oscura y ahumada, en el centro de la cual estaba
calentándose una gran sartén de aceite, con un olor a sebo que no
dejaba respirar.
-¡Vamos
a ver lo que he pescado! -dijo el pescador verde, metiendo en la red
una mano tan grande como una pala de horno y sacando un puñado de
salmonetes.
-¡Buenos
salmonetes! -continuó, mirándolos con gran compla-cencia, y
arrojándolos después en un barreño.
Volvió
a repetir la operación, y cada vez que sacaba un puñado de peces se
le hacía la boca agua y decía:
-¡Estupendos
lenguados!
-¡Magníficos
besugos!
-¡Hermosas
sardinas!
-¡Vaya
unos calamares!
-Pues,
¿y estos boquerones, que habrá que comer con raspa y todo?
-¡Oh,
qué langostinos tan ricos!
Como
es de suponer, calamares, langostinos, besugos, sardinas, boquerones
y lenguados fueron a parar al barreño, para hacer compañía a los
salmonetes.
En
la red no quedaba ya más que Pinocho.
Cuando
el pescador le tuvo en la mano, abrió más aún sus verdes ojazos, y
gritó con asombro y casi con temor:
-¿Qué
clase de pescado es éste? ¡Yo no recuerdo haber comido nunca uno
semejante!
Y
volvió a mirarle y remirarle bien por los cuatro costados, diciendo
por último:
-¡Debe
ser un cangrejo de mar!
Mortificado
Pinocho al oír que le confundían con un cangrejo de mar, dijo con
acento resentido:
-Pero,
¡qué cangrejo ni qué narices! ¡Pues no faltaba más! Yo no soy un
cangrejo: soy un muñeco, para que usted lo sepa.
¡Un
muñeco! Confieso que no he visto nunca ningún pez-muñeco. ¡Tanto
mejor!
¡Así
te comeré con más gusto!
-¿Comerme?
¡Pero, hombre, si yo no soy un pez! ¿No está usted viendo que
pienso y que hablo como usted?
-¡Toma,
pues es verdad! -dijo el pescador-. En fin, puesto que eres un pez
que tienes la suerte de pensar y de hablar como yo, voy a tener
contigo algunos miramientos.
-¿Cuáles?
-En
prueba de amistad y de especial consideración, te dejo elegir la
forma en que he de guisarte. ¿Quieres que te ponga frito con
patatas, o prefieres la salsa mayonesa?
-A
decir verdad -repuso Pinocho, si yo he de escoger, prefiero ser
puesto en libertad para volver a mi casa.
-¡Vamos,
tú bromeas! ¿Te parece que voy a perder la ocasión de comer un
pescado tan raro como tú? ¡No se pescan todos los días en estos
mares peces-muñecos! ¡Déjame a mí! ¡Verás! Voy a freírte en la
sartén con todos los demás pescados, y no podrás quejarte. Siempre
es un consuelo ser frito en compañía.
Al
oír esta sentencia tan poco consoladora, el pobre Pinocho empezó a
llorar, a gritar y a lamentarse:
-¡Cuánto
mejor hubiera sido ir a la escuela! ¡He hecho caso de las malas
compañías, y ahora voy a pagarlo! ¡Hi... hi... hi...!
Y
como se revolvía igual que si fuera una anguila, y hacía esfuerzos
extraordinarios para librarse de las manos del pescador, éste cogió
un fuerte junco y le ató brazos y piernas, como si fuera una
langosta, arrojándole después en el barrero con los demás
pescados.
Después
sacó un bote lleno de harina y empezó a enharinarlos. A medida que
iba cubriéndolos de harina por todas partes, los echaba en la
sartén. Los primeros que tuvieron que bailar en el aceite hirviendo
fueron los pobres besugos; después les tocó la vez a los calamares,
siguiendo los salmonetes; luego las sardinas, los lenguados y los
boquerones. Llegó el turno de Pinocho, que al verse tan cerca de la
muerte (¡y qué horrible muerte!), sintió ya tal espanto, que no
tuvo fuerzas para gritar ni para quejarse.
El
pobre no podía pedir compasión más que con los ojos; pero el
pescador verde, sin mirarle siquiera, le dio cinco o seis vueltas por
la harina, cubriéndole perfectamente de pies a cabeza, de tal manera
que parecía un muñeco de yeso.
Después
le agarró por las piernas, y...
1.032 Collodi (carlo)
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