Libre
ya de la prisión, trata de volver a la casa del Hada; pero encuentra
en el camino una terrible serpiente y después queda preso en un
cepo.
Figuraos
la alegría de Pinocho al encontrarse en libertad. Sin detenerse un
momento salió corriendo de la ciudad, y tomó el camino que debía
conducirle a la casita del Hada.
Había
llovido mucho, y el camino tenía una cuarta de fango. Los pies de
Pinocho se hundían en barro hasta el tobillo.
Pero
el muñeco no hacía caso de esto. Con el deseo de volver al lado de
su padre y de su hermanita, la hermosa niña de los cabellos azules,
corría a saltos como un galgo, y las salpicaduras del barro le
llegaban hasta el gorro.
Mientras
así corría, iba diciéndose:
-Pero,
¡cuántas desgracias me han ocurrido! ¡Y todo me lo tengo merecido,
porque soy un muñeco testarudo y travieso! ¡Siempre quiero salirme
con la mía, sin atender los consejos de los que me quieren bien, y
tienen además mil veces más juicio y más experiencia que yo!
¡Pero
lo que es ahora sí que me propongo cambiar de vida y ser un niño
bueno y obediente! Ya estoy convencido de que los chicos
desobedientes acaban siempre mal. ¿Me estará esperando mi papá?
¿Estará en la casita con el Hada?
¡Pobrecillo!
¿Cuánto tiempo hace que no le veo y que no tengo ni siquiera el
consuelo de darle un beso? ¿Y mi preciosa hermanita? ¿Me habrá
perdonado lo malo que he sido? ¡Y pensar que le debo tantos favores,
que me ha cuidado tan bien, y que me salvó la vida!... ¡No; si es
imposible que haya niño más ingrato y descastado que yo!
Al
terminar de decir esto se detuvo asustado y dio unos pasos hacia
atrás. ¿Qué había sucedido? Pues que había visto en medio del
camino una terrible serpiente de piel verde con los ojos de fuego, y
cuya cola, dirigida hacia el cielo, echaba humo como una chimenea
imposible describir el terror que sintió el muñeco. Se alejó algo
más de medio kilómetro, y se sentó sobre un montón de grava
esperando que la serpiente tuviera que marcharse a sus quehaceres o
tuviera que ir a algún recado y dejara libre el paso.
Esperó
una hora, dos horas, tres horas; pero la serpiente, por lo visto,
vivía de sus rentas y no tenía nada que hacer en todo el día. El
caso es que continuaba allí, y Pinocho veía desde lejos el brillo
de sus ojos de fuego y el humo que salía de su cola.
Entonces
Pinocho, creyendo que tendría valor suficiente, se acerco hasta
pocos pasos de distancia, saludó a la serpiente con una ceremoniosa
reverencia, y con vocecita insinuante y afectuosa le dijo:
-Dispense
usted, señora serpiente: "¿sería usted tan amable que se
apartara un poquitín para dejarme pasar?"
¡Cómo
si se lo hubiera dicho a una pared!
Pinocho
insistió con tono aún más amable:
-Usted
me perdonará, señora serpiente, pero es que vuelvo a mi casa, donde
está esperándome mi papá, y ya ve usted... ¡hace tanto tiempo que
no le veo! ¿Me permite usted que pase?
La
serpiente no sólo no contestó, sino que de pronto quedó inmóvil
casi rígida.
Sus
ojos se cerraron, y la cola cesó de echar humo.
-¡Uy!
¡Parece que se ha muerto! ¡Ole! ¡Ole! -pensó Pinocho contentísimo,
y, restregándose las manos de alegría, fue a pasar por encima de la
serpiente. Pero aún no había terminado de levantar la pierna,
cuando la serpiente se erigió de pronto como un muelle que salta.
Pinocho, aterrado, dio hacia atrás un salto tan rápido y vio lento,
que tropezó y dio una voltereta como en el circo, cayendo al suelo
de cabeza. Como Pinocho la tenía muy dura, y el camino tenía una
cuarta de fango, se quedó clavado en el suelo con los pies en el
aire.
Al
ver el muñeco en aquella postura tan ridícula, que daba patadas a
diestro y siniestro, como si le hubieran dado cuerda, la serpiente
empezó a reírse estrepitosamente, a carcajadas enormes. Pero, ¡qué
risa! Se ponía mala. En fin, a fuerza de reír, y reír, y reír, se
le reventó una vena del pecho, y entonces sí que quedó muerta de
verdad.
Pinocho
se incorporó con gran trabajo, y volvió a emprender la carrera para
llegar a la casa del Hada antes de que cayera la noche.
Pero
por lo largo que iba siendo el camino, no podía ya resistir los
pinchazos que el hambre le daba en el estómago, y saltó a un viñedo
lindante para coger algunos racimos de uva moscatel.
¡Nunca
lo hubiera hecho!
Apenas
penetró en el viñedo, crac..., sintió que dos cortantes aros de
hierro le aprisionaban las piernas, haciéndole ver todas las
estrellas del cielo. El pobre muñeco había caído en un cepo
colocado allí por el dueño del campo con objeto de cazar alguna
garduña o cualquiera otra alimaña de las muchas que había, y que
eran el azote de todos los gallineros del contorno.
1.032 Collodi (carlo)
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