Le
nacen a Pinocho orejas de burro, después se convierte en verdadero
pollino y empieza a rebuznar.
¿Cuál
fue la sorpresa?
Voy
a decíroslo, queridísimos lectorcitos; la sorpresa fue que al
despertarse
Pinocho
le vino en gana rascarse la cabeza, y al llegarse a ella las manos,
se encontró...
¿A
que no acertáis lo que se encontró?
Pues
se encontró, con gran sorpresa de su parte, con que le habían
crecido las orejas más de una cuarta.
Ya
sabéis que desde que nació, el muñeco tenía unas orejitas muy
chiquitinas, que apenas se le veían. Figuraos cómo se quedaría
cuando, al tocar con las manos, se encontró con que aquellas
orejitas habían crecido tanto durante la noche, que parecían dos
soplillos. Acudió en busca de un espejo para mirarse, y no
encontrando ninguno, llenó de agua la palangana de su lavabo, y
entonces pudo ver lo que nunca hubiera querido contemplar: vio su
propia imagen adornada con un magnífico par de orejas de burro.
¡Cómo
expresar el dolor, la vergüenza y la desesperación del pobre
Pinocho!
Empezó
a llorar, a gritar y a darse de cabezadas contra la pared; pero
cuanto más se desesperaba, más crecían sus orejas, y crecían,
crecían, a la vez que iban cubriéndose de pelo por la punta.
A
los gritos de Pinocho entró en la habitación una linda marmota que
vivía en el piso de arriba, y viendo el desconsuelo del muñeco, le
preguntó con interés:
-¿Qué
es eso, querido vecino?
-¡Que
estoy malo, amiga marmota, muy malo, y con una enfermedad que me da
mucho miedo! ¿Sabes tomar el pulso?
-Un
poco.
-¡Mira
si tengo fiebre por casualidad!
La
marmota levantó una de las patas delanteras, y después de tomar el
pulso a Pinocho, le dijo suspirando:
-¡Amigo
mío, siento mucho tenerte que dar una mala noticia!
-¿Cuál
es?
-¡Qué
tienes una fiebre muy mala!
-¿Y
qué clase de fiebre es?
-¡Es
la fiebre del burro!
-No
comprendo qué fiebre es esa -respondió el muñeco, que, sin
embargo, se iba figurando lo que era.
-Yo
te lo explicaré -dijo la marmota. Sabe, pues, que dentro de dos o
tres horas ya no serás un muñeco ni un niño.
-Pues,
¿qué seré?
-Dentro
de dos o tres horas te convertirás en un verdadero pollino; tan
verdadero como los que tiran de un carro o llevan las hortalizas al
mercado.
-¡Oh!
¡Pobre de mí! ¡Pobre de mí! -gritó Pinocho, agarrándose las
orejas con ambas manos y tirando de ellas rabiosamente, como si
fueran ajenas.
-Querido
mío -dijo entonces la marmota para consolarle- ¿qué le vas a
hacer?
¡Todo
es ya inútil! En el libro de la sabiduría está escrito que todos
los muchachos holgazanes, que teniendo odio a los libros, a la
escuela y a los maestros, se pasan los días entre juegos y
diversiones, tienen que acabar por convertirse, más pronto o más
tarde, en pollinos.
-Pero,
¿es cierto eso? -preguntó el muñeco sollozando.
Ya
lo creo que es cierto. Y ahora ya es inútil que llores. Ya no tiene
remedio.
-¡Pero
si yo no tengo la culpa: créelo marmotita; la culpa es toda de
Espárrago!
-¿Y
quién es ese Espárrago?
-Un
compañero mío de escuela. Yo quería volver a mi casa, quería ser
obediente y seguir estudiando; pero él me dijo: ¿Por qué quieres
fastidiarte pensando en estudiar y en ir a la escuela? ¡Vente mejor
conmigo a "El País de los Juguetes"; allí no estudiaremos
más, nos divertiremos desde la mañana hasta la noche, y estaremos
siempre contentos!
-¿Y
por qué seguiste el consejo de aquel falso amigo, de aquel mal
compañero?
-¿Por
qué? Porque mira, marmotita mía: yo soy un muñeco sin pizca de
juicio y sin corazón. ¡Oh! ¡Si yo hubiera tenido tanto así de
corazón (y señaló con el pulgar sobre el índice), no hubiera
abandonado a aquella preciosa Hada, que me quería como una mamá, y
que tanto había hecho por mí! ¡Oh! ¡Pero si encuentro a Espárrago
pobre de él! ¡Yo le diré lo que no querrá oír!
Y
quiso salir de la habitación; pero al llegar a la puerta se acordó
de sus orejas de burro, y dándole vergüenza mostrarse en público
con aquel adorno. ¿Sabéis lo que discurrió? Pues se hizo un gran
gorro de papel y se lo puso en la cabeza, cubriéndose las orejas por
completo.
Después
salió, y se dedicó a buscar a su amigo por todas partes. Le buscó
en la calle, en la plaza, en los teatros, por todas partes, sin poder
hallarle. Pidió noticias de él a cuantos encontró; pero nadie le
había visto.
Entonces
fue a buscarle a su casa y llamó a la puerta.
-¿Quién
es? -preguntó Espárrago desde dentro.
-¡Soy
yo! -respondió el muñeco.
-Espera
un poco, y te abriré.
Media
hora después se abrió la puerta, y figuraos cuál sería el asombro
de Pinocho cuando, al entrar en la habitación, vio a su amigo con un
gran gorro de papel en la cabeza, que le cubría casi hasta los ojos
y por detrás bajaba hasta el cuello.
A
la vista de aquel gorro sintió Pinocho una especie de consuelo, y
pensó inmediatamente:
-¿Tendrá
la misma enfermedad que yo? ¿Estará también con la fiebre del
burro?
Y
fingiendo no haber notado nada, preguntó sonriendo:
-¿Cómo
estás, querido?
-¡Perfectamente
bien; como un ratón dentro de un queso de bola!
-¿Lo
dices en serio?
-¿Y
por qué había de mentir?
-Dispénsame,
amigo. ¿Y por qué tienes puesto ese gorro de papel que te tapa
hasta las orejas?
-Me
lo ha mandado el médico, por haberme hecho daño en una rodilla. Y
tú, querido Pinocho, ¿por qué llevas ese gorro de papel que te
cubre hasta las orejas?
-Me
lo ha mandado el médico, porque me ha picado un mosquito en un pie.
-¡Oh,
pobre Pinocho!
-¡Oh,
pobre Espárrago!
Siguió
a estas frases un largo silencio, durante el cual los dos amigos no
hacían más que mirarse burlonamente.
Finalmente,
el muñeco dijo con voz meliflua a su compañero:
-Por
curiosidad tan sólo; querido Espárrago, ¿quieres decirme si has
tenido alguna enfermedad en las orejas?
-¡Nunca!
¿Y tú?
-¡Nunca!
Pero esta mañana me ha molestado un poco una de ellas.
También
a mí me ha sucedido lo mismo.
-¿A
ti también? ¿Y qué oreja es la que te duele?
-Las
dos. ¿Y a ti?
-Las
dos. ¿Será acaso la misma enfermedad?
-¡Me
temo que sí!
-¿Quieres
hacerme un favor?
-Con
mucho gusto.
¿Quieres
enseñarme tus orejas?
-¿Por
qué no? Pero antes quiero ver las tuyas, querido Pinocho.
-¡No;
tú debes ser el primero!
-¡No,
querido; primero tú y después yo!
-Pues
bien -dijo entonces el muñeco; vamos a hacer un trato.
-¡Hagamos
el trato!
-Quitémonos
ambos el gorro al mismo tiempo. ¿Aceptado?
¡Aceptado!
-¡Pues
atención!
Y
Pinocho comenzó a contar en voz alta:
-¡Una,
dos, tres!
Al
decir esta última palabra, los dos muchachos se quitaron los gorros
de la cabeza y los arrojaron al aire.
Entonces
ocurrió una escena que parecía increíble, si no supiéramos que
sucedió realmente. Ocurrió que cuando Pinocho y Espárrago vieron
que los dos padecían de la misma enfermedad, en vez de sentirse
mortificados y llenos de dolor, empezaron a mirarse uno a otro
burlonamente las desmesuradas orejas, y acabaron por reírse a
carcajadas.
Tanto
rieron, que ya les dolían las mandíbulas; pero en lo mejor de la
risa sucedió que de pronto Espárrago cesó de reír, cambió de
color, y bambo-leándose dijo a su amigo:
-¡Ayúdame,
Pinocho, ayúdame!
-¿Qué
te pasa?
-¡Que
no puedo sostenerme sobre las piernas!
-¡Tampoco
puedo yo! -gritó Pinocho temblando y tratando de mantenerse derecho.
Cuando
esto decían, arquearon uno y otro la espalda, apoyaron las manos en
el suelo, y de esta manera, andando a cuatro pies, comenzaron a
correr y a dar vueltas por la habitación. Mientras corrían, los
brazos se convirtieron en patas, las caras se alargaron
convirtiéndose en cabezas de asno, y el cuerpo se les cubrió de un
pelaje gris claro con pintas y rayas negras.
Pero
¿Sabéis cuál fue el peor rato que sufrieron aquellos desgraciados?
Pues el rato peor y más humillante fue cuando notaron que empezaba a
salirles la cola por detrás. Llenos de vergüenza y de dolor
trataron de llorar y de lamentarse de su suerte.
¡Nunca
lo hubieran hecho! En vez de sollozos y de lamentos lanzaban
solamente rebuznos, y rebuznando sonoramente, decían a dúo:
¡Hi-hooó! ¡Hi-hooó! ¡Hihooó!
En
el mismo instante llamaron a la puerta, y una voz dijo desde fuera:
-¡Abrid!
¡Soy el hombrecillo; soy el conductor del coche que os trajo a este
país!
¡Abridme
pronto, o si no, pobres de vosotros!
1.032 Collodi (carlo)
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