Convertido
Pinocho en un pollino verdadero, es llevado al mercado de animales y
comprado por el director de una compañía de titiriteros para
enseñarle a bailar y a saltar por el aro.
Viendo
que la puerta seguía cerrada, el hombrecillo la abrió de una fuerte
patada, y entrando en la habitación, dijo con su eterna sonrisa a
Pinocho y a Espárrago:
-¡Bravo,
muchachos! ¡Rebuznáis perfectamente! Os he reconocido en la voz, y
por eso he venido.
Al
oír estas palabras, ambos pollinos se quedaron como atontados, con
la cabeza caída, las orejas bajas y el rabo entre piernas.
Inmediatamente,
el hombrecillo los acarició pasándoles la mano por el lomo, y
después, sacando una bruza, empezó a cepillarlos perfectamente,
hasta que a fuerza de bruzar les sacó lustre como si fueran dos
espejos. Entonces les puso la cabezada y los condujo al mercado de
ganados, con la esperanza de venderlos y obtener una buena ganancia.
No
tardaron en presentarse compradores. Espárrago fue adquirido por un
labrador, al cual se le había muerto un borrico el día anterior, y
Pinocho fue vendido al director de una compañía de titiriteros, que
lo compró para amaestrarlo y hacerle saltar y bailar con los demás
animales de la compañía.
¿Habéis
comprendido ya, mis queridos lectores, cuál era el verdadero oficio
del hombrecillo? Pues aquel terrible monstruo, que tenía siempre
cara de risa, se iba de vez en cuando a correr por el mundo con su
coche, y con promesas y halagos recogía a todos los muchachos
holgazanes y traviesos que odiaban a los libros y la escuela, y
después de meterlos en su coche los conducía a "El País de
los Juguetes" para que pasaran todo el día en retozar y en
divertirse. Cuando, algún tiempo después, aquellos pobres
muchachos, a fuerza de no pensar más que en jugar, se convertían en
pollinos, entonces se apoderaba de ellos con gran satisfacción y los
llevaba para venderlos en ferias y mercados. Y de este modo había
conseguido ganar en pocos años tanto dinero que era millonario.
No
sé deciros lo que fue de Espárrago; pero os diré, en cambio, que
el pobre Pinocho tuvo desde el primer día una vida dura y cruel.
El
nuevo dueño le llevó a una cuadra y le llenó el pesebre de paja;
pero apenas probó un bocado, Pinocho la escupió haciendo gestos de
desagrado.
Entonces
el dueño, aunque refunfuñando, quitó la paja del pesebre y llenó
éste de heno, pero tampoco el heno le agradó a Pinocho.
-¡Ah!
¿Conque tampoco te gusta el heno? -gritó el dueño lleno de cólera.
¡No tengas cuidado, que yo te acostumbraré a no ser tan caprichoso!
Y
le dio en las ancas un tremendo latigazo.
El
dolor hizo a Pinocho llorar y rebuznar, diciendo:
-¡Hi-hooó!
¡Hi-hooó! ¡Yo no puedo comer paja!
-¡Pues,
entonces, come heno! -replicó el dueño, que entendía perfectamente
la lengua de los burros.
-¡Hi-hooó!
iHi-hooó! ¡El heno me da dolor de barriga!
-¿Te
habrás creído, sin duda, que a un burro como tú le voy a dar de
comer jamón en dulce y perdices trufadas? -gruñó el dueño,
encolerizándose cada vez más y dándole otro latigazo.
Al
sentir esta segunda caricia se calló Pinocho y no dijo una palabra
más.
Salió
el dueño y le cerró la cuadra, quedándose solo Pinocho; y como
hacía ya muchas horas que no había comido nada, comenzó a bostezar
de hambre, abriendo tanto la boca que parecía la de un horno.
Al
fin, viendo que en el pesebre no encontraba otra cosa que heno, se
resignó a tomar un poco, y después de masticarlo bien cerró los
ojos y lo tragó.
-¡No
es malo este heno! -pensó en su interior, después de haberlo
tragado. Pero, ¡cuánto mejor no hubiera sido haber continuado yendo
a la escuela! ¡En vez de heno, estaría comiendo a estas horas un
buen pedazo de pan con queso!
¡Paciencia!
Cuando
despertó a la mañana siguiente, lo primero que hizo fue buscar un
poco de heno en el pesebre; pero no encontró nada, porque se lo
había comido todo la noche anterior.
Entonces
tomó un bocado de paja, y mientras la mascaba tuvo que convencerse
de que el sabor de la paja no se parecía en nada al del arroz a la
valenciana ni al de los pasteles de hojaldre.
-¡Paciencia!
-repitió mientras seguía masticando-. ¡Ojalá que mi desgracia
sirva cuando menos de lección provechosa a todos los niños
desobedientes que no quieren estudiar! ¡Paciencia y paciencia!
-¡Qué
paciencia ni qué narices! -chilló el dueño entrando en la cuadra.
¿Te has creído, burro del diablo, que yo te he comprado únicamente
para darte de comer y de beber? ¡Te he comprado para que trabajes y
me ganes dinero! ¡Conque ya lo sabes; mucho ojo! ¡Ahora mismo
vienes conmigo al circo para aprender a saltar por el aro y a bailar
el vals y la polka puesto de pie sobre las patas de atrás!
Quieras
que no quieras, el pobre Pinocho tuvo que aprender todas estas
habilidades y otras más; pero le costó tres meses de aprendizaje y
una colección de palizas formidables: ¡Pobre Pinocho! ¡Qué
arrepentido estaba de su holgazanería!
Llegó,
por último, el debut
de
Pinocho-borrico. En todas las esquinas aparecieron grandes cartelones
de colores, que decían así:
Podéis
figuraos cómo se hallaría el circo aquella noche: lleno de bote en
bote desde una hora antes de empezar el espectáculo. Ni a peso de
oro se podía encontrar una butaca, ni un palco, ni siquiera una
entrada general.
Todas
las localidades estaban atestadas de niños y niñas de todas clases
y edades, impacientísimos por ver bailar al famoso burro Pinocho.
Concluida
la primera parte del espectáculo, se presentó el Director de la
compañía vestido de frac rojo, pantalón blanco y botas de montar
con grandes espuelas, y haciendo una gran reverencia, recito, con voz
solemne y campanuda, el siguiente discurso:
«Respetable
público:
Señoras
y señores: El humilde orador que tiene el honor de hablaros, estando
de paso en esta capital, no ha podido menos de presentaros un
espectáculo que seguramente os gustará mucho. Porque este
inteligente auditorio estoy seguro de que ha de celebrar como merece
a mi célebre pollino, que va ha tenido el honor de bailar en todas
las principales Cortes de Europa.
Por
lo cual os doy millones de gracias a cada uno, y espero vuestros
aplausos y vuestra benevolencia.
He
dicho».
Este
discurso fue acogido con grandes aplausos; pero los aplausos se
redoblaron y el entusiasmo rayó en delirio, cuando se hizo la
presentación del burro Pinocho, vestido de gran gala. Llevaba unas
bridas de charol, con hebillas y broches de latón, dos camelias
blancas en las orejas, la crin y la cola trenzadas y adornadas con
cordones y flecos de seda rosa y lazos de terciopelo azul, y a modo
de cincha, una gran faja recamada de oro y plata. En suma, que estaba
para enamorar a cualquiera.
La
presentación fue hecha por el Director con las siguientes palabras:
«Respetable
público:
Presento
a mi famoso e incomparable pollino Pinocho, el más sabio y artista
de todos los burros, cazado a lazo por mí mismo cuando corría
salvaje por las llanuras de la Patagonia.
Los
más célebres bailarines no pueden compararse con mi pollino
Pinocho. Lo baila todo, y todo bien. Vedle, si lo merece, aplaudidle.
He
dicho».
Al
terminar este segundo discurso hizo el Director otra profundísima
reverencia, y volviéndose después al burro, le dijo:
-¡Animo,
Pinocho! ¡Antes de dar principio a tus maravillosos ejercicios,
saluda cortésmente al respetable público!
El
obediente Pinocho se arrodilló en el acto, y así permaneció hasta
que el Director, restallando la fusta, gritó:
-¡Al
paso!
Entonces
el borriquillo se enderezó sobre sus cuatro patas, y empezó a dar
vuelta al circo con paso lento.
Poco
después gritó el Director:
-¡Al
trote! -Y Pinocho obedeció la orden, cambiando el paso por el trote.
-¡Al
galope! -Y Pinocho marchó con airoso galope.
-¡A
la carrera! -Y ya entonces Pinocho salió disparado.
Pero
en el momento en que llevaba la velocidad de un automóvil de
cuarenta caballos, alzó el Director el brazo y descargó al aire un
tiro de pistola.
Al
oír el tiro, fingiendo el burro que estaba herido, cayó en la arena
y empezó a temblar como si estuviese en las convulsiones de la
agonía.
Todo
el circo estalló en una explosión de aplausos y de gritos, que
debieron de oírse en las estrellas. En tanto, Pinocho abrió un poco
los ojos para mirar en torno suyo, y vio en un palco una señora que
tenía al cuello una gruesa cadena de oro, y pendiente de ella un
medallón con el retrato de un muñeco.
-¡Ese
retrato es el mío! ¡Esa señora es mi Hada!-se dijo en el acto
Pincho, y, dominado por la alegría, trató de gritar:
-¡Hada
mía! ¡Hada mía!
Pero
en vez de estas palabras sólo salió de su garganta un rebuzno tan
formidable, que hizo reír a todos los espectadores, y más
especialmente a los muchachos que había en el circo.
Entonces
el Director, para enseñarle que no era de buena educación rebuznar
ante el público, le dio un fuerte golpe en las narices con el mango
de la fusta.
El
pobre burro sacó fuera un palmo de lengua y empezó a lamerse las
narices, creyendo que de este modo podría calmar el fuerte dolor que
el golpe le había producido.
Pero,
¡cual no sería su desesperación cuando, al mirar por segunda vez
vio que el Hada había desaparecido del palco!
Creyó
morir. Llenáronse de lágrimas sus ojos, y empezó a llorar
desconsoladamente; pero nadie llegó a advertirlo, ni siquiera el
Director, que haciendo sonar la fusta, dijo:
-¡Bravo,
Pinocho! Ahora haremos ver a estos señores con cuánta gracia saltas
el aro.
Pinocho
probó dos o tres veces; pero cuando llegaba frente al aro, en vez de
saltar pasaba cómodamente por debajo. Por fin intentó el salto;
pero al atravesar por el aro se enredó desgraciadamente una de las
patas, y cayó a tierra como un costal.
Cuando
se levantó estaba cojo, y a duras penas pudo volver a la cuadra.
-¡Qué
salga Pinocho! ¡Queremos ver al burro! ¡Que salga otra vez! ¡Que
baile!
¡Que
baile! -gritaban los muchachos, entusiasmados, sin darse cuenta de
que se había hecho daño.
Pero
el borriquillo no pudo salir más. El Director tuvo que pronunciar
otro discurso de los suyos y anunciar que Pinocho bailaría en cuanto
se pusiera bien.
A
la mañana siguiente fue a verle el veterinario, o sea el médico de
los animales, y declaró que se quedaría cojo para siempre.
Entonces
dijo el Director al mozo de cuadra que llevase aquel burro al mercado
y lo revendiese, puesto que ya no servía para nada.
Apenas
llegaron al mercado, se acercó un comprador que dijo al mozo de
cuadra:
-¿Cuanto
quieres por ese burro cojo?
-Veinte
pesetas.
-Yo
te doy veinte perras chicas. No creas que lo compro para servirme de
él; lo compro por la piel únicamente. Veo que tiene la piel muy
dura, y quiero hacer con ella un tambor para la banda de música de
mi pueblo.
Podéis
pensar lo que pasaría por Pinocho cuando oyó que estaba destinado a
convertirse en tambor.
Después
que el comprador pagó las veinte perras chicas, condujo a su burro
hasta una roca de la orilla del mar, y poniéndole una piedra al
cuello, le ató una pata con el extremo de una soga que llevaba en la
mano. Después, y cuando el burro estaba más descuidado, le dio un
empellón para arrojarle al mar, conservando en la mano el otro
extremo de la soga.
La
piedra que llevaba al cuello hizo que Pinocho descendiese rápidamente
hasta el fondo, y el comprador, siempre con la soga en la mano, se
sentó en la peña, esperando a que pasara tiempo bastante para que
el pollino se ahogase, y poder arrancarle después la piel para
curtirla y hacer un tambor.
1.032 Collodi (carlo)
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