Gran
pelea entre Pinocho y sus compañeros. -Uno de estos cae herido, y
Pinocho es preso por la guardia civil.
Apenas
llegaron a la playa, comenzó Pinocho a mirar ansiosamente por toda
la extensión del mar, pero no vio ningún dragón.
El
agua estaba tan tranquila y clara, que parecía un inmenso espejo.
-¿Dónde
está el dragón? -preguntó el muñeco, dirigiéndose a sus
compañeros.
-Se
habrá ido a merendar -dijo uno de ellos riendo.
-O
se habrá metido en la cama para dormir la siesta -agregó otro,
riendo aún más fuerte.
Pinocho
comprendió que sus compañeros, para burlarse de él, habían
inventado la historia del dragón. Y al verse engañado, se enfadó
mucho, y les dijo con acento de amenaza:
-Y
ahora, ¿queréis decirme qué habéis ganado con esta broma tan
tonta?
-¡Ya
lo creo que hemos ganado! -respondieron a coro aquellos pilletes.
Hacerte
perder la clase.
-¿No
te da vergüenza de ser siempre tan puntual y de saberte todos los
días las lecciones? ¿No te da vergüenza de tanto romperte la
cabeza estudiando?
-Y
eso, ¿qué os importa a vosotros?
-Nos
importa mucho, porque por tu culpa hacemos mal papel en la escuela.
-¿Por
qué?
-Porque
los muchachos que estudian dejan en mal lugar a los que no quieren
estudiar, como nos pasa a nosotros. Y no queremos que nadie se luzca
a costa nuestra. ¡Entiendes! ¡También nosotros tenemos nuestro
amor propio!
-Bueno.
¿Y qué es, entonces, lo que debo hacer para tenerlos contentos?
-Hacer
que te fastidien, como a nosotros, la escuela, los libros y el
maestro, que son nuestros tres mayores enemigos.
-¿Y
si yo quisiera seguir estudiando?
-No
te miraríamos más a la cara, y en la primera ocasión que se
presentase nos la pagarías.
-¡La
verdad es que casi me dais risa! -dijo el muñeco rascándose la
cabeza.
-¡Eh,
Pinocho! -gritó entonces el mayor de aquellos muchachos mirándole
fijamente a la cara. ¡No vengas aquí a pintarla de valiente! ¡No
quieras hacerte el gallito, porque si tú no tienes miedo de
nosotros, tampoco nosotros lo tenemos de ti! ¡Ten presente que tú
estas solo, y que nosotros somos siete!
-¡Siete
como los pecados capitales! -dijo Pinocho soltando una carcajada.
-¿Habéis
visto? ¡Nos ha insultado a todos! ¡Nos ha llamado pecados
capitales!
-¡Pinocho,
ten cuidado con lo que dices, porque si no...!
-¡Uy,
qué miedo! -contestó el muñeco, sacándoles la lengua y
haciéndoles burla.
-¡Pinocho,
que vamos a acabar mal!
-¡Uy,
qué miedo!
-¡Que
vas a volver a casa con la nariz rota!
-¡Uy,
qué miedo!
-¡Sí!
¡Ahora vas a ver! -grito el más atrevido, dándole un coscorrón en
la cabeza. Toma este capón, para que cenes esta noche.
Como
es de suponer, la respuesta no se hizo esperar: el muñeco contestó
en el acto con otro coscorrón, y desde este momento el combate se
hizo general y encarnizado.
Aunque
Pinocho estaba solo, se defendía como un héroe. Sus duros pies de
madera trabajaban de tal manera, que sus enemigos se mantenían a
respetuosa distancia. Allí donde uno de sus pies conseguía
alcanzar, dejaba un cardenal para recuerdo.
Cuando
los siete muchachos se convencieron de que cuerpo a cuerpo no podían
meter mano al muñeco, echaron mano de los proyectiles, y soltando
las correas con que llevaban sujetos los libros, empezaron a
apedrearle con ellos.
Pero
Pinocho, que era listo y ágil, esquivaba los golpes dando saltos, y
los libros, uno a uno, fueron cayendo al mar sin que ninguno le
tocara.
¡Figuraos
la revolución que se armó entre los peces! Creyendo que los libros
eran cosa de comer, iban disparados a cogerlos; pero apenas daban un
bocado se apresuraban a escupir el papel, haciendo una rueda, como si
dijeran: "¡Uf! ¡Qué malo está esto! Mi cocinera guisa mucho
mejor".
Entretanto
el combate seguía siempre encarnizado; cuando he aquí que un
cangrejo muy grande que había salido del agua y que andaba
perezosamente por la playa, dijo con voz atiplada:
-¡Basta
ya, locos, que no se os puede llamar de otro modo! Juego de manos,
son juegos de villanos. Estoy viendo que os vais a hacer daño. ¡Esas
peleas suelen terminar con una desgracia!
¡Predicar
en desierto! El bueno del cangrejo pudo muy bien ahorrarse saliva. En
vez de hacerle caso, el diablejo de Pinocho se volvió, y mirándole
con ojos de cólera, le dijo ásperamente:
-¡Cállate,
mamarracho! ¡Vaya una voz ridícula! Más te valdría tomar unas
pastillas para curarte la garganta. ¡Anda, anda, vete a la cama y
procura sudar el resfriado!
Los
otros muchachos habían ya dado fin de sus libros; pero en aquel
momento vieron el cartapacio de Pinocho y se apresuraron a cogerlo.
Entre
sus libros había uno encuadernado con cartón grueso y con el lomo y
las puntas de pergamino. Era un Tratado de Aritmética. ¡Podéis
imaginaros lo pesado que sería!
Uno
de los muchachos se apoderó del libro, y apuntando a la cabeza de
Pinocho, lo lanzó con toda la fuerza que pudo; pero en vez de dar al
muñeco, fue a estrellase en la cabeza de otro de los muchachos, que
se quedó blanco como la cera y cayó en la arena, diciendo:
-¡Madre
mía! ¡Yo me... muero!
A
la vista del presunto cadáver echaron a correr los asustados
muchachos, y pocos instantes después habían desaparecido.
Pinocho
no escapó; a pesar de que el dolor y el espanto le tenían más
muerto que vivo, fue a mojar su pañuelo en el agua del mar, y empezó
a humedecer las sienes que su desgraciado compañero de escuela. Y en
tanto que realizaba esta operación, llorando desesperadamente,
llamaba al muerto por su nombre, y decía:
-¡Paco!
¡Paquito! ¡Abre los ojos y mírame! ¿Por qué no respondes? ¿No
me oyes? No he sido yo, ¡sabes!, el que te ha hecho daño, ¿sabes?
¡Créeme: de verdad que no he sido yo! ¡Abre los ojos, Paquito! ¡Si
los tienes así cerrados, harás que yo también me muera!
¡Oh,
Dios mío! ¿Cómo podré volver ahora a mi casa? ¿Con qué cara me
presentaré a mi mamá? ¿Qué va a ser de mí? ¿Dónde podré
esconderme? ¡Cuánto mejor hubiera sido ir a la escuela! ¿Por qué
habré hecho caso de esos compañeros, que son mi perdición? Bien me
lo había advertido el maestro, y también mi mamá, que me repetía:
¡Guárdate
de las malas compañías! ¡Pero yo soy un testarudo y un
desobediente, que oigo como quien oye llover todos los consejos, y
hago siempre mi voluntad, sin tener presente que después tengo que
pagar las consecuencias! ¡Por eso, y sólo por eso, no he tenido aún
una hora de tranquilidad desde que estoy en el mundo! ¡Dios mío!
¿Qué va a ser de mí?
Y
Pinocho continuaba llorando, lamentándose y llamando al pobre
Paquito, cuando sintió de pronto ruido de pasos que se acercaban.
Volvió
la cabeza, y vio una pareja de la guardia civil.
-¿Qué
haces ahí en el suelo? -preguntó uno de los guardias.
-Estoy
auxiliando a este compañero de escuela.
¿Se
ha puesto malo?
-Parece
que sí.
-¡Qué
malo ni qué ocho cuartos! -dijo el otro guardia, que se había
inclinado y miraba a Paco atentamente. Lo que tiene este muchacho es
que le han herido en la sien ¿Quién ha sido?
-¡Yo
no he sido! -balbuceó el muñeco, que se quedó, como suele decirse,
sin gota de sangre en el cuerpo.
-Pues
si no has sido tú, entonces, ¿quién le ha herido?
-¡Yo,
no! -repitió Pinocho.
-¿Con
qué ha sido herido?
-Con
este libro -dijo el muñeco, recogiendo del suelo y mostrando a los
guardias aquel Tratado de Aritmética, encuadernado en cartón y
pergamino.
-¿De
quién es este libro?
-Mío.
-¡Basta
ya; no necesitamos saber más! Ponte en pie y ven con nosotros.
-¡Pero
si yo...!
-¡Ven
con nosotros!
-¡Pero
si soy inocente!
-¡Bueno,
bueno; ven con nosotros, y a callar!
Antes
de marchar, llamaron los guardias a unos pescadores que en aquel
momento pasaban en su barca cerca de la orilla, y les dijeron:
-Aquí
os dejamos este muchacho, que ha sido herido en la cabeza, para que
le llevéis a vuestra casa y le cuidéis. Mañana vendremos por aquí
para verle.
Después
se volvieron hacia Pinocho, y, poniéndole en medio, le dijeron con
voz áspera:
-¡En
marcha, y aprieta el paso! ¡Si no, te haremos andar de otra manera!
No
se lo hizo repetir el muñeco, y empezó a caminar por el sendero que
conducía a la población; pero el pobre diablo no sabía en qué
mundo se encontraba. Creía soñar. ¡Mas era un sueno tan
horrible...! ¡Apenas veía lo que le rodeaba; le temblaban las
piernas y tenia la boca seca y la lengua pegada al paladar, que
apenas hubiera podido decir una palabra! Y, sin embargo, en medio de
aquel atontamiento había una idea fija que le causaba tristeza y
dolor: la de que tenía que pasar entre aquellos dos guardias por
debajo de la ventana de su buena Hada. ¡Hubiera preferido morir!
Estaba
ya para entrar en la población, cuando una ráfaga de aire arrebató
el gorro de la cabeza de Pinocho y lo llevó a una distancia de diez
o doce pasos.
-¿Me
permiten ustedes -dijo el muñeco a los guardias- que vaya a recoger
mi gorro?
-Ve,
y despacha pronto.
El
muñeco fue a recoger su gorro; pero en vez de ponérselo en la
cabeza lo sujetó con los dientes, y echó a correr con todas sus
fuerzas en dirección de la playa.
Aquello
no era un muñeco: era una bala disparada.
Juzgando
los guardias que les sería difícil alcanzarle, le azuzaron un perro
de presa que había ganado el premio en todas las carreras de perros.
Mucho corría Pinocho, pero el perro corría más. La gente se
asomaba a las ventanas y se arremolinaba en el camino, ansiosa de ver
el resultado de aquella feroz persecución. Pero no pudieron
conseguirlo, porque Pinocho y el perro levantaban tal nube de polvo,
que a los pocos momentos ya no se les veía.
1.032 Collodi (carlo)
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