Pinocho,
es arrojado al mar y devorado por los peces. -Vuelve a su primitivo
estado de muñeco; pero mientras nada para salvarse, se lo traga el
terrible dragón marino.
Ya
llevaba el burro más de cincuenta minutos en el mar, cuando el que
lo había comprado dijo para sí:
-Ya
debe estar ahogado y más que ahogado. ¡Ea! Voy a sacarlo, y aquí
mismo le arrancaré la piel para hacer un magnífico tambor.
Comenzó
a tirar de la soga que había atado a la pata de Pinocho, y tirando,
tirando, tirando... ¡Qué diréis que sacó! Pues, en vez de un
burro muerto, se encontró con un muñeco vivo, que se retorcía como
una anguila.
Al
ver aquel muñeco de madera creyó soñar el pobre hombre, y se quedó
como atontado, con la boca abierta y los ojos asustados.
Cuando
se repuso un poco de la primera impresión, -dijo balbuceando y hecho
un mar de lágrimas:
-Pero,
¿y mi burro? ¿Dónde está el burro que he tirado al mar?
-¡Ese
burro soy yo! -respondió el muñeco riéndose.
-¿Tú?
-¡Yo!
-¡Granuja!
¡No consiento que te burles de mí!
-¿Burlarme
de usted? Todo lo contrario, querido amo; le hablo completamente en
serio.
-Pero,
¿cómo es posible que siendo tú hace poco un burro de carne y
hueso, te hayas convertido dentro del mar en un muñeco de madera?
-¡Psch!...
¡Cosas del agua del mar! Al mar le gustan estas bromas.
-¡Mucho
ojo con tomarme el pelo, muñeco; mucho ojo! ¡Como se me acabe la
paciencia, pobre de ti!
-Pues
bien, mi amo: ¿quiere usted saber toda la verdadera historia? Pues
yo se la contaré; pero antes hágame el favor de soltarme esa soga,
que me hace daño.
Deseando
conocer aquella verdadera historia, que prometía ser maravillosa, el
bueno del comprador desató el nudo que sujetaba la pierna de
Pinocho, que quedó libre como un pájaro en el aire, y empezó de
este modo su relación:
-Sepa
usted que yo era antes un muñeco de madera, como lo soy ahora; pero
por mi poca afición al estudio y por seguir los consejos de malas
compañías, me escapé de mi casa, y un día me desperté siendo un
pollino, con unas orejas así de grandes y una cola así de larga.
¡Qué vergüenza más grande pasé! Una vergüenza como no quiera
Dios que la pase usted nunca, querido amo. Me llevaron al mercado de
ganados, y me compró el Director de una compañía ecuestre, al cual
se le metió en la cabeza hacer de mí un gran bailarín y gran
saltador de aro; pero una noche di una mala caída durante la
función, y me quedé cojo de las dos patas.
Entonces
el Director dijo que no quería a su lado un burro cojo, y me envió
a vender al mercado, que fue cuando usted me compró.
-¡Por
mi desgracia! ¡Como que pagué por ti veinte perros chicos! Y ahora,
¡quién va a devolverme mi dinero!
-¿Para
qué me compró usted? ¡Para hacer un tambor con mi piel! ¡Un
tambor!
-Dime
ahora, monigote impertinente: ¿has terminado ya tu historia?
-No
-respondió el muñeco; faltan pocas palabras para terminarla.
Después de haberme comprado me trajo usted a este sitio para
matarme; pero, sintiéndose compasivo, prefirió atarme una piedra al
cuello y tirarme al mar. Este sentimiento de humanidad le honra a
usted mucho y se lo agradeceré eternamente. Pero usted no había
contado con el Hada.
-¿Y
quién es esa Hada?
-Es
mi mamá, que como todas las mamás buenas que quieren mucho a sus
hijos, no les pierden nunca de vista, y cuidan de ellos amorosamente,
aunque estén muy lejos, y aunque esos hijos, por su mala conducta,
por sus travesuras y por sus escapatorias, merezcan que se les deje
abandonados y no se les vuelva a hacer caso en toda la vida. Decía,
pues, que apenas mi buena Hada me vio en peligro de ahogarme, envió
alrededor de mí un ejército de peces, que comenzaron a comerme,
creyendo que era un burro de verdad. ¡Y qué bocados tiraban! Nunca
hubiera creído que los peces fueran aún más glotones que los
niños. Unos me comían las orejas, otros el hocico, otros el cuello
y la crin, otros las patas; en fin, hasta hubo uno, chiquitín y muy
gracioso, que tuvo la bondad de comerme la cola.
-¡Desde
hoy -dijo horrorizado el comprador-juro no comer ningún pescado! ¡Me
desagradaría mucho comer un salmonete o un besugo y encontrarme con
un pedazo de cola de burro!
-Estamos
de acuerdo -dijo riendo el muñeco. Después, cuando ya los peces
terminaron de comer toda aquella envoltura de carne y de piel de
burro que me cubría desde la cabeza hasta los pies, llegaron, como
es natural, al hueso, o, por mejor decir, a la madera; porque, como
usted verá, estoy hecho de una madera muy dura. Pero apenas trataron
de tirar algunos bocados, se convencieron, a pesar de su glotonería,
de que yo no era plato a propósito para ellos, y se fueron cada cual
por su lado con la barriga llena, sin darme ni siquiera las gracias
por el banquete que les había proporcionado. Y aquí tiene usted
explicado por qué, cuando ha tirado de la soga, se ha encontrado
usted con un muñeco vivo, en vez de un burro muerto.
-¡Bueno,
bueno! ¡Toda esa historia me importa un rábano! -gritó el
comprador, encolerizado. Lo que yo sé es que he dado veinte perros
chicos por ti, y quiero mi dinero. ¿Sabes lo que voy a hacer?
Llevarte de nuevo al mercado y venderte como leña para encender la
chimenea.
-¡Oh,
muy bien! ¡No tengo el menor inconveniente! -dijo Pinocho.
Pero
al mismo tiempo dio un salto y se zambulló en el agua. Y mientras
nadaba alegremente, alejándose de la orilla, gritaba al pobre
comprador:
-¡Adiós,
mi amo; si necesita usted una piel para hacer un tambor, acuérdese
de mí!
Y
se reía estrepitosamente y seguía nadando, para volverse poco
después y gritar con más fuerza:
-¡Adiós,
mi amo; si necesita usted un poco de leña para encender la chimenea,
acuérdese de mí!
Poco
después se había alejado tanto de la orilla, que ya no se le
distinguía más que como un punto negro en la superficie del agua,
que de vez en cuando sacaba fuera un brazo o una pierna, o bien daba
saltos como un delfín que está de buen humor.
Nadando
a la ventura, vio Pinocho en medio del mar un islote que parecía de
mármol blanco, y en lo más alto de él una linda cabrita que balaba
tiernamente y que le hacía señas de que se acercase.
Lo
más singular del caso era que el pelo de la cabrita, en vez de ser
blanco, o negro, o rojo, como el de las demás cabras, era de color
azul turquí; pero tan brillante, que se parecía mucho a los
cabellos de la hermosa niña.
¡Figuraos
cómo latiría el corazón del pobre Pinocho! Redobló sus esfuerzos
para nadar más de prisa en dirección del islote blanco, y ya habría
avanzado una mitad de la distancia, cuando he aquí que vio salir del
agua la horrible cabeza de un monstruo marino con la boca abierta,
que parecía una caverna, y tres filas de dientes que hubieran
causado miedo con sólo verlos pintados.
¿Sabéis
quién era aquel monstruo marino?
Pues
aquel monstruo marino era nada menos que el gigantesco dragón de que
se ha hablado varias veces en esta historia, y que por su insaciable
voracidad venía causando tales estragos por aquellos mares, que se
le llamaba el «Atila de los peces y de los pescadores».
¡Cuál
no sería el espanto del pobre Pinocho a la vista del monstruo! Trató
de escaparse, de cambiar de dirección, de huir; pero todo era
inútil; aquella enorme boca se le venia siempre encima con la
velocidad de un tren expreso.
-¡Date
prisa, Pinocho, por Dios! -gritaba, balando, la linda cabrita.
Y
Pinocho nadaba desesperadamente con los brazos, con las piernas, con
el pecho, con todo el cuerpo.
-¡Corre,
Pinocho, corre; que se acerca el monstruo!
Y
Pinocho redoblaba sus esfuerzos para aumentar la velocidad.
-¡Más
de prisa, Pinocho, que te coge! ¡Ya está ahí! ¡Más a prisa o
estás perdido!
¡Que
te coge! ¡Que te coge!
Y
Pinocho nadaba desesperadamente y se deslizaba por el agua como una
bala de fusil.
Ya
se acercaba al escollo, y ya la linda cabrita se inclinaba sobre la
orilla, alargándole las dos patitas delanteras para ayudarle a salir
del agua; pero...
¡Pero
ya era tarde! Tan cerca estaba el monstruo, que no hizo más que dar
un sorbo, y se tragó al muñeco con el agua que le rodeaba, como
quien se sorbe un huevo de gallina. Y se lo tragó con tal ansia y
violencia, que Pinocho se dio contra una muela del dragón un golpe
tan tremendo, que le hizo estar sin sentido un cuarto de hora.
Cuando
volvió de su desmayo no sabía en qué mundo se encontraba. En torno
suyo reinaba una gran oscuridad pero tan negra y profunda, que le
parecía hallarse en la bolsa de tinta de un calamar.
Quiso
escuchar, pero no oyó ruido alguno; únicamente sentía de cuando en
cuando una bocanada de aire que le daba en la cara. Al principio no
podía saber de dónde vendría aquel aire; pero después comprendió
que salía de los pulmones del monstruo. Porque hay que advertir que
el monstruo padecía mucho de asma, y cuando respiraba parecía que
se había desatado el huracán.
Al
pronto trató Pinocho de infundirse a sí mismo algún valor; pero
cuando ya tuvo la seguridad de que se encontraba encerrado en el
cuerpo del monstruo marino, empezó a llorar y a gritar, diciendo:
-¡Socorro!
¡Socorro! ¡Desgraciado de mí! ¿No hay quien venga a salvarme?
-¿Y
quién va a salvarte, desgraciado? -contestó en aquella oscuridad
una voz cascada, como de guitarra sin templar.
-¿Quién
me ha hablado? -preguntó Pinocho, sintiendo aún mayor espanto.
-¡Soy
yo: un mísero bacalao que el dragón ha engullido lo mismo que a ti!
¿Y tú, qué pez eres?
¡Que
pez ni qué narices! ¡Yo no soy pez de ninguna clase! ¡Yo soy un
muñeco!
-Pues
si no eres un pez, ¿Por qué te has dejado tragar por el monstruo?
-¡Hombre,
eso no se le ocurre más que a un bacalao! He hecho todo lo posible
para que no me tragara; pero se ha empeñado, y como este diablo de
dragón corre que se las pela. Bueno, ¿y qué hacemos en esta
oscuridad?
-Resignarnos
y esperar a que el dragón nos digiera a los dos.
-¡Es
un lindo porvenir! -dijo Pinocho.
Y
poniéndose muy triste de repente, empezó a llorar como un becerro.
-Hombre,
a mi tampoco me hace una gracia extraordinaria -contestó el bacalao;
pero soy filósofo, y me resigno. Bien mirado, hasta me alegro;
porque cuando uno nace bacalao, es más honroso morir en el agua que
en el aceite frito.
-¡Valiente
majadería! -dijo Pinocho.
-Es
una opinión; y como dicen los peces de la política, todas las
opiniones deben ser respetadas.
-Bueno,
yo lo que digo es que quiero salir de aquí, que quiero escaparme.
-Prueba,
si lo consigues, mejor para ti.
-¿Es
muy grande este dragón que nos ha tragado? -preguntó el muñeco.
-Figúrate
que su cuerpo tiene más de un kilómetro de largo, sin contar la
cola.
Mientras
así conversaba Pinocho en aquella oscuridad, le pareció ver allá
lejos, pero muy lejos, una especie de resplandor.
-¿Qué
será aquella lucecita que se ve allá lejos? -dijo Pinocho.
-Será
algún compañero nuestro de desgracia, que estará esperando, igual
que nosotros, el momento de ser digerido.
-Me
voy a buscarle. ¿Quizá sea algún pez viejo que pueda enseñarme la
salida?
-Te
lo deseo con toda mi alma, simpático muñeco.
-¡Adiós,
amable bacalao!
-¡Adiós,
muñeco, y buena suerte!
-¿Dónde
volveremos a vernos?
-¡Vete
a saber! ¡Vale más no pensarlo!
1.032 Collodi (carlo)
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