Vuelve
Pinocho a casa del Hada. -Gran merienda de café con leche para
solemnizar el éxito de Pinocho en sus exámenes.
Cuando
el pescador se disponía a echar a Pinocho en la sartén, entró en
la gruta un enorme perro, atraído por el olor del pescado frito.
-¡Largo
de aquí! -gritó el pescador amenazándole, y teniendo siempre en la
mano el muñeco.
Pero
el pobre animal tenía un hambre terrible, y gruñía y meneaba la
cola, como queriendo decir:
-¡Dame
un poco de pescado frito y te dejaré en paz!
-¡Largo
de aquí, te digo! -repitió el pescador, alargando la pierna como
para darle un puntapié.
Entonces
el perro, que cuando le apretaba el hambre de verdad no tenía miedo
a nada, se volvió furioso contra el pescador, enseñán-dole los
terribles colmillos.
Al
mismo tiempo se oyó en la gruta una vocecita muy débil, que dijo:
-¡Sálvame,
Chato, que me van a freír!
El
perro conoció en el acto la voz de Pinocho, y observó con gran
asombro que la voz salía de aquel bulto enharinado que el pescador
tenía en la mano.
¿Y
qué hizo? Pues, dando un salto, tomó delicadamente entre los
dientes al muñeco enharinado, y salió de la gruta corriendo como el
viento.
Furioso
el pescador de que le arrebataran aquel pez que pensaba comer con
tanto gusto, trató de alcanzar al perro; pero apenas había dado
algunos pasos, le acometió un golpe de tos que le hizo volver atrás.
Mientras
tanto, Chato había llegado a la senda que conducía a la población,
y depositó en tierra a su amigo Pinocho.
-¡Cuanto
tengo que agradecerte! -dijo el muñeco.
-¡Nada
absolutamente! -respondió el perro. Tú me salvaste a mí, y todo
tiene su pago en este mundo: hay que ayudarse unos a otros.
-Pero,
¿cómo es que me has encontrado en aquella gruta?
-Es
que seguía tendido en la playa, mas muerto que vivo, cuando el aire
me trajo un olorcillo a pescado frito que me abrió el apetito de par
en par; así es que: me levanté para ir al sitio de donde venía
aquel olor. ¡La verdad es que si llego un minuto más tarde...!
-¡No
me lo digas! -exclamó Pinocho, que aún temblaba de miedo-. ¡No me
lo recuerdes! ¡Si llegas un minuto más tarde, a estas horas estaría
yo frito con patatas! ¡Uf! ¡Sólo de pensarlo me estremezco!
Chato
no pudo menos de reírse, y tendió su mano derecha al muñeco que la
estrechó amistosamente, y después se separaron.
El
perro tomó el camino de su casa, y Pinocho se dirigió hacía una
cabaña que estaba cerca de allí, y preguntó a un viejecito que se
hallaba en la puerta calentándose al sol:
-Dígame,
buen hombre: ¿sabe usted algo de un muchacho que fue herido en la
cabeza, y que se llama Paquito?
-A
ese muchacho le trajeron unos pescadores a esta cabaña; pero ya...
-¿Pero
ya habrá muerto? -interrumpió Pinocho con gran dolor.
-No;
ahora ya está bueno, y se ha marchado a su casa.
-¿De
veras? ¿Es verdad eso? -gritó el muñeco saltando de alegría. ¿De
modo que la herida no era grave?
-Pero
podía haber resultado gravísima, y aun mortal -respondió el
viejecito, porque le tiraron a la cabeza un grueso libro encuadernado
en cartón.
-¿Y
quién se lo tiró?
-Un
compañero de escuela, llamado Pinocho.
-¿Y
quién es ese Pinocho? -preguntó el muñeco, haciéndose el
ignorante.
-Dicen
que es un niño muy malo, un holgazán, un pícaro de tomo y lomo.
-¡Calumnias!
¡Todo eso son calumnias!
-¿Conoces
a Pinocho?
De
vista -contestó el muñeco.
-¿Y
qué concepto tienes formado de él?
-Pues
a mí me parece que es un excelente muchacho, que tiene gran amor al
estudio, obediente, muy amante de su papá y de toda la familia.
Mientras
el muñeco decía todas estas mentiras con la mayor frescura, se echó
mano a la nariz, y observó que había crecido más de un palmo.
Entonces empezó a chillar lleno de miedo:
-¡No
haga usted caso de todo lo que le he dicho, buen hombre, porque
conozco perfectamente a Pinocho, y puedo asegurarle también yo que
es un muchacho malo, desobediente y holgazán, y que en vez de ir a
la escuela se va con los compañeros a vagar por ahí! Apenas hubo
terminado de decir estas palabras, se acortó su nariz, y quedó del
tamaño que tenía antes.
-¿Y
por que estás así pintado de blanco? -preguntó poco después el
viejecito.
-Le
diré a usted: sin darme cuenta, me he restregado contra un muro que
estaba recién blanqueado -respondió el muñeco, dándole vergüenza
confesar que había sido enharinado como un pescado, para freírle
después en olla sartén.
-¿Y
qué has hecho de la chaqueta, de los calzones y del gorro?
-Me
he encontrado con unos ladrones que me lo han quitado todo. Dígame,
buen hombre: ¿No podría usted darme, por casualidad, algo con que
pudiera vestirme para volver a mi casa?
-Hijo
mío, no tengo ningún traje que poder darte: solo tengo un saco
pequeño para guardar chufas. Si lo quieres, mirarlo: aquí está.
No
se lo hizo decir Pinocho dos veces: tomó en el acto el saco, que
estaba vacío, haciéndole, con unas tijeras que pidió una abertura
en el fondo y otras dos a los lados, se lo endosó a modo de camisa.
Vestido
de este modo tan ligero, se dirigió a la población; pero al llegar
al camino empezó a titubear, tan pronto avanzando como
retrocediendo, y diciéndose para sus adentros:
-¿Cómo
me presentaré a mi buena Hada? ¿Qué dirá cuando me vea? ¿Querrá
perdonarme esta segunda diablura? ¡Me temo que no me la va a
perdonar! ¡Oh, de seguro que no! !Y me estará bien empleado, porque
soy un monigote que siempre estoy prometiendo corregirme, y nunca lo
hago!
Entró
en la población siendo ya noche cerrada; y como estaba lloviendo a
cántaros, decidió ir derechito a la casa del Hada y llamar a la
puerta hasta que le abrieran.
Al
llegar frente a la casa sintió que le faltaba el valor, y en vez de
llamar se alejó corriendo como unos veinte pasos. Volvió segunda
vez, pero también se apartó sin hacer nada. Volvió tercera vez, y
lo mismo. Sólo a la cuarta vez se atrevió a levantar, temblando, el
llamador de hierro y a dar un golpecito muy suave.
Esperó
pacientemente, y al cada de media hora se abrió una ventana del
último piso (la casa tenía cuatro), y vio Pinocho asomarse un
caracol muy grande, con una vela encendida en la cabeza, que
preguntó:
-¿Quién
llama a estas horas?
-¿Está
el Hada en casa?
-El
Hada está durmiendo, y no quiere que se la despierte.
¿Quién
eres tú?
-Soy
yo.
-¿Quién?
-Pinocho.
-¿Qué
Pinocho?
-El
muñeco que vive en esta casa con el Hada.
-¡Ah,
ya sé! -dijo el caracol. Espérame, que ahora bajo y te abriré en
seguida.
-¡Anda
de prisa, por caridad porque estoy muriéndome de frío!
-Hijo
mío, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca prisa.
Pasó
una hora, y pasó otra sin que se abriera la puerta, por lo cual
Pinocho, que estaba completamente calado de agua y que temblaba de
frío y de miedo, cobró ánimo y llamó segunda vez, pero algo más
fuerte que la primera.
A
esta segunda llamada se abrió una ventana del piso de más abajo, o
sea del piso tercero, y se asomó el mismo caracol.
-¡Buen
caracol! -gritó Pinocho desde la calle. Hace dos horas que estoy
esperando, y dos horas con esta noche tan mala parecen dos años.
¡Date prisa, por caridad!
-¡Hijo
mío! -le respondió desde la ventana aquel animal tan tranquilo y
flemático, yo soy un caracol, y los caracoles no tenemos nunca
prisa.
Y
volvió a cerrarse la ventana.
Sonó
poco después la media noche, sonó la una, sonaron las dos, y la
puerta siempre cerrada.
Entonces
perdió Pinocho la paciencia, y agarró con rabia el llamador para
dar un golpe que hiciera retemblar toda la casa; pero aquel llamador,
que era de hierro, se convirtió en una anguila viva, que
escurriéndose entre las manos desapareció en el arroyo de agua que
corría por el centro de la calle.
-Sí,
¿eh? -gritó Pinocho, cada vez más lleno de cólera. ¡Pues si el
llamador ha desaparecido, yo seguiré llamando a fuerza de patadas!
Y
echándose un poco hacia atrás, pegó una furiosa patada en la
puerta de la casa.
Tan
fuerte fue el golpe, que penetró el pie en la madera cerca de la
mitad, y cuando el muñeco quiso sacarlo, fueron inútiles todos sus
esfuerzos, porque se había introducido como si fuera un clavo.
¡Figuraos
en qué postura quedó el pobre Pinocho! Tuvo que pasarse toda la
noche con un pie en tierra y el otro en el aire.
Por
último, al ser de día se abrió la puerta. Aquel excelente caracol
no había tardado en bajar desde el cuarto piso a la calle nada más
que nueve horas, y aun así llegó sudando.
-¿Qué
haces con ese pie metido en la puerta? -preguntó riendo al muñeco.
-Ha
sido una desgracia que me ha ocurrido. ¿Quieres probar a ver si
puedes librarme de este suplicio?
-¡Hijo
mío, eso es cosa del carpintero, y yo no soy carpintero!
-Díselo
al Hada, de mi parte.
-El
Hada está durmiendo y no quiere que se le despierte.
-Pero,
¿qué quieres que haga clavado todo el día en esta puerta?
-Entreténte
en contar las hormigas que pasan por el camino.
-¡Tráeme,
al menos, algo de comer, porque estoy desfallecido!
-¡En
seguida! -dijo el caracol.
Al
cabo de tres horas y media volvió, trayendo en la cabeza una bandeja
de plata, en la cual había un pan, un pollo asado y cuatro
albaricoques maduros.
-¡Ahí
tienes el desayuno que te envía el Hada! -dijo el caracol.
Al
ver tan excelente comida se tranquilizó algo Pinocho; pero, ¡cuál
no sería su desengaño cuando, al tratar de comer, se encontró con
que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los albaricoques de
cera, aunque todo tan bien hecho, que parecía de verdad!
Se
echó a llorar, y lleno de desesperación quiso tirar a lo lejos la
bandeja de plata y todo lo que contenía; pero no llegó a hacerlo
porque, fuese efecto del dolor o de la debilidad de estómago, se
desmayó.
Cuando
recobró el conocimiento se encontró tendido en un sofá y con el
Hada a su lado.
-También
te perdono por esta vez -le dijo el Hada; pero, ¡pobre de ti si
vuelves a hacer otra de las tuyas!
Pinocho
prometió firmemente estudiar y ser bueno, y cumplió su promesa todo
el resto del año. Cuando llegaron los exámenes que se celebraban
antes de las vacaciones, tuvo el honor de ganar el primer premio: y
tan satisfactorio fue en general su comportamiento, que el Hada le
dijo muy contenta:
-Para
celebrar tu triunfo, vamos a convidar a merendar a tus amigos.
Pinocho
se puso muy contento.
Quien
no haya presenciado la alegría de Pinocho al oír esta inesperada
noticia, no podrá figurársela. Todos sus amigos y compañeros de
escuela debían ser invitados para una merienda que había de
celebrarse al día siguiente en la casa del Hada, para solemnizar el
gran acontecimiento, El Hada había mandado preparar doscientas tazas
de café con leche y cuatrocientos panecillos untados de manteca por
dentro y por fuera. Aquella fiesta prometía ser muy alegre y
divertida; pero...
Por
desgracia, siempre había en la vida de aquel muñeco un pero que
todo lo echaba a perder.
1.032 Collodi (carlo)
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