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sábado, 21 de junio de 2014

Los imitadores de campoamor

Los imitadores de Campoamor en la ciudad de los muertos. –Poema en tres cantos, por Alfredo Escobar (Continuación)
[El Solfeo, n.º 548, 13 de mayo de 1877]

Quedábamos, señor don Alfredo, en que aquella dama norteamericana, insumisa, como dice usted y no dice el Diccionario, no sabía a qué cartas quedarse, si quererle a usted o no, lo cual que usted ya, un tanto amostazado, le preguntó sin ambajes.

«¿Me amáis o no me amáis?»

Eso, o al vado o a la puente; así debe hablarse a las norteamericanas, clarito.

Y ella inclemente
esta respuesta atroz me dio indecisa».

La respuesta atroz consiste en mandar al joven incauto aguardar mejor ocasión. «Si dentro de dos meses (dos meses comerciales, supongo yo que serían) me encontráis aquí, soy vuestra... si no... cuénteme usted con los difuntos». Dijo y escapó como «una cierva de perros perseguida».
Comienza el canto tercero diciendo:
«Qué largos son los meses».

Pues, ¿y los siglos? –Pero en fin, como todo pasa, pasaron los meses, y una mañana

«triste y alegre, sonriente y serio,
la puerta atravesé del cementerio».

El poeta cree oír la voz de su amada que le llama

a gozar del festín de su ventura».

(Hermosa figura, me estoy imaginando un cubierto de trece duros como el de Toreno.)
Pero no hay voz que valga, es que al poeta le suenan los oídos.

«Preso de horrible pesadilla sigo
en pos de aquella piedra funeraria
que fue mudo testigo
de mi historia de amor. –¡Está desierta!»

Ir en pos de una piedra funeraria y encontrarla después desierta, es el colmo de la desventura. Diga usted que ha nacido con mala estrella.

«Cuando ella no está aquí –¡loco me digo!–
sin poder respirar, es que está muerta».

Tranquilice usted, acaso no haya muerto aunque no esté ahí, porque ¡qué diablo! cuántos no se han muerto a pesar de estar en otra parte. Sin embargo, si está sin poder respirar es posible que se haya asfixiado. Así es que el poeta

«Al ver que todo en derredor ya zumba,

¿Ver zumbar? ¡Buena vista! ¿Y por qué zumba todo?

saltando sin pavor de tumba en tumba
fui buscando la muerte de mi vida».

¡La muerte de mi vida! que campoamorina debe parecerle eso al señor Escobar. Pero ¡cá! no lo es, es simplemente un adefesio.

Y tropezando aquí, y allí cayendo,

Efectivamente, cada paso es un tropiezo.

y destrozando allá la sepultura
de algún muerto infeliz,

  
Sí, pobre muerto. ¿Pero qué llevará en los pies el autor que tantos estropicios hace?

siempre creyendo
tropezar con su fosa desdichada.

Adviértase que el poeta llama desdichados a los muertos, a las fosas... a todo cuanto hay en el mundo menos a sí mismo. Y sin embargo, ¡desdichado!

Sin aliento y sin norte iba corriendo,

completamente desconcertado, y dice que

tiendo mi mano en fin para tocarla
y toco cuerpos yertos.

Por lo visto en Greenwood no entierran los cadáveres y los dejan por donde quiera para que los poetas les anden con los huesos.
Total, que la señora se había muerto y sobre su sepultura dejó escrito:

Perdón os pido por haber burlado
el amor que inocente os inspiraba...»

La señora se había olvidado de lo sucedido en la caverna; la mujer que apoya sus labios en la frente de un desconocido a los cinco minutos de verle por la primera vez ni es señora, ni ama a otro hasta morirse por él, ni puede existir, en una palabra. Yo me atrevo a asegurar que en Greenwood no hay enterrada persona alguna que haya hecho semejantes locuras.
¿Qué hizo a todo esto el poeta? Ardiendo de celos aparte,

«dejó hecha mil pedazos por los suelos
la cruz que engalanó su tumba odiosa».

Pero, señor, ¿en América no hay policía? ¡Oh, delicadeza de sentimientos inauditos! Así son los poetas de los pequeños poemas; para ellos no hay rey ni Roque, ni respetos divinos ni humanos. –Mas, ¡ay! que horrorizado el poeta con sus propias fechorías, dice:
    
«Corrí desesperado
con la furia, la rabia y la locura
con que corre un caballo desbocado».

Aquí termina el poema: el poeta no nos pinta los destrozos que, una vez desbocado, habrá hecho por todo el país circunvecino.
De todo lo cual saco yo en consecuencia, señor Escobar, que es usted tan poeta como su abuelo, del que no se sabe que lo haya sido; ¿cree usted que basta decir que eso es un poema y que tiene tres cantos, y dedicárselo al Excmo. Señor Campoamor, para que todos nos demos por convencidos y le llamemos en adelante poeta lírico o épico (que no sé lo que usted pretenderá en este particular)? Pues no señor. El fondo de su poema de usted es absurdo, y la forma incorrecta, desmañada y ridícula no pocas veces. Quiere usted pintar una mujer enamorada hasta la muerte, y pinta usted una repugnante criatura que da un beso a un hombre y le dice que tal vez le adora, en cuanto se ve solicitada, y esto en el mismo recinto que guarda los restos del amante por quien viene a llorar. Semejantes monstruos no existen, a Dios gracias, y si existieran, no serían merecedores de poemas, siquiera fuesen tan malos como el de usted. –En cuanto al papel que a sí mismo se atribuye en la peregrina invención, no es menos inverosímil y acaso más grosero, pecando no poco de ridículo.
No es verdad, no puede ser verdad que a usted le hayan sucedido esas cosas, ni otras parecidas remotamente: yo lo niego, haciéndole a usted justicia; porque no será usted hombre para importunar con intempestivas lisonjas a una mujer que llora sobre una tumba, ni tampoco sus creencias, si se tiene creencias, le permitirán andar hollando sepulturas un día y otro, como por costumbre, sin respeto a Dios ni a los hombres. Ni la más leve chispa de poesía hay en todo lo que usted ha soñado, tal vez en una noche de mareo. De la forma, más vale no hablar. ¿Qué poeta es usted que ni siquiera tiene oído para huir de las asonancias de los consonantes próximos, que es el sonsonete más insufrible que se conoce? Y cuente que en ese defecto incurre usted, no una vez, ni dos, sino ciento. Hasta parece que le cuesta a usted trabajo encontrar consonantes, según abusa de los adjetivos y los pretéritos imperfectos... En fin, es usted poeta de tal índole, que casi me arrepiento de haberle colocado en esta galería; para imitar a Campoamor se necesitan ciertas facultades de que usted carece acaso por completo; sin embargo, como la intención basta, y la de usted es bien conocida, aquí se queda usted (es decir, su poema), si bien debo advertir que en este primer caso la imitación no hace más que anunciarse, no por falta de voluntad en el autor, sino por falta de numen, digámoslo así.
En la ciudad de los muertos no merece más que lo dicho; espero otra ocasión para disertar sobre la imitación y sus perniciosos efectos. El señor Escobar antes peca por original y no pasa de ser un «campoamoricida de intención».
Otra cosa es el señor Blanco Asenjo, de quien voy a hablar enseguida.
(Se continuará.)

CLARÍN

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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