Pinocho
va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar para ver al
terrible dragón.
Al
día siguiente fue Pinocho a la escuela.
¡Figuraos
lo que ocurriría entre aquella caterva de muchachos traviesos al ver
que entraba en la escuela un muñeco! Aquello fue una de risotadas
que no tenía fin.
Uno
le hacía una mueca, otro le tiraba por detrás de la chaqueta, otro
le hacía caer el gorro de la mano, alguno intentó pintarle con
tinta unos bigotes, y no faltó quien quisiera atarle hilos a los
pies y a las manos para hacerle bailar.
Al
principio Pinocho tuvo paciencia; pero cuando ésta se le iba ya
acabando, se encaró con los más atrevidos y les dijo con cara de
pocos amigos.
-¡Mucho
cuidado conmigo! ¡Yo no he venido aquí para divertir a nadie! Yo
respeto a los demás, y quiero a mi vez ser respetado.
-¡Bravo,
Tonino; has hablado como un libro! -gritaron aquellos monigotes,
aumentando su algazara, y uno de ellos, más impertinente y atrevido
que los demás, trato de agarrar al muñeco por la punta de la nariz.
Pero
no tuvo tiempo, porque Pinocho levantó la pierna y le dio un
puntapié en la espinilla.
-¡Ay!
¡Qué pie más duro! -gritó el muchacho, rascándose la parte
dolorida.
-¡Y
qué brazo! ¡Aún más duro que los pies! -dijo otro que se había
ganado un codazo en el estómago por haber querido dar a Pinocho otra
broma desagradable.
Aquel
puntapié y aquel codazo, dados tan a tiempo, hicieron adquirir a
Pinocho la estimación y la simpatía de todos los muchachos de la
escuela; todos ellos quisieron ser amigos suyos, y le hicieron mil
protestas de afecto.
El
maestro también se mostró satisfecho, porque le veía atento,
estudioso, inteligente, siempre el primero para entrar en la escuela,
y el último para ponerse en pie cuando había terminado la hora.
El
único defecto que tenía era frecuentar demasiado la compañía de
los muchachos más traviesos y menos estudiosos.
El
maestro se lo advertía todos los días, y tampoco el Hada se cansaba
de repetirle:
-¡Ten
mucho cuidado, Pinocho! Tarde o temprano, esos malos compañeros
acabarán por hacerte perder la afición al estudio, y acaso también
por atraerte alguna desgracia grande.
-¡No
hay cuidado! -respondió- muñeco encogiéndose de hombros y
tocándose la frente con el dedo índice, como queriendo decir:
-"Soy
yo más listo de lo que parece".
Pues,
señor, que un día iba Pinocho a la escuela y se encontró con unos
cuantos compañeros que se acercaron a él y le dijeron:
-¿Sabes
la gran noticia?
-Pues
que ha venido a este mar un dragón grande como una montaña.
-¿De
veras? Quizás sea el mismo de cuando se ahogó mi pobre papá.
-Nosotros
vamos a la playa para verle. ¿Quieres venir?
Yo,
no; quiero ir a la escuela.
-¿Qué
te importa la escuela? Iremos mañana. Por una lección más o menos
no hemos de ser menos burros.
-¿Y
qué dirá el maestro?
-¡Déjale
que diga! ¡Para eso le pagan: para estar riñendo todo el día!
-¿Y
mamá?
-Las
mamás no saben nunca nada -respondieron aquellos pilletes.
-¿Sabéis
lo que voy a hacer? -dijo Pinocho: Por ciertas razones que vosotros
no sabéis, quiero ver el dragón; pero iré después de salir de la
escuela.
-¡Valiente
tonto! -repuso uno de los del grupo. ¡Se creerá, sin duda, que un
pez de ese tamaño va a esperarle para que lo vea a la hora que
quiera! En cuanto se aburra de estar en este mar, se marchará a
otro, y si te he visto no me acuerdo.
-¿Cuánto
se tarda en llegar a la playa? -preguntó el muñeco.
-En
una hora podemos ir y volver.
-¡Pues
vamos allá, y a ver quien corre más! -gritó Pinocho.
Y
dicho esto, aquellos monigotes, con los libros bajo el brazo, echaron
a correr a través de los campos. Pinocho iba siempre delante de
todos: parecía tener alas en los pies.
De
cuando en cuando volvía la cabeza para mirar hacia atrás, y se,
burlaba de sus compañeros, retrasados a una buena distancia. Al
verlos jadeantes, fatigados, cubiertos de polvo y con una cuarta de
lengua fuera, se reía con toda el alma. ¡El infeliz no podía
presumir en aquel momento que aquella carrera le llevaba al encuentro
de nuevas calamidades!
1.032 Collodi (carlo)
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