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sábado, 13 de septiembre de 2014

Pinocho - Cap. XXXV

Pinocho encuentra en el cuerpo del dragón... ¿A quién encuentra? Leed este capítulo y lo sabréis.

Apenas hubo dicho adiós a su buen amigo el bacalao, Pinocho se puso en marcha, andando a tientas en aquella oscuridad por el cuerpo del dragón, y dando con cuidado un pasó tras otro en dirección de aquel pequeño resplandor que divisaba a lo lejos, muy lejos.
Al andar sentía que sus pies se mojaban en una aguaza grasienta y resbaladiza, y con un olor tan fuerte a pescado frito, como si estuviese en una cocina un viernes de Cuaresma.
Pues, señor, que a medida que andaba, el resplandor iba siendo cada vez más visible, hasta que, andando, andando, llegó al sitio donde estaba. Y al llegar, ¿qué diréis que vio? ¿A que no lo adivináis? ¡No lo adivináis! Pues vio una mesita encima de la cual lucía una vela que tenía por candelero una botella de cristal verdoso, y sentado a la mesita, un viejecito todo blanco, blanco, como si fuera de nieve. El viejecito estaba comiendo algunos pececillos vivos; tan vivos, que algunas veces se le escapaban de la misma boca.
Pinocho sintió una alegría tan grande y tan inesperada, que le faltó poco para volverse loco. Quería reír, quería llorar, quería decir una porción de cosas; pero no podía, y en su lugar no hacía más que lanzar sonidos inarticulados o balbucear palabras confusas y sin sentido. Finalmente, consiguió lanzar un grito de alegría, y abriendo los brazos se arrojó al cuello del viejecito gritando:
-¡Papito! ¡Papá! ¡Papá! ¡Por fin te he encontrado! ¡Ahora ya no te dejaré nunca, nunca, nunca!
-¿Es verdad lo que ven mis ojos? -replicó el viejecito, frotándose los párpados.
¿Eres tú, realmente, mi querido Pinocho?
-¡Sí, sí; soy yo; yo mismo! Me has perdonado, ¿verdad? ¡Oh, papito, qué bueno eres! Y pensar que yo... ¡Oh! ¡Pero no puedes figurarte cuántas desgracias me han sucedido, cuánto he sufrido, cuánto he llorado! Figúrate que el día que tú, pobre papito, vendiste tu chaqueta para comprarme la cartilla, me escapé a ver los muñecos, y el empresario quería echarme al fuego para asar el carnero, y que después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase. Pero me encontré a la zorra y al gato, que me llevaron a la posada de El Cangrejo Rojo, donde comieron como lobos, y yo salí solo al campo, y me encontré a los ladrones, que empezaron a correr detrás, y yo a correr, y ellos detrás, y yo a correr y ellos detrás, y siempre detrás, y yo siempre a correr... ¡Uf! ¡No quiero acordarme!
Bueno; pues por fin me alcanzaron, y me colgaron de una rama de la Encina grande, de donde la hermosa niña de los cabellos azules me hizo llevar en una carroza, y los médicos dijeron en seguida: «Si no está muerto, es señal de que está vivo». Y a mí se me escapó una mentira, y la nariz empezó a crecerme, hasta que no pudo pasar por la puerta del cuarto, por lo cual me fui con la zorra y el gato a sembrar las cuatro monedas de oro, porque una la había gastado en la posada, y el papagayo empezó a reír, y en vez de dos mil monedas de oro no encontré ninguna. Y cuando el juez supo que me habían robado me hizo meter en la cárcel, para dar una satisfacción a los ladrones; y al venir después por el campo vi un racimo de uvas, y quedé cogido en una trampa, y el labrador me puso el collar del perro para que guardase el gallinero; pero reconoció mi inocencia y me dejó ir; y la serpiente que tenía una cola que echaba humo, empezó a reír y se le rompió una vena del pecho, y así volví a la casa de la hermosa niña, que había muerto; y la paloma, viendo que lloraba, me dijo: «He visto a tu papá, que estaba haciendo una barquita para buscarte»; y yo le dije: «¡Si yo tuviese alas!»; y me dijo entonces: «¿Quieres ir con tu papá!»; y yo le dije: «¡Ya lo creo! Pero, ¿quien me va a llevar?»; y ella me dijo: «Monta en mí»; y así volamos toda la noche; y por la mañana todos los pescadores miraban al mar, y me dijeron: «Es un pobre hombre en una barquita, que está ahogándose»; y yo desde lejos te reconocí en seguida, porque me lo decía el corazón, y te hice señas para que volvieras a la playa...
-Y yo te reconocí también -interrumpió Gepeto, y hubiera vuelto a la playa; pero no podía. El mar estaba muy malo, y una furiosa ola me volcó la barquita.
Entonces me vio un horrible dragón que estaba cerca, vino hacia mí, y sacando la lengua me tragó como si hubiera sido una píldora.
-¿Y cuanto tiempo hace que estás aquí?
-Desde aquel día hasta hoy habrán pasado unos dos años. ¡Dos años, Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!
-¿Y qué has hecho para comer? ¿Y dónde has encontrado la vela? ¿Y de dónde has sacado las cerillas?
-Te lo contaré todo. Aquella misma borrasca que hizo volcar mi barquilla echó a pique un buque mercante. Todos los marineros se salvaron; pero el buque se fue al fondo, y el mismo dragón, que sin duda tenía aquel día un excelente apetito, después de tragarme a mí se tragó también el buque.
-¿Cómo? ¿Se lo tragó de un solo bocado? -preguntó Pinocho maravillado.
-De un solo bocado; y no devolvió más que el palo mayor, porque se le había quedado entre los dientes, como si fuera una espina de pescado. Por fortuna mía, aquel barco estaba cargado no sólo de carne conservada en latas, sino también de galleta, o sea pan de marineros, y botellas de vino, pasas, café, azúcar, velas y cajas de cerillas. Con todo esto que Dios me envió he podido arreglarme dos años; pero hoy estoy ya en los restos: ya no queda nada que comer, y esta vela es la última.
-¿Y después?
-¡Oh! Después, hijo mío, estaremos los dos a oscuras.
-Entonces no hay tiempo que perder, papá -dijo Pinocho. Debemos pensar en huir.
-¡Huir! ¿Y cómo?
-Saliendo por la boca del dragón y echándonos a nado en el mar.
-Sí, está muy bien; pero el caso es que yo, querido Pinocho, no sé nadar.
-¿Y qué importa? Te pones a caballo sobre mí, y como yo soy buen nadador, te llevaré a la orilla sano y salvo.
-¡Ilusiones, hijo mío! -replicó Gepeto moviendo la cabeza y sonriendo melancólicamente. ¿Te parece posible que un muñeco que apenas tiene un metro de alto tenga fuerza bastante para llevarme a mí sobre las espaldas?
-Haremos la prueba, y ya lo verás. De todos modos, si Dios ha dispuesto que debemos morir, al menos tendremos el consuelo de morir abrazados.
Y sin decir más, tomó Pinocho la vela, y adelantándose para alumbrar el camino, dijo a su padre:
-¡Sígueme, Y no tengas miedo!
Hicieron de este modo una buena caminata, atravesando todo el estómago del dragón. Pero al llegar al sitio donde empezaba la espaciosa garganta del monstruo, se detuvieron para echar una ojeada y escoger el momento más oportuno para la fuga.
Pues, señor, como el dragón, viejo ya y padeciendo de asma y de palpitaciones al corazón, tenía que dormir con la boca abierta, acercándose más y mirando hacia arriba, pudo Pinocho ver por fuera de aquella enorme boca abierta un buen pedazo de cielo estrellado y el resplandor de la Luna.
-¡Esta es la gran ocasión para escaparnos! -dijo Pinocho en voz baja a su padre -.
El dragón duerme como un lirón: el mar esta tranquilo, y se ve como si fuera de día. ¡Ven, ven, papito, y verás como dentro de poco estamos en salvo!
Dicho y hecho. Con mucho cuidado salieron de la garganta del monstruo, y al llegar a su inmensa boca siguieron andando muy despacio, de puntillas, lengua, que era tan larga y tan ancha como un paseo. Y ya estaban para dar un salto y arrojarse a nado en el mar, cuando al dragón se le ocurre estornudar, y en el estornudo dio una sacudida tan violenta, que Pinocho y Gepeto fueron lanzados hacia adentro, y se encontraron otra vez en el estómago del monstruo ¡Claro! ¡La vela se apagó, y padre e hijo se quedaron a oscuras!
-¡Esto sí que es bueno! -dijo Pinocho malhumorado.
¿Lo ves, hijo, lo ves? Ahora, ¿qué hacemos?
¿Qué hacemos? ¡Toma! ¡Ya verás! Dame la mano, y procura no escurrirte.
-¿Dónde quieres ir?
-Pues a empezar de nuevo. Ven conmigo, y no tengas miedo.
Pinocho tomó la mano de su padre, y andando siempre sobre la punta de los pies, consiguieron llegar otra vez a la garganta del monstruo. Atravesaron toda la lengua, y salvaron las tres filas de dientes. Antes de saltar al agua dijo a su padre el muñeco.
-Monta a caballo sobre mi espalda y agárrate fuerte. ¡Todo lo fuerte que puedas!
De lo demás me encargo yo.
Así lo hizo Gepeto. Y el gran Pinocho, valiente y seguro de sí mismo, se arrojó al agua y empezó a nadar vigorosamente. El mar estaba tranquilo como un lago; la Luna llena esparcía su pálida luz de plata, y el dragón seguía durmiendo con un sueño tan profundo, que no le hubieran despertado cincuenta cañonazos.

1.032 Collodi (carlo)

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