Pinocho
encuentra en el cuerpo del dragón... ¿A quién encuentra? Leed este
capítulo y lo sabréis.
Apenas
hubo dicho adiós a su buen amigo el bacalao, Pinocho se puso en
marcha, andando a tientas en aquella oscuridad por el cuerpo del
dragón, y dando con cuidado un pasó tras otro en dirección de
aquel pequeño resplandor que divisaba a lo lejos, muy lejos.
Al
andar sentía que sus pies se mojaban en una aguaza grasienta y
resbaladiza, y con un olor tan fuerte a pescado frito, como si
estuviese en una cocina un viernes de Cuaresma.
Pues,
señor, que a medida que andaba, el resplandor iba siendo cada vez
más visible, hasta que, andando, andando, llegó al sitio donde
estaba. Y al llegar, ¿qué diréis que vio? ¿A que no lo adivináis?
¡No lo adivináis! Pues vio una mesita encima de la cual lucía una
vela que tenía por candelero una botella de cristal verdoso, y
sentado a la mesita, un viejecito todo blanco, blanco, como si fuera
de nieve. El viejecito estaba comiendo algunos pececillos vivos; tan
vivos, que algunas veces se le escapaban de la misma boca.
Pinocho
sintió una alegría tan grande y tan inesperada, que le faltó poco
para volverse loco. Quería reír, quería llorar, quería decir una
porción de cosas; pero no podía, y en su lugar no hacía más que
lanzar sonidos inarticulados o balbucear palabras confusas y sin
sentido. Finalmente, consiguió lanzar un grito de alegría, y
abriendo los brazos se arrojó al cuello del viejecito gritando:
-¡Papito!
¡Papá! ¡Papá! ¡Por fin te he encontrado! ¡Ahora ya no te dejaré
nunca, nunca, nunca!
-¿Es
verdad lo que ven mis ojos? -replicó el viejecito, frotándose los
párpados.
¿Eres
tú, realmente, mi querido Pinocho?
-¡Sí,
sí; soy yo; yo mismo! Me has perdonado, ¿verdad? ¡Oh, papito, qué
bueno eres! Y pensar que yo... ¡Oh! ¡Pero no puedes figurarte
cuántas desgracias me han sucedido, cuánto he sufrido, cuánto he
llorado! Figúrate que el día que tú, pobre papito, vendiste tu
chaqueta para comprarme la cartilla, me escapé a ver los muñecos, y
el empresario quería echarme al fuego para asar el carnero, y que
después me dio cinco monedas de oro para que te las llevase. Pero me
encontré a la zorra y al gato, que me llevaron a la posada de El
Cangrejo Rojo, donde comieron como lobos, y yo salí solo al campo, y
me encontré a los ladrones, que empezaron a correr detrás, y yo a
correr, y ellos detrás, y yo a correr y ellos detrás, y siempre
detrás, y yo siempre a correr... ¡Uf! ¡No quiero acordarme!
Bueno;
pues por fin me alcanzaron, y me colgaron de una rama de la Encina
grande, de donde la hermosa niña de los cabellos azules me hizo
llevar en una carroza, y los médicos dijeron en seguida: «Si no
está muerto, es señal de que está vivo». Y a mí se me escapó
una mentira, y la nariz empezó a crecerme, hasta que no pudo pasar
por la puerta del cuarto, por lo cual me fui con la zorra y el gato a
sembrar las cuatro monedas de oro, porque una la había gastado en la
posada, y el papagayo empezó a reír, y en vez de dos mil monedas de
oro no encontré ninguna. Y cuando el juez supo que me habían robado
me hizo meter en la cárcel, para dar una satisfacción a los
ladrones; y al venir después por el campo vi un racimo de uvas, y
quedé cogido en una trampa, y el labrador me puso el collar del
perro para que guardase el gallinero; pero reconoció mi inocencia y
me dejó ir; y la serpiente que tenía una cola que echaba humo,
empezó a reír y se le rompió una vena del pecho, y así volví a
la casa de la hermosa niña, que había muerto; y la paloma, viendo
que lloraba, me dijo: «He visto a tu papá, que estaba haciendo una
barquita para buscarte»; y yo le dije: «¡Si yo tuviese alas!»; y
me dijo entonces: «¿Quieres ir con tu papá!»; y yo le dije: «¡Ya
lo creo! Pero, ¿quien me va a llevar?»; y ella me dijo: «Monta en
mí»; y así volamos toda la noche; y por la mañana todos los
pescadores miraban al mar, y me dijeron: «Es un pobre hombre en una
barquita, que está ahogándose»; y yo desde lejos te reconocí en
seguida, porque me lo decía el corazón, y te hice señas para que
volvieras a la playa...
-Y
yo te reconocí también -interrumpió Gepeto, y hubiera vuelto a la
playa; pero no podía. El mar estaba muy malo, y una furiosa ola me
volcó la barquita.
Entonces
me vio un horrible dragón que estaba cerca, vino hacia mí, y
sacando la lengua me tragó como si hubiera sido una píldora.
-¿Y
cuanto tiempo hace que estás aquí?
-Desde
aquel día hasta hoy habrán pasado unos dos años. ¡Dos años,
Pinocho mío, que me han parecido dos siglos!
-¿Y
qué has hecho para comer? ¿Y dónde has encontrado la vela? ¿Y de
dónde has sacado las cerillas?
-Te
lo contaré todo. Aquella misma borrasca que hizo volcar mi barquilla
echó a pique un buque mercante. Todos los marineros se salvaron;
pero el buque se fue al fondo, y el mismo dragón, que sin duda tenía
aquel día un excelente apetito, después de tragarme a mí se tragó
también el buque.
-¿Cómo?
¿Se lo tragó de un solo bocado? -preguntó Pinocho maravillado.
-De
un solo bocado; y no devolvió más que el palo mayor, porque se le
había quedado entre los dientes, como si fuera una espina de
pescado. Por fortuna mía, aquel barco estaba cargado no sólo de
carne conservada en latas, sino también de galleta, o sea pan de
marineros, y botellas de vino, pasas, café, azúcar, velas y cajas
de cerillas. Con todo esto que Dios me envió he podido arreglarme
dos años; pero hoy estoy ya en los restos: ya no queda nada que
comer, y esta vela es la última.
-¿Y
después?
-¡Oh!
Después, hijo mío, estaremos los dos a oscuras.
-Entonces
no hay tiempo que perder, papá -dijo Pinocho. Debemos pensar en
huir.
-¡Huir!
¿Y cómo?
-Saliendo
por la boca del dragón y echándonos a nado en el mar.
-Sí,
está muy bien; pero el caso es que yo, querido Pinocho, no sé
nadar.
-¿Y
qué importa? Te pones a caballo sobre mí, y como yo soy buen
nadador, te llevaré a la orilla sano y salvo.
-¡Ilusiones,
hijo mío! -replicó Gepeto moviendo la cabeza y sonriendo
melancólicamente. ¿Te parece posible que un muñeco que apenas
tiene un metro de alto tenga fuerza bastante para llevarme a mí
sobre las espaldas?
-Haremos
la prueba, y ya lo verás. De todos modos, si Dios ha dispuesto que
debemos morir, al menos tendremos el consuelo de morir abrazados.
Y
sin decir más, tomó Pinocho la vela, y adelantándose para alumbrar
el camino, dijo a su padre:
-¡Sígueme,
Y no tengas miedo!
Hicieron
de este modo una buena caminata, atravesando todo el estómago del
dragón. Pero al llegar al sitio donde empezaba la espaciosa garganta
del monstruo, se detuvieron para echar una ojeada y escoger el
momento más oportuno para la fuga.
Pues,
señor, como el dragón, viejo ya y padeciendo de asma y de
palpitaciones al corazón, tenía que dormir con la boca abierta,
acercándose más y mirando hacia arriba, pudo Pinocho ver por fuera
de aquella enorme boca abierta un buen pedazo de cielo estrellado y
el resplandor de la Luna.
-¡Esta
es la gran ocasión para escaparnos! -dijo Pinocho en voz baja a su
padre -.
El
dragón duerme como un lirón: el mar esta tranquilo, y se ve como si
fuera de día. ¡Ven, ven, papito, y verás como dentro de poco
estamos en salvo!
Dicho
y hecho. Con mucho cuidado salieron de la garganta del monstruo, y al
llegar a su inmensa boca siguieron andando muy despacio, de
puntillas, lengua, que era tan larga y tan ancha como un paseo. Y ya
estaban para dar un salto y arrojarse a nado en el mar, cuando al
dragón se le ocurre estornudar, y en el estornudo dio una sacudida
tan violenta, que Pinocho y Gepeto fueron lanzados hacia adentro, y
se encontraron otra vez en el estómago del monstruo ¡Claro! ¡La
vela se apagó, y padre e hijo se quedaron a oscuras!
-¡Esto
sí que es bueno! -dijo Pinocho malhumorado.
¿Lo
ves, hijo, lo ves? Ahora, ¿qué hacemos?
¿Qué
hacemos? ¡Toma! ¡Ya verás! Dame la mano, y procura no escurrirte.
-¿Dónde
quieres ir?
-Pues
a empezar de nuevo. Ven conmigo, y no tengas miedo.
Pinocho
tomó la mano de su padre, y andando siempre sobre la punta de los
pies, consiguieron llegar otra vez a la garganta del monstruo.
Atravesaron toda la lengua, y salvaron las tres filas de dientes.
Antes de saltar al agua dijo a su padre el muñeco.
-Monta
a caballo sobre mi espalda y agárrate fuerte. ¡Todo lo fuerte que
puedas!
De
lo demás me encargo yo.
Así
lo hizo Gepeto. Y el gran Pinocho, valiente y seguro de sí mismo, se
arrojó al agua y empezó a nadar vigorosamente. El mar estaba
tranquilo como un lago; la Luna llena esparcía su pálida luz de
plata, y el dragón seguía durmiendo con un sueño tan profundo, que
no le hubieran despertado cincuenta cañonazos.
1.032 Collodi (carlo)
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