De
vuelta maese Gepeto en su casa, comienza sin dilación a hacer el
muñeco, y le pone por nombre Pinocho. -Primeras monerías del
muñeco.
La
casa de Gepeto era una planta baja, que recibía luz por una
claraboya. El mobiliario no podía ser más sencillo: una mala silla,
una mala cama y una mesita maltrecha. En la pared del fondo se veía
una chimenea con el fuego encendido; pero el fuego estaba pintado, y
junto al fuego había también una olla que hervía alegremente y
despedía una nube de humo que parecía de verdad.
Apenas
entrando en su casa, Gepeto fuese a buscar sin perder un instante los
útiles de trabajo, poniéndose a tallar y fabricar su muñeco.
-¿Qué
nombre le pondré? -preguntose a sí mismo. Le llamaré Pinocho. Este
nombre le traerá fortuna. He conocido una familia de Pinochos.
Pinocho el padre, Pinocha la madre y Pinocho los chiquillos, y todos
lo pasaban muy bien. El más rico de todos ellos pedía limosna.
Una
vez elegido el nombre de su muñeco, comenzó a trabajar de firme,
haciéndole primero los cabellos, después la frente y luego los
ojos.
Figuraos
su maravilla cuando hechos los ojos, advirtió que se movían y que
le miraban fijamente.
Gepeto,
viéndose observado por aquel par de ojos de madera, sintiose casi
molesto y dijo con acento resentido:
-Ojitos
de madera, ¿por qué me miráis?
Nadie
contestó.
Entonces,
después de los ojos, hízole la nariz; pero, así que estuvo lista,
empezó a crecer; y crece que crece convirtiéndose en pocos minutos
en una narizota que no se acababa nunca.
El
pobre Gepeto se esforzaba en recortársela, pero cuando más la
acortaba y recortaba, más larga era la impertinente nariz.
Después
de la nariz hizo la boca.
No
había terminado de construir la boca cuando de súbito ésta empezó
a reírse y a burlarse de él.
-¡Cesa
de reír! -dijo Gepeto enfadado; pero fue como si lo hubiese dicho a
la pared.
-¡Cesa
de reír, te repito! -gritó con amenazadora voz.
Entonces
la boca cesó de reír, pero le sacó toda la lengua.
Gepeto,
para no desbaratar su obra, fingió no darse cuenta de ello, y
continuó trabajando.
Después
de la boca, le hizo la barba; luego el cuello, la espalda, la
barriguita, los brazos y las manos.
Recién
acabadas las manos, Gepeto sintió que le quitaban la peluca de la
cabeza.
Levantó
la vista y, ¿que es lo que vio? Vio su peluca amarilla en manos del
muñeco.
-¡Pinocho!...
¡Devuélveme en seguida mi peluca!
Pero
Pinocho, en vez de devolverle la peluca, se la puso en su propia
cabeza, quedándose medio ahogado metido en ella.
Ante
aquellas demostraciones de insolencia y de poco respeto, Gepeto se
puso triste y pensativo como no lo había estado en su vida; y
dirigiéndose a Pinocho, le dijo:
-¡Diablo
de chico! ¡No estás todavía acabado de hacer y ya empiezas a
faltarle el respeto a tu padre! ¡Mal hijo mío, muy mal!
Y
se secó una lágrima.
Quedaban
todavía por modelar las piernas y los pies.
Cuando
Gepeto terminó de hacerle los pies, recibió un puntapié en la
punta de la nariz.
-¡Bien
merecido lo tengo! -dijo para sí. ¡He debido pensarlo antes; ahora
ya es tarde!
Después
tomó el muñeco por los sobacos, y le puso en el suelo para
enseñarle a andar.
Pinocho
tenía las piernas agarrotadas y no sabía moverse, por lo cual
Gepeto le llevaba de la mano, enseñándole a echar un pie tras otro.
Cuando
ya las piernas se fueron soltando, Pinocho empezó primero a andar
solo, y después a correr par la habitación, hasta que al legar
frente a la puerta se puso de un salto en la calle y escapó como una
centella.
El
pobre Gepeto corría detrás sin poder alcanzarle, porque aquel
diablejo de Pinocho corría a saltos como una liebre, haciendo sus
pies de madera más ruido en el empedrado de la calle que veinte
pares de zuecos de aldeanos.
-¡Cogedle,
cogedle! -gritaba Gepeto; pero las personas que en aquel momento
andaban por la calle, al ver aquel muñeco de madera corriendo a todo
correr, se paraban a contemplarle encantadas de admiración, y reían,
reían, reían como no os podéis figurar.
Afortunadamente
un guardia de orden público acertó pasar por allí, y al oír aquel
escándalo Creyó que se trataría de algún aprendiz travieso que
habría levantado la mano a su maestro, y con ánimo esforzado se
plantó en medio de la calle con las piernas abiertas, decidido a
impedir el paso y evitar que ocurrieran mayores desgracias.
Cuando
Pinocho vio desde lejos aquel obstáculo que se ofrecía a su carrera
vertiginosa, intentó pasar por sorpresa, escurriéndose entre las
piernas del guardia; pero se llevó chasco.
El
guardia ni tuvo que moverse. La nariz de Pinocho era tan enorme que
se le vino a las manos ella solita. Le cogió, pues, y le puso en
manos de Gepeto, el cual quiso propinar a Pinocho, en castigo de su
travesura, un buen tirón de orejas. Pero figuraos qué cara pondría
cuando, al buscarle las orejas, vio que no se las encuentra. ¿Sabéis
por qué? Porque, en su afán de acabar el muñeco, se había
olvidado de hacérselas.
Entonces
le agarró por el cuello, y mientras lo llevaba de este modo, le
decía mirándole furioso:
-¡Vamos
a casa! ¡Ya te ajustaré yo allí las cuentas!
Al
oír estas palabras se tiró Pinocho al suelo y se negó a seguir
andando. Mientras tanto iba formándose alrededor un grupo de
curiosos y de papanatas.
Cada
uno de ellos decían una cosa.
-¡Pobre
muñeco! -decían unos. Tiene razón en no querer ir a su casa.
¡Quién sabe lo que hará con él ese bárbaro de Gepeto!
Otros
murmuraban con mala intención:
-Ese
Gepeto parece un buen hombre; pero es muy cruel con los muchachos. Si
le dejan a ese pobre muñeco en sus manos, es capaz de hacerle
pedazos.
En
suma, tanto dijeron y tanto murmuraron, que el guardia, dejando en
libertad al muñeco, se llevó preso al pobre Gepeto, el cual, no
sabiendo qué decir para defenderse, lloraba como un becerro; cuando
iba camino de la cárcel, balbuceaba entre sollozos:
-¡Hijo
ingrato! ¡Y pensar que me ha costado tanto trabajo hacerlo! ¡Me
está muy bien empleado! ¡He debido pensarlo antes!
Lo
que sucedió después de esto es un caso tan extraño, que cuesta
trabajo creerlo, y os lo contaré en el capítulo siguiente.
1.032 Collodi (carlo)
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