Pinocho
descubre a los ladrones, y en recompensa de su fidelidad queda libre.
Hacía
ya cerca de dos horas que dormía profundamente, y debía de ser poco
más o menos la media noche, cuando le despertó un rumor de voces
extrañas que parecían venir de la era. Asomó la punta de la nariz
a la puerta de la perrera, y vio reunidos en conciliábulo cuatro
bichejos de pelaje oscuro, que semejaban gatos.
Pero
no eran tales gatos; eran garduñas, animales carnívoros muy
aficionados a las uvas y a los pollos tiernos. Una de las garduñas
se separó de sus compañeras, y acercándose a la entrada de la
perrera, dijo:
-¡Buenas
noches, Moro!
-¡Yo
no me llamo Moro! -contestó el muñeco.
-¿Quién
eres entonces?
-Soy
Pinocho.
-¿Y
qué haces aquí?
-Estoy
haciendo de perro de guarda.
-¿Dónde
está Moro? ¿Qué ha sido del perro que estaba en esta caseta?
-Se
ha muerto esta mañana.
-¿Se
ha muerto? ¡Pobre animal! ¡Tan bueno como era! Pero, a juzgar por
tu cara, tú también eres un perro simpático.
-Dispénsame:
yo no soy perro.
-¿Pues,
qué eres?
-Un
muñeco.
-¿Y
estás de perro de guarda?
-Desgraciadamente:
es un castigo.
-Pues
bien; voy, a proponerte el mismo pacto que tenía con el difunto
Moro, y te aseguro que quedarás contento.
-¿Cuál
es ese pacto?
-Vendremos
aquí una vez por semana, como antes hacíamos. Entraremos en el
gallinero y nos llevaremos ocho gallinas. De esas ocho gallinas,
siete serán para nosotras, la otra te la daremos a ti, con la
condición de que te hagas el dormido y no se te ocurra ladrar y
despertar al amo.
-¿Y
Moro lo hacía así?
-¡Ya
lo creo! Y siempre hemos estado en la mejor armonía. Conque, así,
pues, duerme ¿tranquilamente, y ten la seguridad de que antes de
marcharnos de aquí dejaremos en la perrera una gallina bien pelada
para que te la almuerces mañana? ¿Quedamos de acuerdo?
-¡Pero,
hombre! ¡Pues ya lo creo! ¡Por completo! -respondió Pinocho. Y
quedóse moviendo la cabeza con un aire un si es no es amenazador,
como queriendo decir: "¡Dentro de poco os arreglarán las
cuentas!"
Cuando
las cuatro garduñas creyeron que estaba todo arreglado, desfilaron
hacia el gallinero, que estaba junto a la perrera, y después de
abrir a puerta a fuerza de uñas y dientes la puerta de madera que
cerraba la entrada: penetraron silenciosamente una tras otra. Pero
apenas habían acabado de entrar, cuando sintieron que se cerraba la
puerta con gran violencia.
Había
sido Pinocho, que no contento con cerrar la puerta, para mayor
seguridad puso por delante una gran piedra para sujetarla a modo de
puntal.
Después
comenzó a ladrar ¡guau!, ¡guau!, ¡guau!, con toda la fuerza que
pudo, y con tanta propiedad, que parecía un perro auténtico.
Al
oír los ladridos saltó el labrador de la cama, tomó una escopeta,
y se asomó a la ventana preguntando:
-¿Qué
ocurre?
-¡Que
están aquí los ladrones! -respondió Pinocho.
-¿Dónde?
-¡En
el gallinero!
-¡Bajo
a escape!
Y,
efectivamente, en un momento bajó el labrador, entró en el
gallinero, y después de atrapar y meter en un saco las cuatro
garduñas, les dijo con acento de satisfacción:
-¡Por
fin habéis caído en mis manos! Podría castigaros si quisiera; pero
no soy vengativo. Me conformaré con llevaros mañana a casa del
vecino posadero, para que os desuelle y os ponga estofadas como si
fuerais liebres. Es un honor que no merecéis; pero los hombres
generosos como yo no guardamos rencor por estas menudencias.
Después
se acercó a Pinocho, le hizo muchas caricias, y le preguntó:
-¿Cómo
te has arreglado para descubrir el complot de estas cuatro ladronas?
¡Y pensar que Moro, mi fiel Moro, no pudo conseguirlo!
El
muñeco podía haber dicho todo lo que sabía: haber contado el
vergonzoso convenio que tenía el perro con las garduñas; pero,
acordándose de que el perro había muerto, se dijo en se interior:
¿Para qué acusar a un difunto? Ya no se consigue nada, y es más
caritativo no descubrir su infidelidad.
-¿Estabas
despierto cuando llegaron las garduñas, o dormías? -continuó
preguntando el labriego.
-Dormía
-respondió Pinocho; pero las garduñas me despertaron con su
conversación, y una de ellas vino hasta la caseta y me dijo: "Si
prometes no ladrar ni despertar al dueño, te regalaremos una buena
gallina bien desplumada".
¡Habráse
visto! ¡Tener la desfachatez de hacerme a mí semejante proposición!
Porque
yo podré ser un muñeco con todos los defectos del mundo, pero no
soy capaz de cometer un delito ni de hacerme igual a esa gentuza tan
mala.
-¡Eres
un buen muchacho! -dijo el labriego, dándole un golpecito en el
hombro.
-Esos
sentimientos te honran; y para probarte lo satisfecho que estoy de
ti, desde este momento quedas en libertad de volver a tu casa.
Y
en seguida le quitó el collar del perro.
1.032 Collodi (carlo)
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