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miércoles, 21 de agosto de 2013

Ve no sé adónde y tráeme no sé que cosa

Vivía en cierto país un rey soltero que tenía una compañía entera de tiradores. Los tiradores salían de caza y disparaban a las aves de paso para que no faltara esa clase de viandas en la real mesa. Formaba parte de esta compañía un joven llamado Fedot, famoso por su buena puntería. Puede decirse que nunca le fallaba un tiro, razón por la cual le estimaba el rey más que a sus compañeros.
Sucedió una vez que, habiendo salido de caza muy temprano, cuando sólo apuntaba el día, penetró en un frondoso bosque oscuro y vio a una tórtola posada en un árbol. Fedot se echó el fusil a la cara, apuntó, disparó y le partió un ala al ave, que cayó del árbol a la tierra húmeda. El tirador la recogió y cuando iba a arrancarle la cabeza para guardarla en su bolsa oyó que le decía:
-Joven tirador, no arranques mi pobre cabeza, no acabes con mi vida. Mejor será que hagas lo que voy a decirte: llévame viva a tu casa, ponme en la ventana y espera. En cuanto veas que me entra sueño, pégame un sopapo con la mano derecha y alcanzarás una gran dicha.
«¿Qué será esto? -se preguntó muy sorprendido el tirador-. ¡Parece un ave, pero habla como una persona! Nunca me había ocurrido nada semejante...»
Conque llevó la tórtola a su casa, la puso en la ventana y esperó. Al poco tiempo, la tórtola metió la cabeza bajo el ala y se quedó traspuesta. El tirador levantó la mano derecha y la descargó, no muy fuerte, sobre la tórtola, que cayó al suelo convirtiéndose en una joven tan bella, que nadie podría imaginárselo más que en un cuento fabuloso. Nunca había habido otra belleza igual en el mundo entero.
-Ya que has tenido habilidad para cazarme, habrás de tenerla para vivir conmigo -le dijo al joven tirador del rey-. Tú serás mi esposo prometido y yo la esposa que te envía Dios.
En eso quedaron. Fedot se casó y vivió feliz con su joven esposa, aunque sin descuidar el servicio. Todas las mañanas, apenas despuntaba el alba, se iba al bosque con el fusil, cazaba algunos animales silvestres y los llevaba a la cocina real.
La esposa vio que se cansaba mucho cazando así y le dijo:
-Escucha, amigo mío, me da pena de ti. Cada día de Dios andas aza-caneado, rondando por los bosques y los pantanos, vuelves siempre a casa empapado y no sacas ningún provecho.
Ve no sé adónde... ¡Valiente oficio! Yo conozco la manera de que gane-mos algo. Procura juntar un par de cientos de rublos y todo marchará bien.
Fedot acudió a todos sus compañeros, pidió a éste un rublo, al otro dos, y reunió los doscientos. Se los llevó a su mujer.
-Ahora -le dijo ella-, compra con este dinero toda clase de sedas.
El tirador compró sedas por valor de doscientos rublos.
-Tú no te preocupes -dijo la mujer cuando se las entregó: haz tus oraciones y acuéstate, que la noche es buena consejera.
Cuando el tirador se durmió, salió su mujer al porche, abrió su libro mágico y al instante aparecieron dos mozos con estas palabras:
-¡Ordena lo que desees!
-Tomad esta seda y, en una hora, hacedme un tapiz que sea el más maravilloso del mundo. Quiero que en el tapiz esté bordado el reino entero con sus ciudades y sus aldeas, con sus ríos y sus lagos.
Los mozos pusieron manos a la obra y, no ya en una hora, sino en diez minutos fabricaron un tapiz que era una maravilla. Se lo entregaron a la esposa del tirador y al momento desaparecieron sin dejar rastro.
A la mañana siguiente, la mujer le dijo al tirador:
-Toma: Ilévalo al mercado y véndelo. Pero no le pongas precio. Acepta lo que te ofrezcan.
Fedot tomó el tapiz, lo desplegó, se lo echó al hombro y se puso a rondar por los puestos del mercado. Un mercader que lo vio se acercó en seguida preguntando:
-¿Lo vendes, buen hombre?
-Sí.
-¿Y cuánto vale?
-Ponle precio tú, que eres hombre entendido en negocios.
El mercader estuvo pensando un rato, pero sin conseguir tasarlo. Acudió otro mercader, luego un tercero, y un cuarto... hasta que se juntó un montón de personas que todas contemplaban el tapiz admirándolo, pero sin lograr ponerle precio.
Un comandante de palacio que pasaba precisamente entonces cerca de los puestos del mercado vio aquella multitud y quiso saber de qué hablaban los mercaderes. Se apeó de su carroza y fue hacia ellos.
-Buenos días, vendedores y mercaderes de otras tierras. ¿De qué negocio tratáis?
-Pues tratamos de tasar un tapiz y no lo conseguimos.
El comandante contempló el tapiz y también se quedó maravillado.
-Dime, tirador, con toda sinceridad, de dónde has sacado este tapiz -preguntó.
-Lo ha bordado mi esposa.
-¿Y cuánto quieres por él?
-Yo de precios no entiendo. Mi mujer me ha dicho que no regatee y que acepte lo que me ofrezcan.
-Bueno pues aquí tienes diez mil rublos.
El tirador tomó el dinero y el tapiz pasó a manos del comandante, un hombre muy próximo a la persona del rey, que comía y bebía en su propia mesa. De manera que, cuando fue a almorzar con el rey, se llevó el tapiz.
-¿Tendría a bien su majestad contemplar una cosa muy bella que he comprado hoy? -preguntó.
El rey posó la mirada en el tapiz, vio su reino entero como sobre la palma de la mano y se quedó sin habla.
-¡Qué tapiz! Nunca había visto nada tan fino en mi vida. Tú dirás lo que quieras, comandante, pero no te lo devuelvo.
En seguida sacó veinticinco mil rublos, se los puso en la mano al comandante y colgó el tapiz en su palacio.
«No importa -pensó el comandante. Encargaré otro mejor todavía.»
Salió al galope en busca del tirador, dio con la casita donde vivía, entró y, nada más ver a la mujer, se olvidó de quién era, del asunto que le traía y de lo que buscaba. Se hallaba ante una mujer tan hermosa, que se habría pasado la vida entera contemplándola sin apartar de ella la mirada. A todo esto, pensaba febrilmente:
«¿Dónde se ha visto ni se ha oído que un simple soldado posea seme-jante tesoro? Yo mismo, que sirvo cerca del rey, que tengo el rango de general, no he visto en ninguna parte una belleza igual.»
A duras penas se arrancó el comandante a su contemplación y se marchó a casa. Desde entonces, desde aquel momento, anduvo como alelado, sin poder pensar, ni de día ni de noche, más que en la bella esposa del tirador. No le aprovechaba lo que comía ni lo que bebía, porque siempre la tenía en la mente.
Extrañado de aquella actitud suya, el rey le preguntó:
-¿Te ocurre algo? ¿Tienes algún pesar?
-¡Ah, majestad! He visto a la esposa del tirador, una mujer de belleza sin igual en el mundo, y no puedo pensar más que en ella. No me apetece comer, ni beber ni encuentro remedio para este maleficio.
Con todo esto, también al rey le entraron deseos de conocer a aquella mujer. Ordenó que engancharan su carroza y fue al barrio donde vivían los tiradores. Entró en la casa, contempló aquella belleza indescriptible y comprendió que todo el que la viera, ya fuese joven o viejo, perdiera la cabeza por ella. Algo le abrasó el corazón.
«¿Por qué sigo soltero? -se preguntó para sus adentros-. Podría casarme con esa bella mujer. No le cuadra a ella pertenecer a un tirador: lleva escrito en la frente que ha nacido para reina.»
De regreso a palacio, el rey le dijo al comandante:
-Escucha: ya que me has hecho ver a la mujer del tirador, esa beldad inimitable, arréglatelas ahora para acabar con su marido. Quiero casarme con ella... Y si no acabas con él, pobre de ti, porque, aunque seas un fiel servidor, terminarás en la horca.
Salió de allí el comandante más apesadumbrado todavía, preguntándose de qué medios se valdría para terminar con el tirador.
Caminaba por callejas tortuosas y eriales, cuando vio venir a la bruja Yagá.
-¡Alto, servidor del rey! Estoy leyendo todos tus pensamientos. ¿Quieres que te ayude a evitar una muerte segura?
-Sí, abuela, por favor. Te pagaré lo que pidas.
-El rey te ha ordenado que te deshagas del tirador Fedot. La cosa no ofrecería dificultad si sólo se tratara de él, que es un simplote. Pero su mujer es listísima. Por eso, hay que encomendarle algo que exija mucho tiempo. Vuelve a ver al rey y dile lo siguiente. Allá en los confines de la tierra, en el más lejano de los países, hay una isla y en esa isla un ciervo con las astas de oro. Que elija el rey medio centenar de marineros, los peores de todos, los más borrachines, como tripulación de un viejo barco carcomido que lleve treinta años varado, y envíe en ese barco al tirador Fedot a cazar al ciervo de las astas de oro. Para llegar hasta la isla se necesitan nada más ni nada menos que tres años y para volver de la isla otros tres años, que suman seis. Pero el caso es que cuando el barco se haga a la mar se mantendrá a flote un mes todo lo más. Luego se irá a pique y con él se hundirán el tirador y los marineros.
El comandante escuchó con atención, agradeció sus consejos a la bruja Yagá, la recompensó con oro y corrió a ver al rey.
-¡Majestad! -exclamó. Existe un medio seguro de terminar con el tirador -y se lo explicó todo.
El rey aceptó la idea, cursó a la flota la orden de fletar un viejo barco carcomido, cargar en él provisiones para seis años y dotarlo de una tripulación de cincuenta marineros, los más viciosos y borrachines.
Emisarios reales recorrieron las tabernas y los figones reclutando a una caterva de marineros a cual peor: si a uno le habían saltado un ojo, otro tenía la nariz partida...
Apenas informado de que el barco estaba listo, el rey hizo comparecer al tirador.
-Fedot -le dijo, tú eres un gran cazador y el mejor tirador. Conque vas a ir, para mi servicio, a los confines de la tierra, al más lejano de los países. Allí encontrarás una isla donde habita un ciervo con las astas de oro. Captúralo vivo y tráemelo.
El tirador se quedó pensativo, sin saber qué contestar.
-Puedes darle todas las vueltas que quieras al asunto. Pero, si no cumples mi deseo..., mi sable, de un tajo, te echará la cabeza abajo.          '
Fedot dio media vuelta y abandonó el palacio. Al atardecer volvió a su casa, muy apesadumbrado y taciturno.
-Te encuentro triste, querido. ¿Hay algo que te preocupe? -le preguntó su mujer.
El se lo refirió todo.
-¿Y eso te apura? ¡Valiente cosa! Esa orden es fácil de cumplir. Haz tus oraciones y acuéstate, que la noche es buena consejera. Todo se hará.
El tirador se acostó. Cuando se quedó dormido, su mujer abrió su libro mágico y al instante aparecieron dos mozos con estas palabras:
-¡Ordena lo que desees!
-Quiero que vayáis a los confines de la tierra, al más lejano de los países, que capturéis en una isla a un ciervo con las astas de oro y lo traigáis aquí.
-Lo que tú mandes. Al amanecer lo traeremos.
Partieron como una exhalación hacia la isla, capturaron al ciervo de las astas de oro y lo llevaron a casa del tirador. Una hora antes de que amaneciera habían cumplido su misión y desaparecieron como por ensalmo.
La bella mujer del tirador despertó a su marido muy tempranito y le dijo:
-Sal y encontrarás al ciervo de las astas de oro en tu corral. Llévatelo al barco, navega cinco días y, al sexto, emprende el regreso.
El tirádor metió al ciervo en una jaula bien tapada y lo llevó al barco.
-¿Qué hay aquí dentro? -preguntaron los marineros.
-Provisiones especiales y remedios. El viaje será largo y pueden hacernos falta muchas cosas.
Llegó el momento de levar anclas. Mucha gente acudió a ver partir a los navegantes. También llegó el rey, que se despidió de Fedot y lo puso al mando de todos los marineros.
Llevaba el barco cinco días navegando por los mares y no se veía ya tierra por ninguna parte, cuando Fedot ordenó subir a cubierta un barril de vino de cuarenta cubos[1] y dijo a los marineros:
-iA beber, muchachos! No hay más tasa que la sed de cada uno...
Encantados, corrieron todos al barril y bebieron hasta que fueron cayendo allí mismo borrachos perdidos, roncando a más y mejor. El tirador empuñó entonces el timón, hizo virar el barco y puso rumbo a la costa. Y para que los marineros no se dieran cuenta, les dejaba beber desde por la mañana hasta por la noche. En cuanto iban recobrándose de una borrachera, ya tenían allí otro barril para quitarse la resaca.
A los once días justos atracó el barco al muelle, izó la bandera y disparó sus cañones. El rey, que oyó la andanada, corrió al muelle para ver lo que ocurría y, furioso al encontrarse con el tirador, le preguntó con toda severidad:
-¿Cómo te atreves a volver tan pronto?
-No sé qué otra cosa podía hacer, majestad. Cualquier estúpido se pasaría diez años por esos mares sin conseguir nada; pero nosotros hemos invertido solamente diez días en lugar de seis años para cumplir nuestra misión: cuando lo desee, vuestra majestad puede ver el ciervo de las astas de oro.
En seguida desembarcaron la jaula y soltaron al ciervo de las astas de oro. Viendo que tenía razón el tirador y no podía hacerle nada, el rey tuvo que darle permiso para ir a su casa. En cuanto a los marineros que le habían acompañado, también hubo de licenciarlos por seis años,- durante los cuales nadie podía obligarlos a volver al servicio, puesto que los habían cumplido ya.
Al día siguiente llamó el rey al comandante y arremetió contra él.
-¿Te burlas de mí? Se conoce que no le tienes mucho apego a tu cabeza. Tú verás cómo te las arreglas, pero debes encontrar la manera de quitar de en medio a Fedot el tirador.
-Si vuestra majestad me permite pensar, algo se podrá hacer. Caminaba por callejas tortuosas y eriales, cuando vio venir a la bruja Yagá.
-¡Alto, servidor del rey! Estoy leyendo todos tus pensamientos. ¿Quieres que remedie tus cuitas?
-Sí, abuela, por favor. El tirador ha vuelto y ha traído al ciervo de las astas de oro.
-Ya me he enterado. El es un simplote y se le puede engañar con toda facilidad, como quien toma un poco de rapé. La que más sabe es su mujer. Pero no importa: se me ha ocurrido una cosa que la va a poner en un apuro. Preséntate al rey y sugiérele que llame al tirador y le diga: «Ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa.» Eso sí que no podrá cumplirlo por los siglos de los siglos: o lo perdemos de vista para siempre o regresa con las manos vacías.
El comandante recompensó a la bruja Yagá con oro y corrió a palacio. Después de escucharle, el rey mandó llamar al tirador.
-Fedot -le dijo-, tú eres un gran cazador y el mejor tirador. Ya que para mi servicio has capturado al ciervo de las astas de oro, ahora, también para mi servicio, ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa. Y recuerda que, si no lo traes..., mi sable, de un tajo, te echará la cabeza abajo.
El tirador dio media vuelta y abandonó el palacio. Llegó a su casa muy apesadumbrado y taciturno.
-Te encuentro triste, querido. ¿Hay algo más que te preocupe? -le preguntó su mujer.
-¡Ay! -suspiró-. He salido de un apuro para caer en otro. El rey acaba de decirme: «Ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa.» Y pensar que todo esto lo acarrea tu hermosura...
-Ese servicio es más difícil de cumplir. Para llegar hasta allí se necesitan nueve años y nueve para volver, que suman dieciocho. Además, Dios sabe si el resultado será bueno.
-Entonces, ¿qué hacer? ¿Cómo nos las vamos a arreglar?
-Haz tus oraciones y acuéstate, que la noche es buena consejera. Mañana lo sabrás todo.
El tirador se acostó a dormir mientras su mujer esperaba a que fuese noche cerrada para abrir su libro mágico. Al instante aparecieron dos mozos con estas palabras:
-¡Ordena lo que desees!
-¿Sabéis cómo se puede cumplir la orden de «ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa»?
-No, no lo sabemos.
La mujer del tirador cerró su libro mágico y los mozos desaparecieron. A la mañana siguiente despertó a su marido y le dijo:
-Ve y pídele al rey dinero para el camino, ya que debes viajar durante dieciocho años. Cuando tengas el dinero, ven a despedirte de mí.
El tirador se presentó al rey, recibió en la tesorería una gran bolsa de oro y volvió a despedirse de su mujer. Ella le dio una toalla y una pelota.
-Cuando salgas de la ciudad -le explicó, lanza esta pelota delante de ti y sigue el camino que ella te señale al rodar. Toma también esta toalla bordada por mí: dondequiera que estés, sécate siempre el rostro con ella después de lavarte.
El tirador se despidió de su mujer y de sus amigos, hizo un reverente saludo a cada uno de los cuatro puntos cardinales y salió de la ciudad. Entonces lanzó la pelota delante de él y siguió el camino por donde fue rodando.
Había transcurrido cosa de un mes, cuando el rey llamó al comandante.
-El tirador se ha marchado a rodar dieciocho años por esos mundos y lo más probable es que se muera por ahí. Dieciocho años representan mucho tiempo. Además, pueden ocurrir tantas cosas por los caminos... Lleva mucho dinero y quizá muera a manos de algunos bandoleros que le asalten. Creo que ha llegado la hora de ocuparse de su mujer. Toma mi carroza, ve al suburbio donde viven los tiradores y tráela a palacio.
El comandante fue al suburbio donde vivían los tiradores, se presentó a la bella esposa de Fedot y le dijo:
-Hola, preciosa. El rey me ha ordenado llevarte a palacio.
Llegó la mujer de Fedot a palacio, donde el rey la acogió con alegría, haciéndola entrar en los aposentos llenos de dorados con estas palabras:
-¿Quieres ser reina? Me voy a casar contigo.
-¿Dónde se ha visto, dónde se ha oído que nadie se case con una mujer cuyo marido está vivo? Tal y como es, sin pasar de simple tirador, es mi único esposo.
-Si no aceptas por las buenas, te obligaré por las malas.
La bella esposa de Fedot sonrió con burla, pegó contra el suelo y, convertida en tórtola, escapó volando por la ventana.
El tirador había recorrido ya muchos reinos y muchas tierras detrás de la pelota, que continuaba rodando. Cuando se encontraban con un río, la pelota se convertía en puente. Cuando el tirador sentía el deseo de descansar, la pelota se convertía en lecho de plumas. Al cabo de un tiempo -no sé si mucho o poco, porque los cuentos se cuentan aprisa pero las cosas se hacen despacio- se encontró el tirador ante un gran palacio fastuoso. La pelota llegó rodando hasta el portón y desapareció.
«Voy a entrar», se dijo Fedot después de pensarlo un poco. Subió la escalinata y penetró en unos aposentos donde le acogieron tres doncellas de belleza sin igual.
-Hola, buen mozo. ¿De dónde vienes y a qué?
-Hermosas doncellas, ¿cómo me hacéis tantas preguntas sin dejarme descansar después de un largo viaje? Bueno sería que empezarais por ofrecerme comida, bebida y un lecho. Luego vendrían las preguntas.
Las doncellas sirvieron inmediatamente una mesa. Le ofrecieron comida, bebida y un lecho. Cuando el tirador se levantó, ya descansado, las hermosas doncellas le presentaron un aguamanil y una toalla bordada. El tirador se lavó con agua fresca, pero rechazó la toalla.
-Tengo la mía -dijo- para secarme la cara.
Nada más ver aquella toalla preguntaron las hermosas doncellas: -Dinos, buen mozo, cómo ha llegado a tus manos. 
-Me la ha dado mi mujer.
-Entonces estás casado con nuestra hermana.
Llamaron a su madre, que también reconoció la toalla en cuanto la vio.
-Esto lo ha bordado mi hija -afirmó.
Empezó a hacerle preguntas al tirador, y éste le refirió cómo se había casado con su hija y cómo le había ordenado el zar: «Ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa.»
-¡Ay, querido yerno! Nunca he oído una cosa tan extraña. Espera. Quizá sepan algo mis servidores.
La anciana salió al porche, lanzó un grito y de repente acudieron desde todas partes animales corriendo y aves volando.
-¡Eh, eh! Animales del bosque y aves de los aires, vosotros que husmeáis por todas partes y voláis por donde queréis, ¿sabéis cómo se puede cumplir la orden de «ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa»?
Y todos a una, los animales y las aves, contestaron:
-No. Nunca hemos oído hablar de eso.
La anciana los dejó dispersarse por los matorrales, los bosques y los sotos. Luego volvió ella a la sala, tomó su libro mágico, lo abrió y al momento surgieron dos gigantes delante de ella.
-¡Ordena lo que desees!
-Deseo, fieles servidores míos, que nos llevéis a mi yerno y a mí al inmenso mar océano y os detengáis precisamente en el centro, sobre la más profunda de las simas.
Arrebataron inmediatamente al tirador y a la anciana y los llevaron como un vendaval hasta el inmenso mar océano. Se detuvieron precisamente en el centro, sobre la más profunda de las simas, como dos columnas, sosteniendo a Fedot y a la anciana en sus brazos. La anciana lanzó un grito y acudieron nadando hacia ella todos los animales y los peces marinos. Eran tantos, que no dejaban ver el mar azul.
-¡Eh, eh! Animales y peces del mar, vosotros que nadáis por todas partes y llegáis a todas las islas, ¿sabéis cómo se puede cumplir la orden de «ve no sé adónde y tráeme no sé qué cosa»?
-¡No! -contestaron a una todos los animales y los peces marinos-. Nunca hemos oído hablar de eso.
Pero en esto se adelantó una vieja rana cojitranca que llevaba jubilada ya lo menos treinta años.
-Croa, croa -dijo: yo sé cómo se puede hacer.
-Pues a ti te necesito, querida mía -exclamó la vieja, que tomó a la rana en sus manos y ordenó a los gigantes que los llevaran de regreso a su casa.
En un abrir y cerrar de ojos se encontraron en el palacio. En seguida preguntó la anciana:
-¿Qué camino debe seguir mi yerno?
-El lugar adonde tiene que ir está muy lejos, en el fin del mundo -contestó la rana. Yo le acompañaría, pero estoy demasiado vieja, apenas me sostienen las patas. Tardaría cincuenta años en llegar hasta allí.
La anciana trajo entonces un gran tarro de cristal, lo llenó de leche y metió a la rana dentro.
-Lleva tú este tarro en las manos -le dijo luego a su yerno entregándoselo, y la rana irá indicándote el camino.
El tirador tomó el tarro con la rana, se despidió de su suegra y sus cuñadas y se puso en camino, guiado por la rana.
Anda que te anda -no sé si poco o mucho, llegaron hasta un río de fuego. Detrás del río se alzaba una montaña muy alta que tenía una puerta.
-Croa, croa -dijo la rana: sácame del tarro porque tenemos que cruzar el río.
El tirador sacó a la rana del tarro y la depositó en el suelo. -Ahora, buen mozo, súbete encima de mí, y no te preocupes, que no me vas a aplastar.
Fedot obedeció. La rana comenzó a hincharse, y venga a hincharse, hasta que llegó a parecer un almiar. Lo que más le preocupaba al tirador era conservar el equilibrio. «Como me caiga desde aquí arriba, me mato», pensaba. Cuando la rana estuvo ya toda hinchada, de un solo brinco se saltó el río y recobró su tamaño normal.
-Ahora, buen mozo, entra por aquella puerta. Yo me quedo aquí a esperarte. Cuando penetres en la gruta que hay detrás, escóndete bien. Dentro de un rato llegarán dos ancianos: escucha lo que digan, fíjate en lo que hagan para que, cuando se marchen, puedas decir y hacer tú lo mismo que ellos.
El tirador llegó hasta la montaña, abrió la puerta y se encontró en una gruta totalmente a oscuras. Empezó a moverse tanteando a su alrededor con las manos hasta que palpó un armario vacío. Se metió dentro y cerró la puerta. Poco después llegaron efectivamente dos ancianos.
-¡Eh, Chico listo! Danos de comer.
En el mismo momento, como por ensalmo, se encendieron las lámparas, se oyó ruido de platos y fuentes y la mesa se cubrió de bebidas y manjares. Después de comer y beber a su gusto, los ancianos ordenaron:
-¡Eh, Chico listo! Recógelo todo.
Repentinamente desapareció todo -la mesa, las bebidas, los manjares- y se apagaron las lámparas. El tirador comprendió que se habían retirado los ancianos. Entonces salió de su escondrijo y gritó:
-¡Eh, Chico listo!
-¿Qué deseas?
-Dame de comer.
De nuevo aparecieron las lámparas encendidas, la mesa puesta y toda clase de bebidas y manjares.
-¡Eh, Chico listo! -volvió a gritar Fedot acomodándose. Siéntate conmigo y comamos juntos, que será más entretenido.
-¡Alabado sea Dios, hombre bondadoso! -contestó una voz-. Pronto hará treinta años que sirvo fielmente a los dos ancianos, y en todo ese tiempo no me han invitado ni una sola vez a sentarme con ellos a la mesa.
El tirador estaba asombrado: no se veía a nadie, pero la comida desapa-recía de los platos como si alguien arramblase con ella; las botellas se alzaban ellas solas, escanciaban vino en las copas, que se quedaban inmediatamente vacías... Saciados su apetito y su sed, dijo el tirador:
-Oye, Chico listo, ¿quieres servirme a mí? Conmigo ibas a estar bien.
-¿Por qué no voy a querer? Hace tiempo que estoy harto aquí, y tú me pareces una buena persona.
-Bueno, pues recógelo todo y ven conmigo.
Salió el tirador de la cueva, miró hacia atrás, pero no vio a nadie...
-¡Chico listo! ¿Estás aquí?
-Aquí estoy. No temas, que te sigo.
-Está bien -replicó Fedot montándose encima de la rana.
La rana volvió a hincharse, saltó por encima del río de fuego, recobrando después su forma normal. El tirador la metió en el tarro de cristal y emprendió el regreso.
Llegó a casa de su suegra y les ofreció, a ella y a sus hijas, un festín dispuesto por su nuevo servidor. Fue tan perfecto, que la anciana estuvo a punto de bailar de alegría. En cuanto a la rana, la suegra de Fedot prescribió que le fueran servidos tres tarros de leche cada día por sus buenos oficios.
Por fin se despidió el tirador de su suegra y emprendió el regreso a su país. Rendido de tanto andar, se le doblaban las piernas veloces y llevaba caídos los blancos brazos.
-¡Si supieras lo cansado que estoy, Chico listo! No puedo mover las piernas.
-¿Por qué no me lo has dicho antes? Verás qué pronto te llevo adonde quieras.
En el mismo instante se sintió el tirador arrebatado como por una vorágine que lo transportó por los aires a tanta velocidad, que perdió el gorro.
-¡Eh, Chico listo! Espera un momento, que se me ha caído el gorro.
-¡Tarde lo has dicho! Tu gorro ha quedado ya a cinco mil verstas de aquí!
Las ciudades y las aldeas, los ríos y los bosques pasaban sin que apenas pudieran verse... Volaban sobre el mar profundo, cuando dijo el Chico listo:
-¿Quieres que monte en medio de este mar un cenador de oro donde puedas descansar y hacer algún buen negocio? -Sí, claro -contestó el tirador.
En seguida notó que empezaban a descender sobre el mar. Allí donde poco antes se mecían las olas surgió una isla y, en la isla, un cenador de oro.
-Entra en el cenador y descansa contemplando el mar -dijo el Chico listo. Por aquí van a pasar los barcos de tres mercaderes. Atracarán cerca de la isla. Invítalos a bajar, agasájalos y cámbiame a mí por las tres cosas maravillosas que te ofrezcan. No te preocupes, que cuando sea necesario volveré a tu lado.
El tirador vio, en efecto, que llegaban tres barcos por el lado de Poniente. Por su parte, los navegantes vieron la isla y el cenador de oro.
-¡Qué extraño! -dijeron. Tantas veces como hemos navegado por aquí sin ver nada más que agua, y ahora resulta que hay un cenador de oro... Vamos a echar anclas, muchachos, para verlo de cerca.
Detuvieron la marcha de los barcos, echaron anclas y los tres mercaderes dueños de las naves se dirigieron hacia la isla en una lancha.
-¡Hola, buen hombre!
-¡Hola, mercaderes forasteros! Bien venidos. Aquí podéis pasear, divertiros y descansar. Precisamente para los forasteros de paso ha sido construido este cenador.
Los mercaderes entraron en el cenador, tomaron asiento.
-¡Eh, Chico listo! -gritó Fedot-. Sírvenos algo.
Apareció una mesa cubierta de todas las bebidas y todos los manjares imaginables. ¡En un abrir y cerrar de ojos! Los mercaderes estaban pasmados.
-¿Por qué no hacemos un cambio? -propusieron. Tú nos das a tu servidor y puedes quedarte con una de las cosas maravillosas que transportamos.
-¿Y qué cosas maravillosas son ésas? -Míralo tú mismo.
Uno de los mercaderes sacó del bolsillo una cajita. En cuanto la abrió, toda la isla quedó cubierta por un precioso jardín con sus flores y sus senderos. Cerró la cajita y desapareció el jardín.
Otro mercader sacó de debajo de su casaca un hacha: pegó unos golpes con ella -izas, zas!- y apareció un barco. ¡Zas, zas! Y otro barco. Cien veces hizo izas, zas!, y cien barcos aparecieron con sus velas, sus cañones y sus marineros. Los barcos maniobraban, los cañones disparaban, los capitanes pedían órdenes a los mercaderes... Cuando le pareció que se habían divertido ya bastante escondió el hacha, y los barcos se esfumaron como si nunca hubieran existido.
El tercer mercader sacó un cornetín, sopló por un lado y apareció un ejército. Había infantería y caballería con fusiles, con cañones, con banderas... Desde todos los regimientos enviaban informes al mercader, y él les impartía órdenes. Las tropas marcaban el paso, tocaban las bandas, ondeaban las banderas... Después de entretenerse así un rato, el mercader sopló por el otro lado del cornetín y no quedó nada de todas aquellas fuerzas.
-Todas esas maravillas vuestras están muy bien, pero a mí no me sirven -objetó Fedot. Las tropas y los navíos son cosas de los reyes y yo soy un simple soldado. Si queréis que lleguemos a un trato, tendréis que darme las tres cosas maravillosas a cambio de mi servidor.
-¿No será mucho?
-iAllá vosotros! Pero, de otro modo, no hay cambio.
Los mercaderes pensaron para sus adentros: «¿Qué falta nos hacen el jardín, los regimientos ni los navíos de guerra? Más nos conviene el cambio. Por lo menos, nunca tendremos que pensar en la comida ni la bebida.» De manera que le dieron a Fedot las tres cosas maravillosas y luego gritaron:
-¡Eh, Chico listo! Vas a venir con nosotros. ¿Nos servirás fielmente?
-¿Por qué no? A mí, igual me da servir a unos que a otros.
De regreso a sus barcos, los mercaderes se pusieron a agasajar a cuantos iban con ellos. Sólo se oía:
-iA ver, Chico listo! ¡Espabílate!
Todos acabaron borrachos perdidos y ron-cando.
Fedot, que se había quedado en su cenador de oro, murmuró entonces con pesar:
-¡Qué lástima! ¿Dónde estará ahora mi fiel servidor Chico listo?
-Aquí estoy, señor.
-¿Y no sería hora de que volviésemos a casa? -preguntó encantado.
No había terminado de hablar, cuando se sintió arrebatado como por un vendaval que lo transportó por los aires.
-¡Eh, Chico listo! -gritaron los mercaderes cuando se despertaron después de la borrachera. Danos unas copas para que se nos quite la resaca.
Pero nadie contestó ni cumplió sus órdenes. Por mucho que gritaron, como si nada.
-Amigos, ese tío ladino nos ha engañado. Y ahora, ni el demonio podría encontrarle. La isla ha desaparecido y el cenador de oro se ha esfumado.
Mucho se lamentaron los mercaderes. Pero, finalmente, no les quedó más remedio que hacerse a la vela y seguir su rumbo.
Fedot se encontró muy pronto en su país, posándose en un lugar desierto próximo al mar azul.
-¡Eh, Chico listo! ¿No se podría construir aquí un palacio?
-¿Por qué no? Ahora mismo.
En un instante se alzó un palacio mucho más fastuoso que el del rey. Fedot abrió su cajita y en torno al palacio surgió un jardín con árboles raros y flores. Estaba contemplándolo desde una ventana cuando entró volando una tórtola, que pegó contra el suelo y recobró la forma de su joven esposa. Se abrazaron y, después de los primeros momentos de alegría, se contaron cuanto les había sucedido.
-Desde el momento en que saliste de casa -le dijo al tirador su esposa, he sido una tórtola gris que revoloteaba por los bosques y los sotos.
El rey salió a la mañana siguiente al balcón, miró hacia el mar y vio, junto a la orilla, un palacio nuevo rodeado de un verde jardín.
-¿Quién es el insolente que ha tenido la osadía de construir un palacio sobre mis tierras sin pedir permiso?
Partieron emisarios a enterarse y luego le informaron de que el palacio había sido construido por el tirador Fedot, quien vivía en él en compañía de su esposa. Más indignado todavía, el rey ordenó aprestar un ejército que marchara hacia la costa con orden de talar el jardín, reducir a escombros el palacio y dar muerte al tirador y a su esposa.
Viendo Fedot que avanzaba el fuerte ejército real, empuñó el hacha y, izas, zas!..., un barco. Cien veces hizo izas, zas!, y cien barcos construyó. Luego tomó el cornetín, sopló una vez y aparecieron tropas de infantería por regimientos enteros; sopló otra vez, y fueron escuadrones de caballería...
Los jefes militares se presentaron a recibir órdenes para las tropas de tierra y para los navíos. El tirador dio la señal para comenzar la batalla. En seguida sonó la música de las bandas, redoblaron los tambores, y los regimientos iniciaron su marcha. La infantería puso en fuga a los soldados del rey, y la caballería los persiguió, haciéndolos prisioneros.
El rey en persona quiso detener la retirada de sus tropas, pero le fue imposible. No había transcurrido ni media hora cuando también le mataron a él.
Concluida la batalla, toda la gente se reunió y le pidió al tirador Fedot que se pusiera al frente del Estado. El aceptó y se coronó rey, haciendo reina a su esposa.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)



[1] cubos

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