Eranse un
viejo y una vieja. Este viejo y esta vieja tenían un hijo llamado Iván. Fueron
viviendo, viviendo, hasta que el viejo se murió cuando el hijo era ya mayor.
Una vez,
la vieja había hilado dos madejas. Precisamente por entonces debía ir Iván a la
feria. Y le dijo a su madre:
-Me voy a
la feria y allí, mientras vendo lo que llevo, sacaré de los bolsillos lo que
pueda.
-¡Pero,
hijo mío! -le reprendió la madre. Eso no está bien.
-Yo haré
que lo esté.
Conque
cogió las madejas hiladas por la madre, llegó a la feria y se dedicó a lo suyo:
sacó diez rublos de su venta y de los bolsillos ajenos, noventa. De esta manera
se encontró con cien rublos. Compró rosquillas y miel, montó en el carro y
emprendió la vuelta a su casa. Todo el tiempo iba engullendo rosquillas untadas
con miel.
En esto
se cruzó en el camino con un barín. Al ver a Iván, el barin detuvo su carruaje
tirado por cuatro briosos corceles y le dijo:
-¿No te
gastas mucho lujo, amigo? Las rosquillas son bastante ricas para comerlas
solas. Y tú, encima, las untas con miel...
-Si gasto
lujo es porque puedo -contestó Iván al barin. Vengo de la feria, donde he
sacado diez rublos de mi venta, y de otras artes, noventa. Además, si me lo
propongo, puedo sacarte a ti doscientos.
-Prueba a
ver.
-Bueno,
pero con una condición: si mientras yo hablo tú dices «imentira!», tendrás que
darme doscientos rublos. Si aguantas sin decirlo, puedes hacer conmigo lo que
quieras.
-De acuerdo
-aceptó el barin.
Chocaron
las manos y se puso Iván a contar un cuento.
-Vivía yo
con mi padre y mi madre cuando era muy pequeñito y me fui una vez al bosque. En
el bosque encontré un árbol, en el árbol un agujero y dentro del agujero el
nido que habían hecho unas perdices asadas. Quise meter una mano en el agujero,
pero no entraba; quise meter una pierna, pero tampoco entraba. Entonces pegué
un salto y me metí entero. Comí hasta hartarme y quise marcharme; pero, ¡quia!
Había engordado demasiado de tanto comer y el agujero era muy pequeño. Claro
que yo, como no soy tonto, corrí a mi casa, traje un hacha, ensanché el agujero
y salí. Entonces noté que tenía sed. Llegué al mar, me quité el cráneo, lo
llené de agua y bebí. Todo habría marchado bien, pero se me cayó el cráneo al
agua. Cuando quise darme cuenta, estaba flotando en medio del mar. Patos y
gansos habían hecho sus nidos en él y habían puesto huevos. ¿Qué hacer? Lancé
el hacha para atraparlo y me quedé corto. La lancé otra vez y pasó de largo. A la
tercera, ni me aproximé siquiera. A todos los patos y gansos los maté de esta
manera. En cuanto a los huevos, se fueron volando. Luego llegué hasta el fin
del mar y le prendí fuego. Cuando se consumió entero, pude alcanzar mi cráneo y
me fui a recorrer mundo.
-Muy
bien, muchacho, muy bien. Todo eso es la pura verdad.
-Fui al
bosque a cortar leña y mientras anduve de aquí para allá, los lobos le abrieron
la panza a mi pobre caballo. Yo, claro, en seguida encontré la salida: corté
una varita de abedul, volví corriendo donde el caballo, le metí otra vez las
tripas dentro de la panza y la recosí con la varita de abedul. Luego cargué el
carro de leña y arreé al caballo, pero él no se movió del sitio. ¡Cosa más
rara! Pero al fijarme vi que la varita de abedul había crecido tanto que tocaba
las nubes con la cúspide. Conque por el abedul trepé hasta el cielo y anduve
por allí viéndolo todo. Al cabo de un rato pensé que era hora de bajar. Lo malo
es que el caballo se había movido de donde estaba, derribando el árbol. ¿Cómo
iba a arreglármelas? Con polvo y hollín trencé una cuerda, la até a una nube y
empecé a bajar. Así fui bajando, bajando, hasta que se terminó la cuerda. Pero
también encontré una solución: corté un trozo de arriba y lo empalmé abajo,
corté otro y lo empalmé también. Así continué el descenso. Al fin llegó un
momento en que no quedaba nada para cortar y la tierra estaba muy lejos
todavía. En esto se puso a soplar el viento con tanta fuerza que a mí me
empujaba de un lado para otro en todas las direcciones... Hasta que la cuerda
se rompió y yo fui a caer en pleno infierno. Ni sé cómo pude escapar de allí...
De verdad, barin: estuve en el infierno y allí precisamente es donde vi que a
tu padre lo tenían enganchado a un carro cargado de estiércol...
-¡Mentira!
¡Lo que dices es mentira, estúpido!
Eso era,
justamente, lo que estaba esperando Iván. Le cobró al barin los doscientos
rublos de la apuesta y volvió a su casa.
La madre
se alegró mucho al verle, llamó a los parientes, a los conocidos, y se organizó
un gran banquete.
Yo estuve
en el banquete aquél. Bebí vino, bebí hidromiel, y aunque en la boca nada me
entró, por los bigotes sí me corrió. Luego me dieron un capirote y me echaron
cogido por el cogote. Me dieron un gorro al final y yo me escabullí por el
portal. Aquí se termina el cuento, conque dame de miel un cuenco.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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