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miércoles, 21 de agosto de 2013

El valle encantado

I

Cómo talan los árboles en China

A media milla hacia el norte desde el bar de Jo. Dunfer, en el camino de Hutton a Mexican Hill, la carretera baja hacia un barranco al que no llega el sol, y que se despliega a derecha e izquierda de un modo semicon­fidencial, como si tuviera un secreto que revelar en un período más conveniente. Nunca cabalgaba por allí sin mirar primero a un lado y luego al otro, para ver si había llegado el momento de la revelación. Si no veía nada, y nunca vi nada, no me decepcionaba, pues sabía que la manifes-tación sencillamente estaba siendo rete­nida un tiempo por alguna buena razón que yo no era quién para poner en entredicho. Que un día se me revelarían todas esas confidencias era algo de lo que no dudaba, no más que de la existen-cia del propio Jo. Dunfer, por cuyas tierras discurría el barranco.
Se decía que Jo. había intentado una vez levantar una cabaña en alguna remota parte de él, pero por alguna razón había abandonado la empresa y construi­do su actual establecimiento hermafrodita, mitad bar, mitad vivienda, junto al camino, en el extremo más alejado de su propiedad; lo más alejado posible, como si tuviera el propósito de mostrar cuán radicalmente había cambiado de idea.
Este Jo. Dunfer, o Whisky Jo., como era conocido familiarmente en los contornos, era un personaje muy importante por estos parajes. Aparentaba unos cuaren­ta años, y era un tipo alto, greñudo, de facciones contraídas, con un brazo torcido y una mano nudosa como un manojo de llaves de prisión. Era un individuo con mucho vello, que andaba encorvado, como alguien que está a punto de saltar sobre algo para destrozarlo.
Aparte de la peculiaridad a la que debía su apodo local, la característica más destacada de Mr. Dunfer era una antipatía, profundamente arraigada, hacia lo chino. Una vez le vi sufrir un ataque de rabia porque uno de sus vaqueros había permitido a un asiático rendido por el viaje saciar su sed en el abrevadero de los caballos que hay delante del establecimiento de Jo. Me atreví a reconvenirle con suavidad por su falta de espíritu cristiano, pero él se limitó a responder que el Nuevo Testamento no decía nada acerca de los chinos, y se marchó a pagar su enfado con el perro, a quien supongo que los inspirados escribas también habían olvidado.
Algunos días después le encontré sentado en el bar, solo, y saqué de nuevo el tema con precaución; obser­vé, para gran alivio mío, que la austeridad habitual de su expresión se había transformado en algo que a mí me pareció condescendencia.
-Vosotros, los jóvenes del Este -dijo-, vivís muy alejados de estas tierras y no comprendéis nuestra actividad. La gente que no distingue a un Chileño de un Kanaka puede permitirse expresar ideas liberales sobre la inmigración china, pero el tipo que tiene que luchar por su sustento con un montón de mestizos «coolies» no tiene tiempo para perderlo en tonterías.
Este gran bebedor, que con toda probabilidad no había realizado un día de trabajo honrado en su vida, hizo saltar la tapa de una caja de tabaco china y sacó con el pulgar y el índice un pedazo que parecía un almiar de heno. Sosteniendo el estimulante a cierta distancia, arremetió de nuevo con renovada confianza.
-Por si no lo sabías, son una plaga de langostas devastadoras que atacan todo lo verde que hay en esta bendita tierra de Dios.
En este punto se echó el taco a la boca, y cuando su mecanismo parlante estuvo de nuevo libre, reanudó su inspirado discurso.
-Hace cinco años tuve aquí a uno, en el rancho, y te voy a hablar de él para que comprendas lo esencial de este asunto. En aquella época las cosas no me iban muy bien; bebía más whisky del que tenía prescrito y no parecía preocuparme, como patriota, de mis obli­gaciones de ciudadano americano. Así que contraté a aquel pagano para que fuera algo así como el cocinero. Pero cuando me convertí en religioso practicante en Mexican Hill y me hablaron de presentarme como candidato a la Asamblea Legislativa, me di cuenta de mi error. Pero, ¿qué podía hacer? Si le despedía, algún otro le contrataría, y no iba a tratarle bien. ¿Qué podía hacer yo? ¿Qué haría cualquier buen cristiano, espe­cialmente un neófito rebosante de ideas tales como la hermandad entre los hombres y la paternidad de Dios?
Jo. hizo una pausa antes de contestar, poniendo una expresión de frágil satisfacción, como la de alguien que ha resuelto un problema usando un método no muy digno de confianza. Entonces se levantó, bebió un vaso de whisky de una botella llena que había en el mostra­dor y prosiguió su relato.
Además no servía de mucho, no sabía nada y encima presumía. Todos lo hacen. Le dije que nones, pero se puso testarudo y siguió en esa línea mientras duró; después de poner la otra mejilla setenta y siete veces truqué los dados para que no fuera eterno. Y me alegra haber tenido el valor de hacerlo.
La alegría de Jo., que por alguna razón no me impresionó, fue celebrada, debida y ostentosa-mente, con la botella.
-Hace unos cinco años empecé a levantar una choza. Eso fue antes de que se construyera ésta, y en otro lugar. Puse a Ah Wee y a un tipo pequeño a cortar la madera. Ni que decir tiene que no esperaba que Ah Wee ayudara mucho, porque tenía una cara como un día de junio y unos grandes ojos negros; creo que debían de ser los ojos más endemoniados de la región.
Mientras lanzaba este ataque mordaz contra el sen­tido común, Mr. Dunfer observaba con aire ausente un agujero en el delgado tablero que separaba el bar del cuarto de estar, como si se tratara de uno de los ojos cuyo tamaño y color habían dejado a su sirviente inútil para el servicio.
-Ahora vosotros, las torpes gentes del Este, no queréis creer nada que vaya en contra de los diablos amarillos -estalló de repente con un tono de seriedad no del todo convincente-, pero te aseguro que aquel chino era el canalla más infame que puedes encontrar fuera de San Francisco. Aquel miserable mogol con coleta empezó a horadar los árboles jóvenes alrededor del tronco, como un gusano que royera un rábano. Le indiqué su error con toda la paciencia que pude y le enseñé cómo talarlos sólo por dos lados para que cayeran derechos; pero en cuanto le volvía la espalda, así -dijo volviéndome la espalda y reforzando su ex­plicación con un nuevo trago de licor-, volvía a las andadas. Ocurría del siguiente modo: mientras le miraba, así -explicó mirándome de forma un tanto insegura y con problemas evidentes de visión-, todo estaba bien; pero cuando apartaba la vista, así-añadió echando un buen trago de la botella-, me desafiaba. Entonces le miraba con cara de reproche, así, y parecía que nunca hubiera roto un plato.
Sin duda Mr. Dunfer pretendía de un modo hon­rado que la mirada que me había dirigido era sencilla­mente reprobatoria, pero en realidad era de lo más adecuada para provocar seria aprensión en cualquier persona inerme que la recibiera; como además había perdido todo interés en su narrativa fútil e intermina­ble, me dispuse a marcharme. Antes de que hubiera terminado de ponerme en pie, se volvió de nuevo hacia el mostrador, y con un casi inaudible «así», vació la botella de un trago.
¡Cielo santo! ¡Qué alarido! Fue como un Titán en su última agonía. Jo. retrocedió después de emitirlo, igual que hace un cañón tras el disparo, y se dejó caer en su silla, como si le hubieran «golpeado en la cabeza», igual que a una vaca, con los ojos desviados oblicua­mente hacia la pared y mostrando una mirada de terror. Al dirigir la vista en esa dirección observé que el agujero de la pared se había convertido en un ojo humano, grande y negro, que se clavaba en los míos con una total ausencia de expresión, más desagradable que cualquier brillo diabólico. Creo que yo debía de tener la cara tapada con las manos para hacer que aquella horrible ilusión, si es que era eso, se desvane­ciera, cuando el pequeño tipo blanco, el hombre para todo dejo., entró en la habitación y rompió el hechizo; entonces salí de la casa algo aturdido, pensando que el delirium tremens podría ser contagioso. Mi caballo estaba amarrado junto al abrevadero; lo desaté, subí a él y le di rienda suelta, pues me encontraba demasiado asustado para preocuparme de hacia dónde me llevaba.
No sabía qué pensar de todo esto y, como le ocurre a todo el que no sabe qué pensar, pensé mucho, y con pocos resultados. La única reflexión que parecía ser completamente satisfactoria era que al día siguiente me encontraría a varias millas de allí, y con muchas probabilidades de no volver nunca.
Un frío repentino me sacó de mis abstracciones y, al levantar la cabeza, me di cuenta de que estaba llegando a las oscuras sombras del barranco. El día era bochornoso, y este cambio, desde el calor despiadado y visible de los campos secos a la fresca oscuridad, llena de la austeridad de los cedros y del canto de los pájaros que habían sido conducidos a su frondoso asilo, resul­taba exquisitamente refrescante. Busqué el misterio, como siempre, pero al no encontrar el barranco muy comunicativo, desmonté, llevé a mi sudoroso caballo hacia la espesura, lo até con firmeza a un árbol y me senté en una roca a meditar.
Comencé por analizar con valor mi superstición preferida sobre aquel lugar. Una vez que hube desglo­sado sus elementos integran-tes, los dispuse en un número oportuno de tropas y escuadrones y, reunien­do todas las fuerzas de la lógica, avancé hacia ellos desde unas premisas inexpugnables, acompañado de un estruendo de conclusiones irresistibles, de un gran ruido de carros y del clamor intelectual general. En­tonces, cuando mis tremendos cañones mentales ha­bían vencido toda oposición y su rugido reverberaba de un modo casi imperceptible en la lejanía del hori­zonte de la pura especulación, el derrotado enemigo se desplegó por la retaguardia, concentró sus fuerzas sigilosamente formando una falange compacta, y me capturó, con todos los bártulos. Me asaltó una sensa­ción de terror indescriptible. Para deshacerme de ella, me puse en pie y empecé a abrirme paso por la estrecha vaguada, siguiendo una vieja cañada llena de hierba que discurría por el fondo, en sustitución del arroyo que la Naturaleza había olvidado proveer.
Los árboles entre los que se perdían los caminos eran normales, plantas de buen comportamiento, un poco perversas en el tronco y excéntricas en las ramas, pero sin nada de misterioso en su aspecto general. Unos cuantos peñascos se habían desprendido de las laderas del barranco para establecerse independientemente en el fondo, habían destrozado la cañada, aquí y allá, pero su pétreo reposo no tenía en absoluto la rigidez de la muerte. Había un silencio sepulcral en el valle, es cierto, y por encima de él se escuchaba un misterioso susurro: era el viento, que acariciaba las copas de los árboles; eso era todo.
No se me había ocurrido relacionar el relato del borracho Jo. Dunfer con lo que ahora buscaba; sólo cuando llegué a un espacio abierto y tropecé con los troncos a ras de suelo de algunos árboles pequeños, tuve la revelación. Era el emplazamiento de la cabaña abandonada. El descubrimiento quedó verificado al advertir que algunos de los podridos tocones estaban mellados alrededor, de un modo que nunca se le ocurriría a un leñador, mientras otros apare-cían cor­tados limpiamente, y los extremos de los troncos correspon-dientes tenían esa forma de cuña roma pro­ducida por el hacha de un maestro.
El claro que había entre los árboles no abarcaba más de treinta pasos. A un lado había un pequeño otero, un montículo natural sin arbustos, aunque cubierto de plantas silvestres, sobre las que sobresalía ¡la lápida de una tumba!
No recuerdo haber sentido por aquel descubrimien­to nada parecido a sorpresa. Observé aquella tumba solitaria con una sensación semejante a la que Colón debió de experimentar cuando vio las colinas y pro­montorios del Nuevo Mundo. Antes de acercarme a ella acabé de examinar con calma los alrededores. Incluso fui culpable de la presunción de dar cuerda al reloj en aquella hora tan insólita, sin tomar precaucio­nes ni decisiones innecesarias. Después, me aproximé al misterio.
La tumba, bastante pequeña, se encontraba en me­jor estado del que cabría esperar por su edad y aisla­miento, y hubo un pequeño gesto de sorpresa en mis ojos cuando descubrieron un manojo de inconfundi­bles flores cultivadas que daban prueba de haber sido regadas recientemente. Sin lugar a dudas la lápida había servido alguna vez como escalón. Sobre ella aparecía grabada, o mejor dicho excavada, una inscrip­ción que decía lo siguiente:

AH WEE - CHINO

Edad desconocida. Trabajó para Jo. Dunfer
Este monumento fue erigido por él
para mantener fresca la memoria del chino.
Asimismo como aviso a los Celestiales
para que no presuman.
¡Que el diablo se los lleve!
Ella era un buen tipo.

Soy incapaz de expresar mi asombro ante aquella extraña inscripción. La escasa, aunque suficiente, identificación del difunto, el candor atrevido de la confesión, el brutal anatema, el absurdo cambio de sexo y sentimiento: todo indicaba que este protocolo era obra de alguien que, como mínimo, debía de haber estado tan loco como afligido. Pensé que cualquier revelación posterior sería una miserable decepción, por lo que, con un respeto inconsciente por el efecto dramático, me di la vuelta completamente y me alejé de allí. No volví por aquella parte de la región en cuatro años.

II

Quien hace a los bueyes cuerdos
debería él mismo estarlo

-¡Arre, viejo Fuddy-Duddy![1]
Esta orden singular salió de los labios de un extraño hombrecillo sentado en lo alto de un carro lleno de leña, tirado por una yunta de bueyes, que hacían avanzar lentamente simulando un poderoso esfuerzo que evidentemente no engañaba a su amo y señor. Como en aquel momento daba la casualidad de que aquel individuo me estaba mirando a mí, que me encontraba junto a la carretera, directamente a la cara, no quedaba del todo claro si era a mí a quien se dirigía o a sus bestias; tampoco podría decir si se llamaban Fuddy y Duddy, y eran las dos sujeto del imperativo «arre». De cualquier modo, la orden no tuvo ningún efecto sobre nosotros y el extraño hombrecillo apartó sus ojos de los míos mucho antes de golpear alternati­vamente a Fuddy y a Duddy con una vara larga, mientras juraba en voz baja pero con decisión: «¡Mal­dita sea vuestra piel!», como si disfrutaran de aquel tegumento en común. Al comprobar que la petición de que me llevara no había atraído su atención lo más mínimo y sintiendo que me iba quedando cada vez más rezagado, coloqué un pie sobre la circunferencia interior de una rueda trasera que, al girar, me elevó lentamente hasta la altura del centro, desde donde abordé la empresa, sans cérémonie, de arrastrarme hasta sentarme al lado del cochero, que no me prestó aten­ción hasta que hubo administrado otro castigo indis­criminado a su ganado, acompañado del consejo de «¡esforzaos, malditos incapaces!» Después, el amo del carromato (o mejor dicho, el amo anterior, porque no pude evitar un sentimiento caprichoso de que todo aquel tinglado era mi legítimo premio) apuntó sus grandes ojos negros hacia mí y, mostrando una expre­sión extraña y en cierto modo desagradable, familiar, dejó a un lado la vara (que ni floreció ni se convirtió en serpiente, como yo casi había esperado), se cruzó de brazos y preguntó solemnemente:
-¿Qué hizo con el viejo Whisky?
Mi respuesta natural habría sido que me lo había bebido, pero había algo en la pregunta que me sugirió un significado oculto, y algo en el hombre que no invitaba a hacer un chiste fácil. Por eso, al no tener ninguna otra respuesta preparada, simplemente con­tuve la lengua, aunque sentí como si se me estuviera acusando de algo y mi silencio se interpretara como una confesión.
En ese momento una sombra fría me cubrió la mejilla, lo queme obligó a levantar la vista. ¡Estábamos entrando en el barranco! No sé cómo expresar la sensación que me produjo: no había estado allí desde que me abrió su pecho cuatro años antes, y ahora me sentía como alguien a quien un amigo afligido ha confesado un delito acaecido hace tiempo, y al que, por consiguiente, se ha abandonado vilmente. Los viejos recuerdos de Jo. Dunfer, su revelación incom­pleta y la insuficiente nota aclaratoria en la lápida, volvieron sobre mí con una claridad meridiana. Me pregunté qué habría sido de Jo. Me di la vuelta rápi­damente y pregunté a mi prisionero. Estaba vigilando sus bueyes con atención y, sin apartar la vista de ellos, contestó:
-¡Arre, vieja tortuga! Yace al lado de Ah Wee, ahí adelante, en el barranco. ¿Quieres verlo? Siempre vuel­ven al lugar; te estaba esperando. ¡Sooo!
Al oír la larga vocal, Fuddy-Duddy, la tortuga inútil, se detuvieron, y antes de que el sonido se perdiera por el barranco habían doblado sus ocho patas y yacían en el camino polvoriento, sin tener en cuenta las consecuencias sobre su maldita piel. El extraño hombrecillo se deslizó del asiento al suelo y echó a andar por el barranco sin dignarse a volver la cabeza para ver si yo le seguía. Y así era.
Era más o menos la misma estación del año, y casi la misma hora del día, que cuando lo visité por última vez. Los arrendajos vociferaban con fuerza y los árboles susurraban misteriosamente, como la otra vez. Por alguna razón, en los dos sonidos observé una fantástica analogía con la abierta jactancia de la verborrea de Mr.
Jo. Dunfer y la secreta reticencia de sus modales, y con la indistinta severidad y ternura de su única produc­ción literaria: el epitafio. Todo parecía seguir igual en el valle, salvo la cañada, que estaba prácticamente cubierta de maleza. Sin embargo, cuando llegamos al «claro» la alteración era mayor. Entre los tocones y troncos de los pequeños árboles caídos, aquellos que habían sido cortados «al estilo chino» no se distinguían ya de los que lo habían sido «al modo Mejicano». Era como si el barbarismo del Viejo Mundo y la civiliza­ción del Nuevo hubieran reconciliado sus diferencias por medio del arbitrio de un deterioro imparcial, como ocurre entre los pueblos civilizados. El otero seguía allí, pero los peñascos tudescos habían invadido y casi arrasado las lacias hierbas. Y la patricia violeta de jardín había capitulado ante su hermano plebeyo (tal vez había retornado a su forma original.) Otra tumba, un túmulo grande y vigoroso, había sido cons­truida junto a la primera, que parecía encogerse ante la comparación. A la sombra de una nueva lápida, la vieja yacía postrada, con su maravillosa inscripción ilegible por la acumulación de hojas y tierra. En cuanto al mérito literario, la nueva era inferior a la antigua, resultando incluso repulsiva por su humor lacónico y salvaje:

JO.DUNFER. ELIMINADO

Me aparté de ella con indiferencia y, retirando las hojas que cubrían la lápida del pagano difunto, devolví a la luz las palabras burlonas que, frescas aún después de su largo olvido, daban la impresión de tener un cierto patetismo. Mi guía también pareció adoptar una seriedad añadida al leerla y creí detectar bajo su actitud caprichosa algo de honorabilidad, casi de dignidad. Pero mientras le observaba, su aspecto anterior, tan sutilmente inhumano, tan atormentadamente fami­liar, volvió a surgir de aquellos enormes ojos, repug­nantes y a la vez atractivos. Decidí poner fin a aquel misterio, si es que era posible.
-Amigo -dije señalando la tumba más pequeña-, ¿asesinó Jo. Dunfer a ese chino?
Estaba apoyado contra un árbol, con la vista en la copa de otro o en el cielo azul que había más allá. No apartó la vista, ni varió su postura, mientras decía lentamente:
-No, señor. Cometió un homicidio justificado.
-Entonces, realmente le mató.
-¿Matarle? Debería decir que sí, claro. ¿No lo sabe ya todo el mundo? ¿No se presentó al juez y lo confesó? ¿Y no hubo un veredicto de «encontró la muerte» por un saludable sentimiento cristiano que actuaba en el corazón caucasiano? ¿Y no rechazó la iglesia de Mexi­can Hill a Whisky por eso? ¿No le eligió el pueblo soberano Juez de Paz para que ajustara las cuentas con los evangelistas? No sé dónde se ha criado usted.
-Pero, ¿hizo Jo. eso porque el chino no quería, o no quiso, aprender a talar árboles como lo hacen los blancos?
-¡Claro! Así consta en el protocolo, lo que lo con­vierte en verdadero y legal. Que yo conozca mejor los hechos no supone ninguna diferencia respecto a la verdad legal; no fue mi funeral y nadie me invitó a pronunciar una oración. Pero el hecho es que Whisky tenía celos de -añadió aquel tunante, henchido de orgullo como un pavo real, mientras pretendía ajus­tarse un imaginario lazo de corbata, añadiendo el efecto producido por la palma de su mano, colocada delante de él como si fuera un espejo.
-¡Celos de usted! -repetí con una asombrosa mala educación.
-Eso he dicho. ¿Por qué no? ¿No tengo yo buen aspecto? -Adoptó una actitud burlona con estudiada gracia y se estiró el raído chaleco para quitarle las arrugas. Después, haciendo que el tono de su voz decreciera hasta un nivel muy bajo, de una dulzura excepcional, prosiguió-: Whisky pensaba mucho en aquel chino; nadie más que yo sabía cómo le mimaba. No podía soportar dejar de verle, ¡el maldito proto­plasma! Y cuando un día vino a este claro y nos encontró a él y a mí descuidando el trabajo (a él dormido y a mí quitándole una tarántula de la manga) Whisky agarró mi hacha y nos sacudió, bien y fuerte. Yo conseguí esquivar el golpe, porque la araña me picó, pero a Ah Wee le dio de lleno en un costado y empezó a revolverse. Whisky iba a asestarme un hachazo cuan­do vio la araña agarrada a mi dedo. Entonces se dio cuenta de que había hecho una barbaridad. Tiró el hacha y se arrodilló junto a Ah Wee quien, dando un pequeño puntapié y abriendo los ojos (que eran igual que los míos), estiró los brazos, agarró la desagradable cabeza de Whisky y la mantuvo así mientras estuvo allí. Lo que no duró mucho, porque un temblor le recorrió el cuerpo y, tras emitir un quejido, la espichó.
Durante el desarrollo de la historia, el narrador se había ido transfigurando. El elemento cómico, o me­jor dicho, sardónico, había desaparecido, y mientras relataba aquella extraña escena me fue difícil mantener la compostura. Este actor consumado me había mane­jado de tal modo que la compasión debida a sus dramatis personae le fue otorgada a él. Avancé para agarrarle la mano, pero de repente una amplia sonrisa apareció en su rostro.
Con una risa ligeramente burlona, continuó:
-Cuando Whisky consiguió sacar el gaznate de allí, verle era todo un acontecimiento. Sus elegantes ropas (vestía de un modo deslumbrante por entonces) esta­ban completamente destrozadas. Tenía el pelo revuelto y la cara (lo que pude ver de ella) estaba más blanca que la flor de lis. Me lanzó una larga mirada y apartó la vista hacia otro lado, como si yo no contara; y entonces sentí unos agudos pinchazos que me subían desde el dedo hasta la cabeza, y Gopher se vio rodeado de oscuridad. Por eso no estuve presente en la investigación.
-Pero, ¿por qué contuvo la lengua después?
-Mi lengua es así -replicó, sin decir una palabra más sobre ello.
-Después de aquello -continuó aquel individuo­Whisky se dio cada vez más a la bebida y llegó a convertirse en un fanático «anti-coolie», aunque no creo que se alegrara especialmente de haberse deshecho de Ah Wee. Nunca se dio tanta importancia por ello cuando estábamos solos como la vez en que consiguió un oído tan atento, de una maldita «Extravaganza Espectacular», como el suyo. Levantó la lápida y exca­vó con la gubia, de acuerdo con su carácter mutable, esta inscripción. Tardó tres semanas, trabajando cuan­do no estaba borracho. Yo grabé la suya en un día.
Entonces pregunté con descuido:
-¿Cuándo murió Jo?
La respuesta me dejó sin respiración:
-Poco después de que yo le viera a través del agujero del tablón, cuando usted le puso algo en el whisky, ¡maldito Borgia!
Una vez repuesto de mi sorpresa por tan asombrosa acusación, estaba casi dispuesto a estrangular a aquel difamador audaz, pero la repentina convicción que me asaltó a la luz de aquella revelación, me reprimió. Le miré seriamente y le pregunté, con la mayor tranqui­lidad que pude:
-¿Y cuándo se volvió usted loco?
-¡Hace nueve años! -exclamó, extendiendo sus pu­ños cerrados-. Hace nueve años, ¡cuando aquel salvaje mató a la mujer que le amaba a él, y no a mí! A mí, que le había seguido desde San Francisco, ¡donde el viejo Whisky la había ganado en una partida de pó­quer! A mí, que me había preocupado por ella durante años, ¡cuando el canalla al que pertenecía se avergon­zaba de reconocerla y tratarla bien! A mí, que por el bien de ella mantuve oculto su terco secreto ¡hasta que le devoró! A mí, que cuando usted envenenó a la bestia ¡cumplí su último deseo de yacer al lado de ella y colocar una lápida junto a su cabeza! Y desde entonces nunca he vuelto a visitar la tumba de Ah Wee, porque no quiero encontrarme con él aquí.
-¿Encontrarse con él? Pero, Gopher, mi pobre ami­go, ¡él está muerto!
-Por eso le tengo miedo.
Seguí a aquel desgraciado hasta la carreta y estreché su mano para despedirme. La noche empezaba a caer y, mientras me encontraba allí, junto al camino, obser­vando los vagos contornos del carro que se alejaba en aquella creciente oscuridad, me llegó un sonido a través del viento vespertino, un sonido semejante al de una serie de golpes vigorosos, y una oz salió de la noche:
-Arre, maldito viejo Geranio[2]

1.007. Briece (Ambrose)





[1] Fuddy-Duddy. En "slang" tiene el significado de persona timorata, conservadora y falta de imagina-ción, especialmente re­ferido a una persona de edad. Algo así como un carcamal.
[2] Geranium. Además de referirse a la planta, en "slang" se emplea para hacer alusión a una chica bonita.

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