Philip Eckert vivió durante muchos años en una vieja casa
de madera ennegrecida por las inclemencias del tiempo, que se encontraba a unas
tres millas de la pequeña ciudad de Marion, en Vermont. Aún deben de quedar vivas
algunas personas que le recuerden (confío en que no de un modo desagradable) y
sepan algo de la historia que voy a contar.
«El viejo Eckert», como todos le llamaban, no tenía
un temperamento muy sociable y vivía solo. Al no haberle oído hablar nunca de
sus propios asuntos, nadie en los contornos sabía nada acerca de su pasado ni
de sus parientes, si es que los tenía. Sin resultar especialmente grosero ni
desdeñoso en sus maneras o en sus palabras, conseguía ser inmune a una
curiosidad impertinente, aunque libre de la mala fama con la que normalmente
aquélla suele vengarse cuando se la desconcierta; por lo que yo sé, el
renombre de Mr.
Eckert
como asesino reformado o como pirata retirado del Caribe no había llegado a
oídos de nadie en Marion.
Su
medio de vida era el cultivo de una pequeña granja, no muy productiva.
-Un día desapareció, y la búsqueda prolongada de sus
vecinos no consiguió encontrarle ni arrojó luz alguna sobre su paradero o las
razones de su desaparición. Nada indicaba que hubiera hecho preparativos para
la marcha: todo estaba como podría haberlo dejado para ir a la fuente a llenar
un cubo de agua. Durante algunas semanas poco más se habló de ello en la
región; después, «el viejo Eckert» se convirtió en un relato local para los oídos
de los forasteros. Desconozco lo que se hizo con sus propiedades; sin duda, lo
correcto, lo que la ley mandara. La casa seguía allí, todavía vacía y en
condiciones muy deterioradas, cuando oí hablar de ella por última vez, unos
veinte años más tarde.
Desde luego, llegó a considerarse que estaba «encantada»,
y se contaban las acostumbradas historias de luces que se movían, sonidos
lastimeros y apariciones asombrosas. En cierto momento, unos cinco años después
de la desaparición, estos relatos de tinte sobrenatural llegaron a ser tan
abundantes, o por algunas circunstancias que los confirmaban parecieron tan
importantes, que algunos de los ciudadanos más serios de Marion creyeron
conve-niente investigar y organizaron a tal fin una reunión nocturna en el
local. Los interesados en esta empresa eran: John Holcomb, boticario; Wilson Merle, abogado;
y Andrus C. Palmer, maestro de la escuela pública. Todos ellos hombres de
importancia y reputación. Su intención era reunirse en casa de Holcomb a las
ocho de la tarde del día fijado y dirigirse juntos al escenario de su vigilia,
donde se habían hecho algunos preparativos para su comodidad, como un
abastecimiento de leña y similares, pues era invierno.
Palmer faltó a la cita, y tras media hora de espera
los otros dos se marcharon a la casa de Eckert sin él. Se acomodaron en la
habitación principal, donde encendieron un fuego vivo y, sin más luz que la que
él producía, se dispusieron a esperar los acontecimientos. Se había acordado
hablar lo menos posible: ni siquiera volvieron a intercambiar opiniones sobre
la deserción de Palmer, tema que había ocupado sus mentes en el camino.
Debía de haber pasado una hora sin que se produjera
incidente alguno, cuando escucharon (no sin emoción, desde luego) el ruido de
una puerta que se abría en la parte posterior de la casa, seguido por el de
unas pisadas en la habitación contigua a aquélla en la que se encontraban. Los
investigadores se pusieron en pie y se prepararon para lo que pudiera ocurrir
sin hacer movimiento alguno. Hubo un largo silencio, aunque ninguno de los dos
supo luego definir lo que duró. Entonces la puerta que conectaba las dos habitaciones
se abrió y entró un hombre.
Era Palmer. Estaba pálido, como asustado; tan pálido
como se habían quedado los otros dos. Su actitud era también singularmente
distraída: no respondió a sus saludos ni les dirigió la mirada, sino que cruzó
despacio la habitación a la luz del fuego agonizante y, tras abrir la puerta
principal, se perdió en la oscuridad.
Parece que la primera explicación que se les ocurrió
a ambos era que Palmer había sufrido un fuerte susto por algo que había visto,
oído o imaginado en la habitación trasera, que le había privado de los
sentidos. Impulsados por el mismo sentimiento de amistad echaron a correr tras
él. ¡Pero ni ellos ni ninguna otra persona volvió a ver o a saber de Andrus
Palmer!
Esto fue lo que se descubrió a la mañana siguiente.
Durante la reunión de los señores Holcomb y Merle en la
«casa encantada» había caído una capa de nieve limpia de varias pulgadas de
espesor sobre la antigua, ya sucia. Se podían apreciar en ella las huellas de
Palmer desde su casa en el pueblo hasta la puerta trasera de la casa de Eckert.
Pero allí terminaban: a partir de la puerta principal no había más marcas que
las dejadas por los dos hombres que juraban ir detrás de Palmer. La
desaparición de Palmer fue tan completa como la del propio «viejo Eckert», a
quien, como era de esperar, el director de un periódico acusó muy gráficamente
de haber «alargado la mano y habérselo llevado».
1.007. Briece (Ambrose)
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