En la carretera que va desde Manchester, al Este
de Kentucky, hacia el
Norte, a Booneville, que se encuentra a veinte millas, había en 1862 una
plantación con una casa de madera, en cierto modo de mejor calidad que la
mayoría de las viviendas de la región. Al año siguiente la casa fue destruida
por el fuego causado probablemente por unos rezagados de las columnas del
General George
W.
Morgan, que se retiraban hacia el río Ohio después de ser expulsados del desfiladero de
Cumberland por el
General Kirby Smith.
En
el momento de su destrucción llevaba deshabitada cuatro o cinco años. Los
campos de alrededor estaban plagados de zarzamoras, sin vallas, y hasta las
pocas viviendas de los negros, y el resto de los cobertizos en general,
aparecían en parte en ruinas a causa del abandono y del pillaje. Porque los
negros y los blancos pobres de la vecindad encontraban en el edificio y en las
vallas un abundante suministro de combustible, del que se aprovechaban sin
dudarlo, abiertamente y a la luz del día. Y sólo de día; después de anochecer
ningún ser humano, salvo los forasteros que por allí pasaban, se acercaba al
lugar.
Se la conocía como la «Casa Espectral». Que en ella
moraban espíritus malignos, visibles, audibles y activos, no era puesto en
duda por nadie en aquella región, no más que lo que el predicador ambulante
decía los domingos. La opinión del propietario a este respecto era desconocida;
él y su familia habían desaparecido una noche y nunca se había encontrado rastro
de ellos. Dejaron todo: los enseres domésticos, la ropa, las provisiones, los
caballos en el establo, las vacas en el campo, los negros en sus
viviendas; todo tal y como estaba. No faltaba nada, excepto un hombre, una
mujer, tres niñas, un chico y un bebé. No era sorprendente en absoluto que una
plantación en la que siete seres humanos podían desaparecer al mismo tiempo, y
nadie se diera cuenta, resultara sospechosa.
Una noche de junio, en 1859, dos ciudadanos de Frankfort, el
coronel J.C. McArdle, abogado, y el juez Myron Veigh, de la Milicia Estatal ,
se trasladaban de Booneville a Manchester. Sus asuntos eran tan importantes
que decidieron continuar el viaje a pesar de la oscuridad y del retumbar de una
tormenta que se aproximaba, y que finalmente estalló sobre ellos cuando
pasaban por delante de la «Casa Espectral». El relampagueo era tan incesante
que encontraron sin dificultad el camino de entrada que llevaba a un cobertizo,
donde ataron los caballos y les quitaron los arreos. Después, bajo la lluvia,
se dirigieron hacia la casa y llamaron a todas las puertas sin recibir
respuesta alguna. Atribuyéndolo al continuo tronar de la tormenta, decidieron
empujar una puerta; ésta cedió. Entraron sin más ceremonia y la cerraron. En
aquel momento se encontraron a oscuras y en silencio. Por las ventanas y
grietas no se veía ni un destello del resplandor de los incesantes rayos; ni un
murmullo del horrible tumulto exterior llegaba hasta ellos. Era como si se
hubieran quedado ciegos y sordos de repente, y McArdle dijo más
tarde que por un momento creyó haber sido alcanzado por un rayo cuando
traspasaba el umbral. El resto de la aventura quedó relatado en sus propias
palabras, en el Advocate de Frankfort del 6 de agosto de 1876:
«Cuando conseguí recuperarme del aturdimiento de la
transición del tumulto al silencio, mi primer impulso fue volver a abrir la
puerta que había cerrado, de cuyo pomo no era consciente de haber retirado la
mano. Podía sentirlo claramente todavía entre los dedos. Mi idea era averiguar
al salir de nuevo bajo la tormenta si había perdido la vista y el oído. Giré el
pomo y abrí la puerta de un tirón. ¡Pero daba a otra habitación!
» Esta estancia estaba inundada por una tenue luz
verdosa, cuya fuente no pude determinar, que hacía que todo se viera con
claridad, aunque no de un modo definido. Digo todo, aunque en realidad los
únicos objetos que había dentro de las desnudas paredes de piedra de aquella
habitación eran cadáveres humanos. Eran unos ocho o diez (se podrá comprender
fácilmente que no los contara.) Sus edades y tamaños eran diversos, desde
niños para arriba, y de ambos sexos. Todos estaban postrados en el suelo, salvo
uno, el de una mujer joven sentada con la espalda apoyada en una esquina de la
pared. Había otra mujer mayor que agarraba a un niño en sus brazos. Un mozo de
mediana edad yacía boca abajo entre las piernas de un hombre barbudo. Uno o dos
estaban prácticamente desnudos, y en la mano de una muchacha había un trozo de
camisón que debía de haberse arrancado del pecho ella misma. Los cuerpos
presentaban distintos grados de putrefacción, y todos ellos tenían la
cara y la figura muy apergaminadas. Algunos eran poco más que esqueletos.
» Mientras observaba horrorizado el espantoso espectáculo,
con el tirador de la puerta aún en la mano, por alguna perversión inexplicable
mi atención se desvió de aquella horrible escena y pasó a ocuparse de detalles
y pequeñeces. Tal vez mi mente, por un instinto de conservación, buscó alivio
en asuntos que pudieran relajar su peligrosa tensión. Entre otras cosas,
observé que la puerta que mantenía abierta estaba hecha de pesadas planchas de
hierro, con remaches. Equidistantes unos de otros y de arriba abajo, tres
fuertes cerrojos sobresalían del canto biselado. Di media vuelta al pomo y se
retiraron hasta quedar al nivel del borde; lo solté y salieron disparados.
Tenía un sistema de muelles. Por dentro no había agarrador, ni ningún tipo de
saliente, sólo una lisa superficie de hierro.
» Mientras advertía estas cosas con un interés y
atención que ahora me asombra recordar, me sentí apartado bruscamente, y el
juez Veigh, del que me había olvidado por completo debido a la intensidad y las
vicisitudes de mis impresiones, me empujó hacia el interior de la habitación.
» -¡Por Dios! -exclamé-. ¡No entre ahí! ¡Marchémonos
de este horroroso lugar!
» Pero no hizo caso de mis ruegos, y (tan intrépido
como cualquier caballero del Sur) se dirigió con rapidez hacia el centro de la
habitación, se arrodilló junto a uno de los cuerpos para examinarlo con
detenimiento y levantó suavemente la arrugada y ennegrecida cabeza entre sus
manos. Un olor fuerte y desagradable llegó hasta la puerta, apoderándose
completamente de mí. Mis sentidos se trastornaron; noté que me derrumbaba y,
al agarrarme al borde de la puerta para no caerme, se cerró con un chasquido.
» No recuerdo nada más. Seis semanas después
recuperé la razón en un hotel de Manchester al que había sido llevado al día siguiente
por unos extraños. Durante todo aquel tiempo había sufrido una fiebre nerviosa
acompañada de un constante delirio. Me habían encontrado tirado en la carretera
a varias millas de la casa; cómo había escapado de allí hasta llegar al camino
es algo que nunca supe. Una vez repuesto, o tan pronto como los médicos me
permitieron hablar, pregunté por el destino del juez Veigh, de quien (para
tranquilizarme, según sé ahora) me decían que se encontraba bien y en casa.
» Nadie creyó una palabra de mi relato, pero ¿quién
puede asombrarse? ¿Y quién podría imaginar mi tristeza cuando me enteré, al
llegar a mi casa en Frankfort dos meses más tarde, de que no se sabía nada del
juez Veigh desde aquella noche? Entonces lamenté amargamente el orgullo que me
había impedido repetir mi increíble historia e insistir en su realidad, ya
desde los primeros días que sucedieron a mi recuperación.
» Los lectores del Advocate ya están familiarizados con todo lo
que ocurrió después: el examen de la casa, el fracaso en encontrar una
habitación que correspondiera a la que yo había descrito, el intento de
declararme loco, y mi triunfo sobre mis acusadores. Después de todos estos
años todavía considero que las excavaciones que no tengo derecho legal de
iniciar, ni la riqueza suficiente para llevar a cabo, revelarían el secreto de
la desaparición de mi infeliz amigo, y posiblemente de los anteriores
ocupantes y propietarios de la abandonada y hoy destruida casa. No desespero
sin embargo de realizar tal búsqueda, y es una fuente de profunda tristeza para
mí el que haya sido retrasada por la hostilidad inmerecida y la incredulidad imprudente
de los familiares y amigos del fallecido juez Veigh.
El coronel McArdle murió en Frankfort el trece de diciembre de 1879.
1.007. Briece (Ambrose)
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