Eranse un
famoso mercader y su esposa. Poseían muchas riquezas, pero no tenían hijos. Se
pusieron a rogar a Dios para que les diera una criatura que alegrara sus años
jóvenes, que fuera el sostén de su vejez y rezara por su alma después de
muertos. También se dedicaron a dar de comer a los pobres y repartir limosnas.
Además, decidieron construir, para bien de toda la gente, un largo puente a
través de un pantano intransitable.
El mercader
gastó mucho dinero en aquella obra, pero el puente fue construido. Terminados
todos los trabajos, dijo a uno de sus depen-dientes:
-Mira,
Fiódor: vas a meterte debajo del puente para escuchar lo que dice la gente de
mí. Quiero saber si me bendicen o me critican.
Fiódor
hizo lo que le mandaban. Estaba debajo del puente, cuando pasaron dos viejos
santos diciendo:
-¿Cómo se
podría recompensar al que ha construido este puente? Hagamos que le nazca un
hijo tan afortunado, que se cumpla cuanto él diga y que Dios le conceda todo lo
que desee.
-¿Qué
dice la gente, Fiódor? -preguntó el mercader cuando volvió el dependiente.
-Pues no
he oído nada.
Al poco
tiempo se quedó embarazada la mercadera y dio a luz un niño, al que bautizaron
y acostaron en su cuna.
Celoso de
la dicha ajena, el dependiente esperó a que fuera noche cerrada, cuando todos
estaban profundamente dormidos en la casa. Agarró una paloma, la degolló, y con
su sangre embadurnó la cama, las manos y los labios de la parturienta. En
cuanto al niño, lo robó y lo dio a criar lejos de allí.
Por la
mañana, el padre y la madre notaron la falta de la criatura. No aparecía por
ninguna parte. Entonces empezó el dependiente:
-Eso es
que se lo ha comido la madre. ¿No veis que tiene las manos y los labios manchados
de sangre?
El
mercader encerró a su mujer en un sótano.
Pasaron
los años, el hijo de los mercaderes creció, empezó a corretear y a hablar. El
dependiente abandonó entonces al mercader, yéndose a vivir con el niño a la
orilla del mar. En cuanto le pasaba algo por la imaginación le ordenaba al
chiquillo: «Desea tal y tal cosa», y todo lo conseguía.
-Oye,
pequeño -le dijo un día-: pídele a Dios que surja aquí un reino nuevo, que
desde este sitio se tienda un puente de cristal por encima de los mares hasta
el palacio del soberano y que la zarevna se case conmigo.
El
chiquillo se lo pidió así a Dios, y al instante quedó tendido un puente de
cristal por encima de los mares y apareció una rica y hermosa ciudad con casas
de piedra blanca, iglesias y moradas reales.
Al día
siguiente el zar vio el puente de cristal cuando miró por la ventana al
despertarse.
-¿Quién
ha construido esa maravilla? -pre-guntó.
Le
dijeron que Fiódor.
-Ya que
tiene tanta habilidad, le daré a la zarevna por esposa.
Todo se
arregló en nada de tiempo. Fiódor se casó con la zarevna y reinó sobre la hueva
ciudad. En cuanto al chiquillo, le hacía pasar toda clase de calamidades: le
tenía de criado, le pegaba, le reñía por todo y, a veces, incluso le regateaba
un mendrugo de pan.
Estaban
Fiódor y su mujer acostados, charlando, mientras el chico lloraba amargamente
acurrucado en un rincón oscuro, cuando la zarevna preguntó:
-Oye, ¿y
de dónde has sacado tantas riquezas si no eras más que un simple dependiente?
-Todas
las riquezas, lo mismo que mi fuerza, me vienen del chico que le robé al
mercader.
-¿Cómo
fue eso?
-Yo
estaba de dependiente de un mercader a quien, por intercesión de los santos,
debía nacerle un hijo con un don especial y tan afortunado que se cumpliera
todo cuanto él dijera y que Dios le concedería todo lo que deseara. Nació, en
efecto, el niño, y yo lo robé. Para que nadie sospechara de mí, eché la culpa a
la mercadera diciendo que se lo había comido ella.
El niño,
que oyó aquellas palabras, salió de su rincón y dijo:
-Porque
yo lo suplico y porque lo ordena Dios, hombre malvado, te convertirás en perro.
Al
instante quedó convertido Fiódor en perro. El chico le puso una cadena al
cuello y lo condujo a casa de su padre.
-Buen
hombre -le pidió, ¿podrías darme unas brasas ardientes?
-¿Para
qué las quieres?
-Para dar
de comer a mi perro.
-¿Qué
dices? ¡Dios te perdone! -protestó el mercader. ¿Dónde se ha visto que se
alimente a un perro con brasas ardientes?
-¿Y dónde
se ha visto que una madre pueda comerse a su propio hijo? Mírame, bátiushka:
soy tu hijo. Y este perro es tu antiguo dependiente Fiódor, que me robó y
calumnió a mi madre.
El
mercader pidió entonces que le contara toda la historia, devolvió la libertad a
su esposa y juntos se marcharon a vivir a un nuevo reino que, por deseo del
hijo del mercader, había surgido a la orilla del mar.
La
zarevna volvió donde su padre y Fiódor siguió siendo un perro asqueroso hasta
que se murió.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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