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miércoles, 21 de agosto de 2013

Una criatura afortunada

Eranse un famoso mercader y su esposa. Poseían muchas riquezas, pero no tenían hijos. Se pusieron a rogar a Dios para que les diera una criatura que alegrara sus años jóvenes, que fuera el sostén de su vejez y rezara por su alma después de muertos. También se dedicaron a dar de comer a los pobres y repartir limosnas. Además, decidieron construir, para bien de toda la gente, un largo puente a través de un pantano intransitable.
El mercader gastó mucho dinero en aquella obra, pero el puente fue construido. Terminados todos los trabajos, dijo a uno de sus depen-dientes:
-Mira, Fiódor: vas a meterte debajo del puente para escuchar lo que dice la gente de mí. Quiero saber si me bendicen o me critican.
Fiódor hizo lo que le mandaban. Estaba debajo del puente, cuando pasaron dos viejos santos diciendo:
-¿Cómo se podría recompensar al que ha construido este puente? Hagamos que le nazca un hijo tan afortunado, que se cumpla cuanto él diga y que Dios le conceda todo lo que desee.
-¿Qué dice la gente, Fiódor? -preguntó el mercader cuando volvió el dependiente.
-Pues no he oído nada.
Al poco tiempo se quedó embarazada la mercadera y dio a luz un niño, al que bautizaron y acostaron en su cuna.
Celoso de la dicha ajena, el dependiente esperó a que fuera noche cerrada, cuando todos estaban profundamente dormidos en la casa. Agarró una paloma, la degolló, y con su sangre embadurnó la cama, las manos y los labios de la parturienta. En cuanto al niño, lo robó y lo dio a criar lejos de allí.
Por la mañana, el padre y la madre notaron la falta de la criatura. No aparecía por ninguna parte. Entonces empezó el dependiente:
-Eso es que se lo ha comido la madre. ¿No veis que tiene las manos y los labios manchados de sangre?
El mercader encerró a su mujer en un sótano.
Pasaron los años, el hijo de los mercaderes creció, empezó a corretear y a hablar. El dependiente abandonó entonces al mercader, yéndose a vivir con el niño a la orilla del mar. En cuanto le pasaba algo por la imaginación le ordenaba al chiquillo: «Desea tal y tal cosa», y todo lo conseguía.
-Oye, pequeño -le dijo un día-: pídele a Dios que surja aquí un reino nuevo, que desde este sitio se tienda un puente de cristal por encima de los mares hasta el palacio del soberano y que la zarevna se case conmigo.
El chiquillo se lo pidió así a Dios, y al instante quedó tendido un puente de cristal por encima de los mares y apareció una rica y hermosa ciudad con casas de piedra blanca, iglesias y moradas reales.
Al día siguiente el zar vio el puente de cristal cuando miró por la ventana al despertarse.
-¿Quién ha construido esa maravilla? -pre-guntó.
Le dijeron que Fiódor.
-Ya que tiene tanta habilidad, le daré a la zarevna por esposa.
Todo se arregló en nada de tiempo. Fiódor se casó con la zarevna y reinó sobre la hueva ciudad. En cuanto al chiquillo, le hacía pasar toda clase de calamidades: le tenía de criado, le pegaba, le reñía por todo y, a veces, incluso le regateaba un mendrugo de pan.
Estaban Fiódor y su mujer acostados, charlando, mientras el chico lloraba amargamente acurrucado en un rincón oscuro, cuando la zarevna preguntó:
-Oye, ¿y de dónde has sacado tantas riquezas si no eras más que un simple dependiente?
-Todas las riquezas, lo mismo que mi fuerza, me vienen del chico que le robé al mercader.
-¿Cómo fue eso?
-Yo estaba de dependiente de un mercader a quien, por intercesión de los santos, debía nacerle un hijo con un don especial y tan afortunado que se cumpliera todo cuanto él dijera y que Dios le concedería todo lo que deseara. Nació, en efecto, el niño, y yo lo robé. Para que nadie sospechara de mí, eché la culpa a la mercadera diciendo que se lo había comido ella.
El niño, que oyó aquellas palabras, salió de su rincón y dijo:
-Porque yo lo suplico y porque lo ordena Dios, hombre malvado, te convertirás en perro.
Al instante quedó convertido Fiódor en perro. El chico le puso una cadena al cuello y lo condujo a casa de su padre.
-Buen hombre -le pidió, ¿podrías darme unas brasas ardientes?
-¿Para qué las quieres?
-Para dar de comer a mi perro.
-¿Qué dices? ¡Dios te perdone! -protestó el mercader. ¿Dónde se ha visto que se alimente a un perro con brasas ardientes?
-¿Y dónde se ha visto que una madre pueda comerse a su propio hijo? Mírame, bátiushka: soy tu hijo. Y este perro es tu antiguo dependiente Fiódor, que me robó y calumnió a mi madre.
El mercader pidió entonces que le contara toda la historia, devolvió la libertad a su esposa y juntos se marcharon a vivir a un nuevo reino que, por deseo del hijo del mercader, había surgido a la orilla del mar.
La zarevna volvió donde su padre y Fiódor siguió siendo un perro asqueroso hasta que se murió.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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