Abriéndose paso entre la capa de
nieve que había caído la noche anterior, que le llegaba hasta las espinillas, y
estimulado por la alegría de su hermana pequeña que le seguía por el camino que
él iba abriendo, el hijo del ciudadano más distinguido de Grayville, un
muchacho pequeño y robusto, chocó uno de sus pies con algo que no resultaba
visible bajo la superficie de la nieve. El propósito de esta narración es
explicar cómo llegó hasta allí
Nadie que hubiera tenido la suerte
de pasar por Grayville durante el día podía dejar de observar el gran edificio
de piedra que coronaba la colina baja situada al norte de la estación del
ferrocarril: es decir hacia la derecha si uno se dirigía a Great Mowbray. Es un
edificio de aspecto algo insípido, del estilo "comatoso temprano",
que parecía haber sido construido por un arquitecto que huía de la publicidad,
y aunque no pudo ocultar su obra -en este caso incluso se vio obligado a
mostrarla por tener que situarla a la vista de los hombres, sobre un
promontorio, hizo honestamente todo lo que pudo para asegurarse de que nadie
le echara una segunda mirada. Por lo
que concierne a su aspecto exterior y visible, el Hogar de Hombres Ancianos
Abersush es incuestiona-blemente poco hospitalario por lo que se refiere a la
atención humana.
Pero es un edificio de gran
magnitud que costó a su benevolente fundador los beneficios de muchas cargas de
té, sedas y especias que traían sus barcos desde los bajos fondos cuando se
dedicaba al comercio en Boston; aunque los gastos principales fueron los de
dotar el edificio de todo lo necesario. En resumidas cuentas, esta imprudente
persona había robado a sus herederos una suma no inferior al medio millón de
dólares, de los que se deshizo con donaciones desenfrenadas. Con la idea,
posiblemente, de desa-parecer de la vista de los testigos silenciosos de su
extravagancia, poco después dispuso de todas las propiedades que le quedaban en
Grayville, dio la espalda al escenario de su prodigalidad y cruzó el mar en uno
de sus barcos. Las murmuraciones, que parecen obtener directamente del cielo su
inspiración, afirmaban que fue en busca de una esposa: teoría que no era fácil
de reconciliar con la del humorista del pueblo, quien aseguraba solemnemente
que el filantrópico soltero había abandonado esta vida (es decir, se había ido
de Grayville) porque las doncellas casaderas se lo estaban poniendo demasiado
difícil. Pero, aunque así hubiera podido ser, no había regresado, y aunque de
vez en cuando llegaban hasta Grayville, de forma poco metódica, vagos rumores
acerca de sus recorridos por tierras extrañas, nadie llegó a saber nada con
certeza acerca de él, por lo que para la nueva generación llegó a ser nada más
que un nombre. Pero sobre la puerta del Hogar de Ancianos, la piedra gritaba
ese nombre.
A pesar de lo poco prometedor del
exterior, el Hogar es un lugar bastante cómodo para retirarse de todos los
males que habían sufrido sus internos por ser pobres, viejos y hombres. En la
época a la que se refiere esta breve crónica, debían ser una veintena, pero por
su acritud, ingratitud general y nivel de quejas podría parecer que llegaban
casi a cien; ése era al menos el cálculo del superintendente, el señor Silas
Tilbody. El señor Tilbody tenía la convicción firme de que siempre que los
fideicomisarios o administradores admitían a ancianos nuevos, para sustituir a
los que se habían ido a otro y mejor Hogar, lo hacían claramente con la
voluntad de interrumpir su paz y poner a prueba su paciencia. En verdad, cuanto
más se iba relacionando con la institución más poderoso era su sentimiento de
que el benevolente plan del fundador se veía tristemente perjudicado por el
hecho de tener que admitir internos. No tenía demasiada imaginación, pero con
la que poseía acostumbraba a reconstruir el Hogar para Hombres Ancianos en una
especie de "castillo en el aire", con él mismo como castellano,
dedicado a mantener hospitalariamente a una veintena de aseados y prósperos
caballeros de mediana edad, de muy buen humor y con la voluntad de pagar cortésmente
por la comida y el alojamiento. En esta revisión del proyecto filantrópico,
felizmente no existían los fideicomisarios, a quienes les debía su trabajo y
ante los que era responsable de su conducta. Por lo que se refiere a los
fideico-misarios, el humorista del pueblo antes mencionado sostenía que, en su
gestión de la gran obra caritativa, la providencia les había proporcionado
solícitamente incentivos para su prosperidad. Nada sabemos de las deducciones
que esperaba el humorista se extrajeran de dicha opinión; los internos, que
desde luego eran los más implicados, ni la apoyaban ni la negaban.
Vivían sus escasos restos de vida,
se deslizaban a unas tumbas ordenadamente numeradas y eran sucedidos por otros
ancianos que se asemejaban a ellos todo lo que podría haber deseado el
Adversario de la Paz. Si
el Hogar era un lugar de castigo por el pecado de haber sido manirrotos, los
veteranos pecadores buscaban justicia con una persistencia que era testigo de
la sinceridad de su arrepentimiento. Hacia uno de ellos invito ahora al lector
a que preste su atención.
Por lo que se refiere al atuendo,
dicha persona no resultaba excesivamente atractiva. Pues dada la estación,
mediados de invierno, hasta un observador descuidado habría visto en él una
estratagema astuta de aquel que no está dispuesto a compartir los frutos de su
trabajo con los cuervos que ni trabajan ni hilan; un error que no habría podido
disiparse sin una observación más prolongada y atenta; pues su avance por la
calle Abersush, hacia el Hogar, en la oscuridad de una tarde invernal, no
resultaba más veloz del que podría haberse esperado de un espantapájaros
bendecido con la juventud, la salud y el descontento. Aquel hombre iba
claramente mal vestido, aunque no careciera de cierta salud ni de buen gusto;
pues resultaba evidente que era un solicitante que trataba de ser admitido en
el Hogar, donde la pobreza era una cualificación. En el ejército de los
indigentes, el uniforme son los harapos, que sirven a los oficiales reclutantes
para distinguir a sus soldados.
Cuando el anciano cruzó la puerta
de la finca y empezó a ascender arrastrando los pies por el ancho camino,
blanqueado ya por la nieve que caía rápidamente y que él, de vez en cuando, se
sacudía de diversos rincones de su cuerpo, se colocó bajo la inspección de un
farol grande y redondo que estaba encendido la noche entera encima de la puerta
principal del edificio. Como si no deseara someterse a sus reveladores rayos
luminosos, giró hacia la izquierda, recorrió una considerable distancia a lo
largo de la fachada principal del edificio, llamó en una puerta más pequeña de
cuyo interior salía una luz más tenue a través de un montante en forma de
abanico, y que por tanto se extendía, poco favorable a la curiosidad, hacia
arriba. El personaje que abrió la puerta no fue otro que el propio e importante
señor Tilbody. Al observar al visitante, quien de inmediato se destocó y redujo
algo el radio de la curvatura permanente de su espalda, el hombre importante no
dio señal visible ni de sorpresa ni de incomodidad. El señor Tilbody se
encontraba en un estado poco común de buen humor, fenómeno que sin duda podía
achacarse a la alegre influencia del momento, pues era la víspera de Navidad y
el siguiente día sería esa bendita trescientas setenta y cincoava parte del año
que todas las almas cristianas destinan a sus mejores hazañas de bondad y de
alegría. Tan repleto estaba el señor Tilbody del espíritu del momento que su
rostro grueso y sus ojos de color azul claro -cuyo fuego inexistente permitía
distinguirlo de una calabaza que se hubiera dado fuera de temporada- difundían
un brillo tan afable que era una pena que no pudiera mantener solazándose en la
conciencia de su propia identidad. Iba preparado con sombrero, botas, abrigo y
paraguas, tal como correspondía a una persona a punto de exponerse a la noche y
la tormenta en una misión de caridad; pues el señor Tilbody acababa de
despedirse de su esposa y de sus hijos para ir "al centro" a comprar
los elementos con los que confirmar la falsedad anual acerca de ese santo de
vientre hinchado que frecuenta las chimeneas para recompensar a las niñas y
niños pequeños que son buenos y sobre todo fieles. Ésa es la razón de que no
invitara al anciano a entrar, sino que le saludara alegremente con estas
palabras:
-¡Hola!
Viene justo a tiempo. Un momento más tarde y no me habría encontrado. Vamos, no
tengo tiempo que perder; haremos juntos una parte del camino.
-Se lo agradezco -contestó el
anciano, sobre cuyo rostro delgado y blanco, pero no innoble, la luz de la
puerta abierta dejaba al descubierto una expresión que era, quizás, de
decepción. Pero si los fideicomisarios...si mi solicitud...
-Los fideicomisarios han aceptado que su
solicitud no les es aceptable -contestó el señor Tilbody cerrando así dos
puertas, con lo que eliminaba dos tipos de luz.
Hay algunos sentimientos que no
resultan apropiados para la
Navidad , pero el humor tiene para sí, lo mismo que la muerte,
todas las estaciones.
-¡Ay, Dios mío! -gritó el anciano
en un tono tan ronco y tenue que la invocación resultó cualquier cosa menos
impresionante, y al menos a uno de sus dos auditores le pareció ciertamente
algo ridícula. Al Otro... Pero éste es un asunto que los profanos no tenemos
suficiente luz para exponer.
-Sí -prosiguió el señor Tilbody
acomodando su paso al del compañero, que mecánicamente, pero no con demasiado
éxito, recorría a la inversa el camino que él mismo había abierto en la nieve.
Han decidido que dadas las circunstancias, las circunstancias muy peculiares,
usted me entenderá, no sería adecuado admitirle. Como superintendente y
secretario ex officio de la honorable junta -tal como el señor Tilbody
"pronunciaba claramente su título", la magnitud del gran edificio,
visto tras el velo que formaba la nieve al caer, parecía sufrir algo con la comparación,
es mi deber informarle de que, con las palabras mismas del presidente, el
diácono Byram, su presencia en el Hogar resultaría, repito que dadas las
circunstancias, peculiarmente embarazosa. Consideré que era mi deber someter a
la honorable junta la expresión que me hizo usted ayer de sus necesidades, su
condición física y las pruebas que la Providencia ha tenido a bien enviarle, y hasta el
esfuerzo de presentar personal-mente su petición; pero tras una consideración
cuidadosa, y me atrevería a decir suplicatoria, de su caso -y confío que
también algo de esa gran capacidad para la caridad que es apropiada a esta
estación, se decidió que no estaría justificado hacer nada que probablemente
dañaría la utilidad de la institución que se ha confiado (por la Providencia ) a nuestro
cuidado.
Mientras hablaban, habían salido ya
de los terrenos del Hogar; el farol situado frente a la puerta resultaba apenas
visible por causa de la nieve. Se había borrado ya el rastro anterior del
anciano y éste parecía inseguro con respecto a qué camino debería seguir. El
señor Tilbody se había adelantado un poco, pero se detuvo y se dio la vuelta
hacia él, pues no parecía deseoso de perder aquella oportunidad.
-Dadas las circunstancias, la
decisión...
Pero el anciano resultaba
inaccesible a la capacidad persuasiva de su verbosidad; había cruzado la calle
hacia un solar vacío y seguía avanzando en una progresión bastante sinuosa
hacia ningún lugar en particular; lo cual, puesto que no tenía ningún lugar en
particular al que acudir, no era un procedimiento tan irrazonable como podría
parecer.
Y así es como sucedió que a la mañana
siguiente, cuando las campanas de las iglesias de todo Grayville sonaban con la
unción adicional que era apropiada al día, el robusto y pequeño hijo del
diácono Byram, abriéndose un camino por la nieve hasta el lugar de veneración,
golpeó uno de sus pies contra el cuerpo del filántropo Amasa Abersush.
1.007. Briece (Ambrose)
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