Translate

miércoles, 21 de agosto de 2013

Un sueño profetico

Erase un mercader que tenía dos hijos: uno se llamaba Dmitri y el otro Iván. Una noche les dijo al darles su bendición antes de que se acostaran:
-Hijos míos, mañana quiero que me contéis lo que hayáis soñado. El que no lo cuente morirá.
A la mañana siguiente llegó el hijo mayor y le dijo a su padre: -He soñado, bátiushka, que mi hermano Iván volaba a gran altura, sobre doce águilas, cerca del firmamento. Y también he soñado que había desaparecido tu oveja favorita.
-Y tú, Iván, ¿qué has soñado?
-No lo diré.
Por mucho que insistió el padre, Iván se encerró en esta respuesta y siempre contestaba lo mismo: «No lo diré.» Furioso, el mercader llamó a sus dependientes y les ordenó llevarse al hijo díscolo, desnudarlo y atarlo a un poste junto al gran camino.
Los dependientes agarraron a Iván y, como les habían ordenado, lo ataron desnudo a un poste. El pobre muchacho padeció mucho, abrasado por el sol, picado por los mosquitos, atormentado por el hambre y la sed...
Pero sucedió que al pasar un joven zarévich por aquel camino vio al hijo del mercader y se compadeció de él. Mandó que lo desataran, le dio ropa suya, lo llevó a palacio y allí empezó a hacerle preguntas.
-¿Quién te hizo atar al poste?
-Mi padre, que estaba enfadado conmigo.
-¿Por qué razón?
-Porque no quise contarle un sueño que había tenido.
-¡Qué tontería! ¿Cómo se puede castigar tan duramente por una insignificancia? Oye... ¿y qué habías soñado?
-No lo diré, zarévich.
-¿Cómo que no? ¿Vas a faltarme al respeto después de que te he salvado la vida? Dilo ahora mismo, o lo pasarás mal.
-Si no se lo dije a mi padre, tampoco te lo diré a ti.
El zarévich ordenó que le encarcelaran. Acudieron unos soldados y condujeron al pobrecito a una mazmorra.
Transcurrió un año. El zarévich tuvo la idea de casarse. Hizo sus pre-parativos y partió hacia un lejano país a pedir la mano de Elena la Bella.
El zarévich tenía una hermana que, poco después de salir él de viaje, fue a pasear precisamente cerca de donde se encontraba Iván encarcelado. Este, que la vio por un ventanuco, gritó con todas sus fuerzas:
-Ten compasión de mí, zarevna, y devuélveme la libertad, que quizá pueda yo serviros de algo. Ya sé que el zarévich ha ido a pedir la mano de Elena la Bella. Pero, sin mi ayuda, no logrará casarse con ella y hasta es posible que pierda la vida. Seguramente habrás oído hablar de lo astuta que es Elena la Bella y de los muchos pretendientes que ha hecho pasar a mejor vida.
-¿Y tú eres capaz de prestar ayuda al zarévich?
-Sí que lo haría, pero aquí estoy lo mismo que un halcón con las alas sujetas.
La zarevna dispuso inmediatamente que le sacaran de la mazmorra. Iván, el hijo del mercader, buscó compañeros que le acompañaran y que con Iván sumaban doce, todos tan parecidos como hermanos, los doce con la misma estatura, la misma voz y el mismo cabello. Endosaron casacas iguales, cortadas por el mismo patrón, montaron en recios caballos y se pusieron en camino.
Cabalgaron un día, luego otro y otro más, y al cuarto llegaron hasta cerca de un frondoso bosque, donde parecía haber un gran escándalo.
-¡Alto, muchachos! -dijo Iván-. Esperadme aquí un poco mientras voy a enterarme de lo que pasa.
Se apeó del caballo, penetró en el bosque y encontró en un calvero a tres viejos regañando.
-¡Hola, abuelos! ¿Por qué discutís?
-Verás, jovencito: nuestro padre nos dejó al morir tres objetos mara-villosos (un gorro que le hace a uno invisible, una alfombra voladora y unas botas veloces), y aquí llevamos ya setenta años discutiendo, sin saber cómo repartirnos la herencia.
-¿Queréis que lo haga yo?
-Sí, hombre. Ten la bondad.
Iván, el hijo del mercader, tensó su arco, colocó en él tres pequeñas flechas y las soltó en distintas direcciones. A uno de los viejos le dijo que corriera hacia la derecha, al otro hacia la izquierda y al tercero de frente.
-Para el primero que traiga una de las flechas será el gorro que le hace a uno invisible, para el segundo será la alfombra voladora y al tercero le quedarán las botas veloces.
Los viejos echaron a correr detrás de las flechas y entonces Iván torrjó los tres objetos maravillosos y volvió donde estaban sus compañeros.
-Amigos -les dijo-, soltad a los buenos caballos y subid aquí conmigo a la alfombra voladora.
Todos le obedecieron al instante y salieron volando hacia el reino de Elena la Bella. Llegaron hasta la capital, se posaron en tierra delante de una puerta y fueron en busca del zarévich.
-¿Qué deseáis? -les preguntó el zarévich cuando se presentaron en su casa.
-Quisiéramos que nos tomaras a tu servicio. Somos doce mozos recios y de todo corazón deseamos lo mejor para ti.
El zarévich los tomó a su servicio, unos de cocineros, otros de yegüerizos... Aquel mismo día, el zarévich se vistió con sus mejores galas y fue a presentarse a Elena la Bella, que le acogió con amabilidad, le ofreció vinos y manjares delicados y luego le preguntó:
-¿Quieres decirme con sinceridad a qué has venido?
-He venido a pedir tu mano, Elena la Bella. ¿Quieres casarte conmigo?
-Creo que te aceptaría, pero primero has de cumplir tres deseos míos. Si los cumples, seré tuya; si no, prepárate a que tu cabeza caiga bajo el hacha afilada.
-Dime cuál es tu primer deseo.
-Mañana tendré una cosa, pero no voy a decirte lo que es. Ingéniatelas tú, zarévich, para traer la pareja de esa cosa desconocida.
Volvió el zarévich a su casa, cabizbajo y muy apenado. Iván, el hijo del mercader, le preguntó entonces:
-Pareces disgustado, zarévich. ¿No te ha tratado bien Elena la Bella? Cuéntame tus penas y se aliviarán.
-Pues verás: Elena la Bella ha formulado un deseo que ni un sabio podría cumplir... -y se lo contó todo.
-Bueno, la cosa no es tan grave. Tú haz tus oraciones y acuéstate, que la noche es buena consejera y mañana se arreglará todo.
El zarévich se acostó. Iván, el hijo del mercader, se puso entonces el gorro que le hacía invisible, se calzó las botas veloces y se dirigió al palacio de Elena la Bella. Entró hasta el mismo dormitorio y se puso a escuchar. Precisamente estaba Elena la Bella diciéndole a su sirvienta más fiel:
-Toma esta tela de raso y llévasela al zapatero para que me haga sin pérdida de tiempo un zapato a mi medida.
La sirvienta partió presurosa a cumplir la orden de su señora y detrás de ella fue Iván. El zapatero puso en seguida manos a la obra, hizo un zapato en un santiamén y lo dejó sobre el poyo de la ventana. Iván, el hijo del mercader, lo agarró al instante y se lo guardó en un bolsillo.
El pobre zapatero se quedó pasmado al ver que había desaparecido el zapato delante de sus narices. Buscó y rebuscó por todos los rincones; pero ¡como si no!
-¡Qué cosa tan rara! -murmuró-. Parece una jugarreta del demonio...
Fuera como fuera, no le quedó más remedio que empuñar de nuevo la lezna y hacer otro zapato, que le llevó a Elena la Bella.
-Eres un pasmarote -le reprendió ella-. ¿Tanto tiempo has necesitado para hacer un zapato?
Luego tomó ella su costurero y empezó a bordar el zapato en oro y adornarlo con perlas y piedras preciosas. Iván, que estaba ya a su lado, sacó el otro zapato del bolsillo y se puso a hacer lo mismo. ¿Que ella elegía una piedra? El tomaba otra igual. ¿Que ella cosía una perla en un sitio? En el mismo sitio la cosía él también... Concluida su labor, Elena la Bella sonrió diciendo:
-Mañana veremos lo que se le ha ocurrido al zarévich.
-Espera, espera -murmuró Iván-, que todavía no sabemos quién se burlará de quién.
Volvió a casa y se acostó. Pero al amanecer se levantó, se vistió, fue a despertar al zarévich y le entregó el zapato.
-Preséntate a Elena la Bella con este zapato, porque esto es lo que te va a pedir -le explicó.
El zarévich se aseó, se atavió y partió a caballo al palacio de la novia, donde había ya muchos visitantes: boyardos, dignatarios, consejeros... Nada más llegar el zarévich empezó a tocar la banda de música, los visitantes se pusieron en pie, los soldados presentaron armas... Elena la Bella mostró entonces su zapato adornado con grandes perlas y repujado con piedras preciosas. Y todo esto mirando al zarévich con una sonrisa burlona.
-Bonito zapato -elogió el zarévich-. ¿Pero de qué sirve sin su pareja? Tendré que regalarte otro igual.
Con estas palabras sacó el otro zapato del bolsillo y lo dejó encima de la mesa. Todos los presentes aplaudieron gritando:
-¡Vaya con el zarévich! Es digno de casarse con Elena la Bella, nuestra soberana.
-Eso lo veremos todavía -replicó Elena la Bella-. Que acierte otro deseo.
Por la noche regresó el zarévich a su casa más abatido aún que la víspera.
-No te disgustes de esa manera, zarévich -le animó Iván, el hijo del mercader-. Haz tus oraciones y acuéstate, que la noche es buena consejera.
Ayudó a su amo a acostarse, se puso las botas veloces y el gorro que le hacía invisible y corrió al palacio de Elena la Bella. Llegó precisamente cuando estaba diciéndole a su sirvienta:
-Ve en seguida al corral y tráeme una pata.
La sirvienta salió corriendo y también Iván. La sirvienta agarró una pata, él agarró un pato y volvieron por el mismo camino. Elena la Bella tomó su costurero y empezó a adornar las alas de la pata con cintas y la moña con brillantes. Siguiendo todos sus movimientos, Iván, el hijo del mercader, iba haciendo lo mismo con el pato.
Al día siguiente también había visitantes y música en el palacio de Elena la Bella, que preguntó al zarévich soltando la pata: -¿Habías adivinado esto?
-En efecto, Elena la Bella. Y aquí tienes la pareja -contestó soltando el pato.
Entonces todos los boyardos gritaron a una:
-¡Bravo por el zarévich! Es digno de casarse con Elena la Bella.
-Aún tendrá que acertar otra cosa.
Aquella noche regresó el zarévich a su casa desesperado.
-No te apures, zarévich. Lo mejor será que te acuestes, porque la noche es buena consejera -le dijo Iván, el hijo del mercader, y ya estaba él poniéndose las botas veloces y el gorro que le hacía invisible.
Llegó como una exhalación al palacio de Elena la Bella, cuando ella montaba en su carroza y partía al galope hacia el mar azul. Iván, el hijo del mercader, la siguió sin rezagarse ni un paso.
Cuando estuvo a la orilla del mar, Elena la Bella empezó a llamar a su abuelo. Las olas se agitaron y emergió del agua un anciano con la barba de oro y los cabellos de plata.
-¡Hola, nietecita! -saludó al salir a la orilla-. Hacía mucho tiempo que no nos veíamos. Rebúscame un poco en la cabeza.
Se tendió, recostado sobre las rodillas de Elena la Bella, y se quedó dulcemente dormido mientras ella le rebuscaba en la cabeza. Iván, el hijo del mercader, se había acercado por la espalda y estaba observándolo todo.
Viendo que el anciano se había quedado dormido, Elena la Bella le arrancó tres cabellos de plata; entonces Iván, el hijo del mercader, no le arrancó tres, sino un puñado entero.
-¡Oye! ¿Pero te has vuelto loca? -gritó el anciano despertándose-. ¡Me haces daño!
-Perdona, abuelo. Como hace tiempo que no te peino, tienes el pelo enredado...
El abuelo se calmó y al poco rato roncaba otra vez. Elena la Bella le arrancó tres pelos de la barba de oro; entonces Iván, el hijo del mercader, le empuñó la barba y estuvo a punto de arrancársela toda. El viejo pegó un_ grito terrible, se incorporó de un salto y se tiró al mar.
-¡Ahora sí que se ha caído el zarévich! -murmuró Elena la Bella-. Cabellos como éstos no los encontrará en ninguna parte.
Al día siguiente también se juntó mucha gente en palacio: El zarévich se presentó como las dos veces anteriores. Elena la Bella le mostró los tres cabellos de oro y los tres de plata y le preguntó:
-¿Has visto tú en alguna parte semejante maravilla?
-¡Valiente cosa! ¿Quieres que te regale yo un puñado entero? -replicó Iván, presentándole efectivamente un puñado de cabellos de oro y otro de cabellos de plata.
Furiosa, Elena la Bella corrió a su aposento y consultó su libro mágico para descubrir si era el propio zarévich quien acertaba siempre o si le ayudaba alguien. Y entonces vio que el listo no era él, sino su servidor, Iván, el hijo del mercader. Regresó al salón donde estaban los invitados y le pidió al zarévich:
-Envíame a tu criado.
-Tengo doce.
-Envíame al que se llama Iván.
-Todos se llaman Iván.
-Bueno, pues que vengan todos -concluyó, pensando para sus adentros que ya se arreglaría ella sola para descubrir al culpable.
El zarévich dispuso que vinieran sus criados, y al poco tiempo se presentaron en palacio doce apuestos mancebos, sus fieles servidores, todos iguales de cara, de estatura, de voz y de pelo.
-¿Cuál de vosotros es el mayor? -preguntó Elena la Bella.
-¡Yo! ¡Yo! -gritaron todos a una.
«Creo que la cosa no va a ser tan sencilla como pensaba», se dijo, y mandó traer doce copas. Once eran de metal corriente y una -la copa donde solía beber ella misma- era de oro. Las llenó de vino delicado y fue ofreciéndolas a los apuestos mancebos. Todos desdeñaron las de metal y todos adelantaron la mano hacia la de oro, arrebatándosela los unos a los otros... Sólo consiguieron formar un tremendo alboroto y derramar el vino.
Como vio que tampoco le resultaba aquella argucia, Elena la Bella dispuso que los gallardos mancebos fueran agasajados a manteles puestos y alojados luego en el palacio.
Pero por la noche, cuando estaban todos profundamente dormidos, se acercó a ellos con su libro mágico y en seguida descubrió al culpable. Entonces agarró unas tijeras y le cortó un mechón de pelo de una sien pensando: «Así le reconoceré mañana y le haré ejecutar.»
Iván, el hijo del mercader, se despertó por la mañana y, al alisarse el cabello, notó que le habían cortado un mechón. Se tiró de la cama para despertar a sus compañeros.
-¡Basta de dormir, que estamos en peligro! ¡Agarrad unas tijeras y cortaos un mechón de la sien!
Al cabo de una hora los hizo comparecer Elena la Bella y se puso a buscar al culpable; pero con gran asombro descubrió que a cada uno le faltaba un mechón de pelo en una sien.
Se puso tan furiosa, que arrojó su libro mágico al fuego.
Después de todo aquello, ya no tuvo más remedio que casarse con el zarévich. La boda fue muy sonada. La gente se pasó tres días de juerga. Tabernas y mesones permanecieron abiertos durante tres días, y allí entraba todo el que quería comer y beber de balde.
Terminados los festejos, el zarévich se dispuso a regresar a su país en compañía de su joven esposa y envió a los doce apuestos mancebos por delante.
Salieron de la ciudad, extendieron la alfombra voladora, se remontaron por encima de las nubes andariegas y fueron por los aires hasta posarse precisamente cerca del frondoso bosque donde habían abandonado a sus recios caballos.
No habían hecho más que apearse de la alfombra cuando vieron llegar a uno de los viejos con una flecha. Iván, el hijo del mercader, le dio el gorro que hacía invisible. A continuación llegó el segundo viejo, que recibió la alfombra voladora, y luego el tercero, a quien corres-pondieron las botas veloces.
-iA caballo, muchachos! Tenemos que poner-nos en marcha.
Al momento agarraron sus caballos, los ensillaron y partieron hacia su país. Nada más llegar, se presentaron a la zarevna, que se alegró mucho de verlos y se puso a hacerles preguntas acerca de su hermano, de cómo había sido la boda y de si volvería pronto a su palacio.
-Y, ahora, ¿cómo podría recompensar vuestros buenos servicios?
-A mí -contestó Iván, el hijo del mercader-, encerrándome de nuevo en la mazmorra donde estaba antes.
Por mucho que la zarevna quiso quitárselo de la cabeza, él se salió con la suya: unos soldados le agarraron y le condujeron a la mazmorra.
Al cabo de un mes llegó el zarévich con su joven esposa: bandas de música, cañonazos, campanas al vuelo... En cuanto al gentío, era tanto que parecía un auténtico mar humano. Los boyardos y todos los dignatarios acudieron a rendir pleitesía al zarévich. Entonces él miró en torno y preguntó:
-¿Pero dónde está Iván, mi fiel servidor?
-En una mazmorra -le contestaron.
-¿En una mazmorra? ¿Y quién ha osado encarcelarle?
-Tú mismo, hermano mío -le recordó la zarevna-: te enfadaste con él y diste orden de que le encerraran. ¿Recuerdas que le preguntaste algo acerca de un sueño que había tenido y él no quiso contártelo?
-¿Era él?
-El mismo. Lo que ocurre es que yo le dejé en libertad cierto tiempo para que estuviera a tu lado.
El zarévich mandó buscar a Iván, el hijo del mercader; en cuanto apareció, corrió a él con los brazos abiertos pidiéndole que olvidara los agravios pasados. Entonces dijo Iván:
-¿Sabes una cosa, zarévich? Todo lo que te ha ocurrido, yo lo sabía de antemano. Se me apareció en un sueño. Por eso no quise hablarte de él.
El zarévich le nombró general, le regaló grandes propiedades y le dejó en la corte, viviendo en palacio.
Iván, el hijo del mercader, trajo a su lado al padre y al hermano mayor, y juntos vivieron felices y en la opulencia.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

No hay comentarios:

Publicar un comentario