Erase un
mercader que tenía dos hijos: uno se llamaba Dmitri y el otro Iván. Una noche
les dijo al darles su bendición antes de que se acostaran:
-Hijos
míos, mañana quiero que me contéis lo que hayáis soñado. El que no lo cuente
morirá.
A la
mañana siguiente llegó el hijo mayor y le dijo a su padre: -He soñado,
bátiushka, que mi hermano Iván volaba a gran altura, sobre doce águilas, cerca
del firmamento. Y también he soñado que había desaparecido tu oveja favorita.
-Y tú,
Iván, ¿qué has soñado?
-No lo
diré.
Por mucho
que insistió el padre, Iván se encerró en esta respuesta y siempre contestaba
lo mismo: «No lo diré.» Furioso, el mercader llamó a sus dependientes y les
ordenó llevarse al hijo díscolo, desnudarlo y atarlo a un poste junto al gran
camino.
Los
dependientes agarraron a Iván y, como les habían ordenado, lo ataron desnudo a
un poste. El pobre muchacho padeció mucho, abrasado por el sol, picado por los
mosquitos, atormentado por el hambre y la sed...
Pero
sucedió que al pasar un joven zarévich por aquel camino vio al hijo del
mercader y se compadeció de él. Mandó que lo desataran, le dio ropa suya, lo
llevó a palacio y allí empezó a hacerle preguntas.
-¿Quién
te hizo atar al poste?
-Mi
padre, que estaba enfadado conmigo.
-¿Por qué
razón?
-Porque
no quise contarle un sueño que había tenido.
-¡Qué
tontería! ¿Cómo se puede castigar tan duramente por una insignificancia? Oye...
¿y qué habías soñado?
-No lo
diré, zarévich.
-¿Cómo que
no? ¿Vas a faltarme al respeto después de que te he salvado la vida? Dilo ahora
mismo, o lo pasarás mal.
-Si no se
lo dije a mi padre, tampoco te lo diré a ti.
El
zarévich ordenó que le encarcelaran. Acudieron unos soldados y condujeron al
pobrecito a una mazmorra.
Transcurrió
un año. El zarévich tuvo la idea de casarse. Hizo sus pre-parativos y partió
hacia un lejano país a pedir la mano de Elena la Bella.
El
zarévich tenía una hermana que, poco después de salir él de viaje, fue a pasear
precisamente cerca de donde se encontraba Iván encarcelado. Este, que la vio
por un ventanuco, gritó con todas sus fuerzas:
-Ten
compasión de mí, zarevna, y devuélveme la libertad, que quizá pueda yo serviros
de algo. Ya sé que el zarévich ha ido a pedir la mano de Elena la Bella. Pero , sin mi
ayuda, no logrará casarse con ella y hasta es posible que pierda la vida.
Seguramente habrás oído hablar de lo astuta que es Elena la Bella y de los muchos
pretendientes que ha hecho pasar a mejor vida.
-¿Y tú
eres capaz de prestar ayuda al zarévich?
-Sí que
lo haría, pero aquí estoy lo mismo que un halcón con las alas sujetas.
La
zarevna dispuso inmediatamente que le sacaran de la mazmorra. Iván, el hijo del
mercader, buscó compañeros que le acompañaran y que con Iván sumaban doce,
todos tan parecidos como hermanos, los doce con la misma estatura, la misma voz
y el mismo cabello. Endosaron casacas iguales, cortadas por el mismo patrón,
montaron en recios caballos y se pusieron en camino.
Cabalgaron
un día, luego otro y otro más, y al cuarto llegaron hasta cerca de un frondoso
bosque, donde parecía haber un gran escándalo.
-¡Alto,
muchachos! -dijo Iván-. Esperadme aquí un poco mientras voy a enterarme de lo
que pasa.
Se apeó
del caballo, penetró en el bosque y encontró en un calvero a tres viejos
regañando.
-¡Hola,
abuelos! ¿Por qué discutís?
-Verás,
jovencito: nuestro padre nos dejó al morir tres objetos mara-villosos (un gorro
que le hace a uno invisible, una alfombra voladora y unas botas veloces), y
aquí llevamos ya setenta años discutiendo, sin saber cómo repartirnos la
herencia.
-¿Queréis
que lo haga yo?
-Sí,
hombre. Ten la bondad.
Iván, el
hijo del mercader, tensó su arco, colocó en él tres pequeñas flechas y las
soltó en distintas direcciones. A uno de los viejos le dijo que corriera hacia
la derecha, al otro hacia la izquierda y al tercero de frente.
-Para el
primero que traiga una de las flechas será el gorro que le hace a uno
invisible, para el segundo será la alfombra voladora y al tercero le quedarán
las botas veloces.
Los viejos
echaron a correr detrás de las flechas y entonces Iván torrjó los tres objetos
maravillosos y volvió donde estaban sus compañeros.
-Amigos
-les dijo-, soltad a los buenos caballos y subid aquí conmigo a la alfombra
voladora.
Todos le
obedecieron al instante y salieron volando hacia el reino de Elena la Bella. Llegaron
hasta la capital, se posaron en tierra delante de una puerta y fueron en busca
del zarévich.
-¿Qué
deseáis? -les preguntó el zarévich cuando se presentaron en su casa.
-Quisiéramos
que nos tomaras a tu servicio. Somos doce mozos recios y de todo corazón
deseamos lo mejor para ti.
El
zarévich los tomó a su servicio, unos de cocineros, otros de yegüerizos...
Aquel mismo día, el zarévich se vistió con sus mejores galas y fue a
presentarse a Elena la Bella ,
que le acogió con amabilidad, le ofreció vinos y manjares delicados y luego le
preguntó:
-¿Quieres
decirme con sinceridad a qué has venido?
-He
venido a pedir tu mano, Elena la
Bella. ¿Quieres casarte conmigo?
-Creo que
te aceptaría, pero primero has de cumplir tres deseos míos. Si los cumples,
seré tuya; si no, prepárate a que tu cabeza caiga bajo el hacha afilada.
-Dime
cuál es tu primer deseo.
-Mañana
tendré una cosa, pero no voy a decirte lo que es. Ingéniatelas tú, zarévich,
para traer la pareja de esa cosa desconocida.
Volvió el
zarévich a su casa, cabizbajo y muy apenado. Iván, el hijo del mercader, le
preguntó entonces:
-Pareces
disgustado, zarévich. ¿No te ha tratado bien Elena la Bella ? Cuéntame tus penas y
se aliviarán.
-Pues
verás: Elena la Bella
ha formulado un deseo que ni un sabio podría cumplir... -y se lo contó todo.
-Bueno,
la cosa no es tan grave. Tú haz tus oraciones y acuéstate, que la noche es
buena consejera y mañana se arreglará todo.
El
zarévich se acostó. Iván, el hijo del mercader, se puso entonces el gorro que
le hacía invisible, se calzó las botas veloces y se dirigió al palacio de Elena
la Bella. Entró
hasta el mismo dormitorio y se puso a escuchar. Precisamente estaba Elena la Bella diciéndole a su
sirvienta más fiel:
-Toma
esta tela de raso y llévasela al zapatero para que me haga sin pérdida de
tiempo un zapato a mi medida.
La
sirvienta partió presurosa a cumplir la orden de su señora y detrás de ella fue
Iván. El zapatero puso en seguida manos a la obra, hizo un zapato en un
santiamén y lo dejó sobre el poyo de la ventana. Iván, el hijo del mercader, lo
agarró al instante y se lo guardó en un bolsillo.
El pobre
zapatero se quedó pasmado al ver que había desaparecido el zapato delante de
sus narices. Buscó y rebuscó por todos los rincones; pero ¡como si no!
-¡Qué
cosa tan rara! -murmuró-. Parece una jugarreta del demonio...
Fuera
como fuera, no le quedó más remedio que empuñar de nuevo la lezna y hacer otro
zapato, que le llevó a Elena la
Bella.
-Eres un
pasmarote -le reprendió ella-. ¿Tanto tiempo has necesitado para hacer un
zapato?
Luego
tomó ella su costurero y empezó a bordar el zapato en oro y adornarlo con
perlas y piedras preciosas. Iván, que estaba ya a su lado, sacó el otro zapato
del bolsillo y se puso a hacer lo mismo. ¿Que ella elegía una piedra? El tomaba
otra igual. ¿Que ella cosía una perla en un sitio? En el mismo sitio la cosía
él también... Concluida su labor, Elena la Bella sonrió diciendo:
-Mañana
veremos lo que se le ha ocurrido al zarévich.
-Espera,
espera -murmuró Iván-, que todavía no sabemos quién se burlará de quién.
Volvió a
casa y se acostó. Pero al amanecer se levantó, se vistió, fue a despertar al
zarévich y le entregó el zapato.
-Preséntate
a Elena la Bella
con este zapato, porque esto es lo que te va a pedir -le explicó.
El
zarévich se aseó, se atavió y partió a caballo al palacio de la novia, donde
había ya muchos visitantes: boyardos, dignatarios, consejeros... Nada más
llegar el zarévich empezó a tocar la banda de música, los visitantes se
pusieron en pie, los soldados presentaron armas... Elena la Bella mostró entonces su
zapato adornado con grandes perlas y repujado con piedras preciosas. Y todo
esto mirando al zarévich con una sonrisa burlona.
-Bonito
zapato -elogió el zarévich-. ¿Pero de qué sirve sin su pareja? Tendré que
regalarte otro igual.
Con estas
palabras sacó el otro zapato del bolsillo y lo dejó encima de la mesa. Todos
los presentes aplaudieron gritando:
-¡Vaya
con el zarévich! Es digno de casarse con Elena la Bella , nuestra soberana.
-Eso lo
veremos todavía -replicó Elena la Bella-. Que acierte otro deseo.
Por la
noche regresó el zarévich a su casa más abatido aún que la víspera.
-No te
disgustes de esa manera, zarévich -le animó Iván, el hijo del mercader-. Haz
tus oraciones y acuéstate, que la noche es buena consejera.
Ayudó a
su amo a acostarse, se puso las botas veloces y el gorro que le hacía invisible
y corrió al palacio de Elena la
Bella. Llegó precisamente cuando estaba diciéndole a su
sirvienta:
-Ve en
seguida al corral y tráeme una pata.
La
sirvienta salió corriendo y también Iván. La sirvienta agarró una pata, él
agarró un pato y volvieron por el mismo camino. Elena la Bella tomó su costurero y
empezó a adornar las alas de la pata con cintas y la moña con brillantes.
Siguiendo todos sus movimientos, Iván, el hijo del mercader, iba haciendo lo
mismo con el pato.
Al día
siguiente también había visitantes y música en el palacio de Elena la Bella , que preguntó al
zarévich soltando la pata: -¿Habías adivinado esto?
-En
efecto, Elena la Bella. Y
aquí tienes la pareja -contestó soltando el pato.
Entonces
todos los boyardos gritaron a una:
-¡Bravo
por el zarévich! Es digno de casarse con Elena la Bella.
-Aún
tendrá que acertar otra cosa.
Aquella
noche regresó el zarévich a su casa desesperado.
-No te
apures, zarévich. Lo mejor será que te acuestes, porque la noche es buena
consejera -le dijo Iván, el hijo del mercader, y ya estaba él poniéndose las
botas veloces y el gorro que le hacía invisible.
Llegó
como una exhalación al palacio de Elena la Bella , cuando ella montaba en su carroza y partía
al galope hacia el mar azul. Iván, el hijo del mercader, la siguió sin
rezagarse ni un paso.
Cuando
estuvo a la orilla del mar, Elena la
Bella empezó a llamar a su abuelo. Las olas se agitaron y
emergió del agua un anciano con la barba de oro y los cabellos de plata.
-¡Hola,
nietecita! -saludó al salir a la orilla-. Hacía mucho tiempo que no nos
veíamos. Rebúscame un poco en la cabeza.
Se
tendió, recostado sobre las rodillas de Elena la Bella , y se quedó dulcemente
dormido mientras ella le rebuscaba en la cabeza. Iván, el hijo del mercader, se
había acercado por la espalda y estaba observándolo todo.
Viendo
que el anciano se había quedado dormido, Elena la Bella le arrancó tres
cabellos de plata; entonces Iván, el hijo del mercader, no le arrancó tres,
sino un puñado entero.
-¡Oye!
¿Pero te has vuelto loca? -gritó el anciano despertándose-. ¡Me haces daño!
-Perdona,
abuelo. Como hace tiempo que no te peino, tienes el pelo enredado...
El abuelo
se calmó y al poco rato roncaba otra vez. Elena la Bella le arrancó tres pelos
de la barba de oro; entonces Iván, el hijo del mercader, le empuñó la barba y
estuvo a punto de arrancársela toda. El viejo pegó un_ grito terrible, se
incorporó de un salto y se tiró al mar.
-¡Ahora
sí que se ha caído el zarévich! -murmuró Elena la Bella-. Cabellos
como éstos no los encontrará en ninguna parte.
Al día
siguiente también se juntó mucha gente en palacio: El zarévich se presentó como
las dos veces anteriores. Elena la
Bella le mostró los tres cabellos de oro y los tres de plata
y le preguntó:
-¿Has
visto tú en alguna parte semejante maravilla?
-¡Valiente
cosa! ¿Quieres que te regale yo un puñado entero? -replicó Iván, presentándole
efectivamente un puñado de cabellos de oro y otro de cabellos de plata.
Furiosa,
Elena la Bella
corrió a su aposento y consultó su libro mágico para descubrir si era el propio
zarévich quien acertaba siempre o si le ayudaba alguien. Y entonces vio que el
listo no era él, sino su servidor, Iván, el hijo del mercader. Regresó al salón
donde estaban los invitados y le pidió al zarévich:
-Envíame
a tu criado.
-Tengo
doce.
-Envíame
al que se llama Iván.
-Todos se
llaman Iván.
-Bueno,
pues que vengan todos -concluyó, pensando para sus adentros que ya se
arreglaría ella sola para descubrir al culpable.
El
zarévich dispuso que vinieran sus criados, y al poco tiempo se presentaron en
palacio doce apuestos mancebos, sus fieles servidores, todos iguales de cara,
de estatura, de voz y de pelo.
-¿Cuál de
vosotros es el mayor? -preguntó Elena la Bella.
-¡Yo!
¡Yo! -gritaron todos a una.
«Creo que
la cosa no va a ser tan sencilla como pensaba», se dijo, y mandó traer doce
copas. Once eran de metal corriente y una -la copa donde solía beber ella
misma- era de oro. Las llenó de vino delicado y fue ofreciéndolas a los
apuestos mancebos. Todos desdeñaron las de metal y todos adelantaron la mano
hacia la de oro, arrebatándosela los unos a los otros... Sólo consiguieron
formar un tremendo alboroto y derramar el vino.
Como vio
que tampoco le resultaba aquella argucia, Elena la Bella dispuso que los
gallardos mancebos fueran agasajados a manteles puestos y alojados luego en el
palacio.
Pero por
la noche, cuando estaban todos profundamente dormidos, se acercó a ellos con su
libro mágico y en seguida descubrió al culpable. Entonces agarró unas tijeras y
le cortó un mechón de pelo de una sien pensando: «Así le reconoceré mañana y le
haré ejecutar.»
Iván, el
hijo del mercader, se despertó por la mañana y, al alisarse el cabello, notó
que le habían cortado un mechón. Se tiró de la cama para despertar a sus
compañeros.
-¡Basta
de dormir, que estamos en peligro! ¡Agarrad unas tijeras y cortaos un mechón de
la sien!
Al cabo
de una hora los hizo comparecer Elena la Bella y se puso a buscar al culpable; pero con
gran asombro descubrió que a cada uno le faltaba un mechón de pelo en una sien.
Se puso
tan furiosa, que arrojó su libro mágico al fuego.
Después
de todo aquello, ya no tuvo más remedio que casarse con el zarévich. La boda
fue muy sonada. La gente se pasó tres días de juerga. Tabernas y mesones
permanecieron abiertos durante tres días, y allí entraba todo el que quería
comer y beber de balde.
Terminados
los festejos, el zarévich se dispuso a regresar a su país en compañía de su
joven esposa y envió a los doce apuestos mancebos por delante.
Salieron
de la ciudad, extendieron la alfombra voladora, se remontaron por encima de las
nubes andariegas y fueron por los aires hasta posarse precisamente cerca del
frondoso bosque donde habían abandonado a sus recios caballos.
No habían
hecho más que apearse de la alfombra cuando vieron llegar a uno de los viejos
con una flecha. Iván, el hijo del mercader, le dio el gorro que hacía
invisible. A continuación llegó el segundo viejo, que recibió la alfombra
voladora, y luego el tercero, a quien corres-pondieron las botas veloces.
-iA
caballo, muchachos! Tenemos que poner-nos en marcha.
Al
momento agarraron sus caballos, los ensillaron y partieron hacia su país. Nada
más llegar, se presentaron a la zarevna, que se alegró mucho de verlos y se
puso a hacerles preguntas acerca de su hermano, de cómo había sido la boda y de
si volvería pronto a su palacio.
-Y,
ahora, ¿cómo podría recompensar vuestros buenos servicios?
-A mí
-contestó Iván, el hijo del mercader-, encerrándome de nuevo en la mazmorra
donde estaba antes.
Por mucho
que la zarevna quiso quitárselo de la cabeza, él se salió con la suya: unos
soldados le agarraron y le condujeron a la mazmorra.
Al cabo
de un mes llegó el zarévich con su joven esposa: bandas de música, cañonazos,
campanas al vuelo... En cuanto al gentío, era tanto que parecía un auténtico
mar humano. Los boyardos y todos los dignatarios acudieron a rendir pleitesía
al zarévich. Entonces él miró en torno y preguntó:
-¿Pero
dónde está Iván, mi fiel servidor?
-En una
mazmorra -le contestaron.
-¿En una
mazmorra? ¿Y quién ha osado encarcelarle?
-Tú
mismo, hermano mío -le recordó la zarevna-: te enfadaste con él y diste orden
de que le encerraran. ¿Recuerdas que le preguntaste algo acerca de un sueño que
había tenido y él no quiso contártelo?
-¿Era él?
-El
mismo. Lo que ocurre es que yo le dejé en libertad cierto tiempo para que
estuviera a tu lado.
El
zarévich mandó buscar a Iván, el hijo del mercader; en cuanto apareció, corrió
a él con los brazos abiertos pidiéndole que olvidara los agravios pasados.
Entonces dijo Iván:
-¿Sabes
una cosa, zarévich? Todo lo que te ha ocurrido, yo lo sabía de antemano. Se me
apareció en un sueño. Por eso no quise hablarte de él.
El
zarévich le nombró general, le regaló grandes propiedades y le dejó en la
corte, viviendo en palacio.
Iván, el
hijo del mercader, trajo a su lado al padre y al hermano mayor, y juntos
vivieron felices y en la opulencia.
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