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miércoles, 21 de agosto de 2013

Vasilisa la bella

En cierto reino vivía un mercader que, al cabo de doce anos de matrimonio, sólo tenía una hija: Vasilisa la Bella. Cuando la ma­dre falleció, la niña contaba ocho años. Antes de morir, la madre hizo venir a su hija, sacó una muñeca de debajo del edredón y se la dio diciéndole:
-Escúchame bien, Vasilisa: recuerda estas últimas palabras mías y cúmplelas siempre. Me muero y, con mi bendición maternal, te, dejo esta muñeca. Consérvala siempre a tu lado y no se la enseñes a nadie. Si te ocurre algo malo, dale de comer y pídele consejo. Ella comerá y te dirá cómo puedes remediar tus males.
Después de estas palabras, la madre besó a su hija y exhaló el último suspiro.
El mercader sintió mucho la muerte de su mujer, le guardó el luto debido, pero luego empezó a pensar en casarse de nuevo. Era un hombre de bien y no iban a faltarle novias, pero quien más le gustó fue una viuda, ya de cierta edad, que tenía dos hijas aproxi­madamenté de los años que Vasilisa: Eso significaba que tenía ex­periencia como ama de casa y como madre,. Conque se casó con ella; pero estaba equivocado, pues no halló en ella una buena ma­dre para su Vasilisa.
Vasilisa era la mocita más bella del pueblo. La madrastra y las herma-nastras envidiaban su belleza y la agobiaban de trabajo para que adelgazara del cansancio y para que se le estropease la piel del viento y del sol. ¡Le hacían la vida verdaderamente imposible!
Vasilisa lo soportaba todo sin quejarse, y cada día estaba más linda y más lozana mientras que la madrastra y sus hijas adelgaza­ban y se ponían feas de la rabia, a pesar de que siempre estaban cruzadas de brazos como si fueran señoras.
¿Cómo ocurría eso? Pues, porque a Vasilisa la ayudaba su mu­ñeca. Sin ella, ¿cómo habría podido la niña cumplir tantas faenas? En cambio Vasilisa era capaz de quedarse sin comer para guardar­le a la muñeca lo mejor que le daban y, por la noche, cuando to­dos estaban acostados, ella se encerraba en el chiscón donde dor­mía, acariciaba a la muñeca y le decía:
-Toma, muñequita, come lo que te traigo y escucha las pe­nas que tengo. Vivo en casa de mi padre, pero no tengo ninguna alegría: mi madrastra se ha empeñado en matarme a sufrimientos. Dime tú lo que puedo hacer y cómo debo comportarme.
La muñeca comía y luego le daba consejos y la consolaba. A la mañana siguiente había hecho todo el trabajo de Vasilisa que, mientras descansaba a la sombra de los árboles y cogía flores, se encontraba con los bancales escardados, las coles regadas, los cán­taros llenos de agua y la estufa encendida. Además, la muñeca le enseñó una hierba contra las quemaduras del sol. La vida se hacía fácil teniendo la muñeca.
Pasaron algunos años. Vasilisa creció y se convirtió en una moza casadera. Todos los novios de la ciudad acudían a pedir la mano de Vasilisa, pero la madrastra les contestaba siempre:
-La menor no se casará mientras no haya casado a las mayo­res.
Y después de despedir a los pretendientes, le hacía pagar el mal humor a Vasilisa pegándola.
Una vez, el mercader tuvo que ausentarse por bastante tiempo para sus asuntos. Entonces la madrastra se mudó a otra casa, que estaba cerca de un bosque muy oscuro. En un calvero de ese bos­que había una casa, y en esa casa vivía la bruja Yagá. La bruja Yagá no dejaba que nadie se acercara por allí y se alimentaba de seres humanos como si fueran pollos.
Instalada ya en la nueva casa, la madrastra encontraba a cada momento motivos para enviar al bosque a la aborrecida Vasilisa, pero la muchacha volvía siempre felizmente: la muñeca le señala­ba el camino y no consentía que se aproximara a la casa de la bru­ja Yagá.
Llegó el otoño. Una tarde, la madrastra repartió a las tres mu­chachas labor para la velada: una debía hacer encaje, la otra me­dia y Vasilisa debía tejer. Además, tenían que aprenderse una lec­ción. Apagó todas las luces de la casa, dejando sólo una vela en el cuarto donde estaban trabajando las muchachas, y se acostó. Las muchachas siguieron con sus labores hasta que una de las hi­jas de la madrastra cogió las despabiladeras y, con el pretexto de quitar el pabilo de la vela, la apagó como le había ordenado su ma­dre, aparentemente sin querer.
-¿Qué hacemos ahora? -dijeron las muchachas. No hay luz en toda la casa y no hemos terminado nuestra tarea. ¡Habrá que ir a pedirle lumbre a la bruja Yagá!
-Yo veo bastante con la luz que me dan los alfileres -dijo la que estaba haciendo encaje. Yo no voy.
-Pues tampoco iré yo -afirmó la que estaba haciendo me­dia-, porque las agujas de tejer me dan bastante luz.
-Tendrás que ir tú -gritaron las dos a Vasilisa-. ¡Anda a ca­sa de la bruja Yagá!
Y la echaron de la habitación.
Vasilisa fue a su chiscón, colocó delante de la muñeca la cena que le había guardado y dijo;
-Toma, muñequita, come lo que te traigo, y escucha la pena que tengo. Me mandan a pedir lumbre a casa de la bruja Yagá. Y la bruja Yagá me comerá.
La muñeca comió, y sus ojos se pusieron a brillar como dos velas.
-No temas, Vasilisa -le dijo. Ve adonde te mandan, pero no te separes de mí. Estando yo contigo, no te pasará nada en ca­sa de la bruja Yagá.
Vasilisa se vistió, guardó la muñeca en el bolsillo, se santiguó y se encaminó al bosque.
Iba andando, toda temblorosa, cuando de pronto pasó al galo­pe junto a ella un jinete blanco, vestido de blanco, montado en un caballo blanco, que también tenía blancos los arreos. Entonces co­menzó a amanecer.
Siguió su camino, cuando pasó al galope otro jinete, todo rojo, vestido de rojo y montado en un caballo rojo. Y empezó a salir el sol.
Vasilisa anduvo toda la noche y todo el día, y sólo a la tarde siguiente llegó al calvero donde se encontraba la casa de la bruja Yagá. La cerca que larodeaba estaba hecha de huesos humanos coronados por calaveras también humanas, con ojos y todo. El paso de debajo del portón estaba enlosado de pies humanos, los cerro­jos eran manos y el candado una boca de dientes agudos. Sobre­ cogida, Vasilisa se quedó como paralizada de espanto. En esto lle­gó otro jinete,, todo negro, vestido de negro y montado en un ca­ballo negro también. Junto al portón de la bruja Yagá desapareció
como si se lo hubiera tragado la tierra: se hizo de noche. Sin em­bargo, la oscuridad duró poco tiempo. A todas las calaveras de la cerca se les encendieron los ojos, y el calvero entero quedó iluminado como en pleno día. Vasilisa tiritaba de miedo; pero, como no sabía hacia dónde escapar, allí se quedaba sin moverse.
Al poco rato se escuchó un ruido terrible en el bosque -los árboles se entrechocaban, las hojas secas crujían- y apareció la bruja Yagá: le servía de timón la. mano del almirez en que iba mon­tada, y con- una escoba iba borrando sus huellas. Antes de traspo­ner el portón se detuvo y gritó olfateando a su alrededor:
-Fff, fff... Huele a carne rusa. ¿Quién hay aquí?
Vasilisa se acercó muy asustada a la vieja y, haciéndole una profunda reverencia, contestó:
-Soy yo, abuelita. Las hijas de mi madrastra me han manda­do a pedirte lumbre.
-Está bien -dijo la bruja Yagá. Ya sé quiénes son. Pero, si quieres que te dé lumbre, primero has de quedarte a trabajar pa­ra mí. Y, si no lo haces, te comeré -y luego, dirigiéndose al portón: ¡Eh! Que se descorran los recios cerrojos y el ancho por­tón se abra de, par en par.
El portón se abrió y la bruja Yagá entró montada en el almirez y dando silbidos. Vasilisa la siguió. Todo volvió a cerrarse tras ella. Una vez en la sala, la bruja Yagá se acomodó a sus anchas y le ordenó a Vasilisa:
-A ver: sírveme lo que haya en la estufa. Tengo hambre.
Vasilisa encendió una tea en la llama de una de las calaveras de la cerca y empezó a sacar comida de la estufa y a servírsela a la bruja Yagá. Había comida lo menos para diez personas. Luego descendió a la cueva y subió kvas*, miel, cerveza y vino. La vieja se lo comió y se lo bebió todo dejándole sólo a Vasilisa un poco de sopa de col, un cantero de pan y un pedacito de lechón. Antes de acostarse, le advirtió:
-Cuando yo me vaya mañana, limpia el corral, barre la casa, prepara la comida, lava la ropa, trae del granero un pud de trigo y límpialo bien. Y que esté todo hecho a tiempo, o te comeré.
Después de dar estas órdenes, la bruja Yagá empezó a roncar. Vasilisa llevó entonces a la muñeca lo que había quedado de la cena de la vieja, y dijo llorando a lágrima viva:
-Toma, muñequita, come lo que te traigo y escucha la pena que tengo. La bruja Yagá me ha encomendado muchas faenas, amenazándome con comerme si no lo hago todo. ¡Ayúdame!
-No temas, Vasilisa la Bella. Cena, haz tus oraciones y acués­tate, que la almohada es buena consejera.
Vasilisa se despertó muy temprano. La bruja Yagá se había le­vantado ya y se asomó a la ventana: los ojos de las calaveras se apagaron, se vio pasar al jinete blanco y amaneció del todo. La bruja Yagá salió al patio, lanzó un silbido y aparecieron delante de ella el almirez con su mano y la escoba. Se vio pasar al jinete rojo, y salió el sol. La bruja Yagá se montó en el almirez y se marchó, utilizando la mano del almirez como timón y barriendo sus huellas con la escoba.
Al quedarse sola, Vasilisa recorrió la casa de la bruja.Yagá, sor­pren-diéndose de la abundancia que había de todo. Luego se detu­vo, preguntán-dose por cuál faena debería comenzar. Pero, al fijar­se, vio que todo estaba hecho. La muñeca estaba retirando del tri­go los últimos granos malos.
-¡Eres mi buena estrella! -le dijo Vasilisa a la muñeca. Me has salvado de un gran peligro.
-Sólo te queda preparar el almuerzo -contestó la muñeca me­tiéndose en el bolsillo de Vasilisa. Hazlo con la ayuda de Dios, y luego descansa tranquilamente.
Al caer la tarde, Vasilisa preparó la mesa y se puso a esperar a la bruja Yagá.. Empezó a oscurecer, se vio pasar al jinete negro más allá del portón y se hizo de noche. Solamente lucían los ojos de las calaveras. Se oyó el ruido de los árboles al entrechocar, cru­jieron las hojas: era la bruja Yagá que venía.
-¿Lo has hecho todo? -preguntó a Vasilisa que había salido a recibirla.
-Puedes verlo por ti misma, abuelita -replicó Vasilisa.
La bruja Yagá lo revisó todo y, aunque contrariada al ver que no podía reprenderla por nada, dijo:
-Está bien -luego gritó: ¡A ver, mis fieles sirvientes, mis buenos amigos! ¡Moled este trigo mío!
Al instante aparecieron tres pares de manos, cogieron el trigo y se lo llevaron. La bruja Yagá comió y, cuando iba a acostarse, ordenó nuevamente a Vasilisa:
-Mañana harás lo mismo que hoy; pero, además, trae las se­millas de adormidera que hay en el granero y las limpias de tierra una por una. Alguien de mala intención las ha mezclado con tierra.
Luego se volvió hacia la pared y comenzó a roncar.
Vasilisa fue a llevarle la cena a su muñeca. La muñeca comió y le dijo igual que la víspera:
-Haz tus oraciones y acuéstate, que la almohada es buena con­sejera. Todo se hará, Vasilisa.
A la mañana siguiente, la bruja Yagá volvió a marcharse mon­tada en el almirez; Vasilisa y la muñeca hicieron en seguida todas las faenas. La vieja volvió, lo miró todo y gritó:
-¡A ver, mis fieles sirvientes, mis buenos amigos! ¡Sacad el acei­te de esas semillas!
Aparecieron tres pares de manos y se llevaron las semillas. La bruja Yagá se sentó a comer. Mientras comía, Vasilisa permanecía callada a su lado.
-¿Por qué no hablas conmigo? -preguntó la bruja Yagá. Cualquiera diría que eres muda.
-Es timidez -contestó Vasilisa-. Pero, si me lo permites, qui­siera pregun-tarte algunas cosas.
-Bueno. Pero ten en cuenta que no todas las preguntas son provechosas. Cuanto más sepas, antes llegarás a vieja.
-Sólo quisiera preguntarte acerca de cosas que he visto, abuela. Cuando venía hacia acá se me adelantó un jinete blanco, monta­do en un caballo blanco y vestido de blanco. ¿Quién era?
-Mi fiel sirviente el día claro.
-Luego se me adelantó un jinete rojo, montado en un caballo rojo y vestido de rojo. ¿Quién era?
-Mi fiel sirviente el sol resplandeciente.
-¿Y quién era el jinete negro que me dio alcance al lado mis­mo del portón, abuela?
-Mi fiel sirviente la noche oscura.
Vasilisa se acordó de los tres pares de manos que había visto aparecer y no dijo nada.
-¿Por qué no preguntas más? -inquirió la bruja Yagá.
-Me basta con esto. Tú misma has dicho que cuanto más se­pa, antes llegaré a vieja.
-Haces bien en preguntar por las cosas que has visto fuera de casa y no dentro. No me gusta que se saquen de aquí los trapos sucios. Y a los que son demasiado curiosos, me los como. Y aho­ra, quiero preguntarte yo a ti cómo te las arreglas para hacer todas las tareas que te encomiendo.
-Me ayuda la bendición de mi madre -contestó Vasilisa.
-¡Acabáramos! ¡Pues largo de aquí, hijita bendita! Yo no quie­ro gente bendita en esta casa.
Hizo salir a Vasilisa de la sala, la echó fuera del portón, quitó de la cerca una de las calaveras con los ojos encendidos y, des­pués de clavarla en un palo, se la dio diciendo:
-Aquí tienes lumbre para las hijas de tu madrastra: llévasela. ¿No te habían mandado a buscarla?
Vasilisa emprendió corriendo el camino de su casa, a la luz de la calavera, que no se apagó hasta que amaneció. Finalmente, lle­gó al atardecer del otro día. Junto al portón tuvo la idea de tirar la calavera, diciéndose que seguramente no necesitarían ya lum­bre en la casa.
Pero, de repente, oyó una voz bronca que salía de la calavera.
-No me tires. Llévame donde está tu madrastra -dijo.
Vasilisa contempló la casa de su madrastra y, al no ver luz en ninguna de las ventanas, decidió entrar con la calavera. Fue la pri­mera vez que la acogieron con agrado, contándole que no había fuego en la casa desde que ella se marchó: ellas no conseguían en­cenderlo, y el que traían de casa de los vecinos se apagaba en cuanto lo metían en la sala.
-Esperemos que éste que has traído no se apague -dijo la madrastra.
Metieron la calavera en la sala, y sus ojos ardientes se posaron en la madrastra y sus hijas abrasándolas. Ellas intentaron escon­derse, pero los ojos las seguían adonde quiera que fueran y, al lle­gar la mañana, las habían carbonizado totalmente. Vasilisa fue la única a quien no le hicieron nada.
Vasilisa enterró la calavera, cerró la casa con candado, mar­chó a la ciudad, y allí pidió a una viejecita que no tenía familia que la dejara vivir con ella. Así vivía Vasilisa esperando a su padre, hasta que un día le dijo a la vieja:
-Me aburro sin hacer nada, abuela. ¿Por qué no me compras lino del bueno, y así podré hilar?
La viejecita le compró lino del mejor. Vasilisa se puso a hilar. Trabajaba muy deprisa, y el hilo le salía muy igualito y fino como un cabello. Pronto se juntó mucho hilo. Podía comenzar ya a te­jer, pero en ningún sitio había un telar que sirviera para el hilo de Vasilisa, ni nadie se comprometía a hacerlo. Vasilisa se lo pidió a la muñeca, que le contestó:
-Tráeme un telar viejo cualquiera, una vieja lanzadera y cri­nes de caballo, y yo te lo haré.
Vasilisa lo trajo todo, se acostó y, durante la noche, la muñeca le fabricó un telar precioso. A finales del invierno, Vasilisa había tejido con todo aquel hilo unos lienzos tan finos que podían enhe­brarse por el ojo de una aguja como si fueran hilo. En primavera blanqueó el lienzo y le dijo á la viejecita:
-Véndelo, abuelita, y quédate con el dinero.
La viejecita se fijó en la tela y se quedó pasmada:
-¡Quiá, hijita! Una tela como ésta sólo se puede ofrecer al zar. La llevaré a palacio.
La viejecita llegó a palacio y se puso a ir y venir por delante de las ventanas del aposento del zar. Este la vio y preguntó:
-¿Quieres algo?
-Majestad -contestó la viejecita: he traído una mercancía única. Sólo a ti quiero enseñártela.
El zar dio orden de que dejaran pasar a la viejecita. En cuanto vio la tela, se encaprichó de ella.
-¿Cuánto pides por esta tela? -preguntó.
-No tiene precio, bátiushka zar. Te la he traído de regalo.
El zar dio las gracias y, antes de que se marchara la viejecita, le hizo muchos regalos.
Se pusieron a hacerle las camisas al zar. Las cortaron, pero en ninguna parte pudieron encontrar a una costurera capaz de hacer­las. Después de buscar mucho tiempo, el zar hizo llamar a la vieje­cita y le dijo:
-Ya que has sabido hilar y tejer estos lienzos, sabrás hacer las camisas con ellos.
-No he sido yo, majestad, quien ha hilado y tejido el lienzo; lo ha hecho una muchacha que tengo recogida en casa.
-Bueno, pues que las haga ella.
Volvió la viejecita a su casa y se lo contó todo a Vasilisa.
-Ya sabía yo que esta labor llegaría a mis manos.
Vasilisa se encerró en su cuarto, se puso a trabajar con mucho afán y al cabo de poco tiempo había hecho una docena de cami­sas.
La viejecita fue a llevarle las camisas al zar. Mientras, Vasilisa se lavó, se peinó, se cambió de ropas y se sentó junto a la ventana esperando lo que pasara. Al poco rato vio que un servidor de pa­lacio se dirigía a casa de la viejecita. Al entrar en la sala dijo el ser­vidor:
-El zar nuestro soberano quiere ver a la maravillosa costurera que ha hecho las camisas y recompensarla con sus propias manos reales.
Compareció Vasilisa la Bella ante el zar, que en cuanto la vio se enamoró locamente de ella.
-Yo no podría separarme de ti, hermosa mía -dijo. Serás mi esposa.
El zar tomó a Vasilisa por sus blancas manos, la hizo sentar junto a él y en seguida se celebró la boda. Al poco tiempo regresó el pa­dre de Vasilisa, que se alegró mucho de la suerte de la hija y se quedó a vivir con ella. También trajo Vasilisa a su lado a la viejeci­ta. En cuanto a la muñeca, hasta el final de sus días la llevó siem­pre en el bolsillo.

Cuento popular ruso

1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)

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