Pasaba un
soldado por una aldea y le pidió albergue a un campesino para la noche.
-Yo te
admitiría de buena gana, soldado -contestó el campesino, pero estamos en
vísperas de boda y no tengo lecho que ofrecerte.
-Eso no
importa. Un soldado duerme en cualquier parte.
-Bueno,
pues entra.
El
soldado vio que el campesino tenía el caballo enganchado al trineo y le
preguntó:
-¿Adónde
vas?
-Voy
donde el hechicero, porque es costumbre que, cuando se celebra una boda, se le
lleve un regalo. Ni el más pobre sale por menos de veinte rublos. Y el que es
rico, hasta más de cincuenta tiene que largarle. Y como no le lleven el regalo,
echa a perder toda la boda.
-Escucha,
hazme caso: no le lleves nada y verás como todo sale bien.
Le
hablaba con tanta convicción, que el campesino le hizo caso y no le llevó el
regalo al hechicero.
Conque
llegó el momento de la boda, y todos montaron en los trineos para acompañar a
los novios al altar. Iba el cortejo por el camino cuando apareció un toro que
se lanzó contra los trineos bufando y escarbando la tierra con los cuernos.
Todos los del cortejo se llevaron un susto tremendo; pero el soldado como si
tal cosa.
De
pronto, no se sabe cómo, salió de entre sus piernas un perro que se abalanzó
contra el toro, le clavó los colmillos en la garganta, y el toro se desplomó.
Siguieron
adelante y apareció un oso tremendo frente al cortejo.
-No
temáis -gritó el soldado-. Yo no consentiré que ocurra nada.
También
esa vez salió de pronto un perro, no se sabe cómo, de entre sus piernas, se
abalanzó sobre el oso, y se puso a ahogarlo. El oso pegó un rugido y se murió.
Pasado
este mal rato, el cortejo reanudó su marcha, y en esto apareció una liebre y
cruzó el camino casi bajo los cascos de los caballos que tiraban del primer
trineo. Los caballos se detuvieron, relinchando y negándose a avanzar.
-¡Déjate
de tonterías! -le gritó el soldado a la liebre-. ¡Luego hablaré yo contigo!
Y al
instante reanudó su marcha el cortejo. Llegaron sin inconveniente a la iglesia,
se desposaron los novios y todos emprendieron el regreso a la aldea. Al
aproximarse a la casa vieron que se había posado un cuervo encima del portón,
croando tan fuerte, que los caballos se detuvieron de nuevo sin querer dar un paso
ninguno.
-¡Déjate
de tonterías, cuervo! -le gritó el soldado. Más tarde hablaremos tú y yo.
El cuervo
partió volando y los caballos entraron por el portón.
Los
recién casados fueron conducidos hasta la mesa, los invitados y los parientes
también tomaron asiento, cada cual según el lugar que le corres-pondía, y todos
empezaron a comer, a beber y a divertirse.
A todo
esto, el hechicero estaba furioso: no le habían hecho ningún obsequio, y cuando
él intentó meter miedo a la gente, no lo consiguió. De manera que se personó en
la casa y, sin quitarse el gorro, sin santiguarse delante de las imágenes ni
saludar a la buena gente allí reunida, le dijo al soldado:
-Estoy
muy enfadado contigo.
-¿Y por
qué, si puede saberse? Ni te debo ni me debes. ¿No sería mejor que echáramos
unos tragos y nos divirtiéramos?
-¡Venga!
Agarró el
hechicero un jarro de cerveza de encima de la mesa, llenó un vaso y se lo
presentó al soldado.
-¡Bebe,
muchacho!
El
soldado apuró el vaso y todos los dientes se le cayeron dentro.
-Esto no
puede ser -exclamó el soldado. ¿Qué hago yo sin dientes? ¿Cómo voy a roer los sujari[1]?
Agarró
los dientes, se los echó a la boca y todos volvieron a colocarse en su sitio.
-Ahora me
toca a mí invitarte. Bébete este vaso de cerveza.
El
hechicero apuró el vaso y se le saltaron los ojos. El soldado los agarró y los
tiró adonde nadie pudiera encontrarlos.
El
hechicero se quedó ciego para siempre y juró no asustar ya nunca a la gente ni
hacerle más jugarretas.
En cuanto
a los vecinos de aquel lugar, nunca olvidaron al soldado en sus plegarias.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
[1] Sujari (pl. de sujar): Especie de
galletas. No se fabrican especialmente. Son rebanadas de pan corriente de
centeno secadas para su conservación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario