Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió
en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente,
pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco
las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay
un alma que le haya creído jamás.
Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin, era muy rica, de
lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento puesto que no tenía un
centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganar
alguno. Tenía la Cátedra
de Gatos en la Universidad
de Gra ymaulkin y los ejercicios
escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación.
Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo
lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare.
La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió
cuando Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII,
asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus
empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la
más desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Gra ymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el
trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia , y tan
sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había
encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía
apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la
distinción que se otorgaba a manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circuístancias, vi a
Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente
rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que
si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el
control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni
siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas
es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma,
habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte
debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera
de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no
poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore,
una valiosa colección de documentos, incluyendo los registros de la familia
desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre
estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales
asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De
entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias.
Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer
atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes;
estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más
secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más
grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable.
Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de
estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de
vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario
iluminado que había pertenecido a Sir Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de
infausta memoria; orejas embalsa-madas de muchos de los más reconocidos
enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del
estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar,
había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas... momentos y
recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por
los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por
la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos
estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había
construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza,
cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar
por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano
profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y
ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las
claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío.
Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e
incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo
mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra
había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas
fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún
bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible
noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary,
y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi
gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis
ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que
hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un
fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba,
profunda-mente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de
pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus
protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde
nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido. Sentándola,
todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con
sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer
día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo
este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de
no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la
libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por
seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto
con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la
serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había
observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única
amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia
de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo
sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez
de la Corte de
Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había
hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un
sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte , quien realizó un
cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue
formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé
posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis
tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el
respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el
fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región,
pero siempre a una considerable distancia de Gra ymaulkin.
Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar, diferían en varios
detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de
prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los
fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que
caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con
estos cuentos y, pensando que podría hacer algo más que superstición en la
creencia popular de que sólo espíritus de los muertos no enterrados pueden
caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y
barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo.
Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la
compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un
entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente
del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una
lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello,
ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio,
contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore,
estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya
perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía
soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve
entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi
médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más
valiosas joyas y huir el país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en
un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se
encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra
la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras
cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y,
mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo
había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había
dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos
habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante
una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una
hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de
vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal
florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con
el nombre de Sir Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la
primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de
vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial
Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni
papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la
fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito
de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada,
desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura,
había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero.
Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae
ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí
aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que
hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega,
las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser
observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares. Me he
esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas
me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es
apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y
resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos
de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.
1.007. Briece (Ambrose)
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