Erase un
matrimonio campesino que tenía dos bueyes, pero en cambio no tenía carro.
En cuanto
necesitaban desplazarse a alguna parte, ya estaba el marido corriendo por la
aldea en busca de un carro. Y lo menos había recurrido ya cinco veces a cada
vecino. La cosa llegó hasta el extremo de que nadie quería prestárselo ya. A
cualquiera que se lo pedía le echaba en cara:
-¿Pero
qué campesino eres tú? Tienes un par de bueyes y no puedes hacerte con un
carro...
De manera
que siempre pasaba lo mismo: cuando el campesino tenía que ir a alguna parte,
acudía a uno, acudía a otro, y por falta de carro terminaba quedándose en casa.
-Escucha,
mi hombre -le dijo la mujer-: lleva los bueyes a la feria, véndelos y compra un
carro con el dinero que te den por ellos. Así tendremos también nuestro carro,
la gente vendrá a pedírnoslo prestado y nosotros no se lo dejaremos a nadie.
El hombre
hizo lo que le decía su mujer. Se levantó por la mañana temprano y marchó con
los bueyes a la ciudad. Estaba ya cerca cuando vio a un viejo que conducía unos
carros nuevos a la feria. Se acercó a él.
-Hola,
paisano. ¿Vendes los carros?
-Sí.
-¿Sabes
lo que te digo?
-Cuando
me lo digas lo sabré.
-Pues,
mira: haz el favor de darme un carro y te quedas tú con estos dos bueyes.
El viejo,
viendo lo ventajoso del cambio, puesto que el par de bueyes valdría unos ciento
cincuenta rublos y el carro sólo veinte, contestó:
-De
acuerdo, hermano. Elige el que quieras.
El
campesino eligió el carro más grande y entregó a cambio los dos bueyes.
El viejo,
encantado, apretó el paso camino de la ciudad, rogándole al cielo que aquel
imbécil no cambiara de opinión y quisiera recuperar sus bueyes.
Entre
tanto, el campesino pensaba, parado en medio del camino: «Ya tengo un carro,
gracias a Dios. ¿Pero cómo me lo llevo ahora a casa? Puesto que me he quedado
sin los bueyes, tendré que tirar yo de él.»
Agarró
una cuerda, la ató al carro y se puso a tirar. Al cabo de una versta y media
estaba derrengado: el sudor le corría a chorros por la cara y su camisa se
podía retorcer. Hizo un alto, se sentó a descansar y pensó: «De aquí a casa
habrá lo menos quince uerstas. ¿Cómo me las arreglo ahora con el carro?» En
esto vio a un pastor que conducía dos cabras a la feria y le gritó:
-¡Hola,
paisano! ¿Adónde vas con las cabras?
-A
venderlas en la ciudad.
-En vez
de venderlas, ¿por qué no me cambias una por este carro? Es nuevo, fíjate.
El pastor
contestó con una sonrisita:
-Habrá
que pensárselo porque, cuando se hace un mal negocio, luego no tiene solución.
En fin, sea lo que Dios quiera. Elige la que mejor te parezca.
El
campesino le entregó el carro, agarró una cabra y se encaminó hacia su casa.
Habría caminado un par de verstas cuando se encontró con un buhonero que
llevaba su caja a la espalda y, colgadas del cinto, unas cuantas escarcelas.
Aquellas
escarcelas le gustaron mucho al campesino.
-Oye,
paisano, ¿adónde llevas esas escarcelas?
-A
venderlas en la ciudad.
-Cámbiame
una por esta cabra.
-Encantado,
hermano.
El
campesino agarró una escarcela, la metió en la caña de la bota y partió hacia
su casa. Anda que te anda, llegó a un río y subió en una barca para pasar a la
orilla opuesta. Cuando los barqueros le pidieron que les pagase, resultó que no
tenía dinero.
-Pues, si
no tienes dinero, venga la casaca -dijeron los barqueros.
-No, no,
que la casaca la necesito yo. Lo que sí tengo es una escarcela nueva. Quedaos
con ella por haberme pasado.
Sacó la
escarcela, se la entregó a los barqueros, y ellos le dejaron ir en paz. Reanudó
el campesino la vuelta a su casa, pensando que se había quedado sin los bueyes
y no había sacado nada a cambio, cuando vio a unos carreros que estaban
cocinándose unas gachas cerca del camino.
-Hola,
paisanos.
-Hola,
buen hombre.
-De provecho
os sirva.
-Gracias.
-Buena
cara tienen esas gachas. ¿No sobrarían unas pocas para mí? Tengo mucha hambre.
-¿Pues de
dónde vienes? -preguntó el mayoral.
-Vengo de
llevar una yunta de bueyes a la feria para venderlos.
-¡Vaya,
hombre! ¿Has vendido una yunta de bueyes y andas pidiendo?
-Si
supieras lo que me ha pasado... -contestó el campesino.
-A ver,
cuenta.
-Veréis...
-empezó el campesino, y lo contó todo. El mayoral se echó a reír:
-Pues
ahora, hermano, procura que no te vea tu mujer, si no quieres pasarlo mal.
-Estás
equivocado: no pasará nada. Ni siquiera me dirá una palabra de reproche.
-¡Eso no
puede ser verdad! Mira: si tu mujer no te arma escándalo por lo que has hecho,
aquí tienes doce carros de sal. Te los doy con los bueyes y todo.
-¡De
acuerdo, hombre!
-¿Y si te
regaña?
-Cuenta
con que trabajaré para ti toda la vida.
Concertaron
la apuesta y fueron hacia la aldea. Cuando llegaron a casa del campesino, el
mayoral se quedó en el zaguán escuchando mientras él entraba en la casa.
-Hola,
mujer.
-Hola, mi
hombre. ¿Cambiaste por fin los bueyes?
-Sí.
-¿Y dónde
está el carro?
-Lo he
cambiado por una cabra.
-Y la
cabra, ¿dónde está?
-La he
cambiado por una escarcela.
-¿Y dónde está la escarcela?
-¿Y dónde está la escarcela?
-Me la
cobraron por pasarme el río.
-Bueno,
pues gracias a Dios que has vuelto tú. Quítate la zamarra y siéntate a la mesa
a almorzar, que seguramente vendrás con hambre. En cuanto a los bueyes, no te
apures: no habiendo bueyes, tampoco tendremos que ocuparnos de ellos.
El
campesino se sentó a la mesa y gritó:
-¡Eh,
mayoral! Entra. ¿Has oído? Ya ves que tenía yo razón.
-Cierto,
paisano -dijo el mayoral suspirando. Tuyos son los doce carros, la sal y los
bueyes.
De esta
manera se enriqueció el campesino y desde entonces vivió en la opulencia.
Cuento popular ruso
1.001. Afanasiev (Aleksandr Nikolaevich)
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